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§          El fin del neoliberalismo (15/11/2001)

§          Libertad o capitalismo: el incierto futuro del trabajo (24/2/2002)

§          Haz la ley, no la guerra (16/10/2002)

§          La paradoja de la globalización (5/12/2002)

 

01

EL PAÍS,  15 de noviembre de 2001

EL FIN DEL NEOLIBERALISMO

Ulrich Beck

 Los atentados terroristas y el peligro de la enfermedad del carbunco plantean una cuestión que no es posible evitar: ¿se ha cumplido ya el breve reinado de la economía? ¿Asistimos a un redescubrimiento del primado de la política? ¿Se ha quebrado en su impulso la marcha triunfal del neoliberalismo, que parecía irresistible?

La irrupción del terror global, en efecto, equivale a un Chernobyl de la economía mundial: igual que allí se enterraban los beneficios de la energía nuclear, aquí se entierran las promesas de salvación del neoliberalismo. Los autores de los mortales atentados suicidas no sólo han demostrado claramente la vulnerabilidad de la civilización occidental, también nos han ofrecido un anticipo del tipo de conflictos a los que puede llevar la mundialización económica. En un mundo de riesgos globales, la consigna del neoliberalismo, que llama a reemplazar la política y el Estado por la economía, se vuelve cada vez menos convincente.

La privatización de la seguridad aérea en Estados Unidos es un símbolo especialmente poderoso. Hasta ahora no se han prestado mucha atención a este hecho, pero la tragedia del 11 de septiembre, en este sentido, es en gran medida un desastre casero. Mejor dicho: la vulnerabilidad de Estados Unidos parece claramente ligada a su filosofía política. Estados Unidos es una nación profundamente neoliberal, poco dispuesta a pagar el precio de la seguridad pública.

Al fin y al cabo, se sabía desde hacía tiempo que Estados Unidos era un posible blanco de los ataques terroristas. Pero, a diferencia de Europa, Estados Unidos ha privatizado la seguridad aérea, encargándola al 'milagro del empleo' que constituyen esos trabajadores a tiempo parcial altamente flexible, cuyo salario, inferior incluso al de los empleados de los restaurantes de comida rápida, gira en torno a los seis dólares por hora. Por tanto, estas funciones de vigilancia, vitales para el sistema de la seguridad civil interna, estaban desempeñadas por personas 'formadas' en sólo unas horas y que por término medio no conservan más de seis meses su trabajo en la seguridad fast food.

Así, la concepción neoliberal que Estados Unidos tiene de sí mismo (por un lado, la tacañería del Estado; por el otro, la trinidad desregulación-liberalización-privatización) explica en parte la vulnerabilidad de Estados Unidos frente al terrorismo. A medida que se impone esta conclusión, la influencia hegemónica que el neoliberalismo había adquirido estos últimos años en las mentes y los comportamientos se desmorona. En este sentido, las imágenes de horror de Nueva York son portadoras de un mensaje que aún no se ha dilucidado: un Estado, un país, se pueden neoliberalizar a muerte.

Los analistas económicos de los grandes diarios del planeta lo saben bien, y juran que lo que era cierto antes del 11 de septiembre no podrá ser falso después. Dicho de otro modo, el modelo neoliberal se impondrá incluso después de los atentados terroristas, porque no hay una solución alternativa a este último. Ahora bien, esto precisamente es falso. Aquí se expresa más bien una ausencia de alternativas en el pensamiento mismo. El neoliberalismo siempre ha sido sospechoso de ser una filosofía de los buenos tiempos, que sólo funciona a condición de que no surjan crisis o conflictos clamorosos. Y de hecho, el imperativo neoliberal viene a decir que el exceso de Estado y el exceso de política -es decir, la mano reguladora de la burocracia- son el origen de problemas mundiales como el paro, la pobreza global o las crisis económicas.

La marcha triunfal del neoliberalismo se basaba en la promesa de que la desregulación de la economía y la mundialización de los mercados resolverían los grandes problemas de la humanidad, que la liberación de los egoísmos permitiría combatir la desigualdad a escala global y velar así por una justicia también global. Más de una vez me he preguntado con angustia quién podría preservarnos del destello en los ojos de nuestros rectificadores de errores neoliberales. Pero la fe de los revolucionarios capitalistas ha terminado por revelarse como una peligrosa ilusión.

En tiempos de crisis, el neoliberalismo se encuentra manifiestamente desprovisto de toda respuesta política. Cuando el hundimiento amenaza o se convierte en un hecho, contentarse con aumentar radicalmente la dosis de la amarga poción económica para corregir los efectos secundarios de la mundialización se basa en una teoría ilusoria cuyo precio vemos bien hoy día.

Por el contrario, la amenaza terrorista recuerda algunas verdades elementales que el triunfo neoliberal había rechazado: una economía mundial separada de la política es ilusoria. Sin Estado y sin servicio público no hay seguridad. Sin impuestos no hay Estado. Sin impuestos no hay educación, no hay política sanitaria accesible, no hay seguridad en el ámbito social. Sin impuestos no hay democracia. Sin opinión pública, sin democracia y sin sociedad civil no hay legitimidad. Y sin legitimidad tampoco hay seguridad. De donde se deriva que a falta de foros o de modalidades que garanticen a escala nacional, pero también, de ahora en adelante, global, una resolución de los conflictos jurídicamente regulada (es decir, reconocida y no violenta), no habrá, a fin de cuentas, ninguna economía mundial, tenga la forma que tenga.

¿Dónde hay que buscar la solución alternativa al neoliberalismo? Desde luego, no en el proteccionismo nacional. Lo que necesitamos es una concepción amplia de la política que esté en condiciones de regular el potencial de crisis y conflictos inherentes a la economía mundial. El impuesto Tobin sobre los flujos de capitales desenfrenados, tal como reivindica un número cada vez mayor de partidos en Europa y en el mundo, no es más que un primer paso programático en esta dirección.

