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¿Fin del Estado
Nación? (26/10/1997) §
Tras la siembra de los
vientos (4/6/1998) §
El mundo según Davos
(12/2/1999) §
Seattle y el cinismo
neoliberal (3/1/2000) §
Globalización y antiglobalización
(24/7/2001) 01
EL PAÍS,
26-10-1997
¿FIN
DEL ESTADO NACIÓN? Manuel
Castells Nuestro mundo y nuestras vidas están siendo
transformados por dos tendencias opuestas: la globalización de la economía y
la identificación de la sociedad. Sometido a tremendas presiones
contradictorias, desde arriba y desde abajo, el Estado nación, tal y como se
constituyó en Europa en los últimos tres siglos, exportándose luego al resto
del mundo, ha entrado en una crisis profunda. Crisis de operatividad: ya no
funciona. Y crisis de legitimidad: cada vez menos gente se siente
representada en él y mucha menos gente aún está dispuesta a morir por una
bandera nacional, de ahí el rechazo generalizado al servicio militar. Incluso
en los Estados fundamentalistas o en los nacionalismos radicales que
proliferan en el planeta, la idea es la sumisión del Estado a un ideal
superior que trasciende al Estado: para el islamismo, por ejemplo, el marco
de referencia es la umma, la comunidad de los fieles por encima de las
fronteras. El Estado nación basado en la soberanía de instituciones políticas
sobre un territorio y en la ciudadanía definida por esas instituciones es
cada vez más una construcción obsoleta que, sin desaparecer, deberá coexistir
con un conjunto más amplio de instituciones, culturas y fuerzas sociales. Las
consecuencias de dicho fenómeno son enormes, puesto que todas nuestras formas
políticas de representación y de gestión están basadas en esa construcción
que empieza a desvanecerse detrás de su todavía imponente fachada. ¿Por qué
esa crisis? ¿Y hasta qué punto la negación del Estado no es una nueva
exageración del neoliberalismo, feliz de anunciar la apertura definitiva de
las puertas al campo del mercado? El Estado nación parece, en efecto, cada vez menos capaz de
controlar la globalización de la economía, de los flujos de información, de
los medios de comunicación y de las redes criminales. La unificación
electrónica de los mercados capitales y la capacidad de los sistemas de
información para transferir enormes masas de capital en cuestión de segundos
hacen prácticamente imposible que los Estados y sus bancos centrales decidan
sobre el comportamiento de los mercados financieros y monetarios, algo
reiteradamente demostrado en las crisis monetarias de la Unión Europea desde
1992 y en el sureste asiático en 1997. Pero hay más. Al perder control sobre
los flujos de capital, los Estados tienen cada vez mayores dificultades para
cobrar sus impuestos y, en realidad, en la mayoría de los países, están
reduciendo la presión fiscal sobre el capital, reduciendo por tanto los
recursos disponibles para su política. Teniendo en cuenta la creciente
disparidad entre recursos y gastos del Estado, los Gobiernos han recurrido al
endeudamiento en el mercado internacional de capitales, siendo por tanto cada
vez más dependientes del comportamiento de dicho mercado. Así, por ejemplo,
entre 1980 y 1993, la deuda exterior del Gobierno, en porcentaje del PIB, se
dobló en Estados Unidos y se multiplicó por cinco en Alemania, aumentando
también, aunque en menores proporciones, en otros países como el Reino Unido
y España. Japón es la excepción, pero simplemente porque el Gobierno japonés
tiene mayor dependencia financiera que cualquier país, aunque en su caso es
de los bancos japoneses, los cuales a su vez dependen del excedente comercial
de las empresas de su keiretsu. Aunque en la Unión Europea se ha hecho un
esfuerzo notable para reducir la deuda pública con el fin de cumplir los
criterios del euro, la reducción no ha disminuido la dependencia de la
financiación exterior, y es de prever que, una vez asumido el euro, la
integración de mercados financieros internacionales aumentará aún más el
papel de la deuda exterior en la financiación de los gastos del Estado. Por
otra parte, la internacionalización de la producción y la creciente
importancia del comercio exterior en el comportamiento de la economía
disminuyen asimismo la capacidad de los Gobiernos para intervenir en la
misma, exceptuando las inversiones en infraestructura y educación. En la Unión
Europea el proceso de pérdida de soberanía es aún más patente. Para no ser
marginados de la competencia internacional, los Estados europeos decidieron,
probablemente con razón, aunar sus fuerzas, pero al hacerlo han eliminado los
últimos restos de soberanía económica. Con una moneda única, un Banco Central
Europeo y mercados integrados, no pueden darse políticas económicas
nacionales. Incluso los presupuestos de cada país tendrán márgenes muy
estrechos entre las obligaciones históricamente contraídas (tales como
seguridad social), los criterios de los mercados financieros y la
