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Carta de un judío
americano a los europeos §
Reflexiones de un
imperialista involuntario 01
EL PAÍS, 21 de febrero
de 2002
Carta de un judío americano a los europeos NORMAN
BIRNBAUM La comunidad judía
europea tuvo buenos motivos para acoger la Ilustración de buen grado.
Ciudadanía y universalidad, racionalidad crítica y pluralismo secular,
prometían transformar la existencia judía. Las naciones de residencia tratarían
a los judíos como seres humanos con derechos inalienables, no como parias. El
final del siglo XIX demostró que la Ilustración se había pospuesto
indefinidamente. El sionismo fue tanto una respuesta parcial a la convicción
de que la Ilustración era imposible como un derivado de ella. Los judíos
también tenían derecho a un territorio y a un Estado. Pocos de los primeros
sionistas pensaron en el problema que tortura al actual Estado judío: la
presencia de otro pueblo. Era una cuestión que rara vez se planteaba en los
primeros años de existencia del Estado de Israel, la única preocupación era
la seguridad de un pueblo diezmado por el holocausto. Los europeos
consideraron que lo mínimo que podían hacer tras el asesinato de los judíos
europeos era apoyar a Israel, e ignoraron la suerte de los árabes. Mientras los judíos
europeos se hallaban en el infierno del fascismo, la comunidad judía
estadounidense se encontraba en vías de su actual poder y prosperidad. El New
Deal de Roosevelt incorporó a los judíos al Gobierno. Es cierto que en los EE
UU de los años treinta y cuarenta había mucho antisemitismo y que los judíos
estadounidenses no podían lograr asilo para muchos de sus familiares europeos
en peligro, pero, tras 1945, la repulsión hacia el holocausto lo enterró. Los
judíos avanzaron hasta las primeras filas de los negocios y las finanzas, de
la cultura y la ciencia, del gobierno y la política. La apertura de la
sociedad estadounidense, su concepción de la ciudadanía, les permitió
considerarse plenamente estadounidenses. Muchos se identificaron con el
progresismo y las tradiciones radicales de nuestra democracia. ¿Dónde si no
en una sociedad de iguales podían estar seguros los judíos? Juristas y
legisladores, pensadores y escritores judíos hicieron grandes aportaciones a
la construcción del Estado de bienestar. En los años sesenta, muchos de ellos
apoyaron la lucha de los negros por sus derechos civiles. La presencia judía
fue notable en los movimientos de los sesenta: la protesta antiimperialista
de la guerra de Vietnam, los experimentos de la cultura posmaterialista y el
feminismo. Los judíos estadounidenses (y muchos estadounidenses no judíos)
consideraban a Israel como una sociedad democrática moderna, sitiada, pero
triunfante. Pero en los años
setenta los judíos ya no estaban comprometidos tan ardientemente con el
progresismo. habían dejado de considerarse unos intrusos. Para muchos, las
reivindicaciones de negros e hispanos de su derecho a la educación y el
empleo sonaban amenazadoras. Olvidando el hecho de que ellos habían utilizado
en el pasado el sistema legal para eliminar las barreras civiles que les
impedían el acceso a la educación, el empleo y la vivienda, los judíos
alegaron que lo habían conseguido por méritos propios, y declararon que los
demás deberían hacer lo mismo. Por supuesto, estos puntos de vista fueron
expresados también por decenas de millones de otros estadounidenses. La guerra de 1967
agudizó aún más la crisis del progresismo entre los judíos estadounidenses.
Consideraban que los que criticaban la ocupación del territorio árabe ponían
en peligro la victoria de Israel. Los grupos estadounidenses que expresaban
su simpatía por los árabes -los negros, las iglesias y los intelectuales
radicales- eran con frecuencia los mismos que criticaban sistemáticamente a
la sociedad estadounidense, en la que los judíos estaban tan bien integrados.
