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Contenido:

§          ¿Fin del Estado Nación? (26/10/1997)

§          Tras la siembra de los vientos (4/6/1998)

§          El mundo según Davos (12/2/1999)

§          Seattle y el cinismo neoliberal (3/1/2000)

§          Globalización y antiglobalización (24/7/2001)

 

01

EL PAÍS,  26-10-1997

¿FIN DEL ESTADO NACIÓN?

Manuel Castells

 Nuestro mundo y nuestras vidas están siendo transformados por dos tendencias opuestas: la globalización de la economía y la identificación de la sociedad. Sometido a tremendas presiones contradictorias, desde arriba y desde abajo, el Estado nación, tal y como se constituyó en Europa en los últimos tres siglos, exportándose luego al resto del mundo, ha entrado en una crisis profunda. Crisis de operatividad: ya no funciona. Y crisis de legitimidad: cada vez menos gente se siente representada en él y mucha menos gente aún está dispuesta a morir por una bandera nacional, de ahí el rechazo generalizado al servicio militar. Incluso en los Estados fundamentalistas o en los nacionalismos radicales que proliferan en el planeta, la idea es la sumisión del Estado a un ideal superior que trasciende al Estado: para el islamismo, por ejemplo, el marco de referencia es la umma, la comunidad de los fieles por encima de las fronteras. El Estado nación basado en la soberanía de instituciones políticas sobre un territorio y en la ciudadanía definida por esas instituciones es cada vez más una construcción obsoleta que, sin desaparecer, deberá coexistir con un conjunto más amplio de instituciones, culturas y fuerzas sociales. Las consecuencias de dicho fenómeno son enormes, puesto que todas nuestras formas políticas de representación y de gestión están basadas en esa construcción que empieza a desvanecerse detrás de su todavía imponente fachada. ¿Por qué esa crisis? ¿Y hasta qué punto la negación del Estado no es una nueva exageración del neoliberalismo, feliz de anunciar la apertura definitiva de las puertas al campo del mercado?

El Estado nación parece, en efecto, cada vez menos capaz de controlar la globalización de la economía, de los flujos de información, de los medios de comunicación y de las redes criminales. La unificación electrónica de los mercados capitales y la capacidad de los sistemas de información para transferir enormes masas de capital en cuestión de segundos hacen prácticamente imposible que los Estados y sus bancos centrales decidan sobre el comportamiento de los mercados financieros y monetarios, algo reiteradamente demostrado en las crisis monetarias de la Unión Europea desde 1992 y en el sureste asiático en 1997. Pero hay más. Al perder control sobre los flujos de capital, los Estados tienen cada vez mayores dificultades para cobrar sus impuestos y, en realidad, en la mayoría de los países, están reduciendo la presión fiscal sobre el capital, reduciendo por tanto los recursos disponibles para su política. Teniendo en cuenta la creciente disparidad entre recursos y gastos del Estado, los Gobiernos han recurrido al endeudamiento en el mercado internacional de capitales, siendo por tanto cada vez más dependientes del comportamiento de dicho mercado. Así, por ejemplo, entre 1980 y 1993, la deuda exterior del Gobierno, en porcentaje del PIB, se dobló en Estados Unidos y se multiplicó por cinco en Alemania, aumentando también, aunque en menores proporciones, en otros países como el Reino Unido y España. Japón es la excepción, pero simplemente porque el Gobierno japonés tiene mayor dependencia financiera que cualquier país, aunque en su caso es de los bancos japoneses, los cuales a su vez dependen del excedente comercial de las empresas de su keiretsu. Aunque en la Unión Europea se ha hecho un esfuerzo notable para reducir la deuda pública con el fin de cumplir los criterios del euro, la reducción no ha disminuido la dependencia de la financiación exterior, y es de prever que, una vez asumido el euro, la integración de mercados financieros internacionales aumentará aún más el papel de la deuda exterior en la financiación de los gastos del Estado. Por otra parte, la internacionalización de la producción y la creciente importancia del comercio exterior en el comportamiento de la economía disminuyen asimismo la capacidad de los Gobiernos para intervenir en la misma, exceptuando las inversiones en infraestructura y educación. En la Unión Europea el proceso de pérdida de soberanía es aún más patente. Para no ser marginados de la competencia internacional, los Estados europeos decidieron, probablemente con razón, aunar sus fuerzas, pero al hacerlo han eliminado los últimos restos de soberanía económica. Con una moneda única, un Banco Central Europeo y mercados integrados, no pueden darse políticas económicas nacionales. Incluso los presupuestos de cada país tendrán márgenes muy estrechos entre las obligaciones históricamente contraídas (tales como seguridad social), los criterios de los mercados financieros y la armonización con los criterios europeos.

