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§          Los talibán y la modernidad (24/9/2001)

§          Iconoclastia y modernidad (3/3/2001)

 

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EL MUNDO,  24 de septiembre de 2001

Los talibán y la modernidad

MANUEL DELGADO

Por desgracia, lo que se está diciendo a raíz de la supuesta relación del régimen talibán afgano con los ataques terroristas contra EEUU advierte de las graves dificultades de los occidentales a la hora de comprender la complejidad del mundo islámico. De entrada, parece que no estemos dispuestos a renunciar a ver la imposición violenta de la sharia por los movimientos islamistas como el talibán, más que en tanto que expresión de fobias contra el progreso y atavismos feudalizantes. Si estuviéramos dispuestos a pensar más a fondo el contenido doctrinal del islamismo escriturista descubriríamos en él una ideología a la que se confía la realización de ese proceso homogeneizador al que damos en llamar «modernización» -no confundir con «occidentalización»- una meta en relación a la cual otras propuestas ideológicas habían fracasado, como sucedió, en el caso afgano, con el prooccidentalismo de Aman Allah, con el marxismo de Karmal o el islamismo moderado de Najibullah.

Es decir, si de algo no se puede calificar al radicalismo islámico de los talibán es de «tradicional». Para los talibán la eficacia doctrinal del Islam depende de una religiosidad depurada de todo ritualismo mágico, de toda blasfemia mística y de cualquier influencia filosófica extraislámica. Es por apartarse del mensaje del Profeta y abrazar prácticas y convicciones paganas yahiliyya, fueran tradicionales o importadas, que el mundo musulmán se había mantenido atado al pasado, con la complicidad de un Occidente que procuraba por todos los medios mantener a los pueblos islámicos bajo el influjo de herejías y supersticiones.

El movimiento talibán aparece como manifestación de aquel modelo de islamización cuya aplicación había merecido la confianza de los países occidentales y que había servido para amparar los procesos más exitosos de modernización económica o política. Estos consistieron en colocar el centro de la religión en un texto escrito al que se atribuía una condición inapelable en cuanto a fuente de verdad lo mismo que hicieron las revoluciones puritanas que en Europa, y a partir del siglo XVI, abren las puertas a la Edad Moderna. En efecto, el dogmatismo suní repite la misma dinámica que protagonizó el protestantismo europeo, que, como el islamismo, se basó en formas de piedad fundadas en la intención interior como requisito para la validez de las acciones religiosas, así como en la implantación de formas de religiosidad basadas en las versiones autorizadas de un texto canónico descontextualizado y generalizable. No menos moderna es la orientación ética que se imprime a la acción desde el salafitismo -el modelo teológico del que beben los talibán-, según la cual lo que convierte a un ser humano en musulmán no es sólo la aceptación de un credo, sino el compromiso activo y colectivo de «ordenar el Bien y prohibir el Mal».

En otras palabras, la materia primera doctrinal que permitió la revolución cultural calvinista -antirritualismo, antisacramentalismo, interiorización de las normas sagradas, privatización de la relación con lo sobrenatural, literalismo- ya estaba en el Islam, que postulaba una rectitud trascendente, inalterable, pero no por ello menos concreta, fundada en la obediencia ciega a un texto divino. Lo que ocurrió en la práctica es que esa predisposición quedó limitada a una elite de musulmanes cultos, conocedores de los preceptos sagrados y de los que los talibán serían un excelente ejemplo, mientras que las mayorías sociales continuaban fieles a prácticas y creencias paganas que habían sido superficialmente islamizadas.

Fue la popularización del islamismo de las elites urbanas lo que encontramos en la base de los grandes experimentos modernizadores que ha conocido el mundo musulmán. Los ejemplos más significativos corresponden a naciones que han resultado ser las más fieles aliadas tanto de los EEUU como de los talibán. Por un lado, Arabia Saudí, cuya fundación se lo debe todo al wahhabismo, la corriente suní que ahora reencontramos animando las revueltas independentistas de Chechenia y el Daguestán. El modernismo saudí fue el que más útil resultó para hacer frente al socialismo árabe o al nasserianismo de los 60, en nombre de un «orden económico islámico». Sus bases: libre propiedad de los medios de producción, derecho a la explotación de grandes superficies agrícolas en régimen terrateniente y prohibición de la usura en el crédito -préstamos sin interés fijo- así como una interpretación de la zakat o limosna ritual.

El principio wahhabí del interés común -«dónde esté el interés común está la ley de Dios»- ha sido fundamental para que en Arabia se registrase una centralización estatal que superó las estructuras segmentarias premodernas. De ahí la convicción de que es necesario un Estado no musulmán, sino islámico, algo fundamental en el pensamiento político derivado del alto sunismo salafita, es decir, el islamismo más antitradicional que representan Abu al-Ala Mawdudi, Rashid Rida y los Hermanos Musulmanes. Es esa virtud politizadora del rigorismo islámico, la que han aplicado los talibán, venciendo por la fuerza el secular faccionalismo tribal afgano, a la vez que sometiendo a las minorías que podrían obstacularizar la homogeneización política del país: los chiís y los sunís de lengua persa del norte. Paradójicamente, las alternativas que los estadounidenses barajan para sustituir a la actual república afgana son tan poco modernas como la reinstauración de la Monarquía -de la mano del depuesto Zaher Shah- o el potenciamiento de las disgregadoras tribus norteñas.

