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Multiculturalidad y
democracia 01
EL PAÍS, 28 de junio
de 2001
Multiculturalidad y democracia ANTONIO
ELORZA El episodio debe estar aún fresco
en el recuerdo de muchos españoles. Cada día de la semana, a modo de flash
de un reportaje más amplio inserto en sus informativos, Tele 5 ofrecía a sus
espectadores sucesivas muestras de las sevicias sufridas por las mujeres en
una amplia zona de África, centrándose en Etiopía y con punto de arranque en
la ablación del clítoris. Sin lugar a dudas, quienes realizaron el reportaje
y aquellos que decidieron su programación se atenían a esctrictas razones
humanitarias, intentando ante todo mostrar cuánto camino queda todavía por
delante para que las mujeres vean garantizados siquiera mínimamente sus
derechos humanos. No obstante, resulta dudoso que tal efecto fuera
alcanzado y más bien cabe temer que en una circunstancia como la actual,
donde el problema de la inmigración africana gana enteros en la preocupación
social, los resultados fueran los opuestos a los buscados. Es bien cierto que
impedir o sancionar las ablaciones del clítoris u otras prácticas similares
constituye hoy una exigencia para los países receptores de emigrantes
africanos. Tenemos, pues, un problema cultural y jurídico ante nosotros. Pero
no es menos cierto que la lectura inmediata que de tales informaciones
descontextualizadas se deriva es que los colectivos adictos a esas prácticas
son unos bárbaros inasimilables a unas sociedades como las occidentales,
cargadas, por su parte, de valores positivos. En una palabra, la vertiente
más dura de las tesis de Sartori sobre el islam, y no es casual que en estas
mismas páginas la ablación del clítoris ha sido ya utilizada como emblema de
esa articulación imposible de la diversidad cultural. Estamos entonces a un paso de la situación límite
analizada por Claude Lévi- Strauss en Raza e historia: 'El bárbaro es
ante todo el hombre que cree en la barbarie'. Partamos de que la noción de
humanidad es una construcción cultural, ya que desde las sociedades llamadas
primitivas cada grupo humano lo que ha tendido es a marcar una divisoria
maniquea frente a otros grupos. Nosotros somos 'los hombres', los
'verdaderos hombres' o 'los que dicen la verdad', en tanto que los otros
pueden incluso ver negada su condición humana. En una aproximación
primaria, el idioma que no entiendo se me aparece como una algarabía
comparable a los medios de comunicación empleados por los animales. Y por las
historias más pormenorizadas del movimiento obrero sabemos que la reacción
inmediata de los trabajadores de un país a la llegada de extranjeros más
pobres consistía en rechazarlos como seres inferiores, a quienes se cargaba
con un mote peyorativo por su nacionalidad, ante su condición de supuestos
rivales por el empleo. El internacionalismo y la solidaridad fueron productos
ideológicos, a los que debemos la superación de la xenofobia entre las clases
trabajadoras desde mediados del siglo XIX hasta el último tercio del siglo
XX. Aun cuando, más o menos disfrazados, la tendencia a la discriminación o
los complejos de superioridad despuntaron una y otra vez por debajo de las
grandes palabras. Marx describía a los mexicanos como españoles
degenerados, y a éstos como portadores de un quijotismo estúpido. El
desprecio de Engels hacia los eslavos es conocido, pero lo es menos que en su
antigermanismo y antisemitismo. Bakunin dejó chico a Sabino Arana en la
escala racista. No están muy lejos los días en que el chauvinismo enmascarado
de Georges Marchais hacía que los comunistas franceses profetizasen
catástrofes para la clase obrera francesa si los trabajadores españoles
ingresaban en el Mercado Común. Siempre el otro como amenaza.