Procesos semejantes tienen lugar en los circuitos de información científica, tecnológica o cultural que circulan globalmente cada vez con más libertad; por ejemplo, a través de un Internet que no puede controlarse excepto desconectándose de la red: un gesto desesperado que se paga con la marginación informacional; o en el caso de los medios de comunicación que combinan una segmentación de mercados locales con una estructura empresarial y de contenidos enteramente globalizada. Cierto, puede haber también reacciones extremas como la del Gobierno español del Partido Popular intentando utilizar a Telefónica para controlar políticamente los medios audiovisuales. Pero son estertores de un orden estatista condenado de antemano al fracaso por la reacción de las instituciones europeas y de la sociedad española, la oposición de otros grupos mediáticos, la evolución tecnológica (que multiplicará las fuentes de información en los próximos años) y la propia resistencia de los profesionales de la comunicación a ser corifeos del pensamiento único.

La globalización del crimen, aunando esfuerzos entre distintas mafias y explotando la superioridad de redes transnacionales flexibles frente a la rigidez de burocracias estatales reacias a salir de sus trincheras, pone definitivamente en cuestión la capacidad del Estado para hacer respetar el orden legal. Y aunque Rusia o México sean casos extremos, el sur de Italia, el noroeste de España, los barrios chinos de Amsterdam o las pizzerías de Hamburgo son embriones de un cuasi-Estado criminal con creciente capacidad operativa.

Ante tales amenazas, los Estados nación han reaccionado, por un lado, aliándose entre ellos; por otro lado, reverdeciendo los laureles del Estado mediante la descentralización autonómica y municipal. La Unión Europea representa el proceso más avanzado en ambas direcciones. La defensa europea es, en la práctica, una cuestión de la OTAN. La política exterior, con matices, y cuando existe, se define en el ámbito europeo y atlántico a través de un proceso multilateral. Los grandes problemas planetarios, tales como el medio ambiente, los derechos humanos, el desarrollo compartido, se abordan en foros internacionales como las Naciones Unidas y, crecientemente, en organizaciones no gubernamentales: Greenpeace o Amnistía Internacional han hecho mucho más por nuestro mundo que cualquier asamblea de Estados.

Por otro lado, la mayor parte de los problemas que afectan a la vida cotidiana, a saber, la educación, la sanidad, la cultura, el deporte, los equipamientos sociales, el transporte urbano, la ecología local, la seguridad ciudadana y el placer de vivir en nuestro barrio y en nuestra ciudad, son competencia y práctica de las entidades locales y autonómicas. De ahí la importancia histórica del nuevo esfuerzo descentralizador de Blair en el Reino Unido, uno de los países europeos más centralizados hasta ahora. La identidad de la gente se expresa cada vez más en un ámbito territorial distinto del Estado nación moderno: con fuerza como en el caso de Cataluña, Euskadi o Escocia, naciones sin Estado, o con acentos más matizados como en el caso de identidades locales o regionales en casi toda Europa; pero, en cualquier, caso con mayor apego y legitimidad que las identidades históricas constituidas, aunque probablemente Francia sea la excepción, como prueba la eficacia del Estado jacobino republicano en la exterminación de las culturas históricas; por eso son los franceses los que más sufren la adaptación a la globalización, porque la inoperancia de su Estado nación no puede resolverse con el recurso a una red flexible de administraciones locales ancladas en identidades culturales.

Ahora bien, pese a su desbordamiento por flujos globales y a su debilitamiento por identidades regionales o nacionales, el Estado nación no desaparece y durante un largo tiempo no desaparecerá, en parte por inercia histórica y en parte porque en él confluyen muy poderosos intereses, sobre todo los de las clases políticas nacionales, y en parte también porque aún es hoy uno de los pocos mecanismos de control social y de democracia política de los que disponen los ciudadanos.

Aunque las formas del Estado nación persisten, su contenido y su práctica se han transformado ya profundamente. Al menos en el ámbito de la Unión Europea (y yo argumentaría que también en el resto del mundo), hemos pasado a vivir en una nueva forma política: el Estado red. Es un Estado hecho de Estados nación, de naciones sin Estado, de Gobiernos autónomos, de ayuntamientos, de instituciones europeas de todo orden -desde la Comisión Europea y sus comisarios al Parlamento Europeo o el Tribunal Europeo, la Auditoría Europea, los Consejos de Gobierno y las comisiones especializadas de la Unión Europea- y de instituciones multilaterales como la OTAN y las Naciones Unidas. Todas esas instituciones están además cada vez más articuladas en redes de organizaciones no gubernamentales u organismos intermedios como son la Asociación de Regiones Europeas o el Comité de Regiones y Municipios de Europa. La política real, es decir, la intervención desde la Administración pública sobre los procesos económicos, sociales y culturales que forman la trama de nuestras vidas, se desarrolla en esa red de Estados y trozos de Estado cuya capacidad de relación se instrumenta cada vez más en base a tecnologías de información. Por tanto, no estamos ante el fin del Estado, ni siquiera del Estado nación, sino ante el surgimiento de una forma superior y más flexible de Estado que engloba a las anteriores, agiliza a sus componentes y los hace operativos en el nuevo mundo a condición de que renuncien al ordeno y mando. Aquellos Gobiernos, o partidos, que no entiendan la nueva forma de hacer política y que se aferren a reflejos estatistas trasnochados serán simplemente superados por el poder de los flujos y borrados del mapa político por los ciudadanos tan pronto su ineficacia política y su parasitismo social sea puesto de manifiesto por la experiencia cotidiana. O sea, regularán himnos nacionales para que sean obligatorios y luego añadirán «excepto cuando proceda». No estamos en el fin del Estado superado por la economía, sino en el principio de un Estado anclado en la sociedad. Y como la sociedad informacional es variopinta, el Estado red es multiforme. En lugar de mandar, habrá que navegar.