Durante mucho tiempo, al neoliberalismo le ha interesado que la economía se separe del paradigma del Estado-nación y se dé a sí misma reglas transnacionales de funcionamiento. Al mismo tiempo partía del principio de que el Estado seguiría desempeñando el papel de costumbre y conservaría sus fronteras nacionales. Pero, desde los atentados, los Estados han descubierto a su vez la posibilidad y el poder de forjar alianzas transnacionales, aunque, de momento, sólo en el sector de la seguridad interior.

De pronto, el principio antinómico del neoliberalismo, la necesidad del Estado, reaparecía por todas partes, y en su variante hobbesiana más antigua: la garantía de la seguridad. Lo que resultaba impensable hace poco -es decir, una orden de arresto europea exenta de las sacrosantas soberanías nacionales en las cuestiones de derecho y de policía- parecía de repente al alcance de la mano. Y quizá asistamos pronto a convergencias similares con ocasión de las posibles crisis de la economía mundial. Una economía que debe prepararse para nuevas reglas y condiciones de ejercicio. La época del cada uno en su ámbito de excelencia y predilección está ciertamente superada.

La resistencia terrorista a la mundialización ha producido exactamente lo contrario de lo que pretendía e inaugura una nueva era de mundialización de la política y de los Estados: la invención transnacional de la política por la entrada en red y la cooperación. Así se confirma esta ley extraña, que de momento ha pasado desapercibida en la opinión pública, que establece que la resistencia a la mundialización -lo quiera o no- acelera su ritmo. Se trata de comprender esta paradoja; el término mundialización designa un proceso extraño cuya realización avanza sobre dos vías opuestas, tanto si se está a favor como si se está en contra.

Los adversarios de la mundialización hacen algo más que compartir con sus adeptos los medios de comunicación mundiales. Actúan igualmente sobre la base de los derechos mundiales, de los mercados mundiales, de la movilidad mundial y de las redes mundiales. Piensan y se comportan de acuerdo con categorías globales a las que sus actos proporcionan una atención y una publicidad globales. Pensemos, por ejemplo, en la precisión con que los terroristas del 11 de septiembre pusieron en marcha su operación en Nueva York, catástrofe y masacre a las que dio forma una emisión televisiva en directo. Podían contar con el hecho de que la destrucción de la segunda torre con un avión de pasajeros transformado en cohete humano sería retransmitida en directo a todo el mundo por las cámaras de televisión ahora omnipresentes.

¿Hay que considerar, por tanto, que la mundialización es la causa de los ataques terroristas? ¿Se trata, eventualmente, de una respuesta comprensible a la apisonadora neoliberal que, según sus detractores, intenta estirarse hasta el último rincón del planeta? No, eso son necedades. Ninguna mundialización, ninguna idea abstracta, ningún Dios, podrían justificar o excusar estos ataques. La mundialización es un proceso ambivalente que no puede dar marcha atrás. Los Estados más pequeños y más débiles, justamente, renuncian a su política de autarquía nacional y reivindican el acceso a un mercado mundial. ¿Qué se leía en la primera página de un gran diario ucranio con ocasión de la visita oficial del canciller alemán?: 'Perdonamos a los cruzados y esperamos a los inversores...'. Porque, si hay algo peor que ser invadido por los inversores extranjeros es no serlo.

Sin embargo, sigue siendo necesario unir la mundialización económica a una política cosmopolita. En el futuro, la dignidad de los hombres, su identidad cultural, la alteridad del prójimo, deben tomarse más en serio. El 11 de septiembre se abolió la distancia entre el mundo que aprovecha la mundialización y el que se ve amenazado por ella en su dignidad. Ayudar a los excluidos no es sólo una exigencia humanitaria, sino el interés más íntimo de Occidente, la clave de su seguridad interna.

Para secar las fuentes de las que se nutre el odio de millares de seres humanos y de donde surgirán sin cesar nuevos Bin Laden, los riesgos de la mundialización deben hacerse previsibles, y las libertades y los frutos de la mundialización deben distribuirse más equitativamente. Existe un gran peligro de que se produzca exactamente lo contrario, que los torbellinos de peligros imaginados ahora, unidos a las promesas de seguridad de los Estados, desencadenen una espiral de esperanzas que, a fin de cuentas, no podrán sino ser defraudadas.

Con el redescubrimiento del poder de cooperación de los Estados, la amenaza es que se erijan Estados-fortalezas transnacionales, donde tanto la libertad de las democracias como la libertad de los mercados sean sacrificadas en el altar de la seguridad privada. Importará en gran medida que los actores de la economía mundial tomen clara y públicamente posición contra esta evolución demasiado previsible, que vuelvan al dogma de la inutilidad del Estado, y se comprometan a transformar los Estados nacionales en Estados cosmopolitas y abiertos, protegiendo la dignidad de las culturas y las religiones del mundo.

Los grandes grupos industriales, las instituciones supranacionales de regulación económica, las organizaciones no gubernamentales y Naciones Unidas deben unirse con el fin de crear las estructuras estatales y las instituciones que preserven la posibilidad de apertura al mundo, teniendo en cuenta a la vez las diversidades religiosas y nacionales, los derechos fundamentales y la mundialización económica.

