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Publicado en EL PAÍS, 6 de marzo de 2002

Entre las jaulas

ANTONIO ELORZA

En la convención de Filadelfia donde fue nombrado candidato a la presidencia, George W. Bush tuvo como telonero a un orador chicano, quien en tono festivo anunció: 'Cedo la palabra al compadre Bush'. A continuación, Bush pronunció un discurso atrapalotodo, en que subrayaba una y otra vez aquello que los demócratas habían sido incapaces de hacer y que él realizaría con su proverbial determinación. Todo cabía en su cesto, hasta el We shall overcome. Pero cuando el tono del aspirante se elevó fue al evocar la gloria de la nación americana. Era entonces mera retórica. Nadie podía imaginar que esa exaltación de Estados Unidos iba a constituir meses más tarde un instrumento ideológico que Bush utilizaría con máxima eficacia para restablecer la confianza de sus ciudadanos después del 11-S. El compadre se había convertido en el duro que dirige con mano de hierro y gotas de sentimiento la comunidad, un remake de John Wayne en El Álamo.

El apoyo masivo de la opinión pública viene confirmando el impacto del estilo nacionalista de Bush. Ha habido incluso unos pocos muertos en combate, muy pocos por fortuna, que han justificado emotivas ceremonias patrióticas. La caída del régimen talibán y el acuerdo político entre los clanes afganos ofrecieron las saludables imágenes del fin del mal y del (dudoso) futuro democrático para Afganistán, propiciados por la intervención militar. De este modo es posible olvidar que el fracaso ha sido absoluto en cuanto al objetivo declarado de la guerra. Bin Laden debe estar preparando nuevos vídeos; de sus principales colaboradores, como Al-Zauahiri, ni noticia, y el mulá Omar y los suyos se han desvanecido. El embajador talibán en Pakistán y los deportados de Al Qaeda en Guantánamo son calderilla desde el punto de vista de la lucha contra el terrorismo. Tal vez por eso, para compensar unas capturas tan precarias, los consejeros del presidente idearon un encierro que en sí mismo fuera un espectáculo. Si el megaterrorismo es un crimen contra la humanidad, habrán pensado, nada mejor que enjaular a su gente como fieras.

Ciertamente, según ha apuntado Jesús Díaz en sus sutiles variaciones sobre Guantanamera, ya quisieran los presos políticos de la vecina Cuba recibir la alimentación y los cuidados de los militantes islámicos. Lo que cuenta, sin embargo, es el simbolismo inhumano del enjaulamiento. Bush dispuso la medida, como otras anteriores que hubo de rectificar, de cara al consumo interno, poniendo de relieve que su concepción del poder tiene poco que ver con la de un líder que enarbola el estandarte de los derechos humanos a escala mundial. Volvemos al escenario del western en que el dueño del rancho dispone a su voluntad el uso de la violencia contra los malvados, sin atenerse a leyes ni a principios del derecho. De no ser por Colin Powell, Bush actuaría en todos los casos como si su EE UU estuviese solo en el mundo. Aun así, poco le falta para ello.

El episodio ha sido, en cualquier caso, una muestra de las limitaciones que afectan a su proyecto de lucha antiterrorista a nivel mundial. El espejismo de la rápida victoria en Afganistán no debe engañar. Si el resultado fue positivo, ello se debió a una pura casualidad: la presencia sobre el terreno de la Alianza del Norte, gracias a la cual la guerra se acortó y Estados Unidos no tuvo que afrontar bajas en combates terrestres. Bien está, en todo caso, que la guarida del terror montada por los talibanes haya sido clausurada y que el pueblo afgano pueda alentar cierta esperanza de mejora. Más allá de eso, la ausencia de nuevos atentados es una simple cortina de humo: ni en el plano de la política general, ni en el análisis de las causas y la elaboración de una estrategia de fondo contra el terrorismo, ni menos en la cuestión palestina, se han registrado avances sensibles. Ni cabe esperarlos de la línea política adoptada.