Contribuir desde el sistema fiscal público al mantenimiento de la Iglesia o
pagar con dinero no menos público los destrozos en Doñana de los adictos a
'la blanca paloma' resulta lo más lógico; financiar la construcción de una
mezquita equivale a fomentar el fanatismo. A pesar de ello, por lo menos en el terreno de
los principios, la discriminación ha perdido toda legitimidad. Toca entonces
evitar que regrese por cauces subterráneos, y es aquí donde las tesis de Sartori
sobre el islam, de no ser matizadas, o informaciones televisivas del tipo de
la arriba citada, pueden desempeñar esa siniestra función: legitimar el
rechazo del otro precisamente en nombre de los derechos humanos. Conviene
aquí recordar otra advertencia de Lévi-Strauss: 'El hombre no realiza su
naturaleza en una humanidad abstracta, sino en culturas tradicionales donde
los cambios más revolucionarios dejan subsistir restos enteros y se explican
ellos mismos en función de una situación estrictamente definida en el tiempo
y en el espacio'. Esto supone la exigencia, para el dictamen de Sartori, de
explicar, y para los reportajes de Tele 5, de contextualizar. Las prácticas
abominables contra el cuerpo de las mujeres son en todo caso dignas de
condena, pero adquieren otro significado de cara al espectador si se
presentan en el cuadro de la reconstrucción del medio cultural específico. No
son bárbaros que practican la ablación del clítoris, sino que ésta es un
hecho bárbaro, como lo es apuñalar a la novia porque era mía o forzar
a unos inmigrantes magrebíes a vivir como animales, en un medio social que
resulta preciso conocer y que puede ofrecer otros rasgos muy positivos. La
contextualización acota el espacio de la crítica e impide la generalización
peyorativa que afecta habitualmente a todo aquello que escapa a nuestra
visión eurocéntrica. Para el caso que nos ocupa, el reportaje hubiera debido
producir, con la abominación de las prácticas denunciadas, una mayor estima
por el pueblo etíope. Dudo que ése haya sido el resultado. Posiblemente ésta sería una de las tareas más
urgentes en nuestro país si queremos aceptar la multiculturalidad que se nos
viene encima y evitar en lo posible el riesgo de racismo. Desde nuestro
sistema educativo a los medios de comunicación de masas falta clamorosamente
la preocupación por el mundo extraeuropeo (entendiendo en este punto a
Estados Unidos y a Japón como prolongaciones de Europa). La diferencia
respecto de Francia es aquí notable. Somos todavía un país de turistas de nuevo cuño
en busca de bazares con mercancías baratas y trazos de brocha gorda sobre un
mundo 'exótico' y 'misterioso'. Esto es apreciable en los reportajes
televisivos, incluso en los que se pretenden de calidad, y a ello no escapan
los suplementos de este diario (recuerdo una reciente ceremonia de la
confusión en torno a Angkor): conocer y explicar con precisión resulta
sinónimo de pedantería. Claro que son sólo dos décadas de turismo de masas
hacia el mundo extraeuropeo y, por consiguiente, se trata de un defecto
explicable. No tanto lo es la ceguera que sigue mostrando nuestra educación a
todos los ni-veles respecto de Asia y África. La consecuencia es inmediata:
en este tema, la ignorancia es el fermento idóneo para la xenofobia. Aun a corto plazo, la pluriculturalidad va a ser
un hecho inevitable y la mundialización de las comunicaciones favorecerá
decisivamente su mantenimiento. No cabe negar la posibilidad de que algunos
de los colectivos de inmigrantes que recibimos lleguen pronto a un alto grado
de asimilación, favorecido por la comunidad de idioma. En otros, y a la vista
de la experiencia francesa, lo que corresponde es preparar el terreno para
asumir la pluriculturalidad, conjugando la integración de los inmigrantes en
nuestra cultura y en nuestra democracia con el respeto a una identidad que,
no nos engañemos, va a mantenerse y que de ser sometida a una presión
discriminatoria degenerará en una cultura de gueto y en una orientación
intregista o de respuesta violenta (sucesos de Manchester y de Leeds). La solución no reside tampoco en la angelización.