 

02

EL PAÍS, 24 de febrero de 2002

LIBERTAD O CAPITALISMO: EL INCIERTO FUTURO DEL TRABAJO

Ulrich Beck

Quien asegura tener una receta para garantizar el pleno empleo falta a la verdad. Es cierto que a la sociedad moderna de mercado no le falta trabajo, pero se puede decir que estamos contemplando el final de la sociedad de pleno empleo en el sentido clásico, en el que fue inscrito como principio básico de la política tras la II Guerra Mundial en las Constituciones de las sociedades europeas y de la OCDE. El pleno empleo significaba tener trabajo normal, que cada uno aprendía una profesión que ejercía durante toda su vida quizá cambiando una o dos veces de empleo, una actividad que le proporcionaba la base de su existencia material. Hoy, sin embargo, nos encontramos ante una situación totalmente diferente, pues la tecnología de la información ha revolucionado la forma clásica del trabajo. El resultado es su flexibilización; el trabajo es desmembrado en sus dimensiones temporales, espaciales y contractuales: de esta forma cada vez hay más seudoautónomos, empleados a tiempo parcial, contratos basura (en Alemania, empleos de 330 euros, sin seguridad social), trabajos sin contrato, trabajos que se hallan en esa zona gris entre trabajo informal y desempleo. Esto se aplica también, por cierto, al trabajo de mayor cualificación y retribución. El principio hasta ahora válido de que la ocupación se basaba en una seguridad relativa y en una previsibilidad a largo plazo pertenece ahora al pasado. En el centro de la sociedad y su sistema laboral también gobierna ahora el régimen del riesgo.

Esta economía política de la inseguridad se expresa en un efecto dominó: lo que en los buenos tiempos se complementaba y fortalecía mutuamente -el pleno empleo, las pensiones aseguradas, elevados ingresos fiscales, amplio margen para la política de la Administración pública- es ahora peligro mutuo. El trabajo se precariza; las bases del Estado social se resquebrajan; la trayectoria normal de las personas se fragiliza; se programa la pobreza para los jubilados del futuro; los presupuestos exangües de los municipios no pueden financiar el asalto que se produce en requerimiento de sus servicios de asistencia social.

Por doquier se demanda hoy flexibilidad. Dicho de otra forma: los empresarios pretenden poder despedir a sus empleados con más facilidad. La flexibilidad también significa traspasar los riesgos del Estado y las empresas al individuo. Los empleos se hacen más de corto plazo, fácilmente rescindibles, es decir, 'renovables'. Al final, flexibilidad viene a significar que hay que alegrarse de que tus conocimientos y experiencia estén pasados y nadie puede decirte lo que tienes que aprender para que alguien pueda necesitarte.

Y con ello nos encontramos ya en el meollo del problema, y es que se puede alabar la 'destrucción creativa de la economía' (Schumpeter), pero no la de las personas. Para que pueda haber un incremento estadístico de dos millones de puestos de trabajo han tenido que desaparecer primero 10 millones y crearse 12 millones, posiblemente fuera de las fronteras nacionales. Es meridianamente claro que los Gobiernos, para abrir perspectivas vitales a las personas, deben fomentar lo que se llama producción de mayor valor y que genere mayor salario. Pero precisamente a causa de los elevados costes salariales se ha elevado también el grado de automatización de la economía. Y así nos encontramos en una rara dialéctica: cuanto más elevados son los costes salariales, tanto más procura el empresario introducir máquinas y así emplear a menos personas. Y el Estado incluso le recompensa por ello. Pero si el empresario sustituye trabajadores por máquinas y energía, los impuestos y contribuciones sociales tienden a disminuir. Y si emplea a más gente es castigado por los elevados costes laborales y sociales.

Para la política estatal esto crea un dilema que en la campaña electoral en Alemania está personificada por los contendientes, el canciller federal Schröder y el aspirante Stoiber (CSU). Parece que el estatalizador Stoiber también quiere mantener con vida ramas anticuadas, auténticos 'muertos', mediante subvenciones y ayudas artificiales, pues el peso de los votantes afectados es grande. Así, por ejemplo, pretende estimular la industria de la construcción, utilizada muy por debajo de su capacidad pero con un fuerte exceso de personal, con un programa coyuntural de miles de millones, pese a que un incremento del gasto público atraería nuevamente la amenaza de la amonestación de Bruselas. Es un verdadero dilema: el mercado, se destruye a sí mismo, y las consecuencias -desempleo, medidas de reconversión profesional, descontento del electorado- las tienen que solucionar los políticos.

Tampoco hay una varita mágica en otros países. Aunque algunos hayan optado por mejores soluciones que Alemania, en la cuestión fundamental todos coinciden. Saben que el trabajo ya no es lo que era y que su importancia para la creación de valor disminuye. En EE UU y en Gran Bretaña esta disminución de importancia lleva aparejada la disminución de los salarios reales. En otros países significa que, aunque queden asegurados los empleos se reducen las oportunidades de su remuneración. En casi todos los países de la OCDE los salarios son una parte cada vez menor de la renta nacional, o dicho de otra forma, la cuota salarial baja, y si en EE UU se mantiene casi estable es porque los americanos tienen que trabajar cada vez más para seguir ganando lo mismo.

En ningún país democrático del mundo, y desde luego no en Alemania, votarán los electores por su ruina colectiva a menos que creamos en la existencia de un masoquismo democrático del ciudadadano. Ante nosotros está la tarea de configurar la vía al futuro de manera no sólo técnica y económica, sino humana. ¿Cómo debería ser una concepción política que armonizara de una forma nueva el Estado, el ciudadadano y el trabajo? A continuación se exponen tres tesis:

Primera. Mucha gente ha confundido modernización con privatización, es decir, con la idea del Estado neoliberal. Pero tras el 11-S la divisa del neoliberalismo de sustituir política y Estado por economía ha perdido mucha fuerza. Un ejemplo descollante es la privatización de la seguridad aérea en EE UU. Esta autoridad de control clave para el sistema de la seguridad interior se ha encomendado a empleados a tiempo parcial y con condiciones de suma flexibilidad. Su sueldo estaba por debajo del de los empleados de los restaurantes de comida rápida. Se les dieron unas pocas horas de 'formación' para este empleo basura de seguridad basura por periodos que en promedio no excedían los seis meses.

Hay que reconocerlo con tristeza: esta concepción neoliberal que complace a EE UU, que comprende la cicatería del Estado por un lado y por otro la trinidad de desregulación, liberalización y privatización, ha vuelto al país vulnerable a los ataques terroristas. En este sentido las terribles imágenes de Nueva York contienen el mensaje que también ha sido captado en los EE UU: un país puede suicidarse por exceso de neoliberalización. Entretanto, la seguridad aérea ha sido estatalizada y convertida consecuentemente en un servicio público.