Para muchos, la solidaridad con Israel era su principal vínculo con su propia
historia. Cuanto más rutinaria se hacía su religión, más lejano les era el acervo
del judaísmo y más importante el Estado judío. Tras las décadas de posguerra,
en las que el dolor impedía hablar del holocausto, éste se convirtió en
básico para la conciencia de sí de los judíos estadounidenses. Una comunidad
a la que una casualidad histórica había salvado de compartir el destino de la
comunidad judía europea asumió el eslogan de Israel: nunca jamás. Identificar a los
palestinos con los antisemitas de Europa es absurdo, y más aún teniendo en
cuenta que Israel los trata de forma colonialista e incluso racista. Pero
para muchos judíos estadounidenses este absurdo es una cuestión de fe. Muchos
de los colonos de Cisjordania son judíos estadounidenses, que consideran que
el mundo de los gentiles es hostil sin remisión. Y los judíos estadounidenses
a los que no se les ocurre ni en sueños abandonar Estados Unidos, apoyan a
otros judíos que han abandonado sus hogares por temor a los pogromos. Pero
esta contradicción es reflejo de otra mucho mayor. Los judíos
estadounidenses, que disfrutan de una ciudadanía gracias a las normas
universales de la democracia estadounidense, ignoran estos valores y apoyan a
un Estado étnico que oprime a otro pueblo. Un número considerable de ellos se
ha visto abocado a replantearse lo que en tiempos fue una afinidad casi
instintiva con las ideas de igualdad y justicia. Este tipo de problemas
morales no preocupa excesivamente a las élites que hacen la política exterior
estadounidense. Un país que se proclamó abanderado de la libertad, reclutó
como aliados a Franco, Pinochet y Salazar, a los generales brasileños,
griegos, indonesios, coreanos, paquistaníes y turcos, al sha de Irán y, tras
su destitución, al enemigo de la revolución iraní, a Sadam Husein. En
semejantes compañías, Sharon es un personaje secundario. Israel fue un aliado
militar muy estimado en la guerra fría, sus Fuerzas Armadas probaban los
sistemas de armamento, y sus servicios secretos llevaban a cabo operaciones
que la CIA no podía emprender. El que entonces era enemigo de la influencia
soviética en Oriente Próximo ahora es un adversario de las variantes de
panislamismo y arabismo. No hay partidarios más
firmes de la alianza con Israel que los burócratas, ideólogos y funcionarios
estadounidenses que consideran un deber de EE UU la hegemonía imperialista.
La mayoría de ellos no son judíos, aunque algunos están influidos por el
respeto calvinista hacia el pueblo del Antiguo Testamento. (Los
estadounidenses más acérrimos defensores del Gran Israel son algunos de los
integristas protestantes.) Incluso los magnates tejanos del petróleo, ahora
instalados en la Casa Blanca, molestos por las impertinencias de la familia
real saudí y por las quejas de los emires, consideran a Israel un aliado
indispensable. El 11-S ha fortalecido la cooperación de la comunidad judía
con los más partidarios del unilateralismo de la política exterior
estadounidense. Los esfuerzos de Clinton por lograr la paz son un recuerdo
incómodo para muchos defensores de Israel. En su esfuerzo por
estabilizar las relaciones con la URSS, Kissinger y Nixon fueron objeto de la
más acérrima oposición por parte del lobby israelí, que insistía en
que la libertad de emigración para los ciudadanos judíos soviéticos fuera una
prioridad de la política exterior estadounidense. Richard Perle fue uno de
los arquitectos de esa campaña y un enemigo decidido de los acuerdos para el
control de armas. En su calidad de alto consejero del Gobierno, hoy define
como 'terroristas' los movimientos y regímenes que Israel pretende eliminar.