 

02

EL PAÍS, 4-6-1998

TRAS LA SIEMBRA DE LOS VIENTOS

Manuel Castells

Llegaron las tempestades. Tras años de globalización y de disciplina de las sociedades en aras de objetivos macroeconómicos, cuyos frutos de prosperidad sólo una minoría del planeta disfruta, los conflictos sociales y políticos vuelven a plantear las eternas preguntas: crecimiento para qué y para quién, qué pasa conmigo, quiénes somos, adónde vamos, de dónde venimos. Y ante la falta de respuesta, cansada de racionalizaciones tecnocráticas, la gente rompe. Y políticos de todo pelaje, desde mesiánicos convencidos a demagogos manipuladores, saltan sobre la ola de descontento que está echando al traste el sueño neoliberal de un mundo unificado en torno a un pensamiento único. Y, lo que es aún más importante, en torno a un orden social único caracterizado, en última instancia, por la maximización individualizada de la ganancia y por la competitividad sin frenos.

Lo que está ocurriendo en India (1.000 millones de personas) y en Indonesia (200 millones) es a la vez un síntoma y un detonante. Un síntoma de la revuelta que, en formas inéditas, bulle en las calderas de un mundo que la tecnología unifica en torno a una economía dinámica, pero excluyente, y que la cultura fracciona en torno a identidades primarias que se hacen trincheras de defensa, pero sólo para los creyentes. Los Estados-nación, superados por los flujos globales, humillados por el Fondo Monetario Internacional, en representación del club G-7, y a la vez contestados por revueltas populares que hablan en nombre de valores propios, entran en crisis. En Indonesia, la dimisión de Suharto no es sino el principio de un proceso más radical de puesta en cuestión de una dictadura militar que había ligado su suerte (y su fabuloso enriquecimiento personal) al desarrollismo que transformó el Pacífico asiático en las dos últimas décadas. Se combinan en la revuelta popular el ansia de democracia de las clases medias, la explosión de sectores populares castigados por la crisis económica, el odio étnico a los chinos (considerados en bloque como explotadores usureros) y el auge del islamismo militante que puede convertirse en el factor decisivo de un nuevo régimen político.

En las imágenes de televisión de la ceremonia de transmisión presidencial en Yakarta, el 21 de mayo, para mí la más impactante (aun formando parte del protocolo habitual) fue la firmeza con la que un clérigo musulmán alzaba el Corán sobre la cabeza del nuevo presidente Habibie, mientras éste invocaba su obediencia a los designios del Todopoderoso en la dirección del país. Como si la recomposición del Estado sólo pudiera hacerse en torno a la afirmación de una nueva identidad que permita negociar con el FMI desde la posición de fuerza de la providencia divina. En el fondo, tal ha sido la decisión de los nacionalistas indios, el otro gran síntoma de un drama que no hace sino empezar.

La economía india ha crecido a tasas espectaculares en la última década y se ha integrado plenamente en la economía global, tecnológicamente, comercialmente y financieramente. Pero el crecimiento ha sido extraordinariamente desigual: el boom de Bombay, Ahmedabad y Bangalore contrasta con la crisis persistente de Calcuta y de Madrás. Y, sobre todo, en India rural, que representa la mayoría de la población, la crisis social se ha acentuado: cientos de millones de indios viven en la más absoluta pobreza. Pero no son ellos los que más han votado a los nacionalistas hindúes, cuya principal fuerza está entre las clases medias y medias-altas urbanas. Lo que ocurre es que los sectores populares han abandonado al Partido del Congreso, desprestigiado por corrupción, ineficacia y entreguismo al capital extranjero, provocando un fraccionamiento del sistema político del que, en último término, se ha beneficiado el partido más organizado y con un proyecto político más claro. Pensaban muchos que la necesidad de coaliciones y la situación de minoría parlamentaria impedirían a los nacionalistas tomar medidas radicales. Era ignorar la decisión y visión estratégica del grupo extremista nacionalista RSS, que nuclea, y en realidad controla, el partido de Gobierno Bharatiya Janata. La decisión de hacer explotar bombas nucleares ha descolocado a la oposición, que, ante la prioridad de los intereses nacionales y el apoyo popular, ha debido sumarse a la iniciativa.