Si entre los inmigrantes colombianos se insertan redes de narcotraficantes, o
si van consolidándose estructuras mafiosas chinas, será preciso afrontar el
fenónemo, llamando a las cosas por su nombre y por su origen. Justamente el
problema surgiría de intentar edulcorar una situación visible para todos. Del
mismo modo, reconocer que la inmigración magrebí puede plantear dificultades
propias es algo tal vez necesario, si los análisis científico-sociales lo
demuestran. A partir de ahí no cabe, sin embargo, deducir que el islam crea
una barrera infranqueable, con la consiguiente connotación perversa.
Simplemente, es una creencia que impregna con mayor intensidad que otras al
conjunto de los comportamientos individuales. Algunos, los derivados de su
patriarcalismo, pueden entrar en conflicto con nuestra normativa y con el
sistema de valores democráticos. Pero hay que pensar, una vez más, que tal es
el caso de otros usos vigentes entre nosotros que nada tienen de islámicos. El óptimo técnico, que es preciso ir forjando a
partir de ahora, incluye desde la educación no etnocéntrica a las reformas
políticas que permitan la participación electoral de los residentes, pasando
por evitar caos como el creado por la Ley de Extranjería, y se encuentra en
el 'patriotismo constitucional' auspiciado por Habermas. Ello requerirá que
los inmigrantes vayan asumiendo voluntariamente una identidad dual y el
sistema de valores democráticos. Es una senda difícil y conflictiva, la única
en todo caso practicable para alcanzar una convivencia exenta de
discriminación. 02
EL PAÍS, 3 de abril de 2002
Velos y quebrantos ANTONIO
ELORZA Cada vez que se plantea
la cuestión de la convivencia entre musulmanes y occidentales dentro de una
de nuestras sociedades, pienso en algunos símbolos de la misma todavía
visibles en monumentos arquitectónicos de la España medieval. Recuerdo la
llave verde de entrada en el jardín de Alá que colocó el alarife creyente
junto a la puerta del convento de Santa Clara en Tordesillas o en el propio
paraíso de rasgos coránicos, interrumpido por una ventana mudéjar con su
ajimez, al lado del juicio final estrictamente cristiano, en los muros de la
iglesia de San Román en Toledo. La convivencia de culturas tuvo sin duda poco
que ver con la imagen dulzona que de ella se tiene. Sin embargo, todo indica
que en aquellas circunstancias una sociedad plural desde el punto de vista
religioso fue capaz de sobrevivir, por encima de los conflictos, hasta la
segunda mitad del siglo XV. Aplicando esa lectura
al presente, podemos decir que la sociedad multicultural es posible, y en
gran medida inevitable. A la vista de las cifras y el ritmo de la
inmigración, el objetivo de una deseable integración no estará a nuestro
alcance sin un reconocimiento de la pluralidad ante la presencia de
colectivos muy numerosos y con alto grado de cohesión interna. La pretensión de
forzar el proceso de incorporación sobre la base de que sus culturas no son
democráticas y la nuestra lo es, está destinada a provocar interminables
conflictos, en primer término con los derechos democráticos de las minorías,
para desembocar en el fracaso. Ahora bien, una vez más
hay que insistir en el riesgo de intentar la conjura de las actitudes
xenófobas por medio de la angelización del inmigrante, cuya cultura y cuya
religión serían otros tantos lugares sagrados que nuestra ignorancia de
occidentales debiera respetar. Conviene partir de que el respeto a la cultura