armonización con los criterios europeos. Procesos semejantes tienen lugar en los circuitos de
información científica, tecnológica o cultural que circulan globalmente cada
vez con más libertad; por ejemplo, a través de un Internet que no puede
controlarse excepto desconectándose de la red: un gesto desesperado que se
paga con la marginación informacional; o en el caso de los medios de
comunicación que combinan una segmentación de mercados locales con una
estructura empresarial y de contenidos enteramente globalizada. Cierto, puede
haber también reacciones extremas como la del Gobierno español del Partido
Popular intentando utilizar a Telefónica para controlar políticamente los
medios audiovisuales. Pero son estertores de un orden estatista condenado de
antemano al fracaso por la reacción de las instituciones europeas y de la
sociedad española, la oposición de otros grupos mediáticos, la evolución
tecnológica (que multiplicará las fuentes de información en los próximos
años) y la propia resistencia de los profesionales de la comunicación a ser
corifeos del pensamiento único. La globalización del crimen, aunando esfuerzos entre
distintas mafias y explotando la superioridad de redes transnacionales
flexibles frente a la rigidez de burocracias estatales reacias a salir de sus
trincheras, pone definitivamente en cuestión la capacidad del Estado para
hacer respetar el orden legal. Y aunque Rusia o México sean casos extremos,
el sur de Italia, el noroeste de España, los barrios chinos de Amsterdam o
las pizzerías de Hamburgo son embriones de un cuasi-Estado criminal con
creciente capacidad operativa. Ante tales amenazas, los Estados nación han reaccionado,
por un lado, aliándose entre ellos; por otro lado, reverdeciendo los laureles
del Estado mediante la descentralización autonómica y municipal. La Unión
Europea representa el proceso más avanzado en ambas direcciones. La defensa
europea es, en la práctica, una cuestión de la OTAN. La política exterior,
con matices, y cuando existe, se define en el ámbito europeo y atlántico a
través de un proceso multilateral. Los grandes problemas planetarios, tales
como el medio ambiente, los derechos humanos, el desarrollo compartido, se
abordan en foros internacionales como las Naciones Unidas y, crecientemente,
en organizaciones no gubernamentales: Greenpeace o Amnistía Internacional han
hecho mucho más por nuestro mundo que cualquier asamblea de Estados. Por otro lado, la mayor parte de los problemas que afectan
a la vida cotidiana, a saber, la educación, la sanidad, la cultura, el
deporte, los equipamientos sociales, el transporte urbano, la ecología local,
la seguridad ciudadana y el placer de vivir en nuestro barrio y en nuestra
ciudad, son competencia y práctica de las entidades locales y autonómicas. De
ahí la importancia histórica del nuevo esfuerzo descentralizador de Blair en
el Reino Unido, uno de los países europeos más centralizados hasta ahora. La
identidad de la gente se expresa cada vez más en un ámbito territorial
distinto del Estado nación moderno: con fuerza como en el caso de Cataluña,
Euskadi o Escocia, naciones sin Estado, o con acentos más matizados como en
el caso de identidades locales o regionales en casi toda Europa; pero, en
cualquier, caso con mayor apego y legitimidad que las identidades históricas
constituidas, aunque probablemente Francia sea la excepción, como prueba la
eficacia del Estado jacobino republicano en la exterminación de las culturas
históricas; por eso son los franceses los que más sufren la adaptación a la
globalización, porque la inoperancia de su Estado nación no puede resolverse
con el recurso a una red flexible de administraciones locales ancladas en
identidades culturales. Ahora bien, pese a su desbordamiento por flujos globales
y a su debilitamiento por identidades regionales o nacionales, el Estado
nación no desaparece y durante un largo tiempo no desaparecerá, en parte por
inercia histórica y en parte porque en él confluyen muy poderosos intereses,
sobre todo los de las clases políticas nacionales, y en parte también porque
aún es hoy uno de los pocos mecanismos de control social y de democracia
política de los que disponen los ciudadanos. Aunque las formas del Estado nación persisten, su contenido
y su práctica se han transformado ya profundamente. Al menos en el ámbito de
la Unión Europea (y yo argumentaría que también en el resto del mundo), hemos
pasado a vivir en una nueva forma política: el Estado red. Es un Estado hecho
de Estados nación, de naciones sin Estado, de Gobiernos autónomos, de
ayuntamientos, de instituciones europeas de todo orden -desde la Comisión
Europea y sus comisarios al Parlamento Europeo o el Tribunal Europeo, la
Auditoría Europea, los Consejos de Gobierno y las comisiones especializadas
de la Unión Europea- y de instituciones multilaterales como la OTAN y las
Naciones Unidas. Todas esas instituciones están además cada vez más
