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§          Multiculturalidad y democracia

§          Velos y quebrantos

§          Las dos caras del Corán

 

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EL PAÍS,  28 de junio de 2001

Multiculturalidad y democracia

ANTONIO ELORZA

El episodio debe estar aún fresco en el recuerdo de muchos españoles. Cada día de la semana, a modo de flash de un reportaje más amplio inserto en sus informativos, Tele 5 ofrecía a sus espectadores sucesivas muestras de las sevicias sufridas por las mujeres en una amplia zona de África, centrándose en Etiopía y con punto de arranque en la ablación del clítoris. Sin lugar a dudas, quienes realizaron el reportaje y aquellos que decidieron su programación se atenían a esctrictas razones humanitarias, intentando ante todo mostrar cuánto camino queda todavía por delante para que las mujeres vean garantizados siquiera mínimamente sus derechos humanos.

No obstante, resulta dudoso que tal efecto fuera alcanzado y más bien cabe temer que en una circunstancia como la actual, donde el problema de la inmigración africana gana enteros en la preocupación social, los resultados fueran los opuestos a los buscados. Es bien cierto que impedir o sancionar las ablaciones del clítoris u otras prácticas similares constituye hoy una exigencia para los países receptores de emigrantes africanos. Tenemos, pues, un problema cultural y jurídico ante nosotros. Pero no es menos cierto que la lectura inmediata que de tales informaciones descontextualizadas se deriva es que los colectivos adictos a esas prácticas son unos bárbaros inasimilables a unas sociedades como las occidentales, cargadas, por su parte, de valores positivos. En una palabra, la vertiente más dura de las tesis de Sartori sobre el islam, y no es casual que en estas mismas páginas la ablación del clítoris ha sido ya utilizada como emblema de esa articulación imposible de la diversidad cultural.

Estamos entonces a un paso de la situación límite analizada por Claude Lévi- Strauss en Raza e historia: 'El bárbaro es ante todo el hombre que cree en la barbarie'. Partamos de que la noción de humanidad es una construcción cultural, ya que desde las sociedades llamadas primitivas cada grupo humano lo que ha tendido es a marcar una divisoria maniquea frente a otros grupos. Nosotros somos 'los hombres', los 'verdaderos hombres' o 'los que dicen la verdad', en tanto que los otros pueden incluso ver negada su condición humana. En una aproximación primaria, el idioma que no entiendo se me aparece como una algarabía comparable a los medios de comunicación empleados por los animales. Y por las historias más pormenorizadas del movimiento obrero sabemos que la reacción inmediata de los trabajadores de un país a la llegada de extranjeros más pobres consistía en rechazarlos como seres inferiores, a quienes se cargaba con un mote peyorativo por su nacionalidad, ante su condición de supuestos rivales por el empleo. El internacionalismo y la solidaridad fueron productos ideológicos, a los que debemos la superación de la xenofobia entre las clases trabajadoras desde mediados del siglo XIX hasta el último tercio del siglo XX. Aun cuando, más o menos disfrazados, la tendencia a la discriminación o los complejos de superioridad despuntaron una y otra vez por debajo de las grandes palabras.

Marx describía a los mexicanos como españoles degenerados, y a éstos como portadores de un quijotismo estúpido. El desprecio de Engels hacia los eslavos es conocido, pero lo es menos que en su antigermanismo y antisemitismo. Bakunin dejó chico a Sabino Arana en la escala racista. No están muy lejos los días en que el chauvinismo enmascarado de Georges Marchais hacía que los comunistas franceses profetizasen catástrofes para la clase obrera francesa si los trabajadores españoles ingresaban en el Mercado Común. Siempre el otro como amenaza. Contribuir desde el sistema fiscal público al mantenimiento de la Iglesia o pagar con dinero no menos público los destrozos en Doñana de los adictos a 'la blanca paloma' resulta lo más lógico; financiar la construcción de una mezquita equivale a fomentar el fanatismo.