del otro en una sociedad democrática tiene como complemento la exigencia de
oponerse a aquellos valores y comportamientos del colectivo que estuvieran en
abierta contradicción con el marco legal democrático. Y en segundo término,
el Estado de derecho ha de garantizar que la normativa interna del colectivo
no cercene la libertad individual de sus miembros. De cara a la inmigración
musulmana, ambas cuestiones invitan a la reflexión, dado que los problemas
son reales, aunque en gran medida resolubles, y por supuesto aconsejan
arriesgarse a la información sin el velo del respeto reverencial que parte
del colectivo y de sus estudiosos viene exigiendo. Tanto más cuanto que el
11-S no es una invención, y tampoco lo es que sus autores se reclamaban de la
ortodoxia islámica. Y que, si había Al Qaeda instalada en España, es porque
algún ambiente lo propiciaba. Es falso que desde entonces haya tenido lugar
entre nosotros un salto adelante de la xenofobia; más bien se está creando un
ambiente viscoso para cualquier discusión sobre el Islam. Olvidan los
apologistas y censores voluntarios de toda crítica que nada mejor para
eliminar los reflejos antiárabes que la fijación de los límites entre
minorías terroristas de raíz islámica y conjunto de la comunidad musulmana. Contamos además con las
enseñanzas de la experiencia francesa desde que en 1989 estallara la cuestión
del hiyab en las escuelas laicas. No vino mal dejar las cosas claras y
poner de manifiesto que en cualquiera de sus formas el velo o el pañuelo que
cubría el pelo de las estudiantes constituía una infracción al principio de
la escuela laica por el cual no debían exhibirse signos religiosos en los
centros de enseñanza. Da vergüenza ajena leer en comentarios de especialistas
que el hiyab carece de connotaciones religiosas en una creyente y que
es un símbolo cultural como la txapela o el pañuelo rojo de San
Fermín. Ante todo, en el Islam lo cultural no está separado de lo religioso,
y, en caso de polémica que afecte a su religión, el creyente está obligado a
defenderla por encima de todo ante el infiel. Por lo demás, sólo hay
que pasearse por una ciudad marroquí, tunecina o egipcia para comprobar cómo
los pañuelos cubriendo la cabeza y otros artilugios han acompañado al ascenso
irresistible del islamismo entre las capas populares. Lo que cuenta no es la
forma del vestido, sino la sumisión al objetivo propuesto de preservar el
pudor femenino, con todas las connotaciones que ello tiene en cuanto a la
posición de la mujer. Hiyab significa originariamente cortina, y en su
aplicación práctica al vestido por la jurisprudencia islámica supone la
exigencia de que sólo resulten visibles el rostro y las manos de la mujer.
Nada de cultura regional: sentencia del Profeta, quien al ver a una esposa
con un vestido fino le advirtió: 'Cuando una muchacha llega a la pubertad no
es adecuado para ella mostrar sino eso y eso', señalando a su cara y a sus
manos (hadiz de Abu Dawud). Y los hadices o sentencias son tan obligatorios
para el creyente como el Corán, y si no que se lo digan a las mujeres iraníes
que en la revolución de los ayatolás fueron destinatarias del siguiente
mensaje: Rusavi ya tusavi (El pañuelo en la cabeza o el palo). Sin
duda la cultura con sangre entra. La entrada en juego de otras sentencias,
como la relativa a la prohibición de animales pintados en la ropa, a la
reserva de los encantos femeninos o al papel incitador de la mirada sirven de
base a ulteriores prendas represivas, desde el chador al burka.