Y en esta ocasión, un Gobierno republicano es muy receptivo a estas ideas,
porque pretende separar a los votantes judíos de California y Nueva York del
Partido Demócrata. Este partido es prácticamente esclavo del lobby
israelí, una de sus principales fuentes de financiación. Lo que constituye
uno de los factores de su incapacidad para ofrecer una alternativa al
proyecto de Bush de expansión ilimitada del poder estadounidense. Un número
significativo de demócratas han abandonado la tradición del New Deal y la
Gran Sociedad de Lyndon Johnson. El movimiento para la regulación social de
la globalización económica, la defensa del estadounidense de a pie frente a
las depredaciones del mercado, no levantan ya sus pasiones. El cambio en el
carácter distintivo social de la comunidad judía estadounidense tiene
importancia en este proceso. Piensen en el principal político judío de la
nación, el senador de Connecticut Joseph Lieberman, que se presentó a la
vicepresidencia con Gore. Dejando al margen sus exhibiciones públicas de
piedad, está al servicio de las grandes empresas financieras concentradas en
su Estado, y ha exigido abiertamente la guerra contra Irak. El que sea un
firme candidato demócrata a la presidencia en 2004 prueba la división de la
unión que se daba en el siglo XX entre la reforma social estadounidense y el
acervo judío. Sólo un historiador con
acceso a archivos y expedientes que hoy no son públicos podrá valorar en el
futuro la influencia exacta del lobby israelí. Baste ahora con decir
que no es pequeña. Su eficacia en el Congreso, en los medios de comunicación
y en las universidades es considerable. A sus detractores se les suele tachar
de antisemitas si no son judíos, o de aversión a su propia identidad si lo
son. Su actual influencia se debe a la coincidencia de sus objetivos con los de
la élite imperial. Afirmar que estos objetivos no redundan en beneficio de la
nación estadounidense asombraría a la mayoría de los estadounidenses, en el
caso de que llegaran a oírlo alguna vez. Una cuestión que el lobby
israelí no se plantea es si el papel que se ha asignado a Israel como
instrumento de la política exterior estadounidense beneficia a los intereses
del Estado israelí. Los europeos
demostrarían que se toman en serio su responsabilidad en el holocausto
insistiendo en que Israel abandone su marcha hacia la autodestrucción. Si
Israel prosigue su campaña contra los palestinos, sin duda se desencadenará
una violencia incontenible y la posterior expulsión de los árabes de
Cisjordania. Eso engendrará una guerra permanente entre Israel y los Estados
árabes y musulmanes. De momento, y a pesar del heroísmo moral de los
objetores de conciencia israelíes uniformados, Israel no es capaz de variar
de curso. Uno entiende por qué tantos israelíes con estudios y talento
planean emigrar. Lamentablemente, Masada no es sólo un lugar turístico: el
mito se ha hecho realidad. Lo primero que los
europeos necesitan para ser eficaces en Oriente Medio es independizarse de
Estados Unidos. Patten y Solana, de la Unión Europea; los ministros de
Asuntos Exteriores británico, francés, alemán, español y sueco, y el primer
ministro francés han criticado a Estados Unidos en las últimas semanas. (El
canciller alemán, en una entrevista con The Washington Post, secundó
con tanta ceremonia la política estadounidense que sonaba a ironía). La
retórica se va haciendo cada vez más fuerte, pero nadie ha tenido el valor de
proponer el cierre del espacio aéreo y del acceso a las bases europeas si
Estados Unidos ataca a Irak. Mientras los europeos no den muestras de
seriedad, Estados Unidos los tratará con desdén paternalista. En la reciente reunión
de ministros europeos de Exteriores, celebrada en España, se pospusieron las
propuestas para el reconocimiento de un Estado palestino, para la celebración
de elecciones palestinas y para una nueva conferencia de paz sobre Oriente
Próximo, siguiendo el consejo de Estados Unidos. El Gobierno de Bush ha dado
a Sharon el poder de veto sobre la propia política norteamericana: ¿también
los europeos aceptan ese sometimiento? Los europeos rechazaron la vana idea
de que Arafat debía ser eliminado, pero no han ejercido ninguna presión
efectiva sobre Israel para que cambie de comportamiento. La Unión Europea es
el mayor socio comercial de Israel. (Una cosa es Masada, y el déficit del
comercio exterior otra muy distinta.) A la UE se le debe una indemnización
por la destrucción a manos de Israel de la infraestructura palestina pagada
por ella. Los ciudadanos de Israel viajan libremente a los países de la UE,
mientras que los palestinos tienen dificultades para moverse dentro de su
propio país. Los ejércitos de la UE mantienen relaciones con el de Israel,
que actúa en Cisjordania como las tropas de Milosevic en Kosovo. ¿Carecen
verdaderamente los europeos de la capacidad de convencer a Israel de que su
política tiene un coste? Hay un número