A pesar de ello, por lo menos en el terreno de los principios, la discriminación ha perdido toda legitimidad. Toca entonces evitar que regrese por cauces subterráneos, y es aquí donde las tesis de Sartori sobre el islam, de no ser matizadas, o informaciones televisivas del tipo de la arriba citada, pueden desempeñar esa siniestra función: legitimar el rechazo del otro precisamente en nombre de los derechos humanos. Conviene aquí recordar otra advertencia de Lévi-Strauss: 'El hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta, sino en culturas tradicionales donde los cambios más revolucionarios dejan subsistir restos enteros y se explican ellos mismos en función de una situación estrictamente definida en el tiempo y en el espacio'. Esto supone la exigencia, para el dictamen de Sartori, de explicar, y para los reportajes de Tele 5, de contextualizar. Las prácticas abominables contra el cuerpo de las mujeres son en todo caso dignas de condena, pero adquieren otro significado de cara al espectador si se presentan en el cuadro de la reconstrucción del medio cultural específico. No son bárbaros que practican la ablación del clítoris, sino que ésta es un hecho bárbaro, como lo es apuñalar a la novia porque era mía o forzar a unos inmigrantes magrebíes a vivir como animales, en un medio social que resulta preciso conocer y que puede ofrecer otros rasgos muy positivos. La contextualización acota el espacio de la crítica e impide la generalización peyorativa que afecta habitualmente a todo aquello que escapa a nuestra visión eurocéntrica. Para el caso que nos ocupa, el reportaje hubiera debido producir, con la abominación de las prácticas denunciadas, una mayor estima por el pueblo etíope. Dudo que ése haya sido el resultado.

Posiblemente ésta sería una de las tareas más urgentes en nuestro país si queremos aceptar la multiculturalidad que se nos viene encima y evitar en lo posible el riesgo de racismo. Desde nuestro sistema educativo a los medios de comunicación de masas falta clamorosamente la preocupación por el mundo extraeuropeo (entendiendo en este punto a Estados Unidos y a Japón como prolongaciones de Europa). La diferencia respecto de Francia es aquí notable.

Somos todavía un país de turistas de nuevo cuño en busca de bazares con mercancías baratas y trazos de brocha gorda sobre un mundo 'exótico' y 'misterioso'. Esto es apreciable en los reportajes televisivos, incluso en los que se pretenden de calidad, y a ello no escapan los suplementos de este diario (recuerdo una reciente ceremonia de la confusión en torno a Angkor): conocer y explicar con precisión resulta sinónimo de pedantería. Claro que son sólo dos décadas de turismo de masas hacia el mundo extraeuropeo y, por consiguiente, se trata de un defecto explicable. No tanto lo es la ceguera que sigue mostrando nuestra educación a todos los ni-veles respecto de Asia y África. La consecuencia es inmediata: en este tema, la ignorancia es el fermento idóneo para la xenofobia.

Aun a corto plazo, la pluriculturalidad va a ser un hecho inevitable y la mundialización de las comunicaciones favorecerá decisivamente su mantenimiento. No cabe negar la posibilidad de que algunos de los colectivos de inmigrantes que recibimos lleguen pronto a un alto grado de asimilación, favorecido por la comunidad de idioma. En otros, y a la vista de la experiencia francesa, lo que corresponde es preparar el terreno para asumir la pluriculturalidad, conjugando la integración de los inmigrantes en nuestra cultura y en nuestra democracia con el respeto a una identidad que, no nos engañemos, va a mantenerse y que de ser sometida a una presión discriminatoria degenerará en una cultura de gueto y en una orientación intregista o de respuesta violenta (sucesos de Manchester y de Leeds).

La solución no reside tampoco en la angelización. Si entre los inmigrantes colombianos se insertan redes de narcotraficantes, o si van consolidándose estructuras mafiosas chinas, será preciso afrontar el fenónemo, llamando a las cosas por su nombre y por su origen. Justamente el problema surgiría de intentar edulcorar una situación visible para todos. Del mismo modo, reconocer que la inmigración magrebí puede plantear dificultades propias es algo tal vez necesario, si los análisis científico-sociales lo demuestran. A partir de ahí no cabe, sin embargo, deducir que el islam crea una barrera infranqueable, con la consiguiente connotación perversa. Simplemente, es una creencia que impregna con mayor intensidad que otras al conjunto de los comportamientos individuales. Algunos, los derivados de su patriarcalismo, pueden entrar en conflicto con nuestra normativa y con el sistema de valores democráticos. Pero hay que pensar, una vez más, que tal es el caso de otros usos vigentes entre nosotros que nada tienen de islámicos.

El óptimo técnico, que es preciso ir forjando a partir de ahora, incluye desde la educación no etnocéntrica a las reformas políticas que permitan la participación electoral de los residentes, pasando por evitar caos como el creado por la Ley de Extranjería, y se encuentra en el 'patriotismo constitucional' auspiciado por Habermas. Ello requerirá que los inmigrantes vayan asumiendo voluntariamente una identidad dual y el sistema de valores democráticos. Es una senda difícil y conflictiva, la única en todo caso practicable para alcanzar una convivencia exenta de discriminación.