Lo importante sería, pues, que efectivamente no existiera una presión
familiar o de un sector de los creyentes para que la mujer lo llevara so pena
de ser considerada infractora. Es un combate que sería inútil dar por la vía
de las sanciones, puesto que la adolescente implicada proclamaría siempre que
lo llevaba libremente, y sí cabe emprender en el campo de la educación para
que las jóvenes musulmanas de nuestros países lleven velo, pañuelo o trenzas
según su voluntad. Conocimiento,
tolerancia y enseñanza laica han llevado en Francia a eliminar prácticamente
el problema. El hiyab no está prohibido, pero tampoco recomendado, y
con el análisis y la transigencia ante casos individuales, si el asunto lo
permite, la tensión prácticamente ha desaparecido. Y esa pauta debiera
seguirse para otras cuestiones, relativas sobre todo a las eventuales formas
de presión del hombre sobre la mujer, problema presente, aun sin Islam en
nuestras sociedades. Por otra parte, es preciso tomar en consideración la
enorme capacidad de la religión musulmana para envolver literalmente al
creyente en todas las facetas de su vida, lo cual invita siempre a la cautela
cuando se trata de valorar comportamientos que de cerca o de lejos tengan que
ver con la religión. Nada grave pasa si los alumnos musulmanes de un
instituto o los trabajadores de una fábrica cumplen con el ayuno del Ramadán,
rezan mirando a La Meca o celebran la fiesta del Cordero. Otra cosa es si un
hermano prohíbe a su hermana, sirviéndose de la violencia, que tenga un novio
de otra religión, o un padre impide que sus hijos vayan a la clase donde se
enseña Darwin o se practica la gimnasia. Lo primero es expresión de
multiculturalismo, lo segundo violación de la libertad individual y del
derecho a la enseñanza. Y, en este segundo apartado, el derecho del Estado
democrático no debe ceder ante los mandatos religiosos interpretados desde
una óptica integrista. De nuevo aquí hay que saber para juzgar, porque en
otro caso se terminan diciendo barbaridades tales como que el hiyab es
el primer paso para la ablación del clítoris, que nada tiene que ver con la sharia
(ley coránica). La misma exigencia se
plantea en un tema que el sector mencionado de nuestra islamología soslaya
siempre: la presencia en el marco del Islam de una tradición integrista cuya
formulación queda prácticamente fijada en la Edad Media, a partir de la
necesidad de reproducir las normas del Islam originario, y que luego resurge
cada vez que la comunidad se siente amenzada desde el exterior por unas
formas religiosas, culturales o de poder juzgadas como propias de infieles.
Fue la reacción de los wahabíes en el siglo XVIII y más cerca de nosotros la
del integrismo reactivo que radicaliza en las últimas décadas el proyecto
islamista de los Hermanos Musulmanes egipcios, confluyendo ambos en la actual
deriva terrorista. No otra cosa representa la estrecha colaboración de Bin
Laden y Al-Zauahiri. Las señas de identidad
de ese integrismo militante son claras y resultan por tanto perfectamente
aislables respecto de las formas de existencia vigentes en casi todas las
sociedades musulmanas: la satanización de Occidente, un conformismo ciego con
la utopía de una sociedad islámica tan armónica como represiva, el vestido de
la mujer como emblema de la moralidad islámica o del libertinaje occidental
alternativamente, el énfasis en la yihad en tanto que guerra sagrada
que garantizará la expansión universal del Islam. Aquí es preciso tener en
cuenta que todo se juega en el interior de los colectivos musulmanes, tanto
en Occidente como en los Estados árabes, y la mayoría en modo alguno responde
a esa orientación radical. Pero ésta existe, tiene un grado de difusión
acorde con la globalización y su peligro no es desdeñable, tanto para
nosotros los occidentales como para la supervivencia de ese Islam diferente
pero abierto a la integración que va instalándose entre nosotros. Claro que
todo lo anterior tiene sentido si Sharon y Bush dejan de ejercer en Palestina
de incendiarios. 03
EL PAÍS, 25 de septiembre de 2002
Las dos caras del Corán ANTONIO
ELORZA Pasado el primer
