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> Artículos > Ulrich Beck Publicado en EL PAÍS, 10 de marzo
de 2003 ¡Apártate
Estados Unidos... Europa vuelve! ULRICH BECK Imaginemos por un momento que la
Unión Europea solicitara la entrada en la Unión Europea, ¿cuál sería la
respuesta? Rechazarían su petición sin paliativos. ¿Por qué? Sencillamente,
porque la Unión Europea no satisface sus propios requisitos de democracia. Esta situación imaginaria
representa las razones fundamentales de que el escepticismo con respecto a
Europa esté tan extendido. ¿Existe verdaderamente una realidad que merezca el
título de "Europa", o no es más que un término elitista e idealizado
para designar una ilusión que no soporta un examen crítico? Ocurre
exactamente lo contrario: lo que los críticos no ven es la realidad de
Europa. El antieuropeísmo se basa en una imagen falsa de Europa. Primer paso: la Unión Europea
no es un club cristiano. El único paisaje humano y cultural que merece la
etiqueta de "europeo" es antiontológico y radicalmente abierto, es
decir, determinado mediante trámites legales y políticamente pragmático. Los
que quieren reinventar el Occidente cristiano y erigir barreras en torno a
Europa están convirtiendo esta última en una religión, prácticamente en una
raza, trastornando por completo el proyecto ilustrado europeo. Para empezar, el término
"Europa cosmopolita" es empíricamente significativo, porque nos
abre los ojos, por ejemplo, al hecho de que los turcos, a los que algunos
quieren dejar fuera de Europa, ya están dentro, y lo están desde hace mucho
tiempo: OTAN, acuerdos comerciales, formas transnacionales de vida. Turquía
llegó al escenario europeo hace largo tiempo. Y existen grandes zonas del
país que ya están europeizadas. El concepto de una Europa
cosmopolita permite hacer una crítica de la realidad de la UE que no es
nostálgica ni nacional, sino totalmente europea, por así decir. Dicha crítica
afirma que "hay demasiado poca Europa", y el tratamiento
terapéutico es "más Europa", entendida en el buen sentido, es
decir, de forma cosmopolita. Por ejemplo, resulta totalmente antieuropeo
equiparar los musulmanes con el islam y, por tanto, reducirlos a lo mismo.
Precisamente el hecho de que los valores europeos sean unos valores laicos
hace que no estén vinculados a ninguna religión ni herencia particular. La
apertura radical es un rasgo esencial del proyecto europeo, y el verdadero
secreto de su éxito. La sociedad civil europea sólo puede surgir si los
demócratas cristianos y musulmanes luchan juntos por la realidad política de
Europa. Segundo paso: la Europa
cosmopolita se está apartando de la posmodernidad. En otras palabras, el
orden de las etapas es: Europa nacionalista, posmodernidad, Europa
cosmopolita. La Europa cosmopolita surgió tras
la Segunda Guerra Mundial con la voluntad política consciente de crear la
antítesis a la Europa nacionalista y su desolación física y moral. Ese
espíritu de un nuevo comienzo fue el que hizo que, en 1946, Winston
Churchill, en medio de las ruinas de un continente destruido, se
entusiasmara: "Si Europa estuviera unida un día..., no habría límites
para la felicidad, la prosperidad y la gloria de las que podrían disfrutar
sus 300 o 400 millones de habitantes". Los estadistas carismáticos de
las democracias occidentales, en especial los individuos y grupos que
participaron en la resistencia activa, fueron quienes reinventaron Europa. La
Europa cosmopolita es un proyecto nacido de la resistencia. Es importante
tenerlo claro, porque ese dato reúne dos elementos: primero, la resistencia
se inflama al vivir la experiencia de que se pervirtieran los valores
europeos. Es decir, el origen no está en el humanismo, sino en el
antihumanismo, en el sentido de la amarga comprensión de que los regímenes
totalitarios siempre se han basado en la idea de "lo verdaderamente
humano" precisamente para poder separar, excluir, reformar o destruir a
las personas que no quisieran ajustarse a ese ideal. Ahora bien, si lo que
tenemos es un sujeto descentrado, ¿qué queda por conservar? ¿En nombre de qué
podemos garantizar que no le capturarán, le torturarán y le matarán? Este segundo
punto es precisamente el momento en el que resultan fundamentales los
orígenes de la protesta pública y la resistencia, porque es también donde
pueden encontrarse los principios de la defensa de la dignidad humana basada