articuladas en redes de organizaciones no gubernamentales u organismos
intermedios como son la Asociación de Regiones Europeas o el Comité de
Regiones y Municipios de Europa. La política real, es decir, la intervención
desde la Administración pública sobre los procesos económicos, sociales y
culturales que forman la trama de nuestras vidas, se desarrolla en esa red de
Estados y trozos de Estado cuya capacidad de relación se instrumenta cada vez
más en base a tecnologías de información. Por tanto, no estamos ante el fin
del Estado, ni siquiera del Estado nación, sino ante el surgimiento de una forma
superior y más flexible de Estado que engloba a las anteriores, agiliza a sus
componentes y los hace operativos en el nuevo mundo a condición de que
renuncien al ordeno y mando. Aquellos Gobiernos, o partidos, que no entiendan
la nueva forma de hacer política y que se aferren a reflejos estatistas
trasnochados serán simplemente superados por el poder de los flujos y
borrados del mapa político por los ciudadanos tan pronto su ineficacia
política y su parasitismo social sea puesto de manifiesto por la experiencia
cotidiana. O sea, regularán himnos nacionales para que sean obligatorios y
luego añadirán «excepto cuando proceda». No estamos en el fin del Estado
superado por la economía, sino en el principio de un Estado anclado en la
sociedad. Y como la sociedad informacional es variopinta, el Estado red es
multiforme. En lugar de mandar, habrá que navegar. 02
EL PAÍS, 4-6-1998
TRAS
LA SIEMBRA DE LOS VIENTOS Manuel
Castells Llegaron las tempestades. Tras años de globalización y de
disciplina de las sociedades en aras de objetivos macroeconómicos, cuyos
frutos de prosperidad sólo una minoría del planeta disfruta, los conflictos
sociales y políticos vuelven a plantear las eternas preguntas: crecimiento
para qué y para quién, qué pasa conmigo, quiénes somos, adónde vamos, de
dónde venimos. Y ante la falta de respuesta, cansada de racionalizaciones
tecnocráticas, la gente rompe. Y políticos de todo pelaje, desde mesiánicos
convencidos a demagogos manipuladores, saltan sobre la ola de descontento que
está echando al traste el sueño neoliberal de un mundo unificado en torno a
un pensamiento único. Y, lo que es aún más importante, en torno a un orden
social único caracterizado, en última instancia, por la maximización
individualizada de la ganancia y por la competitividad sin frenos. Lo que está ocurriendo en India (1.000 millones de
personas) y en Indonesia (200 millones) es a la vez un síntoma y un
detonante. Un síntoma de la revuelta que, en formas inéditas, bulle en las
calderas de un mundo que la tecnología unifica en torno a una economía
dinámica, pero excluyente, y que la cultura fracciona en torno a identidades
primarias que se hacen trincheras de defensa, pero sólo para los creyentes.
Los Estados-nación, superados por los flujos globales, humillados por el Fondo
Monetario Internacional, en representación del club G-7, y a la vez
contestados por revueltas populares que hablan en nombre de valores propios,
entran en crisis. En Indonesia, la dimisión de Suharto no es sino el
principio de un proceso más radical de puesta en cuestión de una dictadura
militar que había ligado su suerte (y su fabuloso enriquecimiento personal)
al desarrollismo que transformó el Pacífico asiático en las dos últimas
décadas. Se combinan en la revuelta popular el ansia de democracia de las
clases medias, la explosión de sectores populares castigados por la crisis
económica, el odio étnico a los chinos (considerados en bloque como
explotadores usureros) y el auge del islamismo militante que puede
convertirse en el factor decisivo de un nuevo régimen político. En las imágenes de televisión de la ceremonia de
transmisión presidencial en Yakarta, el 21 de mayo, para mí la más impactante
(aun formando parte del protocolo habitual) fue la firmeza con la que un
clérigo musulmán alzaba el Corán sobre la cabeza del nuevo presidente
Habibie, mientras éste invocaba su obediencia a los designios del
Todopoderoso en la dirección del país. Como si la recomposición del Estado
sólo pudiera hacerse en torno a la afirmación de una nueva identidad que
permita negociar con el FMI desde la posición de fuerza de la providencia
divina. En el fondo, tal ha sido la decisión de los nacionalistas indios, el
otro gran síntoma de un drama que no hace sino empezar. La economía india ha crecido a tasas espectaculares en la
última década y se ha integrado plenamente en la economía global,
tecnológicamente, comercialmente y financieramente. Pero el crecimiento ha
sido extraordinariamente desigual: el boom de Bombay, Ahmedabad y Bangalore
contrasta con la crisis persistente de Calcuta y de Madrás. Y, sobre todo, en
India rural, que representa la mayoría de la población, la crisis social se
ha acentuado: cientos de millones de indios viven en la más absoluta pobreza.
