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El fin del neoliberalismo
(15/11/2001) §
Libertad o
capitalismo: el incierto futuro del trabajo (24/2/2002) §
Haz la ley, no la
guerra (16/10/2002) §
La paradoja de la globalización
(5/12/2002) 01
EL PAÍS, 15 de noviembre
de 2001
EL FIN
DEL NEOLIBERALISMO Ulrich
Beck Los atentados
terroristas y el peligro de la enfermedad del carbunco plantean una cuestión
que no es posible evitar: ¿se ha cumplido ya el breve reinado de la economía?
¿Asistimos a un redescubrimiento del primado de la política? ¿Se ha quebrado
en su impulso la marcha triunfal del neoliberalismo, que parecía
irresistible? La irrupción del terror
global, en efecto, equivale a un Chernobyl de la economía mundial: igual que
allí se enterraban los beneficios de la energía nuclear, aquí se entierran
las promesas de salvación del neoliberalismo. Los autores de los mortales
atentados suicidas no sólo han demostrado claramente la vulnerabilidad de la
civilización occidental, también nos han ofrecido un anticipo del tipo de
conflictos a los que puede llevar la mundialización económica. En un mundo de
riesgos globales, la consigna del neoliberalismo, que llama a reemplazar la
política y el Estado por la economía, se vuelve cada vez menos convincente. La privatización de la
seguridad aérea en Estados Unidos es un símbolo especialmente poderoso. Hasta
ahora no se han prestado mucha atención a este hecho, pero la tragedia del 11
de septiembre, en este sentido, es en gran medida un desastre casero. Mejor
dicho: la vulnerabilidad de Estados Unidos parece claramente ligada a su
filosofía política. Estados Unidos es una nación profundamente neoliberal,
poco dispuesta a pagar el precio de la seguridad pública. Al fin y al cabo, se sabía
desde hacía tiempo que Estados Unidos era un posible blanco de los ataques
terroristas. Pero, a diferencia de Europa, Estados Unidos ha privatizado la
seguridad aérea, encargándola al 'milagro del empleo' que constituyen esos
trabajadores a tiempo parcial altamente flexible, cuyo salario, inferior
incluso al de los empleados de los restaurantes de comida rápida, gira en
torno a los seis dólares por hora. Por tanto, estas funciones de vigilancia,
vitales para el sistema de la seguridad civil interna, estaban desempeñadas
por personas 'formadas' en sólo unas horas y que por término medio no
conservan más de seis meses su trabajo en la seguridad fast food. Así, la concepción
neoliberal que Estados Unidos tiene de sí mismo (por un lado, la tacañería
del Estado; por el otro, la trinidad
desregulación-liberalización-privatización) explica en parte la
vulnerabilidad de Estados Unidos frente al terrorismo. A medida que se impone
esta conclusión, la influencia hegemónica que el neoliberalismo había
adquirido estos últimos años en las mentes y los comportamientos se
desmorona. En este sentido, las imágenes de horror de Nueva York son
portadoras de un mensaje que aún no se ha dilucidado: un Estado, un país, se
pueden neoliberalizar a muerte. Los analistas
económicos de los grandes diarios del planeta lo saben bien, y juran que lo
que era cierto antes del 11 de septiembre no podrá ser falso después. Dicho
de otro modo, el modelo neoliberal se impondrá incluso después de los
atentados terroristas, porque no hay una solución alternativa a este último.