considerable de israelíes que se niegan a aceptar que la lección del
holocausto sea que la moralidad en la política es una debilidad propia de
sentimentales. Piensan, con razón, que una política darwiniana nos condena a
todos a la noche moral eterna. Acogerían de buen grado una iniciativa europea
inequívoca en Oriente Próximo. Incluso podría animar a los estadounidenses
que critican la cínica explotación que Bush hace del conflicto, entre ellos
muchos judíos, a abandonar su actual pasividad. Sería de ayuda resucitar los
antiguos proyectos para la reconstrucción social y económica de Oriente
Próximo. En ese contexto, se podría pedir a la comunidad judía estadounidense
que hiciera su aportación para compensar a los árabes desplazados. Hay
incontables iniciativas más que son plausibles, incluida la ampliación del
papel de Naciones Unidas. La mera discusión acerca de una fuerza de paz
internacional en Cisjordania tendría consecuencias positivas. Los europeos
tienen recursos económicos y políticos que no han estado muy dispuestos a
emplear. Por encima de todo, tienen que hacer un esfuerzo de imaginación
moral y política. Cuando los autodenominados realistas engendran un aumento
del caos y la muerte, una visión de transformación radical puede ser la más
realista de las políticas. 02
EL PAÍS, 7 de junio de 2002
Reflexiones de un imperialista involuntario NORMAN
BIRNBAUM Después de pasar gran
parte de una vida no demasiado corta criticando el imperialismo moral de
Estados Unidos, el otro día me sentí desconcertado al descubrir que yo lo
comparto. Invitado al Foro nacional Brasileño por el Instituto Nacional de
Investigaciones Avanzadas, me presenté en el mostrador de la compañía aérea
brasileña, Varig, en Nueva York, dispuesto a emprender el largo vuelo hacia
el sur. Allí me dijeron con cortesía pero con firmeza que, como no tenía
visado para Brasil, no podía embarcar. La amabilidad del embajador brasileño,
vecino mío en Washington y que también intervenía en el Foro, me permitió
obtener el visado y salir al día siguiente por la noche. A los brasileños se
les exige visado para visitar Estados Unidos, y una nación de 180 millones de
ciudadanos que ocupa un territorio más grande que el nuestro tiene derecho a
exigir la reciprocidad. Lo que me pregunto es: ¿cómo es posible que incluso
alguien que no considera que su país esté invariablemente a la altura de la
halagüeña imagen que tiene de sí mismo acabe comportándose también con
arreglo al viejo lema: civus romanum sum? El Foro Nacional
Brasileño, quizá de forma indirecta, proporcionó algunas respuestas. Estuvo
dividido en dos partes. La primera, sobre el papel de Brasil en la economía
internacional del conocimiento, en la que la educación científica y técnica
es un requisito indispensable para competir en el ámbito mundial. Hablé con
un banquero que creía que su país, a diferencia de naciones asiáticas como
Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwan, había faltado a su cita con el
destino económico. Le expresé cierto escepticismo sobre la comparación.
Estaba hablando de culturas confucianas, con milenios de respeto por el
estudio y el aprendizaje incluso en la base de la sociedad, campesinos
independientes desde hace no tanto tiempo. Brasil liberó a sus esclavos en
1880, 20 años después de Estados Unidos. En este último país, los legados
educativos de la esclavitud y la discriminación y segregación racial son aún
demasiado visibles. Estados Unidos se resiste a dedicar la energía moral y
material necesaria para que las escuelas de sus guetos se parezcan más a sus
homólogas en los barrios acomodados. La inversión estadounidense en educación
está dirigida, cada vez más, a lo alto de la pirámide educativa. No damos una
buena educación a todos los jóvenes. La clase media se compra la suya, y el
país compra el talento en el mercado mundial. El Foro se centró mucho
en ese mercado. El presidente describió con elegancia el progreso reciente de
su país. Petrobras, la empresa nacional de petróleos (que, pese a los
consejos del norte, ningún brasileño serio desea privatizar) es líder mundial
en la extracción de aguas profundas. Brasil exporta un avión de pasajeros, el
Embraer. Sus universidades cuentan con el reconocimiento internacional por su
labor, no sólo en ciencias sociales sino en la investigación médica y
biológica. Si bien, como alguién destacó, São Paulo es la mayor ciudad
industrial de Alemania (produce miles de coches Volkswagen), eso se ha
convertido en un problema: en las grandes sociedades industriales se están
desarrollando nuevos modos de producción. Mis anfitriones
opinaban que una consecuencia positiva de los dos Gobiernos de Cardoso es la
inversión sistemática en educación e investigación (y además una agricultura
productiva y libre de enfermedades). Otros tres conferenciantes llegados del
extranjero, del Banco Mundial y la OCDE, se mostraron de acuerdo. Eran
especialistas en la contribución del conocimiento al crecimiento económico.