Pero no son ellos los que más han votado a los nacionalistas hindúes, cuya
principal fuerza está entre las clases medias y medias-altas urbanas. Lo que
ocurre es que los sectores populares han abandonado al Partido del Congreso,
desprestigiado por corrupción, ineficacia y entreguismo al capital
extranjero, provocando un fraccionamiento del sistema político del que, en
último término, se ha beneficiado el partido más organizado y con un proyecto
político más claro. Pensaban muchos que la necesidad de coaliciones y la
situación de minoría parlamentaria impedirían a los nacionalistas tomar
medidas radicales. Era ignorar la decisión y visión estratégica del grupo
extremista nacionalista RSS, que nuclea, y en realidad controla, el partido
de Gobierno Bharatiya Janata. La decisión de hacer explotar bombas nucleares
ha descolocado a la oposición, que, ante la prioridad de los intereses
nacionales y el apoyo popular, ha debido sumarse a la iniciativa. El orgullo de la nación india resurge. Pero hay que
recordar que sobre una base religiosa excluyente: el hinduismo integrista es
la línea de acción del nuevo Gobierno, de un partido que había sido marginado
de la vida política india porque uno de sus miembros fue el asesino de
Ghandi. Esta vez, es un integrismo con potencia nuclear. Pakistán, en donde
el islamismo es cada vez más fuerte, ha respondido realizando seis pruebas
nucleares. Y China incrementará su rearme. De repente, el controlado orden
mundial que es necesario para la circulación mundial fluida de capital y
tecnología ha sido sacudido en una semana. Los mercados de los países
emergentes, por ejemplo Rusia, se han hundido, la salida de capitales se ha
iniciado. El fin de la pesadilla del holocausto nuclear que parecía
alcanzable está ahora más lejano que nunca, incluso si India y Pakistán
firman un tratado en los próximos meses: sus arsenales se mantendrán en
alerta. La exclusión de una gran parte de la población del nuevo
modelo de desarrollo está generando reacciones en cadena que, en último
término, devuelven a los Estados a su instinto básico: amenazar con matar. Y es
que, junto al extraordinario desarrollo tecnológico que estamos viviendo,
junto a la mejora considerable de la salud y la educación en el mundo, y
junto al acceso a la industrialización y el consumo de decenas de millones de
personas en Asia y América Latina, hay la otra cara de la tierra, la cara fea
de la economía informacional. En las dos últimas décadas una quinta parte de
la humanidad ha mejorado sustancialmente su nivel de vida, pero otra quinta
parte ha empeorado sustancialmente y dos quintos de la gente malviven con
menos de dos dólares por día. Según datos de Naciones Unidas, en 1994, 345
multimillonarios en el mundo tenían un patrimonio equivalente a la renta
anual de países que, juntos, contenían el 45% de la población mundial. La pobreza crece más rápidamente en África, pero en
números absolutos se concentra en Asia: casi 1.000 millones de personas viven
en situación de extrema pobreza en Asia del Sur y del Este. Sobre todo en
India, Pakistán, Bangladesh (también musulmán, recuérdese), Indonesia y
China, que juntos constituyen en torno a la mitad de la población del
planeta. Y es en esa situación, marcada por la contradicción explosiva entre
el desarrollo dinámico de una minoría globalizada, la exclusión de una parte
considerable de la población y la crisis de un sector público insostenible,
donde se movilizan movimientos fundamentalistas religiosos, fuerzas
nacionalistas, ejércitos nerviosos, partidos desgastados y corruptos, mafias
criminales y especuladores financieros. Ése es el mundo real que se configura
en torno a la crisis del desarrollismo asiático. De él surgen las tempestades
nacidas de los vientos que sembró una globalización económica incontrolada y
una geopolítica miope de las grandes potencias. Y en un mundo
interdependiente como el que vivimos, las tempestades de Asia amenazan con
quebrar nuestro eurosueño. 03
EL PAÍS, 12-2-1999
EL
MUNDO SEGÚN DAVOS Manuel
Castells La élite global existe y se reúne cada año, a finales de
enero, en Davos, una pintoresca estación de esquí en los Alpes orientales
suizos. Allí, encerrados durante seis días en un búnker de congresos y en los
hoteles de la localidad, los ricos y poderosos del mundo discuten el estado
de la cuestión e intercambian ideas sobre cómo resolver los problemas del
mundo y, de paso, los suyos. También asisten —asistimos— a la reunión de los
"Fellows", seleccionados por el Foro Económico Mundial entre
científicos, académicos, intelectuales, escritores, artistas y líderes
sociales, para proporcionar materia de reflexión al encuentro. Y cientos de
periodistas encargados de transmitir al mundo lo que ahí sucede, aún dentro
de reglas bastante estrictas de respeto del off the record. El tema de este año era La globalidad responsable. Y es que
hay consenso en que el proceso de globalización se está desarrollando de
forma irresponsable, en el sentido literal de la palabra. O sea, sin que
nadie tenga control o responsabilidad sobre el mismo. Se considera asimismo
que sus efectos son cada vez más perturbadores en casi todo el mundo, cuando,
después de la crisis mexicana y del hundimiento del milagro asiático, se han
producido la bancarrota de Rusia y la devaluación del real brasileño, que
amenaza la estabilidad económica latinoamericana. Se constata que la
globalización es imparable. Es un proceso objetivo, y fuera de ese proceso
sólo hay marginación económica, al menos en el marco de la economía de
mercado, que al final se ha impuesto como forma universal. Pero el consenso
se detiene ahí. En cuanto se trata de encontrar fórmulas para hacer frente a
los problemas suscitados por la globalización, los intereses dividen, las
situaciones propias sesgan la receta, las ideologías chocan y la intensidad