El orgullo de la nación india resurge. Pero hay que recordar que sobre una base religiosa excluyente: el hinduismo integrista es la línea de acción del nuevo Gobierno, de un partido que había sido marginado de la vida política india porque uno de sus miembros fue el asesino de Ghandi. Esta vez, es un integrismo con potencia nuclear. Pakistán, en donde el islamismo es cada vez más fuerte, ha respondido realizando seis pruebas nucleares. Y China incrementará su rearme. De repente, el controlado orden mundial que es necesario para la circulación mundial fluida de capital y tecnología ha sido sacudido en una semana. Los mercados de los países emergentes, por ejemplo Rusia, se han hundido, la salida de capitales se ha iniciado. El fin de la pesadilla del holocausto nuclear que parecía alcanzable está ahora más lejano que nunca, incluso si India y Pakistán firman un tratado en los próximos meses: sus arsenales se mantendrán en alerta.

La exclusión de una gran parte de la población del nuevo modelo de desarrollo está generando reacciones en cadena que, en último término, devuelven a los Estados a su instinto básico: amenazar con matar. Y es que, junto al extraordinario desarrollo tecnológico que estamos viviendo, junto a la mejora considerable de la salud y la educación en el mundo, y junto al acceso a la industrialización y el consumo de decenas de millones de personas en Asia y América Latina, hay la otra cara de la tierra, la cara fea de la economía informacional. En las dos últimas décadas una quinta parte de la humanidad ha mejorado sustancialmente su nivel de vida, pero otra quinta parte ha empeorado sustancialmente y dos quintos de la gente malviven con menos de dos dólares por día. Según datos de Naciones Unidas, en 1994, 345 multimillonarios en el mundo tenían un patrimonio equivalente a la renta anual de países que, juntos, contenían el 45% de la población mundial.

La pobreza crece más rápidamente en África, pero en números absolutos se concentra en Asia: casi 1.000 millones de personas viven en situación de extrema pobreza en Asia del Sur y del Este. Sobre todo en India, Pakistán, Bangladesh (también musulmán, recuérdese), Indonesia y China, que juntos constituyen en torno a la mitad de la población del planeta. Y es en esa situación, marcada por la contradicción explosiva entre el desarrollo dinámico de una minoría globalizada, la exclusión de una parte considerable de la población y la crisis de un sector público insostenible, donde se movilizan movimientos fundamentalistas religiosos, fuerzas nacionalistas, ejércitos nerviosos, partidos desgastados y corruptos, mafias criminales y especuladores financieros. Ése es el mundo real que se configura en torno a la crisis del desarrollismo asiático. De él surgen las tempestades nacidas de los vientos que sembró una globalización económica incontrolada y una geopolítica miope de las grandes potencias. Y en un mundo interdependiente como el que vivimos, las tempestades de Asia amenazan con quebrar nuestro eurosueño.

 

03

EL PAÍS, 12-2-1999

EL MUNDO SEGÚN DAVOS

Manuel Castells

La élite global existe y se reúne cada año, a finales de enero, en Davos, una pintoresca estación de esquí en los Alpes orientales suizos. Allí, encerrados durante seis días en un búnker de congresos y en los hoteles de la localidad, los ricos y poderosos del mundo discuten el estado de la cuestión e intercambian ideas sobre cómo resolver los problemas del mundo y, de paso, los suyos. También asisten —asistimos— a la reunión de los "Fellows", seleccionados por el Foro Económico Mundial entre científicos, académicos, intelectuales, escritores, artistas y líderes sociales, para proporcionar materia de reflexión al encuentro. Y cientos de periodistas encargados de transmitir al mundo lo que ahí sucede, aún dentro de reglas bastante estrictas de respeto del off the record.

El tema de este año era La globalidad responsable. Y es que hay consenso en que el proceso de globalización se está desarrollando de forma irresponsable, en el sentido literal de la palabra. O sea, sin que nadie tenga control o responsabilidad sobre el mismo. Se considera asimismo que sus efectos son cada vez más perturbadores en casi todo el mundo, cuando, después de la crisis mexicana y del hundimiento del milagro asiático, se han producido la bancarrota de Rusia y la devaluación del real brasileño, que amenaza la estabilidad económica latinoamericana. Se constata que la globalización es imparable. Es un proceso objetivo, y fuera de ese proceso sólo hay marginación económica, al menos en el marco de la economía de mercado, que al final se ha impuesto como forma universal. Pero el consenso se detiene ahí. En cuanto se trata de encontrar fórmulas para hacer frente a los problemas suscitados por la globalización, los intereses dividen, las situaciones propias sesgan la receta, las ideologías chocan y la intensidad de la implicación en la búsqueda de nuevas políticas depende de la intensidad con que se viven los problemas.