aniversario de los atentados del 11-S quedan todavía muchos problemas por
resolver. A pesar de la ocupación militar de Afganistán y de los siniestros
enjaulamientos de Guantánamo, la cosecha de dirigentes y cuadros de Al Qaeda
en manos americanas es bien escasa y sobre todo, aun cuándo Osama Bin Laden
no pertenece a la rama del islam shií, ha debido imitar la táctica del último
imam descendiente de Alí, quien según la leyenda decidió hace doce siglos
ocultarse de la vista de los mortales para reaparecer en el momento oportuno
y ejercer su acción redentora: es entre tanto el Imam Oculto en cuyo nombre
se redactan los decretos de la República islámica de Irán. Así que vivo o
muerto, Bin Laden es hoy el emir oculto del terrorismo islámico, situación
compartida por el grupo dirigente de Al Qaeda, organización con algunos miles
de miembros en condiciones de operar y una estructura financiera que mantiene
su opacidad frente a las investigaciones estadounidenses. Y como sabemos que
la virtud principal de Bin Laden y los suyos es la paciencia, siendo capaces
de esperar años entre golpe y golpe, el futuro sigue marcado por la
inseguridad. La política de Bush tampoco ayuda lo más mínimo, con su obsesión
por el empleo de la fuerza, el olvido de los criterios de justicia y defensa
de los derechos humanos, amén de su impresentable amparo a la barbarie de
Sharon y de su obsesión por invadir Irak. Como consecuencia, habrá más shuhadâ,
mártires de la fe por Palestina y la coartada principal de Bin Laden
mantendrá su vigencia para gran número de musulmanes. Tampoco en el plano de
la conciencia pública se han registrado grandes progresos. No hablemos de los
Estados Unidos. Por lo que nos toca, es cierto que la opinión intensificó en
el curso de este año su atención hacia el islam y los movimientos sociales y
religiosos del mundo extraeuropeo, tras un lógico brote inicial de rechazo y
desconfianza hacia todo lo árabe. Tal vez por esto han dejado de abordarse
cuestiones cruciales, al establecerse un vínculo entre el esclarecimiento de
lo ocurrido en el marco del islam y el riesgo de una subida en flecha de la
xenofobia. Se trata de una actitud equivocada, pues lo que puede favorecer un
movimiento en tijera entre las descripciones idílicas de los islamólogos y la
xenofobia antimusulmana es precisamente la cortina de humo que impide
distinguir entre la variante integrista del islam y el conjunto de la
creencia. Por los antecedentes francés y británico es sabido que la recluta
de militantes se da en el vivero de la enseñanza y de la sociabilidad
integristas, cuya expansión se debe en gran parte a los recursos económicos y
humanos de Arabia Saudí. Así que, en contra de lo que propone Edward W. Said
en su excelente libro Cultura e imperialismo, la pretensión de
analizar las corrientes de pensamiento islámico, integrismos y
fundamentalismos incluidos -como hacen los autores a quienes descalifica
sumariamente, de Bernard Lewis a Emmanuel Sivan-, no es la expresión de una
hostilidad occidentalista contra 'la aspiración colectiva de los árabes de
acabar con el determinismo histórico desarrollado desde perspectivas
coloniales', sino la lógica preocupación por un fenómeno demasiado real y
amenazador. Reconocer la
complejidad no es fomentar el rechazo. Hay que pensar en un futuro de
ciudadanos europeos y españoles musulmanes, a sabiendas de que las
dificultades surgirán por ambas partes. De un lado, la inclinación de una
parte de nuestras sociedades al racismo abierto o implícito. En la otra
vertiente, la capacidad de la creencia religiosa islámica para envolver en su
globalidad la vida del creyente, tal y como ha descrito Mikel de Epalza, pone
a prueba los mecanismos de integración desde la diferencia en la sociedad
receptora. Volviendo sobre los ejemplos francés y británico, tampoco hay
razones para sumirse en un pesimismo radical a lo Sartori. Desde el punto de
vista del peso de la religión sobre una deseable adecuación democrática, los
obstáculos son dos: el espíritu de violencia ligado a la recomendación de la yihad
y la inferioridad esencial de la mujer. Remiten ante todo a la
necesidad de favorecer una lectura rigurosa pero abierta del Corán, a vigilar