de la implicación en la búsqueda de nuevas políticas depende de la intensidad
con que se viven los problemas. No puedo decir quién dijo qué porque lo prohíben las
reglas de Davos, pero sí puedo contar lo que, desde mi apreciación subjetiva,
saqué en conclusión. La opinión dominante es que, en lo esencial, aunque
sería deseable controlar la globalización, no se puede hacer sin quebrar el
mercado, sin resucitar la excesiva intervención gubernamental y sin espantar
a los innovadores, que crean la tecnología, y a los inversores, que ponen el
dinero. La idea, en principio mayoritaria, de avanzar hacia una nueva
arquitectura de regulación internacional, choca, cuando se intenta concretar,
con la oposición de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional, el
rechazo de las grandes empresas financieras y de los mercados bursátiles y el
desacuerdo profundo entre Gobiernos y entre técnicos sobre en qué podría
consistir esa regulación. Se aceptan algunas fórmulas limitadas, como el
control de la entrada de capitales especulativos a corto plazo, a condición
de que el control se haga mediante mecanismos fiscales e incentivos de
mercado, según la fórmula chilena, pero no yendo tan lejos como los controles
malayos o chinos. Se coincide en exigir transparencia informativa sobre la
situación económica y financiera de países y empresas. Y se pone el acento en
la legislación que permita a los inversores recuperar su dinero en caso de
crisis o devaluación. Es decir, lo que se entiende por regulación es cómo
salvar a los inversores globales, evitar que se metan en un lío y ayudarles a
salir del lío una vez que se hayan metido. Pero nadie piensa que se puedan
controlar los mercados financieros globales, determinantes de las economías,
una vez que turbulencias de información, no leyes económicas, desencadenan
gigantescos desplazamientos de capital en un mundo electrónicamente
interconectado y con transacciones financieras casi instantáneas. Los
ejemplos de China e India, economías relativamente a salvo de los impactos de
la crisis asiática hasta ahora, se descartan por tratarse de economías cuya
conexión global es todavía muy limitada. Ya les tocará la hora cuando, para
desarrollarse, se globalicen de verdad. Así que, en último término, parece que hay que instalarse
en la volatilidad financiera y en la inestabilidad económica, y aprender a
vivir en ese mundo incierto y arriesgado, pero creativo y con potencial de
ganancia. Y, de momento, hay que replegar la inversión sobre los mercados
financieros de Norteamérica y la Unión Europea, siendo mucho más selectivo y
cuidadoso con los mercados emergentes, o sea, el resto del mundo menos Japón.
Japón sigue siendo el punto de peligro. Demasiado incontrolable para fiarse
de su evolución, pero demasiado importante para poder ignorarlo. En el fondo,
lo que traslucía en Davos era una cierta confianza de que los países más
avanzados siguen siendo capaces de vivir, crecer y, para la mayoría,
disfrutar del mundo como es. La imparable expansión de la economía estadounidense, que
creció a más del 5%, sin apenas inflación, en el último semestre, y que está
creando una media de 250.000 empleos nuevos por mes, parece asegurar una
reserva inagotable para el capitalismo mundial. La continua ascensión de
valores bursátiles en Wall Street, empujada por la espectacular valorización
de las acciones de las empresas de Internet y de alta tecnología, sigue
desmintiendo, en la práctica, las previsiones catastrofistas. La Unión
Europea no participa del mismo dinamismo, pero la euforia asociada con el
éxito del euro y la estabilización política resultante de las últimas
elecciones en los principales países, parecen situar a Europa al abrigo de
una crisis. De modo que el lado oscuro de la globalización se sitúa,
sobre todo, en el drama humano que para cientos de millones de seres
representa —y esa responsabilidad se transfiere a las instituciones
internacionales humanitarias, a las religiones y a la filantropía— un tema
recurrente entre algunas de las más destacadas figuras empresariales. Por
otro lado, se espera que la promesa tecnológica, con tecnologías cada vez más
potentes y más baratas, que se difundirán entre toda la población, contribuya
decisivamente a resolver los problemas. De modo que, aun aceptando que
estamos en una tormenta de transición a un nuevo orden económico
internacional caracterizado por el desorden como forma de vida, se confía en
que el dinamismo del sistema tecno-económico que hemos creado supere por sí
mismo las actuales contradicciones. Y cuando haya crisis sociales,
económicas, políticas, habrá que tratarlas con fórmulas específicas para cada
una. O sea, que revolución tecnológica, globalización económica,
liberalización sostenida, filantropía caritativa, estabilidad geopolítica
cogestionada por los países poderosos, la ONU y la OTAN, repliegue sobre los
mercados centrales, incorporación selectiva y controlada de economías
emergentes y tratamiento pragmático y específico de las crisis cuando y donde
vayan surgiendo. Ése es, según yo, el mundo según Davos. 04
EL PAÍS, 3-1-2000
SEATTLE Y EL CINISMO NEOLIBERAL
Manuel
Castells O sea, que ahora la élite
neoliberal, desde los editoriales del prestigioso The Economist a la
respetada página de opinión de Vargas Llosa en EL PAÍS, llora por la suerte
de los pobres del mundo como resultado de la protesta de Seattle contra la globalización
sin representación. Como no creo que sean ignorantes, me atrevo a concluir
que son cínicos. Ignorantes: los datos muestran (sin ir mas lejos, el informe
sobre desarrollo humano de Naciones Unidas publicado en julio de 1999) que en
esta década de cambio tecnológico y globalización se han incrementado la
desigualdad, la pobreza y la exclusión social en la mayor parte del mundo.