No puedo decir quién dijo qué porque lo prohíben las reglas de Davos, pero sí puedo contar lo que, desde mi apreciación subjetiva, saqué en conclusión. La opinión dominante es que, en lo esencial, aunque sería deseable controlar la globalización, no se puede hacer sin quebrar el mercado, sin resucitar la excesiva intervención gubernamental y sin espantar a los innovadores, que crean la tecnología, y a los inversores, que ponen el dinero. La idea, en principio mayoritaria, de avanzar hacia una nueva arquitectura de regulación internacional, choca, cuando se intenta concretar, con la oposición de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional, el rechazo de las grandes empresas financieras y de los mercados bursátiles y el desacuerdo profundo entre Gobiernos y entre técnicos sobre en qué podría consistir esa regulación. Se aceptan algunas fórmulas limitadas, como el control de la entrada de capitales especulativos a corto plazo, a condición de que el control se haga mediante mecanismos fiscales e incentivos de mercado, según la fórmula chilena, pero no yendo tan lejos como los controles malayos o chinos. Se coincide en exigir transparencia informativa sobre la situación económica y financiera de países y empresas. Y se pone el acento en la legislación que permita a los inversores recuperar su dinero en caso de crisis o devaluación. Es decir, lo que se entiende por regulación es cómo salvar a los inversores globales, evitar que se metan en un lío y ayudarles a salir del lío una vez que se hayan metido. Pero nadie piensa que se puedan controlar los mercados financieros globales, determinantes de las economías, una vez que turbulencias de información, no leyes económicas, desencadenan gigantescos desplazamientos de capital en un mundo electrónicamente interconectado y con transacciones financieras casi instantáneas. Los ejemplos de China e India, economías relativamente a salvo de los impactos de la crisis asiática hasta ahora, se descartan por tratarse de economías cuya conexión global es todavía muy limitada. Ya les tocará la hora cuando, para desarrollarse, se globalicen de verdad.

Así que, en último término, parece que hay que instalarse en la volatilidad financiera y en la inestabilidad económica, y aprender a vivir en ese mundo incierto y arriesgado, pero creativo y con potencial de ganancia. Y, de momento, hay que replegar la inversión sobre los mercados financieros de Norteamérica y la Unión Europea, siendo mucho más selectivo y cuidadoso con los mercados emergentes, o sea, el resto del mundo menos Japón. Japón sigue siendo el punto de peligro. Demasiado incontrolable para fiarse de su evolución, pero demasiado importante para poder ignorarlo. En el fondo, lo que traslucía en Davos era una cierta confianza de que los países más avanzados siguen siendo capaces de vivir, crecer y, para la mayoría, disfrutar del mundo como es.

La imparable expansión de la economía estadounidense, que creció a más del 5%, sin apenas inflación, en el último semestre, y que está creando una media de 250.000 empleos nuevos por mes, parece asegurar una reserva inagotable para el capitalismo mundial. La continua ascensión de valores bursátiles en Wall Street, empujada por la espectacular valorización de las acciones de las empresas de Internet y de alta tecnología, sigue desmintiendo, en la práctica, las previsiones catastrofistas. La Unión Europea no participa del mismo dinamismo, pero la euforia asociada con el éxito del euro y la estabilización política resultante de las últimas elecciones en los principales países, parecen situar a Europa al abrigo de una crisis.

De modo que el lado oscuro de la globalización se sitúa, sobre todo, en el drama humano que para cientos de millones de seres representa —y esa responsabilidad se transfiere a las instituciones internacionales humanitarias, a las religiones y a la filantropía— un tema recurrente entre algunas de las más destacadas figuras empresariales. Por otro lado, se espera que la promesa tecnológica, con tecnologías cada vez más potentes y más baratas, que se difundirán entre toda la población, contribuya decisivamente a resolver los problemas. De modo que, aun aceptando que estamos en una tormenta de transición a un nuevo orden económico internacional caracterizado por el desorden como forma de vida, se confía en que el dinamismo del sistema tecno-económico que hemos creado supere por sí mismo las actuales contradicciones. Y cuando haya crisis sociales, económicas, políticas, habrá que tratarlas con fórmulas específicas para cada una. O sea, que revolución tecnológica, globalización económica, liberalización sostenida, filantropía caritativa, estabilidad geopolítica cogestionada por los países poderosos, la ONU y la OTAN, repliegue sobre los mercados centrales, incorporación selectiva y controlada de economías emergentes y tratamiento pragmático y específico de las crisis cuando y donde vayan surgiendo. Ése es, según yo, el mundo según Davos.

 

04

EL PAÍS, 3-1-2000

 

SEATTLE Y EL CINISMO NEOLIBERAL

Manuel Castells

O sea, que ahora la élite neoliberal, desde los editoriales del prestigioso The Economist a la respetada página de opinión de Vargas Llosa en EL PAÍS, llora por la suerte de los pobres del mundo como resultado de la protesta de Seattle contra la globalización sin representación. Como no creo que sean ignorantes, me atrevo a concluir que son cínicos. Ignorantes: los datos muestran (sin ir mas lejos, el informe sobre desarrollo humano de Naciones Unidas publicado en julio de 1999) que en esta década de cambio tecnológico y globalización se han incrementado la desigualdad, la pobreza y la exclusión social en la mayor parte del mundo. Más de dos terceras partes de la humanidad no se benefician del nuevo modelo de crecimiento económico, Internet llega a menos del 3% de la población y los desequilibrios ecológicos se han agravado. Y esto es así porque, en lo esencial, el incremento del comercio internacional y el desarrollo de las nuevas tecnologías se ha regido prioritariamente por mecanismos de mercado.