Ahora bien, esto precisamente es falso. Aquí se expresa más bien una ausencia
de alternativas en el pensamiento mismo. El neoliberalismo siempre ha sido
sospechoso de ser una filosofía de los buenos tiempos, que sólo funciona a
condición de que no surjan crisis o conflictos clamorosos. Y de hecho, el
imperativo neoliberal viene a decir que el exceso de Estado y el exceso de
política -es decir, la mano reguladora de la burocracia- son el origen de
problemas mundiales como el paro, la pobreza global o las crisis económicas. La marcha triunfal del
neoliberalismo se basaba en la promesa de que la desregulación de la economía
y la mundialización de los mercados resolverían los grandes problemas de la
humanidad, que la liberación de los egoísmos permitiría combatir la
desigualdad a escala global y velar así por una justicia también global. Más
de una vez me he preguntado con angustia quién podría preservarnos del
destello en los ojos de nuestros rectificadores de errores neoliberales. Pero
la fe de los revolucionarios capitalistas ha terminado por revelarse como una
peligrosa ilusión. En tiempos de crisis,
el neoliberalismo se encuentra manifiestamente desprovisto de toda respuesta
política. Cuando el hundimiento amenaza o se convierte en un hecho,
contentarse con aumentar radicalmente la dosis de la amarga poción económica
para corregir los efectos secundarios de la mundialización se basa en una
teoría ilusoria cuyo precio vemos bien hoy día. Por el contrario, la
amenaza terrorista recuerda algunas verdades elementales que el triunfo
neoliberal había rechazado: una economía mundial separada de la política es
ilusoria. Sin Estado y sin servicio público no hay seguridad. Sin impuestos
no hay Estado. Sin impuestos no hay educación, no hay política sanitaria
accesible, no hay seguridad en el ámbito social. Sin impuestos no hay
democracia. Sin opinión pública, sin democracia y sin sociedad civil no hay
legitimidad. Y sin legitimidad tampoco hay seguridad. De donde se deriva que
a falta de foros o de modalidades que garanticen a escala nacional, pero
también, de ahora en adelante, global, una resolución de los conflictos
jurídicamente regulada (es decir, reconocida y no violenta), no habrá, a fin
de cuentas, ninguna economía mundial, tenga la forma que tenga. ¿Dónde hay que buscar
la solución alternativa al neoliberalismo? Desde luego, no en el
proteccionismo nacional. Lo que necesitamos es una concepción amplia de la
política que esté en condiciones de regular el potencial de crisis y conflictos
inherentes a la economía mundial. El impuesto Tobin sobre los flujos
de capitales desenfrenados, tal como reivindica un número cada vez mayor de
partidos en Europa y en el mundo, no es más que un primer paso programático
en esta dirección. Durante mucho tiempo,
al neoliberalismo le ha interesado que la economía se separe del paradigma
del Estado-nación y se dé a sí misma reglas transnacionales de
funcionamiento. Al mismo tiempo partía del principio de que el Estado
seguiría desempeñando el papel de costumbre y conservaría sus fronteras
nacionales. Pero, desde los atentados, los Estados han descubierto a su vez
la posibilidad y el poder de forjar alianzas transnacionales, aunque, de
momento, sólo en el sector de la seguridad interior. De pronto, el principio
antinómico del neoliberalismo, la necesidad del Estado, reaparecía por todas
partes, y en su variante hobbesiana más antigua: la garantía de la seguridad.
Lo que resultaba impensable hace poco -es decir, una orden de arresto europea
exenta de las sacrosantas soberanías nacionales en las cuestiones de derecho
y de policía- parecía de repente al alcance de la mano. Y quizá asistamos
pronto a convergencias similares con ocasión de las posibles crisis de la
economía mundial. Una economía que debe prepararse para nuevas reglas y
condiciones de ejercicio. La época del cada uno en su ámbito de excelencia
y predilección está ciertamente superada. La resistencia
terrorista a la mundialización ha producido exactamente lo contrario de lo
que pretendía e inaugura una nueva era de mundialización de la política y de
los Estados: la invención transnacional de la política por la entrada en red
y la cooperación. Así se confirma esta ley extraña, que de momento ha pasado
desapercibida en la opinión pública, que establece que la resistencia a la
