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Publicado en EL MUNDO, 24 de octubre de 2001

Desmontando el choque de civilizaciones

HELENA BÉJAR

Desde el pasado 11 de septiembre se viene hablando de «choque de civilizaciones». Parece que George W. Bush (o alguno de sus adláteres) ha leído el libro de Samuel P. Huntington, escrito en 1996 y que hoy se reedita con clamoroso éxito. Pues bien, en el fructífero debate que el atentado terrorista ha desencadenado, creo necesario analizar los principales argumentos de El choque de civilizaciones y así penetrar en la supuesta legitimación de lo que algunos quieren definir como una guerra.

Huntington, politólogo americano conservador y seguidor de la tradición funcionalista, abre su libro con la siguiente hipótesis: «La cultura y las identidades culturales, que en su nivel más amplio son identidades civilizacionales, están configurando las pautas de desintegración y conflicto en el mundo de la posguerra fría» (pág. 20). Al rancio problema sociológico de la cohesión y a la más reciente insistencia en la centralidad de lo cultural frente a lo ideológico, se añade una poderosa intuición que vertebra todo el libro: el protagonismo del mundo ya no lo tienen ni las clases ni las ideologías sino las civilizaciones, realidades de larga duración cuya importancia requiere según el autor nada menos que un cambio de paradigma.

Huntington distingue cinco civilizaciones: la occidental, la islámica, la china, la hindú y la japonesa, a las cuales presta desigual atención, mientras que reconoce que son las dos primeras las que más le interesan por haber estado en conflicto desde hace 1.500 años. No voy a entrar aquí en la pertinencia de las llamadas civilizaciones sínica, hindú y japonesa. Pero sí a señalar la inconcreción del propio concepto de civilización que «se define por objetivos comunes tales como la lengua, la historia, la religión, las costumbres, las instituciones y por la autoidentificación subjetiva de las gentes» (pág. 48).

Insiste en que la religión es la característica básica de las civilizaciones. Sea. Pero, mientras que la occidental, vertebrada en su origen y esplendor por el cristianismo, se acompaña de otros elementos (la separación entre la esfera espiritual y la temporal, el imperio de la ley, el pluralismo, el individualismo), el contenido normativo de las otras civilizaciones brilla por su ausencia.

Huntington tampoco explica qué es la «autoidentificación subjetiva de las gentes». La tesis del choque se asienta, pues, en un concepto endeble y en una retórica alarmista: la civilización es a nivel global lo que la etnia y la tribu son a nivel local. El ascenso de lo cultural prepara «un conflicto tribal a escala planetaria».

Segunda tesis: Occidente declina. Los signos de dicho ocaso son heteróclitos: el envejecimiento de la población, el retroceso del poderío militar (debido a que países de otras civilizaciones poseen ya armamento nuclear) y su propia decadencia moral. Huntington alude a los tópicos de la sociología de los años 50 y 60 (el aumento de la delincuencia, la crisis de la familia, el debilitamiento de la ética del trabajo), junto a factores de cuño teórico más reciente, como el descenso del capital social y la confianza interpersonal.

Occidente es pues presa de una vacío moral desde hace decenios.Pero eso no quiere decir a) que estemos en el final de la Historia, hipótesis decadente por demás, b) que debamos construir una «civilización occidental», es decir, alentar un cosmopolitismo bienintencionado pero abstracto y vacuo. La situación no es tampoco la de una simplificadora dualidad entre Oriente y Occidente, Sur y Norte, etcétera, sino de una pluralidad de civilizaciones que mantienen una «paz insegura», una «convivencia competitiva», una «rivalidad intensa».

Exangüe, la civilización occidental es testigo de la «indigenización» producto del proceso de modernización. Es decir, el resurgimiento de culturas no occidentales es una «paradoja de la democracia»: «La adopción de instituciones democráticas occidentales estimula y da acceso al poder a movimientos políticos nativistas y antioccidentales».Así ocurrió en Argelia. Menos mal, insinúa el pensador, que los militares intervinieron tras la victoria electoral del FIS. «Occidente respiró aliviado», afirma Huntington. Pero «a medida que los dirigentes occidentales producen gobiernos hostiles a Occidente, intentan influir en las elecciones, por una parte y pierden su entusiasmo a la hora de fomentar las democracias en esas sociedades» (pág. 235).

El de Huntington es un libro extraño. Decir que es un cínico reaccionario sería simplificar sus argumentos porque éstos no son banales sino tramposos. Por una parte, escamotea todo análisis serio de política internacional. Por otra, reconoce que Estados Unidos intervino en la guerra de Afganistán con millones de dólares, que entiende como la primera guerra de civilizaciones, siendo la segunda la del Golfo.