en la compasión. Las personas suelen adquirir conciencia de unas normas
internacionales, como si dijéramos, post hoc -como efecto secundario
de la violación de dichas normas-, y eso es lo que les empuja a involucrarse
en la acción política. La Europa cosmopolita es una Europa
que lucha desde el punto de vista moral, político, económico e histórico por
la reconciliación. En una ruptura decisiva con el pasado, 1.500 años
de guerras europeas van a llegar definitivamente a su fin. Desde el
principio, esta reconciliación -sin base, sin fundamento, si se quiere- no se
propone de forma idealista, sino que se pone en marcha con una actitud
materialista: la "felicidad sin límite" que predecía Churchill
equivale, en primer lugar, a un mercado sin límites. Se lleva a cabo en
sentido totalmente profano, como una creación de interdependencias en las
esferas políticas de la seguridad, la economía, la ciencia y la cultura. Los dilemas del cosmopolitismo
institucionalizado se revelan, sobre todo, en el recuerdo del holocausto,
como afirman Natan Sznaider y Daniel Levy. Si investigamos en qué documentos
y discursos se pueden estudiar los orígenes de ese cosmopolitismo
institucionalizado, nos encontramos, entre otras cosas, con los juicios de
Núremberg, en los que se procesó a los responsables del terror nazi en
Alemania. Fue el primer tribunal internacional. Lo extraordinario es que la creación
de unas categorías legales y un trámite procesal que superaba las soberanías
de las naciones-Estado fue lo que permitió captar en conceptos y
procedimientos judiciales la monstruosidad histórica de la exterminación
sistemática y estatal de los judíos; unos conceptos y procedimientos que
constituyen lo que puede y debe interpretarse como una fuente esencial del
nuevo cosmopolitismo europeo. El artículo 6 de la Carta del
Tribunal Militar Internacional perfila tres tipos de crimen -crímenes contra
la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad- por los que fueron
sentenciados los criminales nazis. Curiosamente, los crímenes contra la paz y
los crímenes de guerra presuponen la soberanía de la nación-Estado, es decir,
obedecen la lógica de la concepción nacional, mientras que los crímenes
contra la humanidad, en contraposición, suspenden esa soberanía nacional y
pretenden insertar la concepción cosmopolita en las categorías legales, y
seguramente no es casualidad que los jueces que participaron en el tribunal
de Núremberg fueran, al final, incapaces de entender del todo la categoría
históricamente nueva de los "crímenes contra la humanidad". Al fin
y al cabo, lo que se estaba introduciendo era no sólo una nueva ley o un
nuevo principio, sino una nueva lógica legal que rompía con todas las lógicas
anteriores del derecho internacional, basadas en la nación-Estado. Cito del
artículo 6c: "Crímenes contra la humanidad: en concreto,
asesinato, exterminio, cautiverio, deportación y otros actos inhumanos
cometidos contra cualquier población civil, antes o durante la guerra, o
persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos en ejecución de o
en relación con cualquier crimen incluido en la jurisdicción del Tribunal,
violen o no las leyes nacionales del país en el que se cometieron". En la formulación "antes y
durante la guerra", los crímenes contra la humanidad quedan claramente
diferenciados de los crímenes de guerra. Se crea así la noción de la
responsabilidad de los autores individuales respecto a la comunidad de
naciones, la humanidad fuera del contexto legal nacional. Si el Estado se
convierte en un Estado criminal, el individuo que está a su servicio debe
hacerse a la idea de que será acusado y sentenciado por sus actos ante un
tribunal de derecho internacional. La expresión "cualquier población
civil" suspende el principio nacional por el que las obligaciones de una
persona dentro de sus fronteras son totales y su falta de obligaciones fuera
de esas fronteras es igualmente total; lo sustituye por el principio legal de
la responsabilidad cosmopolita. El principio legal cosmopolita que rompe con
el derecho de la nación-Estado protege a las poblaciones civiles, no sólo de
la violencia de otros Estados hostiles (algo ya contenido en el término
"crímenes de guerra"), sino, en un sentido mucho más trascendental
y provocador, de los actos aleatorios de violencia cometidos por Estados