El otro referente es el vecino Pakistán. No se olvide que el modelo de organización social de los talibán está adoptado del de los patanes de la zona montañosa fronteriza con ese país, sobre todo por lo que hace a la exclusión absoluta de las mujeres. La fundación de Pakistán se debió a la preeminencia de los muwahhidun o unitarios islámicos sobre el islamismo liberal y occidentalizado de Sir Sayyid Ahmad Jan. La vía paquistaní encontró en teóricos como Iqbal o el citado Mawdudi las fuentes doctrinales con que justificar, a la vez, el rechazo a la europeización, a las tradiciones paganas propias, a la herencia helénica y a la presencia tanto budista como hindú. Son idénticas obsesiones las que están reproduciendo los talibán, con medidas como la persecución contra los predicadores cristianos, la obligatoriedad para los hindúes de usar distintivos que los identifiquen o la destrucción del patrimonio artístico y monumental de la gran civilización greco-búdica que conoció su esplendor precisamente en lo que hoy es Afganistán.

En el país de los talibán se reedita la búsqueda utópica de la restauración universal de la inicial comunidad mediní -la Umma o el Dar-el-Islam-, orientada por el ejemplo de Mahoma y del Islam puro e incorrupto de los cuatro califas Bien Guiados, los Julafa al-rashidun: Abu Bakr, Omar, Utnan y Alí. Pocas cosas más modernas que ese afán por implantar el monocultivo ideológico y cultural, eso que aquí conocemos como pensamiento único. Es así que el islamismo más fanático intenta imponer en medio mundo lo que Lévi-Strauss advirtió que Occidente ya había impuesto en el otro medio: la radical división entre lo natural y lo sobrenatural, el desprestigio de las mediaciones simbólicas por las que se aceptaba el carácter interlocutor del mundo sensible, la producción de conflictos morales insuperables en los individuos y la más absoluta aversión hacia cualquiera que no pensase en idénticos términos.

Manuel Delgado es antropólogo.

 

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EL MUNDO, 3 de marzo de 2001

Iconoclastia y modernidad

MANUEL DELGADO

El espanto que suscita la inminente destrucción de un grandioso patrimonio artístico en Afganistán, incluyendo restos de aquel primer y colosal ejemplo de mestizaje cultural que fue la civilización grecobúdica, ha vuelto a desatar los tópicos sobre la condición medievalizante del fundamentalismo islámico, visto como un fanático mecanismo de oposición a los avances del mundo moderno.

Sería caso de retomar aquí las reflexiones de quienes -Clifford Geertz, Ernest Gellner, Alberto Cardín- han advertido hasta qué punto el integrismo islámico es un instrumento al servicio de los procesos de modernización. O de Lévi-Strauss, que al final de su Tristes trópicos, y ante el magnífico espectáculo de esa misma arquitectura y estatuaria de Ghandara que está a punto de ser demolida, era capaz de percibir cómo «el Islam es el Occidente de Oriente», es decir cómo el islamismo estaba aplicando en Asia las mismas imposiciones homogeneizadoras que el cristianismo y el humanismo ilustrado estaban extendiendo por el resto del planeta.

De hecho, la misma imagen de los tanques disparando contra los budas gigantes de Bamiyán nos debería evocar no la acción de una primitivizante horda de bárbaros, sino el bombardeo de la Esfinge por las tropas napoleónicas que invaden Egipto o los fusilamientos del Cristo del Cerro de los Angeles por los milicianos republicanos en 1936. ¡Cuánto sabemos los europeos de destrucciones masivas de tesoros de incalculable valor! La historia de nuestra vanidosa modernidad está hecha de estatuas religiosas derribadas, de templos incendiados, de piras enormes en que arden altares, crucifijos, cuadros...

Miles de obras de arte fueron destruidas en las guerras de religión en las hoy tan civilizadas Inglaterra, Holanda, Francia o Suiza. Nuestro propio país fue escenario, hace apenas 65 años, de lo que posiblemente fue la explosión de iconoclastia más terrible que ha conocido la historia humana.

Puestos a hablar de la destrucción de patrimonios artístico-religiosos los musulmanes no tienen nada que enseñarle ni a los cristianos modernizados ni a las diferentes ideologías laicas de Occidente. Los talibán podrían pasar por escrupulosos ejecutores del mandato bíblico: «Suprimiréis todos los lugares donde los pueblos que vais a desalojar han dado culto a sus dioses...; demoleréis sus altares, romperéis sus estelas, romperéis sus cipos, derribaréis las esculturas de sus dioses y suprimiréis su nombre de ese lugar» (Deuteronomio 12 2-3).