mundialización -lo quiera o no- acelera su ritmo. Se trata de comprender esta
paradoja; el término mundialización designa un proceso extraño cuya
realización avanza sobre dos vías opuestas, tanto si se está a favor como si
se está en contra. Los adversarios de la
mundialización hacen algo más que compartir con sus adeptos los medios de
comunicación mundiales. Actúan igualmente sobre la base de los derechos
mundiales, de los mercados mundiales, de la movilidad mundial y de las redes
mundiales. Piensan y se comportan de acuerdo con categorías globales a las
que sus actos proporcionan una atención y una publicidad globales. Pensemos,
por ejemplo, en la precisión con que los terroristas del 11 de septiembre
pusieron en marcha su operación en Nueva York, catástrofe y masacre a las que
dio forma una emisión televisiva en directo. Podían contar con el hecho de
que la destrucción de la segunda torre con un avión de pasajeros transformado
en cohete humano sería retransmitida en directo a todo el mundo por las
cámaras de televisión ahora omnipresentes. ¿Hay que considerar,
por tanto, que la mundialización es la causa de los ataques terroristas? ¿Se
trata, eventualmente, de una respuesta comprensible a la apisonadora
neoliberal que, según sus detractores, intenta estirarse hasta el último
rincón del planeta? No, eso son necedades. Ninguna mundialización, ninguna
idea abstracta, ningún Dios, podrían justificar o excusar estos ataques. La
mundialización es un proceso ambivalente que no puede dar marcha atrás. Los
Estados más pequeños y más débiles, justamente, renuncian a su política de
autarquía nacional y reivindican el acceso a un mercado mundial. ¿Qué se leía
en la primera página de un gran diario ucranio con ocasión de la visita oficial
del canciller alemán?: 'Perdonamos a los cruzados y esperamos a los
inversores...'. Porque, si hay algo peor que ser invadido por los inversores
extranjeros es no serlo. Sin embargo, sigue
siendo necesario unir la mundialización económica a una política cosmopolita.
En el futuro, la dignidad de los hombres, su identidad cultural, la alteridad
del prójimo, deben tomarse más en serio. El 11 de septiembre se abolió la
distancia entre el mundo que aprovecha la mundialización y el que se ve
amenazado por ella en su dignidad. Ayudar a los excluidos no es sólo una
exigencia humanitaria, sino el interés más íntimo de Occidente, la clave de
su seguridad interna. Para secar las fuentes
de las que se nutre el odio de millares de seres humanos y de donde surgirán
sin cesar nuevos Bin Laden, los riesgos de la mundialización deben hacerse
previsibles, y las libertades y los frutos de la mundialización deben
distribuirse más equitativamente. Existe un gran peligro de que se produzca
exactamente lo contrario, que los torbellinos de peligros imaginados ahora,
unidos a las promesas de seguridad de los Estados, desencadenen una espiral
de esperanzas que, a fin de cuentas, no podrán sino ser defraudadas. Con el redescubrimiento
del poder de cooperación de los Estados, la amenaza es que se erijan
Estados-fortalezas transnacionales, donde tanto la libertad de las
democracias como la libertad de los mercados sean sacrificadas en el altar de
la seguridad privada. Importará en gran medida que los actores de la economía
mundial tomen clara y públicamente posición contra esta evolución demasiado
previsible, que vuelvan al dogma de la inutilidad del Estado, y se
comprometan a transformar los Estados nacionales en Estados cosmopolitas y
abiertos, protegiendo la dignidad de las culturas y las religiones del mundo. Los grandes grupos
industriales, las instituciones supranacionales de regulación económica, las
organizaciones no gubernamentales y Naciones Unidas deben unirse con el fin
de crear las estructuras estatales y las instituciones que preserven la
posibilidad de apertura al mundo, teniendo en cuenta a la vez las
diversidades religiosas y nacionales, los derechos fundamentales y la
mundialización económica. 02
EL PAÍS, 24 de febrero de 2002
LIBERTAD
O CAPITALISMO: EL INCIERTO FUTURO DEL TRABAJO Ulrich
Beck Quien asegura tener una
receta para garantizar el pleno empleo falta a la verdad. Es cierto que a la
sociedad moderna de mercado no le falta trabajo, pero se puede decir que
estamos contemplando el final de la sociedad de pleno empleo en el sentido
clásico, en el que fue inscrito como principio básico de la política tras la