Así, África subsahariana tiene un porcentaje de comercio exterior sobre producto interior bruto en torno al 29%, más alto que la media de la OCDE, pero, con términos de intercambio desigual y sin infraestructura tecnológica y educativa, lo que eso ha provocado es el enriquecimiento de las élites locales que exportan lo poco exportable que hay en el país sin redistribuir hacia adentro. Más aún, oponer los pobres del mundo a las tortugas y a los delfines es demagogia irresponsable, porque los pobres también quieren tener un planeta que dejar a sus hijos y tampoco quieren parir bebés deformados por nutrición química o genética incontrolada. El debate no es sobre comercio internacional (que puede ser muy positivo para todos) o sobre nuevas tecnologías (que son fuente posible de creatividad y calidad de vida), sino sobre cómo se hace la transición a la era de la información y a la economía global, en función de qué valores y bajo qué mecanismos democráticos de información, representación y decisión política.

Percibiendo en estos días el nerviosismo de las élites tecnocráticas en todo el mundo, se puede apreciar la importancia de lo que ha ocurrido en Seattle. Lo que era la gran apuesta de Clinton para pasar a la historia en el cambio de milenio como el actor clave de la globalización se ha convertido en la crisis de una Organización Mundial de Comercio semisecreta y en la crisis de la hegemonía americana para dictar los términos de dicha globalización. Porque, por primera vez, se oyeron las voces de quienes quieren saber qué pasa en esos pasillos del poder en donde no se decide qué hacer sino, más bien, cómo se desmontan los mecanismos de control existentes para que los mercados actúen por su cuenta.

Y los mercados hacen algunas cosas bien (como asignar recursos escasos y asegurar selección mediante competitividad) y otras mal (igualdad social) o muy mal (valorar lo que no tiene precio asignado, como la conservación del planeta o el sentido de la vida). Por tanto, los mercados necesitan instituciones que los regulen, que canalicen su dinamismo generador de riqueza. Tanto más cuanto que nuestra extraordinaria capacidad tecnológica actual puede acelerar los efectos, tanto positivos como negativos, de los mercados. Y lo que está ocurriendo es que las instituciones políticas, a instancias, sobre todo, de Estados Unidos, el FMI y la OMC, están haciéndose el haraquiri para dejar paso libre a la competencia sin restricciones. Porque eso, en último término, beneficia a los fuertes (países, empresas, personas), como es bien sabido.

Lo que Seattle significa es el fin la ilusión neoliberal de un planeta autogestionado por los mercados para el beneficio de los más fuertes, de los más listos y, también, de los más pillos. La sociedad civil global, en su pluralidad contradictoria y necesariamente incoherente, ha irrumpido en los salones del des-poder diciendo aquí estamos, queremos saber y queremos influir en el proceso, debatir, negociar. Sintiéndose, por primera vez, bajo la presión de sus opiniones públicas, cada Gobierno se refirió (en buena medida demagógicamente) a sus ciudadanos, no a sus interlocutores políticos o económicos. Y, por tanto, no hubo acuerdo. Y no habrá acuerdo, ni globalización estable, mientras no se abra el juego y se integren los delfines y las tortugas y los trabajadores y las mujeres y los pobres y los niños, y el Tercer Mundo y, naturalmente, las empresas y la tecnología y las finanzas, y todo lo que hace la economía y la sociedad. Pero todo, sin exclusión de nadie, ni siquiera de las tortugas, que aunque son lentas tienen su función en el ecosistema planetario. Entre otras cosas, nos enseñan que ir despacio alarga la existencia.

Seattle fue un punto de inflexión en la dinámica de nuestro mundo. Múltiples intereses y valores se encontraron. Primero por Internet. Luego, en las calles. Y, en fin, a través de los medios de comunicación. Y por Internet y los medios de comunicación conectaron con el mundo y hablaron del roquefort y de trabajo esclavo de los niños, de derechos humanos y de derechos sindicales, de controles a la ingeniería genética y de conservación de los bosques, de identidad gastronómica y de representación democrática. No importa ya la opinión de cada cual sobre el tema. Lo que ha cambiado Seattle es que a partir de ahora hay que informar, hay que discutir, hay que negociar. Y decidir juntos. No sólo porque es más ético y más democrático, sino porque es la única manera. La globalización será democrática, informada y controlada por la gente o no será, deshecha por resistencias múltiples e intereses incompatibles. Lo que se plantea es un nuevo contrato social global. Rousseau en el ciberespacio de los flujos de poder y de riqueza del siglo XXI. No será fácil, llevará tiempo y obligará a concesiones de todas las partes, a explicaciones reiteradas, a malentendidos recíprocos. Pero puede salir y, entonces sí, beneficiar a los pobres del mundo y a todos los demás. Pero lo que se acabó es la tiranía del mercado, presentada como ley natural. O el no digo y hago. Porque no se puede acallar a Internet. Porque estamos dispuestos a identificarnos con las tortugas -lloré, junto con una niña, por la muerte de una tortuguita siberiana-. Y porque, en último término, los que trabajamos, consumimos, pensamos, sentimos y vivimos somos nosotros.