Por su parte, en nombre de la libertad, se han despedazado infinitamente más obras de arte religioso que en nombre del Profeta. De hecho, bien deberíamos reconocer que, a diferencia de puritanos, liberales o libertarios, el Islam sólo excepcionalmente ha sido intolerante con la representación de lo divino.

La tibieza islámica en relación con el culto a los símbolos figurativos permitió que los prolongados periodos de dominación árabe u otomana no afectaran apenas la integridad de los iconostasios de las iglesias cristianas arábigas y limitó sus restricciones contra la sacralización figurativa al culto a iconos de bulto exento entre los cristianos cismáticos orientales.

La clave de esa actitud permisiva hay que buscarla en el status de inocuidad que el Corán supone a las formas naturalistas y figurativas de culto: «Los idólatras han tomado otros dioses distintos de Él, dioses que no han creado nada, que han sido creados. Que no pueden hacer ningún bien ni ningún mal, que no disponen de la vida, ni de la muerte, ni de la resurrección» (Corán 25 3-4).

El radicalismo musulmán del que los talibán son ejemplo se aparta de esa tradición de tolerancia hacia la figuración de lo sagrado. El integrismo hace suya esa materia prima básica que tan buen resultado había dado en Occidente: una rectitud trascendente, inalterable, pero no por ello menos concreta, fundada en la elaboración legal de un texto divino. En un principio, ese rigorismo quedó limitado a una minoría de musulmanes cultos urbanizados, conocedores de los preceptos sagrados, mientras que la gran mayoría de los pueblos que hicieron suyo el islamismo continuaron, en un grado u otro, fieles a prácticas y creencias preexistentes. Ni que decir tiene que las muestras de objetos de culto de otras religiones continuaron beneficiándose de una indiferencia casi absoluta.

Fue tardíamente cuando el puritanismo islámico, idéntico al cristiano en sus principios (las mediaciones simbólicas son intrínsecamente perversas y sólo la fe y la moral interiores tienen valor verdadero para la salvación), acabó mostrándose como un modelo a seguir, válido para que amplísimas masas se redimieran de una situación vivida como de postración.

El Islam podía así agrupar en torno a sus verdades reveladas a una población castigada en sus condiciones de vida y herida en su orgullo por el colonialismo occidental. Para que esa eficacia doctrinal del Islam pudiera hacerse real se debía asumir la necesidad de abrazar una religiosidad teológicamente más correcta, depurada de toda dependencia de los símbolos externos. En otras palabras, la necesidad, paradójicamente resultado del proceso de occidentalización, de obedecer un conjunto de principios inapelables de valor universal se ha traducido en los países de predominio islámico en una recuperación del islamismo dogmático.

La mayoría de movimientos rigoristas islámicos que, como los talibán, exigen la depuración de sus sociedades de toda jahiliyya o ignorancia pagana están inspirados en la salafiyya. Los salafis son ulemas o pensadores seglares extremadamente escrituristas, que como indica su nombre de salaf -antepasado o predecesor- se basan en una obediencia absoluta al ejemplo de Mahoma y sus amigos, así como de los primeros califas y juristas. Para los salafis, toda pretensión de que es posible mediar entre Alá y los humanos por otra vía que no sea la de los textos sagrados es, por definición, blasfema. Eso les convierte en enemigos acérrimos de toda veneración a objetos o personas, incluyendo los santos, así como de toda modalidad de esoterismo que pretenda una comunicación directa e íntima con Dios.

De la salafiyya ha surgido un buen número de corrientes reformadoras del Islam, que han tomado como punto de partida el dogma de que lo que convierte a un ser humano en musulmán no es sólo la aceptación de un credo, sino el compromiso activo con una empresa colectiva para «ordenar el bien y prohibir el mal». De todas estas corrientes salafitas, entre las cuales destaca la de los Hermanos Musulmanes, fundados en Egipto en los años 20, la que primero alcanzó una situación de predominio político absoluto fue el wahabismo, que ha dirigido ideológicamente la integración de Arabia Saudí en el sistema de mercado y en el concierto político de las naciones.

El wahabismo, fundado en el siglo XVIII por Ibn Abd il-Wahhab, representó la más radical intolerancia hacia las formas externas de piedad y practicó la iconoclastia. En concreto, prohibió los minaretes de las mezquitas, así como el culto a los santos y a los ángeles, e incluyó episodios de violencia tan notables como la destrucción de la tumba de Mahoma en Medina. El wahabismo resultó fundamental para los movimientos modernizadores musulmanes que protagonizaron la independencia de la India, primero, y, de la mano de los muwahhidun o unitarios, la creación del Estado de Pakistán, enseguida.

Pakistán, Arabia Saudí, Hermanos Musulmanes. He ahí los grandes referentes del régimen talibán. Pero esos faros no alumbran un pasado de miseria, de atraso y de postración, sino una vía por la que, una vez más, volver a ensayar el acceso a la plena modernidad. Esos fanáticos han aprendido de nosotros que, al parecer, sólo la destrucción de lo que es bueno y es bello puede elevar a una sociedad a la condición de verdaderamente civilizada.

Manuel Delgado es profesor de Antropología Religiosa en la Universidad de Barcelona.

 

 

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