Unos tecnócratas humanitarios, conscientes de las vastas necesidades de la
población de Brasil, confiados, como los asesores y ministros de Cardoso, en
que la inversión en la capacidad intelectual desemboque en una prosperidad
general. Desde luego, no tenían nada que ver con esos economistas que aplican
una serie de normas reduccionistas a cualquier problema: desregulación,
privatización, reducción de impuestos. Los representantes del Partido de los
Trabajadores que asistían al Foro criticaron un desequilibrio en la balanza
social de Brasil: la nación necesita, dijeron, más inversión en educación
básica, salud e infraestructuras sociales. Brasil, con su historia enormemente
compleja, es diferente; y, aun así, yo no dejaba de recordar las discusiones
dentro de la socialdemocracia europea y el Partido Demócrata norteamericano. Si esto hubiera sido
todo, mi visita, pese a resultarme personalmente muy instructiva, no merecería
gran comentario. Pero eso no fue todo. Los sondeos de opinión dan a Luis
Lula, del Partido de los Trabajadores, ventaja en las elecciones
presidenciales de septiembre. Los bancos Chase Morgan y Goldmann Sachs
advirtieron hace poco sobre las consecuencias negativas que puede tener para
Brasil que Lula llegue a la presidencia, y la clasificación crediticia del
país se hundió inmediatamente. El Gobierno de Cardoso se mostró tan indignado
como los colegas de Lula. Al fin y al cabo, la opinión de los bancos era un
voto negativo para Brasil, no sólo para un partido, y una forma de denigrar
sus esfuerzos de los últimos años. La segunda parte de la
conferencia se dedicó a las consecuencias de los atentados del 11 de
septiembre, y fue claramente política, en lugar de económica. Las principales
figuras académicas y diplomáticas de Brasil no se hacen ilusiones. Dejaron
claro su pesar por el hecho de que el unilateralismo de Estados Unidos sea
hoy prácticamente total. La conferencia dio un
ejemplo, sin pretenderlo, de la relación entre la intensificación del
solipsismo norteamericano y la retórica económica contemporánea. En su nuevo
libro The World We Are In, Will Hutton critica a las universidades
británicas por aceptar sin vacilaciones los criterios estadounidenses en
ámbitos como la economía política. Según ellos, los modelos de mercado agotan
las definiciones de la realidad; no es intelectualmente posible ningún otro
mundo. La discusión que oí en Río se centraba claramente en los límites de la
posibilidad económica, y estaba formulada en un lenguaje coherente con la
dominación estadounidense, el de una idea esquemática de rentabilidad. Desde la época de
Keynes, el pensamiento económico de las universidades occidentales se ha ido
haciendo cada vez más útil para quienes más temen la redistribución. Muchos
economistas rechazan las inversiones públicas, los déficits gubernamentales,
la regulación ambiental y social. Lo asombroso es que esos vulgares filósofos
sociales se definen a sí mismos como 'empíricos'. Ignoran el contexto
institucional en el que están insertas las economías y se limitan a hacer el
cálculo estricto de costes y beneficios. Sus conceptos de medición recuerdan
a la descripción que hacía Wittgenstein de la noche en la que todas las vacas
son negras. ¿Los trabajadores se consideran socios de una empresa o personas
en peligro de ser despedidas en cualquier momento por unos gerentes para
quienes la solidaridad social es, en el mejor de los casos, una indulgencia
sentimental? La Comisión Europea aconseja a los Estados miembros que no
aumenten su gasto en asuntos como el transporte público, pero ignora el coste
total de un medio contaminado por más automóviles. Una economía política que
reduce el mundo a una serie de decisiones aisladas, tomadas por responsables
aparentemente autónomos, es un juego de ordenador, totalmente alejado de la
historia. En Estados Unidos, la disminución del gasto social, el fraude
sistemático en el mercado y la corrupción del Gobierno han reducido el nivel
de vida real de los ciudadanos corrientes. Pero la mayoría de nuestros
economistas carecen de los instrumentos necesarios para medir lo que están
experimentando en su propia vida. El triunfo más
exquisito de la dominación imperial es la imposición de un lenguaje. La
universalidad de la economía política contemporánea es espuria. Mis
anfitriones brasileños, orgullosos y realistas, se enfrentan a problemas
jamás imaginados en la experiencia y la filosofía de los economistas
convencionales. Los brasileños tienen, al menos, tanto que enseñarnos a
nosotros como nosotros a ellos. El presidente Cardoso ha establecido cuotas
para dar empleo a personas de raza mixta y mujeres, y ha ignorado las
críticas sobre el 'coste' de la justicia. Tal vez el próximo Keynes empiece
por escribir en portugués. Norman Birnbaum es
catedrático emérito de la Universidad de Georgetown. |