 

05

EL PAÍS, 24-7-2001

 

GLOBALIZACIÓN y ANTIGLOBALIZACIÓN

Manuel Castells

 

A estas alturas, todo quisque tiene su opinión sobre la globalizacion. Éste es el principal mérito del movimiento global contra la globalización: el haber puesto sobre el tapete del debate social y político lo que se presentaba como vía única e indiscutible del progreso de la humanidad. Como es lo propio de todo gran debate ideológico, se plantea en medio de la confusión y la emoción, muertos incluidos. Por eso me pareció que, en lugar de añadir mi propia toma de posición a las que se publican cada día, podría ser más útil para usted, atento lector en su relajado entorno veraniego, el recordar algunos de los datos que enmarcan el debate. Empezando por definir la globalización misma. Se trata de un proceso objetivo, no de una ideología, aunque haya sido utilizado por la ideología neoliberal como argumento para pretenderse como la única racionalidad posible. Y es un proceso multidimensional, no solo económico. Su expresión más determinante es la interdependencia global de los mercados financieros, permitida por las nuevas tecnologías de información y comunicación y favorecida por la desregulación y liberalización de dichos mercados. Si el dinero (el de nuestros bancos y fondos de inversión, o sea, el suyo y el mío) es global, nuestra economía es global, porque nuestra economía (naturalmente capitalista, aunque sea de un capitalismo distinto) se mueve al ritmo de la inversión de capital. Y si las monedas se cotizan globalmente (porque se cambian dos billones de dólares diarios en el mercado de divisas), las políticas monetarias no pueden decidirse autónomamente en los marcos nacionales. También está globalizada la producción de bienes y servicios, en torno a redes productivas de 53.000 empresas multinacionales y sus 415.000 empresas auxiliares. Estas redes emplean tan sólo a unos 200 millones de trabajadores (de los casi 3.000 millones de gentes que trabajan para vivir en todo el planeta), pero en dichas redes se genera el 30% del producto bruto global y 2/3 del comercio mundial.

Por tanto, el comercio internacional es el sector del que depende la creación de riqueza en todas las economías, pero ese comercio expresa la internacionalización del sistema productivo. También la ciencia y la tecnología están globalizadas en redes de comunicación y cooperación, estructuradas en torno a los principales centros de investigación universitarios y empresariales. Como lo está el mercado global de trabajadores altamente especializados, tecnólogos, financieros, futbolistas y asesinos profesionales, por poner ejemplos. Y las migraciones contribuyen a una globalización creciente de otros sectores de trabajadores. Pero la globalización incluye el mundo de la comunicación, con la interpenetración y concentración de los medios de comunicación en torno a siete grandes grupos multimedia, conectados por distintas alianzas a unos pocos grupos dominantes en cada país (cuatro o cinco en España, según como se cuente). Y la comunicación entre la gente también se globaliza a partir de Internet (nos aproximamos a 500 millones de usuarios en el mundo y a una tasa media de penetración de un tercio de la población en la Unión Europea). El deporte, una dimensión esencial de nuestro imaginario colectivo, vive de su relación local-global, con la identidad catalana vibrando con argentinos y brasileños tras haber superado su localismo holandés. En fin, también las instituciones políticas se han globalizado a su manera, construyendo un Estado red en el que los Estados nacionales se encuentran con instituciones supranacionales como la Unión Europea o clubes de decisión como el G-8 o instituciones de gestión como el FMI para tomar decisiones de forma conjunta. Lejos queda el espacio nacional de representación democrática, mientras que los espacios locales se construyen como resistencia más que como escalón participativo. De hecho, los Estados nacionales no sufren la globalización, sino que han sido sus principales impulsores, mediante políticas liberalizadoras, convencidos como estaban y como están de que la globalización crea riqueza, ofrece oportunidades y, al final del recorrido, también les llegarán sus frutos a la mayoría de los hoy excluidos.

El problema para ese horizonte luminoso es que las sociedades no son entes sumisos susceptibles de programación. La gente vive y reacciona con lo que va percibiendo y, en general, desconfía de los políticos. Y, cuando no encuentra cauces de información y de participación, sale a la calle. Y así, frente a la pérdida de control social y político sobre un sistema de decisión globalizado que actúa sobre un mundo globalizado, surge el movimiento antiglobalización, comunicado y organizado por Internet, centrado en protestas simbólicas que reflejan los tiempos y espacios de los decididores de la globalización y utilizan sus mismos cauces de comunicación con la sociedad: los medios informativos, en donde una imagen vale más que mil ponencias.