 

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EL PAÍS, 3 de abril de 2002

Velos y quebrantos

ANTONIO ELORZA

Cada vez que se plantea la cuestión de la convivencia entre musulmanes y occidentales dentro de una de nuestras sociedades, pienso en algunos símbolos de la misma todavía visibles en monumentos arquitectónicos de la España medieval. Recuerdo la llave verde de entrada en el jardín de Alá que colocó el alarife creyente junto a la puerta del convento de Santa Clara en Tordesillas o en el propio paraíso de rasgos coránicos, interrumpido por una ventana mudéjar con su ajimez, al lado del juicio final estrictamente cristiano, en los muros de la iglesia de San Román en Toledo. La convivencia de culturas tuvo sin duda poco que ver con la imagen dulzona que de ella se tiene. Sin embargo, todo indica que en aquellas circunstancias una sociedad plural desde el punto de vista religioso fue capaz de sobrevivir, por encima de los conflictos, hasta la segunda mitad del siglo XV.

Aplicando esa lectura al presente, podemos decir que la sociedad multicultural es posible, y en gran medida inevitable. A la vista de las cifras y el ritmo de la inmigración, el objetivo de una deseable integración no estará a nuestro alcance sin un reconocimiento de la pluralidad ante la presencia de colectivos muy numerosos y con alto grado de cohesión interna. La pretensión de forzar el proceso de incorporación sobre la base de que sus culturas no son democráticas y la nuestra lo es, está destinada a provocar interminables conflictos, en primer término con los derechos democráticos de las minorías, para desembocar en el fracaso.

Ahora bien, una vez más hay que insistir en el riesgo de intentar la conjura de las actitudes xenófobas por medio de la angelización del inmigrante, cuya cultura y cuya religión serían otros tantos lugares sagrados que nuestra ignorancia de occidentales debiera respetar. Conviene partir de que el respeto a la cultura del otro en una sociedad democrática tiene como complemento la exigencia de oponerse a aquellos valores y comportamientos del colectivo que estuvieran en abierta contradicción con el marco legal democrático. Y en segundo término, el Estado de derecho ha de garantizar que la normativa interna del colectivo no cercene la libertad individual de sus miembros. De cara a la inmigración musulmana, ambas cuestiones invitan a la reflexión, dado que los problemas son reales, aunque en gran medida resolubles, y por supuesto aconsejan arriesgarse a la información sin el velo del respeto reverencial que parte del colectivo y de sus estudiosos viene exigiendo. Tanto más cuanto que el 11-S no es una invención, y tampoco lo es que sus autores se reclamaban de la ortodoxia islámica. Y que, si había Al Qaeda instalada en España, es porque algún ambiente lo propiciaba. Es falso que desde entonces haya tenido lugar entre nosotros un salto adelante de la xenofobia; más bien se está creando un ambiente viscoso para cualquier discusión sobre el Islam. Olvidan los apologistas y censores voluntarios de toda crítica que nada mejor para eliminar los reflejos antiárabes que la fijación de los límites entre minorías terroristas de raíz islámica y conjunto de la comunidad musulmana.

Contamos además con las enseñanzas de la experiencia francesa desde que en 1989 estallara la cuestión del hiyab en las escuelas laicas. No vino mal dejar las cosas claras y poner de manifiesto que en cualquiera de sus formas el velo o el pañuelo que cubría el pelo de las estudiantes constituía una infracción al principio de la escuela laica por el cual no debían exhibirse signos religiosos en los centros de enseñanza. Da vergüenza ajena leer en comentarios de especialistas que el hiyab carece de connotaciones religiosas en una creyente y que es un símbolo cultural como la txapela o el pañuelo rojo de San Fermín. Ante todo, en el Islam lo cultural no está separado de lo religioso, y, en caso de polémica que afecte a su religión, el creyente está obligado a defenderla por encima de todo ante el infiel. Por lo demás, sólo hay que pasearse por una ciudad marroquí, tunecina o egipcia para comprobar cómo los pañuelos cubriendo la cabeza y otros artilugios han acompañado al ascenso irresistible del islamismo entre las capas populares.