No sólo en América, también en Europa se escuchan cada vez más voces solicitando la vuelta del Estado. Sobre todo en Gran Bretaña, que ha experimentado un auténtico desastre con la privatización de los ferrocarriles. Como tras esa experiencia ha quedado claro que posiblemente privatización y modernización sean conceptos opuestos, cada vez se plantea más la idea del Estado activante. Este Estado permite una nueva definición del trabajo que comprende actividades públicas y útiles para la comunidad y que se desempeñan tanto dentro como fuera del sector público estatal.

Se trata de concebir una reforma de gran envergadura y bien interconectada de impuestos, cargas y Estado social, pero por supuesto con una meta bien definida: abrir mayores espacios en el mundo laboral para la participación y el compromiso civil de los ciudadanos. Cuanto más problemático se hace el viejo mercado laboral, tanto más creativos deben ser el Estado y los ciudadanos. Que no haya malentendidos: no se trata de privatizar completamente el gigantesco sector del servicio público y así abolirlo. De lo que se trata es de ofrecer dentro de su esfera posibilidades para actividades empresariales sociales y para iniciativas creativas desde abajo. Por lo tanto, la pregunta más importante es: ¿Cómo organizamos la educación, la ciencia, los servicios sociales... para obtener más agilidad y capacidad de renovación de los servicios públicos? Por citar un ejemplo negativo, la actual reforma universitaria alemana contradice esto de forma radical y en último término supone un crimen contra el espíritu.

Pues precisamente, cuando se habla de trabajar por el bien común, el principio de la autonomía y autodeterminación dentro de la sociedad civil ha de tener la prioridad absoluta. Cuando un grupo de personas se encarga de, pongamos por caso, la investigación, la protección del medio ambiente o la revitalización de los centros urbanos, podría, y debería hacerlo con criterio empresarial. Semejante reforma del servicio público con criterio de sociedad civil equivale a matar dos pájaros de un tiro: por una parte se emplea el dinero público de un modo más sensato que financiando el desempleo; por otra, se contribuye a que las personas avancen por la vía de la configuración de su propia vida. A través de una actividad social autónoma, reconocida y retribuida obtendrían no sólo más calidad de vida, sino también mayor cualificación en su trayectoria vital.

Quien pretenda eliminar el desempleo masivo debe empezar sobre todo en la escala inferior de la jerarquía social. Si a la caída de precios del trabajo de baja cualificación le sigue la disminución de la renta del trabajo, como indica el abecedario del neoliberalismo, se puede reducir el desempleo masivo eficazmente. A continuación se recuperan y florecen los ingresos públicos. Aplicado al nicho de bienestar que es Alemania en el contexto mundial ello significa que el capitalismo más depredador fagocita los sistemas reguladores de la autonomía negociadora de convenios y del Estado social, fragiliza el equilibrio del nivel de vida y del poder y pone en peligro consiguientemente las bases mismas de la libertad.

Segunda. Por estas razones en el futuro nos tendremos que enfrentar a la contraposición de 'libertad o capitalismo'. Es una inversión irónico-histórica del viejo eslogan electoral conservador: 'Libertad, sí; socialismo, no'. Dado el riesgo que corren hoy los puestos de trabajo, el Estado activador debe armonizar de una manera nueva Estado, igualdad y libertad. El artículo 1 de la Ley Fundamental alemana ya lo dice: 'La dignidad de la persona trabajadora es inviolable'. Por eso una política no puede jactarse de ser moderna si abre de par en par las puertas al dumping laboral, de ingresos, social y medioambiental. Se podría dar la siguiente respuesta: sacar a la luz de una vez las fuentes del trabajo llamado precario, de corto plazo y mal pagado, lo que constituye hoy ya en los EE UU casi la mitad de los empleos, y situarlo dentro de una regulación legal perfectamente delimitada. Con ello se harían controlables los riesgos que conlleva mediante una política social que asegurara lo básico (atención sanitaria y pensiones independientes de los ingresos laborales, es decir, financiando con los impuestos). Una segunda respuesta sería: dar un lifting económico a las actividades de baja cualificación y las prestaciones de servicios simples en forma de un salario combinado con subvención estatal. Así el empleo se hace atractivo para todos, empresas y empleados.

Por doquier se plantea la pregunta de cómo organizar la espontaneidad en el mercado laboral. ¿Cómo se puede evitar el dumping salarial, o lo que es lo mismo, cómo evitar las actividades empreariales parasitarias?

Schröder confiaba en que la disminución de la natalidad redujera también el desempleo. Se ha equivocado, pues si bien la disminución de la natalidad es un hecho, hasta ahora no ha ayudado a solucionar el problema.

Tercera. Por el contrario, hay argumentos muy contundentes a favor de la inmigración. Es un antídoto contra el envejecimiento de la sociedad, algo que asusta a los inversores. Se va imponiendo la visión elemental de que ese periodo de crecimiento deseable para todos sólo es posible con fronteras abiertas, movimientos migratorios bien enfocados y rejuvenecimiento de la población. Según los cálculos de expertos de la ONU, la población de Alemania bajaría de los 82 millones actuales a 59 millones en el año 2050 si no hubiera inmigración. El número de componentes de la población activa entre 15 y 64 años incluso bajaría en un 40%. Si se pretende evitar el envejecimiento, la explosión de costes, la quiebra del sistema de pensiones y los movimientos emigratorios se tiene que luchar a favor de la apertura de las fronteras y procurar que los alemanes abran por fin los ojos a su globalización interna.

Dicho con otras palabras: la buena gestión económica moderna requiere una miras abiertas al mundo. Y el candidato Stoiber, que reniega de esto, tendrá que enfrentarse a la resistencia organizada del capital y sus organizaciones, pues le negarán la capacidad de realizar una buena gestión económica.