¿Qué es ese movimiento antiglobalización? Frente a los mil intérpretes que se ofrecen cada día para revelar su esencia, los investigadores de los movimientos sociales sabemos que un movimiento es lo que dice que es, porque es en torno a esas banderas explícitas donde se agregan voluntades. Sabemos que es muy diverso, e incluso contradictorio, como todos los grandes movimientos. Pero ¿qué voces salen de esa diversidad? Unos son negros, otros blancos, otros verdes, otros rojos, otros violeta y otros etéreos de meditación y plegaria. Pero ¿qué dicen? Unos piden un mejor reparto de la riqueza en el mundo, rechazan la exclusión social y denuncian la paradoja de un extraordinario desarrollo tecnológico acompañado de enfermedades y epidemias en gran parte del planeta. Otros defienden al planeta mismo, a nuestra madre Tierra, amenazada de desarrollo insostenible, algo que sabemos ahora precisamente gracias al progreso de la ciencia y la tecnología. Otros recuerdan que el sexismo también se ha globalizado. Otros defienden la universalización efectiva de los derechos humanos. Otros afirman la identidad cultural y los derechos de los pueblos a existir más allá del hipertexto mediático. Algunos añaden la gastronomía local como dimensión de esa identidad. Otros defienden los derechos de los trabajadores en el norte y en el sur. O la defensa de la agricultura tradicional contra la revolución genética. Muchos utilizan algunos de los argumentos señalados para defender un protecteccionismo comercial que limite el comercio y la inversión en los países en desarrollo. Otros se declaran abiertamente antisistema, anticapitalistas desde luego, pero también anti-Estado, renovando los vínculos ideológicos con la tradición anarquista que, significativamente, entra en el siglo XXI con más fuerza vital que la tradición marxista, marcada por la práctica histórica del marxismo-leninismo en el sigloXX. Y también hay numerosos sectores intelectuales de la vieja izquierda marxista que ven reivindicada su resistencia a la oleada neoliberal. Todo eso es el movimiento antiglobalización. Incluye una franja violenta, minoritaria, para quien la violencia es necesaria para revelar la violencia del sistema. Es inútil pedir a la gran mayoría pacífica que se desmarque de los violentos, porque ya lo han hecho, pero en este movimiento no hay generales y aun menos soldados. Tal vez sería más productivo para la paz pedir a los gobiernos que se desmarquen de sus policías violentos, ya que, según observadores fiables de las manifestaciones de Barcelona y Génova, la policía agravó la confrontación. No se puede descartar que algunos servicios de inteligencia piensen que la batalla esencial está en ganar la opinión pública y que asustar al pueblo llano con imágenes de feroces batallas callejeras puede conseguir socavar el apoyo a los temas del movimiento antiglobalización. Vano intento, pues, en su diversidad, muchos de esos mensajes están calando en las mentes de los ciudadanos, según muestran encuestas de opinión en distintos países.

Dentro de esa diversidad, si un rasgo une a este movimiento es tal vez el lema con el que se convocó la primera manifestacion, la de Seattle: 'No a la globalización sin representación'. O sea, que, antes de entrar en los contenidos del debate, hay una enmienda a la mayor, al hecho de que se están tomando decisiones vitales para todos en contextos y en reuniones fuera del control de los ciudadanos. En principio, es una acusación infundada, puesto que la mayoría son representantes de gobiernos democráticamente elegidos. Pero ocurre que los electores no pueden leer la letra pequeña (o inexistente) de las elecciones a las que son llamados cada cuatro años con políticos que se centran en ganar la campañaa de imagen y con gobiernos que bastante trabajo tienen con reaccionar a los flujos globales y suelen olvidarse de informar a sus ciudadanos. Y resulta también que la encuesta que Kofi Annan presentó en la Asamblea del Milenio de Naciones Unidas señala que 2/3 de los ciudadanos del mundo (incluyendo las democracias occidentales) no piensan que sus gobernantes los representen. De modo que lo que dicen los movimientos antiglobalización es que esta democracia, si bien es necesaria para la mayoría, no es suficiente aquí y ahora. Así planteado el problema, se pueden reafirmar los principios democráticos abstractos, mientras se refuerza la policía y se planea trasladar las decisiones al espacio de los flujos inmateriales. O bien se puede repensar la democracia, construyendo sobre lo que conseguimos en la historia, en el nuevo contexto de la globalización. Que se haga una u otra cosa depende de usted y de muchos otros como usted. Y depende de que escuchemos, entre carga policial e imagen de televisión, la voz plural, hecha de protesta más que de propuesta, que nos llega del nuevo movimiento social en contra de esta globalización.

 

 

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