los mensajes educativos y de predicación de origen integrista y, en la
cuestión femenina, a conjugar la exigencia jurídica del respeto a la igualdad
de sexos con una preferencia por incentivar antes que imponer en el sentido
del cambio de mentalidad. Por supuesto, para ello es preciso evitar
ceremonias de la confusión como las organizadas en un reciente libro de Tariq
Ramadán, donde con el aval de una Gema Martín Muñoz, que sigue hablando de
Bin Laden como 'supuesto terrorista', se cuela como 'reformismo islámico'
nada menos que al fundador de la doctrina oficial de Arabia Saudi. La solución no consiste
en enmascarar la realidad del integrismo islámico, sino en aislarle, de
acuerdo con la corriente de pensamiento musulmán liberal que recupera una
interpretación racionalista y propone una lectura cronológica del Corán,
donde el discurso de la violencia pasa del dogma a la historia. La
apreciación no es de ayer. Hace siete siglos, el padre espiritual de la
tradición integrista, el sirio Ibn Taymiyya, hizo notar que la yihad
sólo aparecía después de trece años de predicación de Mahoma, cuando en su
exilio de Medina decide convertirse en profeta armado contra sus adversarios
de La Meca y contra los clanes judíos medinenses, éstos inicialmente aliados
suyos a quienes incluyera en la umma, la comunidad a quien corresponde
el doble poder, religioso y político. No hay, pues, incompatibilidad entre
las citas de guerra y exterminio, de un lado, y las de paz y fraternidad con
cristianos y judíos, de otro: simplemente éstas suelen corresponder a la fase
mequí de predicación, ente 612 y 622, tantas veces anclada en fragmentos bíblicos
y en el propósito de captar la doble tradición judaica y cristiana,
fundiéndola en un monoteísmo radical. Como el núcleo teológico queda sentado
en los textos mequíes, se hace posible sin riesgos el ensayo de
diferenciación propuesto no hace mucho por el pensador musulmán sudanés
Mohamed Mahmud Taha entre los dos Coranes: el discurso de la violencia
remitiría a su contexto histórico, sin afectar al núcleo teológico
previamente constituido, del que se desprende esa sólida base para la
tolerancia tantas veces citada al hablar y escribir sobre el islam. Sin
yihad abierta o satanización de Occidente, ni dominio a ultranza sobre la
mujer. También aquí los versículos medinenses son más duros. ¿Qué sentido tiene
hablar de cosas tan lejanas en relación con el 11-S y sus consecuencias? La
respuesta es que entre todas las religiones, el islam se caracteriza por
constituirse sobre una revelación única, que sirve de patrón inmutable para
los comportamientos de los creyentes hasta el día de hoy. Una u otra lectura
del libro sagrado señala caminos divergentes y resulta innegable que la
efectuada por los integristas pretende llevar, yihad mediante, a ese
choque de civilizaciones augurado por Huntington. Los atentados no fueron una
broma ocasional, sino la expresión de un comportamiento perfectamente
codificado desde siglos atrás donde sólo ha variado la actualización
financiera y tecnológica protagonizada por Bin Laden. Por algo el que fuera
durante años su colaborador y organizador del internacionalismo integrista y terrorista,
el sudanés Hasan al Turabi, hizo ahorcar por hereje en 1995 a su compatriota
el mencionado Taha, promotor de la lectura liberal del Corán. A pesar de que
la mayoría de sociedades musulmanas resiste al proyecto de islamización
total, impulsado desde el fundamentalismo, la vida de los intelectuales
creyentes y liberales no es fácil, según nos relata Mohamed Charfi en Islam
y libertad. Es tiempo de
interpretación rigorista de la sharía, de condenas al silencio y de
lapidaciones. Ahora bien, si en el interior del mundo islámico poco puede
hacerse, y menos a la sombra de Bush, sí cabe cuidar de que la presencia de
minorías cada vez más numerosas de musulmanes en nuestras sociedades tenga
lugar bajo el signo de una integración diferencial y dentro de los principios
de una ortodoxia islámica libre, digámoslo claro, del virus integrista. Antonio Elorza es
catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense. |