Un tema europeo de campaña electoral será por tanto si se interpreta al Estado activo como un Estado controlador (Stoiber) o un Estado cosmopolita (Fischer / Schröder). Los Estados controladores amenazan con convertirse en Estados-fortaleza después de la experiencia del acto terrorista del 11 de septiembre, Estados en los que las palabras seguridad y militar se escriben con mayúsculas, pero libertad y democracia con minúsculas. Hay que contar con que Stoiber, igual que Berlusconi, se opondrá a los que representen otra cultura en nombre de una fortaleza occidental. Con ello se corre el peligro de forjar una política de autoritarismo estatal que se comportaría de manera adaptativa, flexible hacia fuera, hacia los mercados mundiales, mientras que hacia dentro sería autoritaria. De los ganadores de la globalización se encargaría el neoliberalismo, para los perdedores de la globalización se atizarían el temor al terrorismo, la xenofobia y se le añadirían dosis calculadas de racismo. El resultado final sería la victoria de los terroristas, porque los países europeos se privarían a sí mismos de lo que los hace atractivos y superiores: de la libertad y la democracia.

 

03

EL PAÍS, 16 de octubre de 2002

HAZ LA LEY, NO LA GUERRA

Ulrich Beck

El mundo lucha por unas reglas nuevas en la política interior mundial. En un mundo cuya existencia se ve amenazada por el terrorismo transnacional, la catástrofe climática, la pobreza global y la violencia bélica que no conoce fronteras, la soberanía inviolable de los Estados nacionales, principio fundacional de Naciones Unidas, ya no puede garantizar la paz y la seguridad interior y exterior de los Estados y las sociedades. Este principio ya no protege ni a los ciudadanos de la violación tiránica de sus derechos ni al mundo de la violencia terrorista.

Son motivos suficientes para abrir las reglas del derecho internacional a los retos de la política interior mundial, pero no para eliminarlos sin más y arrojarlos al basurero de la guerra fría. Hay que escoger entre la refundación del derecho entre Estados, interpretando los valores de la modernidad en función de las nuevas amenazas contra este mundo, o el retorno a la lucha hobbesiana de todos contra todos, con los medios más modernos, lo que significa en último término que la amenaza bélica global sustituya al derecho global.

Este momento de adoptar decisiones, que se anunció hace ya años con la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, y que se agudizó con los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, se abre paso ahora en la lucha contra el presidente iraquí Sadam Husein, acusado de actos de violencia criminal en serie. Las decisiones que se tomarán en las próximas semanas o meses modelarán la geografía política de los próximos años. En último término se trata de si, partiendo de este precedente, se puede ejecutar de manera ejemplar la nueva doctrina Bush, cuyo objetivo es garantizar la seguridad de EE UU y del mundo basándose en la superioridad militar y en las guerras preventivas en lugar de en la contención y la disuasión. O quizá se trate de que esta opción militar quede como una entre tantas otras, y sean los controles internacionales, los tratados, las instituciones y la diplomacia los que en primera línea se encarguen de desactivar las amenazas globales y las crisis.

La rapidez con que el Gobierno de Bush está retirando los antiguos decorados de la política mundial, e incluso deshaciéndose de los principios fundamentales de la modernidad de los Estados nacionales para sustituirlos por nuevos dogmas, tiene algo de subversivo. Los EE UU anuncian una nueva política de seguridad nacional que -hay que oírlo para creerlo- no es otra cosa que el manual de la política interior mundial estadounidense, de la Pax Americana, al que deberán atenerse a partir de ahora los amigos y los enemigos de EE UU. Si el manifiesto comunista del siglo XIX era un documento de la revolución desde abajo, ahora el manifiesto nacional-cosmopolita de la Global America de principios del siglo XXI se asemeja a una revolución oficial desde arriba. Por eso es mucho lo que se decide en la inminente guerra de Irak. El presidente Bush tiene razón: la intervención militar en solitario de los EE UU destruye, junto con la estructura de poder de Irak, el mismo tejido institucional de las Naciones Unidas. Por decirlo de otra manera, la política mundial es devuelta a bombazos a la situación anterior a la existencia de tratados. Pero está claro que la doctrina Bush se fundamenta en un error peligroso. Ni es posible grabar con métodos bélicos en el corazón y el cerebro de la gente los valores de la sociedad abierta, de la libertad y de la democracia, ni se logra con la doctrina de la guerra preventiva la seguridad 'interior' que promete el presidente norteamericano a sus ciudadanos y al resto del mundo.

No es ni propaganda electoral ni antiamericanismo lo que se ha apuntado en Alemania en las críticas del Gobierno rojiverde. Más bien -y ya era hora de que ocurriera- se expresan públicamente y con eco internacional cuestiones y decisiones fundamentales perfectamente pertinentes. Europa, después del horror de dos guerras mundiales, se ha adherido (parafraseando el lema americano de los tiempos de la guerra del Vietnam: 'Haz el amor, no la guerra') al principio siguiente: haz la ley, no la guerra. En oposición a esto la doctrina Bush intenta aplicar el principio contrario, o sea: haz la guerra, no la ley.

Ambos principios, aparentemente contradictorios, están en realidad en una relación complementaria de crítica recíproca. Haz la ley, no la guerra puede convertirse en una mentira vital social-romántica si no toma en consideración el componente político-militar y de seguridad. Eso es lo que puso en evidencia precisamente el conflicto de los Balcanes. Europa se encuentra inerme frente a los conflictos violentos intraeuropeos. La superación de la cruenta historia bélica de Europa puede conducir a la suposición equivocada de que sólo una economía política de corte pacifista puede sentar las bases de la conciliación y de la paz. Ésa es la razón de que en los tiempos de conflictos militares quede al descubierto la carencia de estructura de la Unión Europea, pues sus bases históricas son las de una potencia económica, no militar. Esta inexistencia de Europa tiene una razón muy sencilla: carece de tropas de intervención europeas. Al menos no las tiene todavía. A lo mejor existen dentro de unos años. Pero aun con una dotación militar semejante, la Unión Europea tampoco se establecerá como una gran potencia clásica, que pueda o deba competir con la única superpotencia, Estados Unidos.