soberanos contra sus propios ciudadanos. En definitiva, lo que la moral
cosmopolita de las leyes hace es transformar las prioridades, de manera que
los principios del derecho cosmopolita abren una brecha en el derecho
nacional. Los crímenes contra la humanidad no pueden legitimarse con las
leyes de la nación-Estado ni juzgarse y condenarse en la nación-Estado. En
resumen, es así como la categoría históricamente nueva de los "crímenes
contra la humanidad" suspende los principios de la legislación y los
fallos judiciales en el plano nacional. En este sentido, la Europa
cosmopolita genera una contradicción interna genuinamente europea,
desde el punto de vista moral, legal y político. Si las tradiciones en las
que se origina el horror colonialista, nacionalista y genocida son europeas,
también lo son los valores y las categorías legales que sirven para medir
esos actos, proclamarlos como crímenes contra la humanidad y juzgarlos bajo
los focos de la publicidad mundial. La reflexión que han hecho las ciencias
sociales sobre el holocausto han suscitado un discurso de desesperación, y
con motivo. Según Horkheimer y Adorno, es la propia dialéctica de la
Ilustración la que genera la perversión. Esta hipótesis de causalidad entre
la modernidad y la barbarie sigue presente en el gran libro de Zygmunt Bauman
Modernidad y Holocausto. Pero este desesperanzado adiós a la
modernidad no tiene por qué ser la última palabra sobre el tema. De hecho, se
puede decir incluso que no tiene en cuenta de qué forma la creación de la
Unión Europea ha provocado una lucha por las instituciones con el objetivo de
contraponer, al horror europeo, unos métodos y valores también europeos: el
Viejo Mundo que se reinventa a sí mismo. En este sentido, el recuerdo del
holocausto se convierte en un modelo que advierte sobre la omnipresente
modernización de la barbarie. La faceta negativa de la modernidad y su conciencia
europea no es una mera actitud, una ideología de lo trágico. Así lo expresa
la invención histórica de una modernidad que se ha apartado del buen camino
en relación con la nación y el Estado, una modernidad que ha desplegado sin
piedad las posibilidades de desastre moral, político, económico y
tecnológico, sin pensar en su propia autodestrucción. Las fosas comunes del
siglo XX -de las guerras mundiales, el holocausto, las bombas atómicas de
Hiroshima y Nagasaki, los campos de exterminio de Stalin y los genocidios-
dan testimonio de ello. Ahora bien, existe un vínculo olvidado e intacto
entre el pesimismo europeo, la crítica de la modernidad y la posmodernidad
que convierte esa desesperación en un rasgo permanente; tiene razón al
respecto Jürgen Habermas. Para decirlo de otra forma, existe una coalición
paradójica entre la Europa de las naciones y la Europa de la posmodernidad,
porque los teóricos de la posmodernidad niegan la posibilidad y la realidad
de combatir el horror de la historia europea con más Europa, una Europa
radicalizada y cosmopolita. La modernidad nacional y la
posmodernidad provocan ceguera respecto a Europa. La europeización significa
esforzarse en encontrar respuestas institucionales a la barbarie de la
modernidad europea y, al mismo tiempo, dejar atrás la posmodernidad, que no
reconoce este factor. En este sentido, la Europa cosmopolita constituye la
forma europea de autocrítica institucionalizada. ¿Es posible que esa
autocrítica radical sea lo que distingue a la UE de Estados Unidos o de las
sociedades islámicas? Tercer paso: la mirada
nacional ve dos -y sólo dos- formas de interpretar la política y la
integración europea: como Estado federal (federalismo) o como confederación
de Estados (intergubernamentalismo). Ambos modelos están empíricamente
equivocados. Cuando se conciben en términos normativos y políticos, niegan
precisamente lo que está en juego en la realidad y en el futuro: una Europa
de la diversidad. Una Gran Europa nacional -un
superestado federal- implica arrebatar el poder a las naciones europeas y
asignarles el papel de museos; mientras que las naciones-Estado dentro de una
confederación defienden celosamente su soberanía nacional frente a la
expansión del poder europeo. En la perspectiva nacional, la integración europea
tiene que concebirse, en última instancia, como una internalización
del colonialismo. O ellos o nosotros. Lo que cedamos nosotros lo ganan ellos.