El principal efecto positivo del 11-S ha sido el reconocimiento del terrorismo como un problema mundial que, en consecuencia, requiere una coordinación eficaz de las políticas estatales destinadas a combatirlo. El Gobierno de Aznar acierta al batir de repente el hierro mientras está aún caliente el recuerdo de las torres destruidas, y Bush también lo hace cuando busca la máxima colaboración interestatal para desmantelar las redes del terrorismo islámico. La tendencia a la neutralidad de los no afectados era y es demasiado fuerte: ahí está el retraso hasta 2004 de la entrada en vigor de la euroorden de detención, y ahí está también la presión de esa izquierda del gran rechazo que todavía en el foro de Porto Alegre coloca el problema de Euskadi al lado del de Chechenia. No hay que crear una selva de palabras a lo Chomsky para enmarañar la localización del terrorismo. Sus focos, sus motivaciones y sus formas de articularse y de actuar son bien precisos. Los logros alcanzados en la persecución de Al Qaeda constituyen la prueba más reciente. Es, pues, un camino ineludible a seguir, si bien de nuevo evitando la tentación de iniciar una escalada mundial de conflictos para destruir todo régimen del que se sospecha connivencia con el terror. Una vez más, la opinión estadounidense puede escuchar con satisfacción que, acabada la tarea en Afganistán, pueden emprenderse acciones contra Irán, Corea e Irak, reunidos en un triángulo del mal. Desde el exterior, y ante la ausencia de prueba alguna que sostenga semejante condena, la declaración provoca escalofríos.

Por otra parte, la acción policial contra el terrorismo está dejando fuera de campo toda consideración sociológica y política.

Lo sucedido antes, en y después del 11-S desautoriza las interpretaciones sociologistas según las cuales los atentados constituían la expresión de la protesta de un mundo islámico sometido a la explotación económica de las grandes potencias capitalistas, de modo que una intervención de Estados Unidos en Afganistán provocaría la movilización general de las masas, al modo de las imágenes que un día tras otro nos llegaban de Peshawar. Pues bien, si las sacudidas del epicentro integrista que es la mencionada ciudad fronteriza ni siquiera conmocionaron a todo Pakistán, el resto del mundo islámico estuvo lejos de estallar. Nada de apocalipsis coránica. El prolongado episodio ha dejado ver que el terrorismo islámico es obra de minorías activas con connotaciones ideológicas muy claras de signo integrista, y que de momento quien se moviliza no son las masas de desheredados, sino personas de un mínimo nivel profesional, reclutadas o formadas incluso en países occidentales.

Así, sin olvidar que miseria más islam producen conciencia de injusticia y desestabilización, la atención debería volverse en Occidente a la propaganda cada vez más intensa que del islamismo radical, visceralmente antioccidental, se hace entre musulmanes europeos, norteamericanos o indios. Los escritos de los teóricos clásicos de la yihad no se encuentran en las bibliotecas universitarias ni en las librerías eruditas, sino, por ejemplo en Londres, en pequeñas tiendas con aspecto de todo a cien próximas a las mezquitas, entre relojes despertadores, adornos para la cocina y casetes con sermones incendiarios en árabe y en inglés que propugnan la reclusión de la mujer o denuncian 'la jahiliya en el Garb', forma encubierta de atacar la 'ignorancia primordial' de Occidente. Conclusión: es en el interior de los colectivos musulmanes donde se juega la partida entre la tolerancia y el pluralismo de un lado, y el integrismo, de otro. Y esto no se resuelve con policías, sino con crítica de los planteamientos islámicos que llevan al terrorismo y con voluntad de integración.

Menos puede invertirse la tendencia a un creciente prestigio del integrismo entre los musulmanes si no se resuelve el problema palestino. Y en este caso todo ha ido desde el 11-S de mal en peor. También en este problema resulta necesario introducir matices, a la vista del caso del barco de armas interceptado, cuyo destinatario en principio no podía ser otro que la OLP. Ello sugeriría que la acusación de doble juego contra Yasir Arafat no carece de fundamento y enlaza con la versión que proporciona Shlomo ben Ami en su libro ¿Qué futuro para Israel?, con Arafat echando por tierra la ventajosa oferta de paz de Clinton y Barak al exigir el retorno de todos los refugiados. Habría contribuido de este modo conscientemente a la gestación del infierno actual. La oleada de mártires coránicos en atentados suicidas contra la población civil israelí debe también ser objeto de preocupación, por lo que tiene de ejemplo para una extensión de ese tipo de yihad y, por supuesto, asimismo de condena para quienes de un modo u otro la alienten.

Ahora bien, aun siendo todo ello cierto, la estrategia de las represalias sangrientas adoptada por Ariel Sharon, y su planteamiento global del tema, estrangulando al posible Estado palestino, son las causas principales del actual callejón sin salida. Es terrible que soportemos día a día como la cosa más natural del mundo que aviones y helicópteros israelíes bombardeen poblaciones civiles indefensas. A todo esto, Bush se limita a frenar mínimamente la barbarie de su aliado, y Europa, a pronunciar frases vacías expresando buenas intenciones. Con la presidencia de Aznar no cabe esperar otra cosa. Mientras tanto, Arafat sigue encerrado en la jaula que le ha diseñado Sharon en Ramala, a modo de emblema de la total ausencia de soluciones justas para un problema que en su configuración actual corre el riesgo de convertirse en la llama que alimentará por mucho tiempo la espiral del terror.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

 

 

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