Lo que cuenta no es la forma del vestido, sino la sumisión al objetivo propuesto de preservar el pudor femenino, con todas las connotaciones que ello tiene en cuanto a la posición de la mujer. Hiyab significa originariamente cortina, y en su aplicación práctica al vestido por la jurisprudencia islámica supone la exigencia de que sólo resulten visibles el rostro y las manos de la mujer. Nada de cultura regional: sentencia del Profeta, quien al ver a una esposa con un vestido fino le advirtió: 'Cuando una muchacha llega a la pubertad no es adecuado para ella mostrar sino eso y eso', señalando a su cara y a sus manos (hadiz de Abu Dawud). Y los hadices o sentencias son tan obligatorios para el creyente como el Corán, y si no que se lo digan a las mujeres iraníes que en la revolución de los ayatolás fueron destinatarias del siguiente mensaje: Rusavi ya tusavi (El pañuelo en la cabeza o el palo). Sin duda la cultura con sangre entra. La entrada en juego de otras sentencias, como la relativa a la prohibición de animales pintados en la ropa, a la reserva de los encantos femeninos o al papel incitador de la mirada sirven de base a ulteriores prendas represivas, desde el chador al burka. Lo importante sería, pues, que efectivamente no existiera una presión familiar o de un sector de los creyentes para que la mujer lo llevara so pena de ser considerada infractora. Es un combate que sería inútil dar por la vía de las sanciones, puesto que la adolescente implicada proclamaría siempre que lo llevaba libremente, y sí cabe emprender en el campo de la educación para que las jóvenes musulmanas de nuestros países lleven velo, pañuelo o trenzas según su voluntad.

Conocimiento, tolerancia y enseñanza laica han llevado en Francia a eliminar prácticamente el problema. El hiyab no está prohibido, pero tampoco recomendado, y con el análisis y la transigencia ante casos individuales, si el asunto lo permite, la tensión prácticamente ha desaparecido. Y esa pauta debiera seguirse para otras cuestiones, relativas sobre todo a las eventuales formas de presión del hombre sobre la mujer, problema presente, aun sin Islam en nuestras sociedades. Por otra parte, es preciso tomar en consideración la enorme capacidad de la religión musulmana para envolver literalmente al creyente en todas las facetas de su vida, lo cual invita siempre a la cautela cuando se trata de valorar comportamientos que de cerca o de lejos tengan que ver con la religión. Nada grave pasa si los alumnos musulmanes de un instituto o los trabajadores de una fábrica cumplen con el ayuno del Ramadán, rezan mirando a La Meca o celebran la fiesta del Cordero. Otra cosa es si un hermano prohíbe a su hermana, sirviéndose de la violencia, que tenga un novio de otra religión, o un padre impide que sus hijos vayan a la clase donde se enseña Darwin o se practica la gimnasia. Lo primero es expresión de multiculturalismo, lo segundo violación de la libertad individual y del derecho a la enseñanza. Y, en este segundo apartado, el derecho del Estado democrático no debe ceder ante los mandatos religiosos interpretados desde una óptica integrista. De nuevo aquí hay que saber para juzgar, porque en otro caso se terminan diciendo barbaridades tales como que el hiyab es el primer paso para la ablación del clítoris, que nada tiene que ver con la sharia (ley coránica).

La misma exigencia se plantea en un tema que el sector mencionado de nuestra islamología soslaya siempre: la presencia en el marco del Islam de una tradición integrista cuya formulación queda prácticamente fijada en la Edad Media, a partir de la necesidad de reproducir las normas del Islam originario, y que luego resurge cada vez que la comunidad se siente amenzada desde el exterior por unas formas religiosas, culturales o de poder juzgadas como propias de infieles. Fue la reacción de los wahabíes en el siglo XVIII y más cerca de nosotros la del integrismo reactivo que radicaliza en las últimas décadas el proyecto islamista de los Hermanos Musulmanes egipcios, confluyendo ambos en la actual deriva terrorista. No otra cosa representa la estrecha colaboración de Bin Laden y Al-Zauahiri.