O existe un solo Estado de Europa (federalismo), en cuyo caso no hay
Estados nacionales miembros, o los Estados nacionales miembros siguen siendo
los amos de Europa, en cuyo caso no existe Europa (intergubernamentalismo). Lo mismo ocurre con el debate
actual sobre la Constitución. Gran Bretaña, por ejemplo, como es sabido, no
tiene Constitución, y, sin embargo, habla (de vez en cuando) con una voz
protoeuropea, protodemocrática y cosmopolita. Esto significa que intentar
crear una sola Constitución para Europa es abolir Europa, arrebatarle
el corazón, quitarle sus deliciosos provincialismos liberales. Sin embargo,
optar por que no haya ninguna Constitución europea significa, aunque resulte
vulgar, que vuelve a no haber Europa. Estamos, por tanto, atrapados en las
falsas alternativas del punto de vista nacional, y nos vemos obligados a
escoger ¡entre nada de Europa y nada de Europa! Igual que la Paz de Westfalia acabó
con las guerras civiles y religiosas del siglo XVI mediante la división del
Estado y la religión, las guerras (civiles) mundiales, entre naciones, del
siglo XX y comienzos del XXI se pueden resolver separando el Estado de la
nación; ésta es la hipótesis fundamental de la confederación cosmopolita de
Estados europeos. Igual que un Estado laico permite a sus ciudadanos que
practiquen diversas religiones, una Europa cosmopolita debería salvaguardar
la coexistencia de las identidades y culturas étnicas, nacionales, religiosas
y políticas por encima de las fronteras nacionales, gracias al principio de
la tolerancia constitucional. El otro aspecto del declive del
orden de las naciones-Estado es la oportunidad que se les ofrece a las
entidades estatales de la Europa cosmopolita de transformarse ante la
globalización económica, el terrorismo internacional y las consecuencias
políticas del cambio climático. Dados los problemas mundiales que se amontonan
con aire amenazador en nuestro entorno y que no se prestan a las soluciones
de las naciones-Estado, la única forma de que la política pueda recuperar su
credibilidad es dar el gran salto del Estado nacional al cosmopolita. Esto es
exactamente lo que está en juego en la Europa cosmopolita: en una era de
problemas globalizados que, sin embargo, afectan a la gente en su vida
cotidiana, existe la necesidad de recuperar la credibilidad tanto en el
ámbito de la política como en el de la ciencia política, mediante formas
interestatales de cooperación y estrategias de colaboración a escala regional
y mediante las correspondientes teorías políticas. El principio fundamental
del realismo cosmopolita es el siguiente: Europa nunca será posible como
un proyecto de homogeneidad nacional. Construir la casa común de Europa
de acuerdo con la lógica nacional-internacional no es realista ni deseable;
de hecho, es contraproducente. Sólo una Europa cosmopolita que sea capaz de
superar su tradición nacional, tal como pretendían los padres fundadores
-superarla mediante su reconocimiento, es decir, excluir la posibilidad de
una Gran Europa nacional, pero celebrar la diversidad de lo nacional como
rasgo esencial de Europa)- y, paradójicamente, al mismo tiempo reconocer que
dicha tradición nacional es europea (en el sentido en que no es nacional) y
nacional, porque es plurinacional, es decir, europea. Los británicos actúan como si Gran
Bretaña siguiera existiendo. Los alemanes creen que Alemania existe. Los
italianos piensan en Italia, los franceses en Francia, y así sucesivamente.