El principio haz la ley, no la guerra ayuda a ocultar que, sin la hegemonía militar de los EE UU, el sueño social-romántico de una política de conciliación europea se disiparía muy rápidamente. La hegemonía de los EE UU tiene también su causa intraeuropea debido a la renuncia colectiva europea al uso de la fuerza. Sólo cuando se reconozca y se corrija esta deficiencia será posible una política exterior de la Unión Europea que merezca ese nombre. Exige una respuesta a la pregunta del millón sobre cuál es la autoridad de las instituciones comunes. Sitúa -igual que la moneda común y, aún más, que la voluntad de legitimación demo-crática- la necesidad de un objetivo de la política europea que haga posible la relación hacia dentro, hacia los Estados miembros, y hacia fuera, en el esfuerzo por lograr una Europa cosmopolita.

Lo irritante para un observador alemán es que el movimiento ecologista y el pacifista, que hasta ahora parecían haber ejercido el monopolio sobre los problemas del mundo, se hayan visto literalmente arrollados por el movimiento militar estadounidense. El Pentágono ha descubierto la fuerza legitimadora de los problemas del mundo e intenta ahora sacarle partido. Con ésta y en esta sociedad de riesgo mundial surge una fuente autónoma de legitimación de dominio político mundial en la que diversos agentes -no sólo los Estados, sino también movimientos civiles, sociales y representantes de diversas causas, sin olvidar a las grandes empresas- pueden citar como pretexto que están defendiendo a la humanidad y enfrentándose a los riesgos ocasionados por la misma humanidad. Esta legitimación posee en este contexto una dimensión muy distinta, tanto en cuanto a su origen como en su mismo alcance. La razón es que parte del enfrentamiento como peligro que amenaza la supervivencia de todos. En el lugar de la aceptación democrática se aplica la aceptación potencial de la humanidad, eso sí, sin ninguna legitimación democrática. El horror, que las imágenes infernales de Nueva York del 11 de septiembre de 2001 distribuyeron con eficacia mediática global, sólo tiene aparentemente el valor de una votación global. La nación económica y militarmente más poderosa del mundo recibió, con el relámpago y la descarga terrorífica del acto citado, la autorización de la mayoría del mundo, sin votación, para combatir este peligro que amenaza la existencia moral y física de la humanidad. La superpotencia militar de los Estados Unidos intenta ahora, con la doctrina Bush, romper las cadenas de los tratados internacionales y, ante el peligro terrorista para la humanidad, iniciar la explotación de un filón de populismo global de defensa ante ese peligro, que le autorice y legitime a actuar de la forma más resuelta -incluyendo la intervención militar preventiva en países extranjeros-. La nueva doctrina de Bush, haz la guerra, no la ley, no sólo despierta los reflejos pacifistas de una Europa todavía profundamente marcada por las turbulencias de las guerras mundiales del siglo XX. También despierta en todo el mundo, un antiamericanismo proamericano -que defiende aquellos valores de EE UUque han hallado su expresión institucional en la ONU, en el concepto de crímenes contra la humanidad o en la preocupación por los derechos humanos-, contra las medidas subversivas del 'bushismo'. Así el ex ministro de Exteriores Henry Kissinger, al que nadie se atreverá a tildar de antiamericanismo, critica la doctrina de Bush: 'No puede ser, ni por interés nacional estadounidense ni por interés mundial, que se desarrollen principios que otorguen a cualquier nación un derecho ilimitado a realizar ataques preventivos contra amenazas autodefinidas contra su propia seguridad'.

Ese bonito mundo feliz de la seguridad militar que promete la Administración de Bush aboca al mundo a un precipicio de peligros, precisamente sustituyendo la lógica de los tratados por la de la guerra. No es lo menos importante que recaiga sobre las espaldas de los soldados estadounidenses una carga que sólo pueden llevar los tratados, que se fundamentan en la confianza: el desarme controlado de armas atómicas y químicas. En ninguna parte se hace esto más evidente que en los planes para una guerra contra la encarnación del 'mal', Sadam Husein, quien -según Bush- dispone de la capacidad de producir armas químicas y biológicas y de emplearlas contra los soldados estadounidenses cuando intervengan. Mientras el Gobierno de Bush se prepara para la guerra contra Irak, ha devaluado, deformado o rechazado todos los tratados y fundamentos que prohíben o pretenden eliminar estas armas mortíferas y que ahora, en caso de guerra, amenazan a los mismos soldados de EE UU. Incluso en el caso ideal de una victoria con un número limitado de bajas en el bando propio y 'daños colaterales' no registrados en el bando contrario, se habría alcanzado muy poco en cuanto a la difusión de las armas mortíferas de masas, salvo que se recurra a los medios ya comprobados de los acuerdos internacionales y los controles e inspecciones: sin unas Naciones Unidas eficaces no hay seguridad interior posible de los EE UU.

Es un hecho que el peligro terrorista, al igual que los peligros que crean las armas químicas, biológicas y nucleares, presenta siempre dos opciones: la opción de la guerra y la del acuerdo, es decir, el reforzamiento del mandato de los tratados internacionales para poder llevar a efecto la eliminación de las armas de aniquilación masiva. Esta ocasión de que los inspectores de Naciones Unidas pillen a Sadam Husein, como quien dice, con el Colt todavía humeante, y así desarrollar mejor el sistema de inspección internacional, se desperdiciaría por culpa del ataque militar preventivo.