Las señas de identidad de ese integrismo militante son claras y resultan por tanto perfectamente aislables respecto de las formas de existencia vigentes en casi todas las sociedades musulmanas: la satanización de Occidente, un conformismo ciego con la utopía de una sociedad islámica tan armónica como represiva, el vestido de la mujer como emblema de la moralidad islámica o del libertinaje occidental alternativamente, el énfasis en la yihad en tanto que guerra sagrada que garantizará la expansión universal del Islam. Aquí es preciso tener en cuenta que todo se juega en el interior de los colectivos musulmanes, tanto en Occidente como en los Estados árabes, y la mayoría en modo alguno responde a esa orientación radical. Pero ésta existe, tiene un grado de difusión acorde con la globalización y su peligro no es desdeñable, tanto para nosotros los occidentales como para la supervivencia de ese Islam diferente pero abierto a la integración que va instalándose entre nosotros. Claro que todo lo anterior tiene sentido si Sharon y Bush dejan de ejercer en Palestina de incendiarios.

 

03

EL PAÍS, 25 de septiembre de 2002

Las dos caras del Corán

ANTONIO ELORZA

Pasado el primer aniversario de los atentados del 11-S quedan todavía muchos problemas por resolver. A pesar de la ocupación militar de Afganistán y de los siniestros enjaulamientos de Guantánamo, la cosecha de dirigentes y cuadros de Al Qaeda en manos americanas es bien escasa y sobre todo, aun cuándo Osama Bin Laden no pertenece a la rama del islam shií, ha debido imitar la táctica del último imam descendiente de Alí, quien según la leyenda decidió hace doce siglos ocultarse de la vista de los mortales para reaparecer en el momento oportuno y ejercer su acción redentora: es entre tanto el Imam Oculto en cuyo nombre se redactan los decretos de la República islámica de Irán. Así que vivo o muerto, Bin Laden es hoy el emir oculto del terrorismo islámico, situación compartida por el grupo dirigente de Al Qaeda, organización con algunos miles de miembros en condiciones de operar y una estructura financiera que mantiene su opacidad frente a las investigaciones estadounidenses. Y como sabemos que la virtud principal de Bin Laden y los suyos es la paciencia, siendo capaces de esperar años entre golpe y golpe, el futuro sigue marcado por la inseguridad. La política de Bush tampoco ayuda lo más mínimo, con su obsesión por el empleo de la fuerza, el olvido de los criterios de justicia y defensa de los derechos humanos, amén de su impresentable amparo a la barbarie de Sharon y de su obsesión por invadir Irak. Como consecuencia, habrá más shuhadâ, mártires de la fe por Palestina y la coartada principal de Bin Laden mantendrá su vigencia para gran número de musulmanes.

Tampoco en el plano de la conciencia pública se han registrado grandes progresos. No hablemos de los Estados Unidos. Por lo que nos toca, es cierto que la opinión intensificó en el curso de este año su atención hacia el islam y los movimientos sociales y religiosos del mundo extraeuropeo, tras un lógico brote inicial de rechazo y desconfianza hacia todo lo árabe. Tal vez por esto han dejado de abordarse cuestiones cruciales, al establecerse un vínculo entre el esclarecimiento de lo ocurrido en el marco del islam y el riesgo de una subida en flecha de la xenofobia. Se trata de una actitud equivocada, pues lo que puede favorecer un movimiento en tijera entre las descripciones idílicas de los islamólogos y la xenofobia antimusulmana es precisamente la cortina de humo que impide distinguir entre la variante integrista del islam y el conjunto de la creencia. Por los antecedentes francés y británico es sabido que la recluta de militantes se da en el vivero de la enseñanza y de la sociabilidad integristas, cuya expansión se debe en gran parte a los recursos económicos y humanos de Arabia Saudí. Así que, en contra de lo que propone Edward W. Said en su excelente libro Cultura e imperialismo, la pretensión de analizar las corrientes de pensamiento islámico, integrismos y fundamentalismos incluidos -como hacen los autores a quienes descalifica sumariamente, de Bernard Lewis a Emmanuel Sivan-, no es la expresión de una hostilidad occidentalista contra 'la aspiración colectiva de los árabes de acabar con el determinismo histórico desarrollado desde perspectivas coloniales', sino la lógica preocupación por un fenómeno demasiado real y amenazador.

Reconocer la complejidad no es fomentar el rechazo. Hay que pensar en un futuro de ciudadanos europeos y españoles musulmanes, a sabiendas de que las dificultades surgirán por ambas partes. De un lado, la inclinación de una parte de nuestras sociedades al racismo abierto o implícito. En la otra vertiente, la capacidad de la creencia religiosa islámica para envolver en su globalidad la vida del creyente, tal y como ha descrito Mikel de Epalza, pone a prueba los mecanismos de integración desde la diferencia en la sociedad receptora. Volviendo sobre los ejemplos francés y británico, tampoco hay razones para sumirse en un pesimismo radical a lo Sartori. Desde el punto de vista del peso de la religión sobre una deseable adecuación democrática, los obstáculos son dos: el espíritu de violencia ligado a la recomendación de la yihad y la inferioridad esencial de la mujer.