Sin embargo, desde el punto de vista empírico, estos "contenedores"
nacionales, organizados en un Estado, dejaron de existir hace mucho. En la
Europa cosmopolita empieza a aparecer una nueva realpolitik de la
acción política: al empezar el tercer milenio, la máxima circular de la realpolitik
nacional -los intereses nacionales deben defenderse en el ámbito nacional-
debe sustituirse por la máxima de la realpolitik cosmopolita: nuestra
política será más nacional cuanto más europea y cosmopolita sea. Sólo la
política multilateral permite opciones unilaterales para actuar. La cuestión
europea, la pregunta sobre cómo puede aumentar una Europa cosmopolita su
capacidad de actuar y su poder de persuasión, es: ¿cómo se puede sustituir el
"círculo vicioso" del juego nacional del todo o nada por el
"círculo virtuoso" de un juego europeo de todo o algo? Aquí también
nos resulta fructífero el concepto de realpolitik cosmopolita. Lo que paraliza Europa es el hecho
de que sus élites intelectuales viven una mentira basada en la idea de
nación. Lamentan la existencia de una burocracia europea sin rostro y el
alejamiento de la democracia, pero basan sus quejas, tácitamente, en la
hipótesis completamente irreal de que es posible volver a la idílica
situación de la nación-Estado. La fe ciega en la nación-Estado impera en
medio de su propia historicidad: existe una ingenuidad insistente y
desconcertante que permite que la gente considere eternas y naturales cosas
que hace sólo 200 o 300 años se consideraban antinaturales y absurdas. Cuarto paso: una Europa
renovada cosmopolitamente puede y debe, como actor en el escenario político
global, adquirir y acentuar su perfil como rival de los Estados Unidos
globales. El lema para el futuro podría ser: ¡Apártate EE UU... Europa
vuelve! Hay un perturbador paralelismo
entre la retórica del presidente Bush de una democratización militante del
mundo y Amnistía Internacional: "Ejercemos el poder sin conquista, y nos
sacrificamos por la libertad de extraños", afirmó en su discurso sobre
el estado de la Unión. "No tenemos intención de imponer nuestra
cultura", añadió, "pero Estados Unidos siempre se mantendrá firme
en cuanto a las exigencias no negociables de la dignidad humana...". En la guerra de Irak, lo que está
principalmente en juego no es "sangre por petróleo". La política
estadounidense tampoco es unilateral en el sentido tradicional. Eso son
graves malentendidos y simplificaciones europeos. De hecho, lo que se
evidencia con la decisión sobre la guerra y la paz son dos visiones y
misiones cosmopolitas diferentes, cada una de las cuales se fundamenta en la
historia y en la autointerpretación de Estados Unidos y Europa. La colisión
de creencias se refiere a la necesidad o la irrelevancia de crear aquellas
instituciones internacionales y "liosas alianzas" que George
Washington pidió a sus conciudadanos que evitaran hace dos siglos. "El
curso de esta nación no depende de la decisión de otros", fue la frase
clave en el discurso de Bush, que era una bofetada en la cara de las Naciones
Unidas. Para Bush, la comunidad mundial de la ONU es interesante, pero no muy
interesante, y desde luego no es esencial. Desde la perspectiva de Bush, la
ONU es, en el mejor de los casos, la bandera y la teoría del orden mundial;
pero lo que de verdad importa es el poder estadounidense, esencialmente
bueno. Unos Estados Unidos globales que tratan de cumplir su misión
cosmopolita por medios militares deben verse enfrentados a la voz opositora
de Europa, que clama ¡haz el derecho, no la guerra! Existe una crítica
proestadounidense del bushismo antiestadounidense que debe escucharse también
dentro de Estados Unidos a través de la voz de una Europa cosmopolita. Si la
Administración de Bush se lanza a desencadenar guerras preventivas para
salvaguardar la seguridad de EE UU y del mundo, esta definición militar del
bien global común debe ser contrarrestada por una definición europea. El
mundo necesita lo que Europa ha aprendido del belicoso pasado que tiene en la