Desenraíza el poder de sus fuentes sociales, el económico, el militar y el político, y lo convierte en algo melifluo que linda con la influencia cultural. En este sentido repite que el poder sigue a la cultura: ésa es la razón de que el inglés domine en el mundo, lingua franca de una civilización hegemónica y aparentemente inocente. De una que ya «no cree en nada» y que se enfrenta a la confianza cultural del Islam. Este representa hoy una nueva Reforma puritana. Contra el relativismo y el laicismo de Occidente se alza un Islam creyente, una de cuyas caras pero sólo una es el fundamentalismo. El problema no es tanto éste (o no lo era cuando se escribe el libro) como el propio Islam, «una civilización convencida de la superioridad de su cultura y obsesionada por la inferioridad de su poder» (pág. 259).

Las explicaciones de la renovada fuerza del Islam son confusas y sociológicamente débiles. Huntington apunta dos líneas. La primera repite el catón del primer funcionalismo: la modernización trae aumento demográfico (el que haya mucha gente parece explicarlo todo), la urbanización y la consiguiente anomia en su sentido más amplio como ausencia de valores. ¿De cuáles? ¿De los de la urbe? Tampoco se ve por qué la «crisis de identidad» de los musulmanes les arroja a los brazos de la religión. ¿Acaso no es ésta, como ya sabía Durkheim, el sustento de la identidad? La segunda explicación es la del resentimiento, consecuencia natural de una civilización definida tautológicamente «por la autoidentificación subjetiva de las gentes». (Por supuesto, no hay mención al nacionalismo, subsumido en el interés por la cultura).

El Islam representa, pues, la «conciencia sin cohesión» y una amenaza sobre todo porque lo abrazan la mayoría de los «Estados terroristas»: en el momento de la publicación del libro eran Irán, Irak, Libia, Sudán, Cuba y Corea del Norte. Ahora la lista se ha modificado. Malo es que el Islam no tenga un Estado central, como los Estados Unidos lo son de la civilización occidental.«Un Estado central puede realizar su función ordenadora gracias a que los demás Estados lo consideran su pariente cultural. Una civilización es una familia extensa y, como los miembros más viejos, los Estados centrales proporcionan a sus parientes tanto apoyo como disciplina» (pág. 186).

Así, volvemos a la metáfora política de la familia, del gobierno como un padre de sus súbditos, algo que John Locke había desmontado en el siglo XVII para defender un poder limitado. Más de 300 años después, ¡líbrenos nuestro decadente dios de padres civilizatorios!

¿Cómo defender pues la «comunidad mundial», eufemismo para lo que antes de la Guerra Fría se llamaba «mundo libre»? Uno: manteniendo la superioridad militar de los Estados Unidos y Europa («una península pequeña y sin trascendencia si perdiera el liderazgo de Norteamérica», pág. 368) con medidas de no proliferación nuclear.

Dos, promoviendo los valores e instituciones occidentales. Mas Huntington acaba reconociendo que el universalismo está unido inextricablemente al imperialismo. Un punto muy interesante que no desarrolla.

Tres, y en contradicción con lo anterior, restringiendo la inmigración, especialmente la musulmana, para proteger la identidad de Occidente.Huntington arremete contra Clinton y su apertura al multiculturalismo, que engendra el relativismo cultural. Pero entonces ¿por qué acaba citando a Michael Walzer, adalid de ambos? ¿Es que no lo ha leído bien?

Carente del dinamismo demográfico y económico para imponerse (pág. 372), Occidente ha caído en la «política de la identidad», culturalmente suicida. Tiene razón el conservador. En la trampa del multiculturalismo Occidente parece esperar a otra civilización que lo desborde. Al final, Huntington proclama la norma de abstención en política internacional. Sorprendentemente reconoce que la intervención es la fuente más peligrosa de inestabilidad y de conflicto potencial a escala planetaria (pág. 374).

También recomienda la norma de mediación conjunta con sus socios europeos (en estos días lo ha hecho para intervenir militarmente).Vemos ahora cómo ambos principios se interpenetran en un híbrido en nombre de la última norma: la de los atributos comunes. La defensa de una civilización hecha de normas básicas (contra la tortura, los malos tratos, ahora la discriminación sexual). Pero ¿no había negado Huntington a lo largo de todo el libro el cosmopolitismo y la «civilización occidental», benéfico invento de intelectuales? ¿No estábamos en un mundo de muchas civilizaciones en las que bulle salvo en la nuestra la anomia y el resentimiento?

El determinismo cultural y el ocultamiento de las verdaderas fuentes del poder geopolítico centrado en Estados Unidos predijeron un choque que el señor Huntington y sus seguidores creen civilizacional.Pues bien: la profecía se ha autocumplido. Ya tenemos enemigo.

Helena Béjar es doctora en Sociología y profesora en la Universidad Complutense, autora de obras como El mal samaritano: el altruismo en tiempos del escepticismo, que fue finalista del premio Anagrama de Ensayo 2001.

 

 

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