Como los EE UU rechazan estrictamente someterse ellos mismos a las normas de desarme que a su vez exigen de los demás países, en caso necesario por la fuerza militar, destruyen la arquitectura de seguridad basada en los tratados, la única que, en último término, puede ofrecer también al ciudadano de EE UU una garantía de seguridad interior. El principio de haz la guerra, no la ley también se refleja en las prioridades del presupuesto estadounidense. Se dedica mucho más dinero al sistema de defensa antimisiles que los que tiene a su disposición el Ministerio de Asuntos Exteriores. Por cada dólar que gasta el Gobierno de EE UU en el sistema de defensa antimisiles dedica 25 centavos a programas cooperativos destinados a combatir los peligros nucleares. Se gasta cinco veces más recursos en la reiniciación de pruebas con bombas nucleares que en programas cuyo fin es el control de la difusión de sustancias atómicas.

Sería un gran error considerar que el anuncio de la doctrina Bush supone que haya alcanzado ya sus objetivos. Para establecer y mantener la hegemonía militar se requiere una movilización permanente del pueblo, no sólo del estadounidense, sino también de los países aliados. Y esto ha de hacerse en las condiciones de una economía mundial caótico-anárquica, sacudida por la crisis, y cada vez más difícilmente controlable por las instancias nacionales. La disposición y la capacidad de inmiscuirse política y militarmente en los asuntos de otros países no sólo es costosísima, exige además estar siempre en todas partes e intervenir en todas las decisiones, algo que supera con mucho la capacidad de gestión de cualquier Gobierno, por competente que sea, sometiéndolo a una tensión permanente. La hegemonía estadounidense prescrita a la ligera en el documento de estrategia puede convertirse rápidamente en una pesadilla para la Administración de Bush, que pretende poner en práctica esta arrogante posición en plena época de contingencia y complejidad global. La hegemonía militar contradice la hegemonía en el mercado mundial. Las guerras preventivas ponen en peligro o destruyen los beneficios de la competencia en el mercado mundial. ¿No es cierto que los costes de la hegemonía, más tarde o más temprano, se convierten en considerables desventajas competitivas en el mercado mundial? De ahí la taimada cuestión estratégica: quizá sería mejor apoyar a Bush para facilitar su caída y sucederle. ¿No es quizá la caída, más que la ascensión de la Pax Americana, lo que se está anunciando en todo este proceso?

El realismo militar clásico, no en último lugar en lo económico, ha tocado a su fin. Pero puede que pase mucho tiempo, quizás lo que dura una guerra mundial, hasta que se imponga este convencimiento.

 

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EL PAÍS, 5 de diciembre de 2002

 

LA PARADOJA DE LA GLOBALIZACIÓN

Ulrich Beck

El mundo se ha convertido en un lugar peligrosamente desigual, también para los ricos de las metrópolis occidentales. El último informe del Banco Mundial sobre la situación financiera de los países en desarrollo parece un manifiesto de protesta de la organización de ayuda a la infancia Terre des Hommes: la caída de los precios en los mercados mundiales de materias primas, el proteccionismo comercial y el estancamiento coyuntural en los países industriales, pero, sobre todo, el descenso del turismo mundial tras el 11 de septiembre de 2001, han agudizado dramáticamente la miseria en las zonas pobres del mundo. Sólo para pagar los intereses de la deuda, el Sur transfiere al Norte 200.000 millones de dólares anuales. Las desigualdades globales aumentan: entre 1960 y 2000, el 20 por ciento más rico de la población mundial pasó de disponer del 70 por ciento de la renta global a disfrutar del 90 por ciento, mientras que la cuota del 20 por ciento más pobre cayó del 2,3 al 1 por ciento. En tanto que 1.200 millones de personas tienen que sobrevivir con menos de un dólar diario, la ayuda al desarrollo descendió otro 20 por ciento desde 1990.

La globalización, se afirma en un manifiesto del movimiento antiglobalización, "es el último nombre en la historia del crimen para referirse a la acumulación de privilegios y riquezas y la democratización de la miseria y la desesperanza". En contra de esto debemos movilizar la "internacional de la esperanza". En este sentido, la propia globalización engendra, ciertamente, su propia oposición, variopinta e increíblemente contradictoria: anarquistas, sindicalistas, neonacionalistas, ecologistas, parados, incendiarios de centros de refugiados, pequeños empresarios, profesores, sacerdotes, obispos católicos, el Papa, comunistas, fascistas, feministas, ultraortodoxos y fundamentalistas islámicos. En cualquier caso, todos ellos actúan según este lema: a la globalización hay que combatirla con... ¡globalización! O, en palabras de Richard Falk: resistencia contra la globalización desde arriba a través de la globalización desde abajo.

Esta paradoja de la antiglobalización -el hecho de que sólo se pueda practicar y justificar la resistencia contra la globalización estableciendo como objetivo otra globalización, una globalización buena y genuina- se manifiesta de muchas maneras. Quienes se manifiestan en la calle contra la globalización no son "enemigos de la globalización": ¡qué mareo de palabras! Son adversarios de los defensores de la globalización que pretenden imponer otras normas globales en el espacio de poder global, frente a otros adversarios de los defensores de la globalización. De este modo, ambos grupos de adversarios se superan recíprocamente con sus objetivos globales y, con la fusta de la resistencia, jalean incesantemente el avance del proceso de globalización. Todos los "adversarios de la globalización" no sólo comparten con sus "adversarios" los medios globales de comunicación, ampliando de ese modo las posibilidades de aplicar esos medios a los fines de los movimientos transnacionales de protesta y las posibilidades organizativas de tales movimientos. También operan sobre la base de los mercados globales, la división global del trabajo y los derechos globales. Sólo esto hace factible su omnipresencia actual y potencial, que trasciende cualquier frontera. También piensan y actúan con arreglo a categorías globales, sobre las que, gracias a sus acciones, llaman la atención de la opinión pública global. Su lucha tiene como finalidad la domesticación de los mercados financieros. También defienden tratados y organizaciones de alcance mundial que vigilen a estos mercados. Las corrientes migratorias no se pueden ni entender ni regular nacionalmente. Ambas cosas presuponen una visión cosmopolita. Y, por último, la pobreza globalizada sólo puede combatirse globalmente.