memoria: no puede formar parte del interés nacional estadounidense, ni del
interés mundial, desarrollar principios que garantizan a cualquier nación un
derecho ilimitado a lanzar ataques preventivos contra amenazas a su propia
seguridad que ella misma ha definido como tales. Lo que el Gobierno
estadounidense pretende hacer es algo que también podría decidir hacer el
Gobierno indio contra Pakistán (para combatir el terrorismo en Cachemira) o
el Gobierno chino contra Taiwan (para reprimir una declaración de independencia),
etcétera. El Nuevo Mundo Feliz de la
seguridad militar prometido por la Administración de Bush sume al mundo real
en un abismo erizado de peligros porque sustituye la lógica del tratado por
la de la guerra. Y tampoco es baladí que eso signifique esperar de los
soldados estadounidenses que hagan algo que sólo pueden lograr los tratados,
que están parcialmente basados en la confianza: el desarme supervisado de
armas nucleares, biológicas y químicas; sin unas Naciones Unidas eficaces
tampoco puede haber seguridad interna para EE UU. El terrorismo fomentado por el
Estado, junto con todos los peligros de las armas químicas, biológicas y
nucleares, siempre abre dos posibilidades interdependientes a la hora de
combatirlo: la opción de la guerra y la opción del tratado o, en otras
palabras, el reforzamiento práctico de las convenciones internacionales para
lograr que avance el desarme en el ámbito de las armas de destrucción masiva.
Sin embargo, como Estados Unidos se niega rotundamente a someterse a las normas
del desarme que exige a todos los demás estados -cuando sea necesario,
utilizando la violencia militar- destruye la arquitectura de seguridad basada
en tratados que en última instancia también proporciona un escudo protector a
los ciudadanos estadounidenses. Y una vez que Irak haya sido
ocupado, ¿de verdad se desplegará de inmediato en todo Oriente Próximo la
doble bendición de la libertad , el mercado libre y la democracia, tal como
parece soñar el Gobierno de Bush, en un auténtico estilo neorromántico? ¿La
voraz oruga del islam militante se transformará súbitamente en una multicolor
mariposa que sólo proclamará mensajes de paz y buena voluntad? El ingenuo
destello militar en los juveniles ojos de los bolcheviques neoconservadores
estadounidenses necesita el contrapeso de una voz opositora europea. Una
Europa cosmopolita puede y debe contribuir a una situación en la que las
relaciones internacionales ya no estén militarizadas y los tratados e
instituciones internacionales no se arrojen al cubo de la basura de la guerra
fría. Lo cierto es que sin ellos no puede haber seguridad en este único mundo
nuestro, dividido y radicalmente desigual. Sin embargo, la Unión Europea está
fundada sobre una mentira viviente: sin la hegemonía militar de Estados
Unidos, el romance de la política de reconciliación europea se disiparía bien
pronto. Una de las razones del superior poder de Estados Unidos puede
remontarse hasta la política interna europea, a saber, su renuncia colectiva a
la fuerza militar. Mientras este fracaso no se reconozca y rectifique, la
Unión Europea no será capaz de desarrollar una política exterior digna de ese
nombre. Sólo entonces podrá evitarse lo que ocurrió recientemente: nueve
países europeos se alinearon en apoyo del eslogan de Bush: haz la guerra,
no el derecho. Sólo podrá existir una política exterior europea cuando
sus capitales reconozcan que transferir determinadas áreas de autoridad a
Bruselas no las debilita, sino que, por el contrario, las fortalece, porque
ese giro cosmopolita aumenta la influencia global de todos los Estados de la
UE. Sin embargo, EE UU puede estar
tranquilo. Mientras la existencia o no existencia de la UE se dirima en
disputas sobre las cuotas lecheras o los subsidios agrícolas -y mientras
existan Tony Blair y José María Aznar- la supremacía estadounidense no será
desafiada. Ulrich Beck es profesor de Sociología
de la Universidad de Múnich, autor, entre otros libros, de La sociedad del
riesgo global. © Ulrich Beck, 2003. |