Más de dos terceras partes de la humanidad no se benefician del nuevo modelo
de crecimiento económico, Internet llega a menos del 3% de la población y los
desequilibrios ecológicos se han agravado. Y esto es así porque, en lo
esencial, el incremento del comercio internacional y el desarrollo de las
nuevas tecnologías se ha regido prioritariamente por mecanismos de mercado. Así, África subsahariana tiene
un porcentaje de comercio exterior sobre producto interior bruto en torno al
29%, más alto que la media de la OCDE, pero, con términos de intercambio
desigual y sin infraestructura tecnológica y educativa, lo que eso ha provocado
es el enriquecimiento de las élites locales que exportan lo poco exportable
que hay en el país sin redistribuir hacia adentro. Más aún, oponer los pobres
del mundo a las tortugas y a los delfines es demagogia irresponsable, porque
los pobres también quieren tener un planeta que dejar a sus hijos y tampoco
quieren parir bebés deformados por nutrición química o genética incontrolada.
El debate no es sobre comercio internacional (que puede ser muy positivo para
todos) o sobre nuevas tecnologías (que son fuente posible de creatividad y
calidad de vida), sino sobre cómo se hace la transición a la era de la
información y a la economía global, en función de qué valores y bajo qué
mecanismos democráticos de información, representación y decisión política. Percibiendo en estos días el
nerviosismo de las élites tecnocráticas en todo el mundo, se puede apreciar
la importancia de lo que ha ocurrido en Seattle. Lo que era la gran apuesta
de Clinton para pasar a la historia en el cambio de milenio como el actor clave
de la globalización se ha convertido en la crisis de una Organización Mundial
de Comercio semisecreta y en la crisis de la hegemonía americana para dictar
los términos de dicha globalización. Porque, por primera vez, se oyeron las
voces de quienes quieren saber qué pasa en esos pasillos del poder en donde
no se decide qué hacer sino, más bien, cómo se desmontan los mecanismos de
control existentes para que los mercados actúen por su cuenta. Y los mercados hacen algunas
cosas bien (como asignar recursos escasos y asegurar selección mediante
competitividad) y otras mal (igualdad social) o muy mal (valorar lo que no
tiene precio asignado, como la conservación del planeta o el sentido de la
vida). Por tanto, los mercados necesitan instituciones que los regulen, que
canalicen su dinamismo generador de riqueza. Tanto más cuanto que nuestra
extraordinaria capacidad tecnológica actual puede acelerar los efectos, tanto
positivos como negativos, de los mercados. Y lo que está ocurriendo es que
las instituciones políticas, a instancias, sobre todo, de Estados Unidos, el
FMI y la OMC, están haciéndose el haraquiri para dejar paso libre a la
competencia sin restricciones. Porque eso, en último término, beneficia a los
fuertes (países, empresas, personas), como es bien sabido. Lo que Seattle significa es el
fin la ilusión neoliberal de un planeta autogestionado por los mercados para
el beneficio de los más fuertes, de los más listos y, también, de los más
pillos. La sociedad civil global, en su pluralidad contradictoria y
necesariamente incoherente, ha irrumpido en los salones del des-poder
diciendo aquí estamos, queremos saber y queremos influir en el proceso,
debatir, negociar. Sintiéndose, por primera vez, bajo la presión de sus
opiniones públicas, cada Gobierno se refirió (en buena medida
demagógicamente) a sus ciudadanos, no a sus interlocutores políticos o
económicos. Y, por tanto, no hubo acuerdo. Y no habrá acuerdo, ni
globalización estable, mientras no se abra el juego y se integren los
delfines y las tortugas y los trabajadores y las mujeres y los pobres y los
niños, y el Tercer Mundo y, naturalmente, las empresas y la tecnología y las
finanzas, y todo lo que hace la economía y la sociedad. Pero todo, sin
exclusión de nadie, ni siquiera de las tortugas, que aunque son lentas tienen
su función en el ecosistema planetario. Entre otras cosas, nos enseñan que ir
despacio alarga la existencia. Seattle fue un punto de
inflexión en la dinámica de nuestro mundo. Múltiples intereses y valores se
encontraron. Primero por Internet. Luego, en las calles. Y, en fin, a través
de los medios de comunicación. Y por Internet y los medios de comunicación
conectaron con el mundo y hablaron del roquefort y de trabajo esclavo de los
niños, de derechos humanos y de derechos sindicales, de controles a la
ingeniería genética y de conservación de los bosques, de identidad
gastronómica y de representación democrática. No importa ya la opinión de
cada cual sobre el tema. Lo que ha cambiado Seattle es que a partir de ahora
hay que informar, hay que discutir, hay que negociar. Y decidir juntos. No
sólo porque es más ético y más democrático, sino porque es la única manera.