Remiten ante todo a la necesidad de favorecer una lectura rigurosa pero abierta del Corán, a vigilar los mensajes educativos y de predicación de origen integrista y, en la cuestión femenina, a conjugar la exigencia jurídica del respeto a la igualdad de sexos con una preferencia por incentivar antes que imponer en el sentido del cambio de mentalidad. Por supuesto, para ello es preciso evitar ceremonias de la confusión como las organizadas en un reciente libro de Tariq Ramadán, donde con el aval de una Gema Martín Muñoz, que sigue hablando de Bin Laden como 'supuesto terrorista', se cuela como 'reformismo islámico' nada menos que al fundador de la doctrina oficial de Arabia Saudi.

La solución no consiste en enmascarar la realidad del integrismo islámico, sino en aislarle, de acuerdo con la corriente de pensamiento musulmán liberal que recupera una interpretación racionalista y propone una lectura cronológica del Corán, donde el discurso de la violencia pasa del dogma a la historia. La apreciación no es de ayer. Hace siete siglos, el padre espiritual de la tradición integrista, el sirio Ibn Taymiyya, hizo notar que la yihad sólo aparecía después de trece años de predicación de Mahoma, cuando en su exilio de Medina decide convertirse en profeta armado contra sus adversarios de La Meca y contra los clanes judíos medinenses, éstos inicialmente aliados suyos a quienes incluyera en la umma, la comunidad a quien corresponde el doble poder, religioso y político. No hay, pues, incompatibilidad entre las citas de guerra y exterminio, de un lado, y las de paz y fraternidad con cristianos y judíos, de otro: simplemente éstas suelen corresponder a la fase mequí de predicación, ente 612 y 622, tantas veces anclada en fragmentos bíblicos y en el propósito de captar la doble tradición judaica y cristiana, fundiéndola en un monoteísmo radical. Como el núcleo teológico queda sentado en los textos mequíes, se hace posible sin riesgos el ensayo de diferenciación propuesto no hace mucho por el pensador musulmán sudanés Mohamed Mahmud Taha entre los dos Coranes: el discurso de la violencia remitiría a su contexto histórico, sin afectar al núcleo teológico previamente constituido, del que se desprende esa sólida base para la tolerancia tantas veces citada al hablar y escribir sobre el islam. Sin yihad abierta o satanización de Occidente, ni dominio a ultranza sobre la mujer. También aquí los versículos medinenses son más duros.

¿Qué sentido tiene hablar de cosas tan lejanas en relación con el 11-S y sus consecuencias? La respuesta es que entre todas las religiones, el islam se caracteriza por constituirse sobre una revelación única, que sirve de patrón inmutable para los comportamientos de los creyentes hasta el día de hoy. Una u otra lectura del libro sagrado señala caminos divergentes y resulta innegable que la efectuada por los integristas pretende llevar, yihad mediante, a ese choque de civilizaciones augurado por Huntington. Los atentados no fueron una broma ocasional, sino la expresión de un comportamiento perfectamente codificado desde siglos atrás donde sólo ha variado la actualización financiera y tecnológica protagonizada por Bin Laden. Por algo el que fuera durante años su colaborador y organizador del internacionalismo integrista y terrorista, el sudanés Hasan al Turabi, hizo ahorcar por hereje en 1995 a su compatriota el mencionado Taha, promotor de la lectura liberal del Corán. A pesar de que la mayoría de sociedades musulmanas resiste al proyecto de islamización total, impulsado desde el fundamentalismo, la vida de los intelectuales creyentes y liberales no es fácil, según nos relata Mohamed Charfi en Islam y libertad.

Es tiempo de interpretación rigorista de la sharía, de condenas al silencio y de lapidaciones. Ahora bien, si en el interior del mundo islámico poco puede hacerse, y menos a la sombra de Bush, sí cabe cuidar de que la presencia de minorías cada vez más numerosas de musulmanes en nuestras sociedades tenga lugar bajo el signo de una integración diferencial y dentro de los principios de una ortodoxia islámica libre, digámoslo claro, del virus integrista.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense.

 

 

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