Consideremos el caso de los derechos sindicales: el derecho de organizar sindicalmente los derechos laborales, que muchas veces no es más que papel mojado, no está todavía globalizado, ni mucho menos. A diferencia de lo que ocurre con las normas de comercio de la Organización Mundial del Comercio (OMC), no se sancionan las violaciones de las convenciones en vigor sobre derechos sindicales de la ONU, ni las de la prohibición del trabajo infantil. Por eso, en EE UU muchos activistas participan en campañas contra la explotación desmedida de las fábricas textiles de México, Nicaragua e Indonesia, donde las costureras producen vaqueros de marcas caras por un par de céntimos a la hora, si bien cualquier intento de autoorganización es reprimido mediante la violencia policial. Esta relación directa de la cultura de protesta de las metrópolis con los sindicatos de los países en desarrollo da su pujanza global al movimiento de quienes se oponen a los defensores de la globalización. Habría que hacer lo posible por entender esta extraña ley: la resistencia a la aceleración de la globalización acelera más esa globalización.

Si bien es cierto que la globalización se acaba imponiendo con el poder de sus enemigos, eso no quiere decir que todo dé lo mismo. Lo que impulsa la globalización no es la libertad global del capital, sino la falta de libertad global de las víctimas de la globalización. La resistencia frente a la agenda neoliberal de la globalización impone una agenda cosmopolita de globalización. Todas las crisis, los conflictos, los descalabros de la globalización tienen uno y el mismo efecto: refuerzan la apelación a un régimen cosmopolita, abren (pretendiéndolo o no) el espacio a una ordenación del poder y del derecho.

Este círculo, en el que los conflictos y crisis de la globalización globalicen a ésta, puede documentarse de múltiples formas. Como los adversarios de los defensores de la globalización organizan sus cumbres transnacionalmente, las contramedidas policiales tienen que transnacionalizarse a su vez. Las policías nacionales tienen que saltar sobre su sombra nacional y desnacionalizarse, transnacionalizarse ellas mismas. Es decir, la protesta supranacional exige una policía supranacional, un sistema acorde de información supranacional, regulaciones jurídicas supranacionales, etcétera.

Este hermanamiento paradójico de contrarios es lo que hace avanzar el régimen cosmopolita. Los grupos de protesta ecologistas Urgewald y Greenpeace, así como ATTAC y las ONG que combaten el hambre en el mundo, exigen la condonación de la deuda de las naciones más pobres y un cambio de rumbo drástico en la política sobre el clima. Pero eso mismo es lo que demanda, por ejemplo, el canciller federal alemán, en coincidencia con otros jefes de Gobierno. La brecha entre la política verbal y la política real es extrema. Se lleva a efecto

poco o nada en absoluto de lo que se promete y publica a bombo y platillo en los comunicados de las cumbres. Pero lo único que quiere decir eso es que las organizaciones no gubernamentales son la mejor conciencia del Gobierno... quizá incluso fueran el mejor Gobierno.

O pensemos en la evasión fiscal: paraísos fiscales como las Islas Caimán británicas, las Antillas Holandesas o Liechtenstein se convierten a ojos vista en un agujero negro de la economía mundial en el que, según cálculos del Fondo Monetario Internacional, fortunas privadas acumulan depósitos por valor de más de cinco billones de dólares fiscalmente opacos. Sólo la Hacienda alemana pierde de ese modo un mínimo de 10.000 millones de euros anuales. Sin embargo, todas las iniciativas para acabar con estos paraísos fiscales han fracasado porque los Gobiernos no reúnen las fuerzas para tocar este privilegio de los ricos. Los antiglobalización aguijonean en la calle a los Gobiernos para que se liberen del sueño que les autoconfina al ámbito nacional y neoliberal y, hombro con hombro con las organizaciones no gubernamentales, realicen los intereses que les son más propios.

Sin duda, hay y seguirá habiendo contramovimientos reaccionarios reforzados y poderosos que traten de llevar a su molino el agua de las protestas contra la globalización, con el fin de alcanzar así influencia en los ámbitos políticos. De hecho, ya hoy se perfilan combinaciones perversas de una política de mercados mundiales abiertos y de xenofobia propagada por los Estados. Hacia fuera, hacia los mercados mundiales, el comportamiento es adaptativo; hacia dentro, autoritario. Para los que ganan con la globalización lo que procede es el neoliberalismo; para los que pierden con ella, se atiza el miedo al extranjero y se dispensa, dosificado, el veneno de la reetnificación. Pero incluso en esto se evidencia que un fascismo modernizado, en caso de que fuera posible, tampoco podría sustraerse al imperativo de la inmanencia oposicional.

Este "tanto lo uno como lo otro" se personifica en la figura del especulador profesional George Soros, que encarna en una misma persona tanto el capital asilvestrado como el movimiento radical de oposición. Es a la vez especulador de primera fila y su crítico más radical. Por un lado, con sus apuestas especulativas pone a países enteros a la defensiva; por otro, proclama alto y claro que los mercados financieros albergan el peligro de un desarrollo autodestructivo. Como principio dominante, este "tanto lo uno como lo otro" tiene algo de totalitario: sustrae el suelo al "anti" del movimiento antiglobalización en la medida en que supera y anula el principio de oposición.

¿Quiere esto decir que queda excluida una red europea de movimientos de antiglobalización, quizá incluso un partido europeo antiglobalización? No, pero éstos tendrían que aportar el valor y la energía para romper la ilusión del falso "anti" proteccionista del movimiento antiglobalización y luchar por una Europa cosmopolita abierta al mundo, que afirme la alteridad de los otros.

Ulrich Beck es profesor de Sociología en la Universidad de Múnich.  

 

 

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