La globalización será democrática, informada y controlada por la gente o no
será, deshecha por resistencias múltiples e intereses incompatibles. Lo que
se plantea es un nuevo contrato social global. Rousseau en el ciberespacio de
los flujos de poder y de riqueza del siglo XXI. No será fácil, llevará tiempo
y obligará a concesiones de todas las partes, a explicaciones reiteradas, a
malentendidos recíprocos. Pero puede salir y, entonces sí, beneficiar a los
pobres del mundo y a todos los demás. Pero lo que se acabó es la tiranía del
mercado, presentada como ley natural. O el no digo y hago. Porque no se puede
acallar a Internet. Porque estamos dispuestos a identificarnos con las
tortugas -lloré, junto con una niña, por la muerte de una tortuguita
siberiana-. Y porque, en último término, los que trabajamos, consumimos,
pensamos, sentimos y vivimos somos nosotros. 05
EL PAÍS, 24-7-2001
GLOBALIZACIÓN
y ANTIGLOBALIZACIÓN A estas alturas, todo quisque
tiene su opinión sobre la globalizacion. Éste es el principal mérito del
movimiento global contra la globalización: el haber puesto sobre el tapete del
debate social y político lo que se presentaba como vía única e indiscutible
del progreso de la humanidad. Como es lo propio de todo gran debate
ideológico, se plantea en medio de la confusión y la emoción, muertos
incluidos. Por eso me pareció que, en lugar de añadir mi propia toma de
posición a las que se publican cada día, podría ser más útil para usted,
atento lector en su relajado entorno veraniego, el recordar algunos de los
datos que enmarcan el debate. Empezando por definir la globalización misma.
Se trata de un proceso objetivo, no de una ideología, aunque haya sido
utilizado por la ideología neoliberal como argumento para pretenderse como la
única racionalidad posible. Y es un proceso multidimensional, no solo
económico. Su expresión más determinante es la interdependencia global de los
mercados financieros, permitida por las nuevas tecnologías de información y
comunicación y favorecida por la desregulación y liberalización de dichos
mercados. Si el dinero (el de nuestros bancos y fondos de inversión, o sea,
el suyo y el mío) es global, nuestra economía es global, porque nuestra
economía (naturalmente capitalista, aunque sea de un capitalismo distinto) se
mueve al ritmo de la inversión de capital. Y si las monedas se cotizan
globalmente (porque se cambian dos billones de dólares diarios en el mercado
de divisas), las políticas monetarias no pueden decidirse autónomamente en
los marcos nacionales. También está globalizada la producción de bienes y
servicios, en torno a redes productivas de 53.000 empresas multinacionales y
sus 415.000 empresas auxiliares. Estas redes emplean tan sólo a unos 200
millones de trabajadores (de los casi 3.000 millones de gentes que trabajan
para vivir en todo el planeta), pero en dichas redes se genera el 30% del
producto bruto global y 2/3 del comercio mundial. Por tanto, el comercio
internacional es el sector del que depende la creación de riqueza en todas
las economías, pero ese comercio expresa la internacionalización del sistema
productivo. También la ciencia y la tecnología están globalizadas en redes de
comunicación y cooperación, estructuradas en torno a los principales centros
de investigación universitarios y empresariales. Como lo está el mercado
global de trabajadores altamente especializados, tecnólogos, financieros,
futbolistas y asesinos profesionales, por poner ejemplos. Y las migraciones
contribuyen a una globalización creciente de otros sectores de trabajadores.
Pero la globalización incluye el mundo de la comunicación, con la
interpenetración y concentración de los medios de comunicación en torno a
siete grandes grupos multimedia, conectados por distintas alianzas a unos
pocos grupos dominantes en cada país (cuatro o cinco en España, según como se
cuente). Y la comunicación entre la gente también se globaliza a partir de
Internet (nos aproximamos a 500 millones de usuarios en el mundo y a una tasa
media de penetración de un tercio de la población en la Unión Europea). El
deporte, una dimensión esencial de nuestro imaginario colectivo, vive de su
relación local-global, con la identidad catalana vibrando con argentinos y
brasileños tras haber superado su localismo holandés. En fin, también las
instituciones políticas se han globalizado a su manera, construyendo un
Estado red en el que los Estados nacionales se encuentran con instituciones
supranacionales como la Unión Europea o clubes de decisión como el G-8 o
instituciones de gestión como el FMI para tomar decisiones de forma conjunta.
Lejos queda el espacio nacional de representación democrática, mientras que los
espacios locales se construyen como resistencia más que como escalón
participativo. De hecho, los Estados nacionales no sufren la globalización,
sino que han sido sus principales impulsores, mediante políticas
liberalizadoras, convencidos como estaban y como están de que la
globalización crea riqueza, ofrece oportunidades y, al final del recorrido,
también les llegarán sus frutos a la mayoría de los hoy excluidos. El problema para ese horizonte
luminoso es que las sociedades no son entes sumisos susceptibles de
programación. La gente vive y reacciona con lo que va percibiendo y, en
general, desconfía de los políticos. Y, cuando no encuentra cauces de
información y de participación, sale a la calle. Y así, frente a la pérdida
de control social y político sobre un sistema de decisión globalizado que
actúa sobre un mundo globalizado, surge el movimiento antiglobalización,
comunicado y organizado por Internet, centrado en protestas simbólicas que
reflejan los tiempos y espacios de los decididores de la globalización y
utilizan sus mismos cauces de comunicación con la sociedad: los medios
informativos, en donde una imagen vale más que mil ponencias. ¿Qué es ese movimiento
antiglobalización? Frente a los mil intérpretes que se ofrecen cada día para
revelar su esencia, los investigadores de los movimientos sociales sabemos
que un movimiento es lo que dice que es, porque es en torno a esas banderas
explícitas donde se agregan voluntades. Sabemos que es muy diverso, e incluso
contradictorio, como todos los grandes movimientos. Pero ¿qué voces salen de
esa diversidad? Unos son negros, otros blancos, otros verdes, otros rojos,
otros violeta y otros etéreos de meditación y plegaria. Pero ¿qué dicen? Unos
piden un mejor reparto de la riqueza en el mundo, rechazan la exclusión
social y denuncian la paradoja de un extraordinario desarrollo tecnológico
acompañado de enfermedades y epidemias en gran parte del planeta. Otros
defienden al planeta mismo, a nuestra madre Tierra, amenazada de desarrollo
insostenible, algo que sabemos ahora precisamente gracias al progreso de la
ciencia y la tecnología. Otros recuerdan que el sexismo también se ha
globalizado. Otros defienden la universalización efectiva de los derechos
humanos. Otros afirman la identidad cultural y los derechos de los pueblos a
existir más allá del hipertexto mediático. Algunos añaden la gastronomía
local como dimensión de esa identidad. Otros defienden los derechos de los
trabajadores en el norte y en el sur. O la defensa de la agricultura
tradicional contra la revolución genética. Muchos utilizan algunos de los
argumentos señalados para defender un protecteccionismo comercial que limite
el comercio y la inversión en los países en desarrollo. Otros se declaran
abiertamente antisistema, anticapitalistas desde luego, pero también
anti-Estado, renovando los vínculos ideológicos con la tradición anarquista
que, significativamente, entra en el siglo XXI con más fuerza vital que la
tradición marxista, marcada por la práctica histórica del marxismo-leninismo
en el sigloXX. Y también hay numerosos sectores intelectuales de la vieja
izquierda marxista que ven reivindicada su resistencia a la oleada
neoliberal. Todo eso es el movimiento antiglobalización. Incluye una franja
violenta, minoritaria, para quien la violencia es necesaria para revelar la
violencia del sistema. Es inútil pedir a la gran mayoría pacífica que se
desmarque de los violentos, porque ya lo han hecho, pero en este movimiento
no hay generales y aun menos soldados. Tal vez sería más productivo para la
paz pedir a los gobiernos que se desmarquen de sus policías violentos, ya
que, según observadores fiables de las manifestaciones de Barcelona y Génova,
la policía agravó la confrontación. No se puede descartar que algunos
servicios de inteligencia piensen que la batalla esencial está en ganar la
opinión pública y que asustar al pueblo llano con imágenes de feroces
batallas callejeras puede conseguir socavar el apoyo a los temas del
movimiento antiglobalización. Vano intento, pues, en su diversidad, muchos de
esos mensajes están calando en las mentes de los ciudadanos, según muestran
encuestas de opinión en distintos países. Dentro de esa diversidad, si
un rasgo une a este movimiento es tal vez el lema con el que se convocó la
primera manifestacion, la de Seattle: 'No a la globalización sin
representación'. O sea, que, antes de entrar en los contenidos del debate,
hay una enmienda a la mayor, al hecho de que se están tomando decisiones
vitales para todos en contextos y en reuniones fuera del control de los
ciudadanos. En principio, es una acusación infundada, puesto que la mayoría
son representantes de gobiernos democráticamente elegidos. Pero ocurre que
los electores no pueden leer la letra pequeña (o inexistente) de las
elecciones a las que son llamados cada cuatro años con políticos que se
centran en ganar la campañaa de imagen y con gobiernos que bastante trabajo
tienen con reaccionar a los flujos globales y suelen olvidarse de informar a
sus ciudadanos. Y resulta también que la encuesta que Kofi Annan presentó en la
Asamblea del Milenio de Naciones Unidas señala que 2/3 de los ciudadanos del
mundo (incluyendo las democracias occidentales) no piensan que sus
gobernantes los representen. De modo que lo que dicen los movimientos
antiglobalización es que esta democracia, si bien es necesaria para la
mayoría, no es suficiente aquí y ahora. Así planteado el problema, se pueden
reafirmar los principios democráticos abstractos, mientras se refuerza la
policía y se planea trasladar las decisiones al espacio de los flujos inmateriales.
O bien se puede repensar la democracia, construyendo sobre lo que conseguimos
en la historia, en el nuevo contexto de la globalización. Que se haga una u
otra cosa depende de usted y de muchos otros como usted. Y depende de que
escuchemos, entre carga policial e imagen de televisión, la voz plural, hecha
de protesta más que de propuesta, que nos llega del nuevo movimiento social
en contra de esta globalización. |