II Guerra Mundial en las Constituciones de las sociedades europeas y de la
OCDE. El pleno empleo significaba tener trabajo normal, que cada uno aprendía
una profesión que ejercía durante toda su vida quizá cambiando una o dos
veces de empleo, una actividad que le proporcionaba la base de su existencia
material. Hoy, sin embargo, nos encontramos ante una situación totalmente
diferente, pues la tecnología de la información ha revolucionado la forma
clásica del trabajo. El resultado es su flexibilización; el trabajo es
desmembrado en sus dimensiones temporales, espaciales y contractuales: de esta
forma cada vez hay más seudoautónomos, empleados a tiempo parcial, contratos
basura (en Alemania, empleos de 330 euros, sin seguridad social), trabajos
sin contrato, trabajos que se hallan en esa zona gris entre trabajo informal
y desempleo. Esto se aplica también, por cierto, al trabajo de mayor
cualificación y retribución. El principio hasta ahora válido de que la
ocupación se basaba en una seguridad relativa y en una previsibilidad a largo
plazo pertenece ahora al pasado. En el centro de la sociedad y su sistema
laboral también gobierna ahora el régimen del riesgo. Esta economía política
de la inseguridad se expresa en un efecto dominó: lo que en los buenos
tiempos se complementaba y fortalecía mutuamente -el pleno empleo, las
pensiones aseguradas, elevados ingresos fiscales, amplio margen para la
política de la Administración pública- es ahora peligro mutuo. El trabajo se
precariza; las bases del Estado social se resquebrajan; la trayectoria normal
de las personas se fragiliza; se programa la pobreza para los jubilados del
futuro; los presupuestos exangües de los municipios no pueden financiar el
asalto que se produce en requerimiento de sus servicios de asistencia social. Por doquier se demanda
hoy flexibilidad. Dicho de otra forma: los empresarios pretenden poder
despedir a sus empleados con más facilidad. La flexibilidad también significa
traspasar los riesgos del Estado y las empresas al individuo. Los empleos se
hacen más de corto plazo, fácilmente rescindibles, es decir, 'renovables'. Al
final, flexibilidad viene a significar que hay que alegrarse de que tus
conocimientos y experiencia estén pasados y nadie puede decirte lo que tienes
que aprender para que alguien pueda necesitarte. Y con ello nos
encontramos ya en el meollo del problema, y es que se puede alabar la
'destrucción creativa de la economía' (Schumpeter), pero no la de las
personas. Para que pueda haber un incremento estadístico de dos millones de
puestos de trabajo han tenido que desaparecer primero 10 millones y crearse
12 millones, posiblemente fuera de las fronteras nacionales. Es
meridianamente claro que los Gobiernos, para abrir perspectivas vitales a las
personas, deben fomentar lo que se llama producción de mayor valor y que
genere mayor salario. Pero precisamente a causa de los elevados costes
salariales se ha elevado también el grado de automatización de la economía. Y
así nos encontramos en una rara dialéctica: cuanto más elevados son los
costes salariales, tanto más procura el empresario introducir máquinas y así
emplear a menos personas. Y el Estado incluso le recompensa por ello. Pero si
el empresario sustituye trabajadores por máquinas y energía, los impuestos y
contribuciones sociales tienden a disminuir. Y si emplea a más gente es
castigado por los elevados costes laborales y sociales. Para la política
estatal esto crea un dilema que en la campaña electoral en Alemania está
personificada por los contendientes, el canciller federal Schröder y el
aspirante Stoiber (CSU). Parece que el estatalizador Stoiber también quiere
mantener con vida ramas anticuadas, auténticos 'muertos', mediante
subvenciones y ayudas artificiales, pues el peso de los votantes afectados es
grande. Así, por ejemplo, pretende estimular la industria de la construcción,
utilizada muy por debajo de su capacidad pero con un fuerte exceso de
personal, con un programa coyuntural de miles de millones, pese a que un
incremento del gasto público atraería nuevamente la amenaza de la
amonestación de Bruselas. Es un verdadero dilema: el mercado, se destruye a
sí mismo, y las consecuencias -desempleo, medidas de reconversión
profesional, descontento del electorado- las tienen que solucionar los
políticos. Tampoco hay una varita
mágica en otros países. Aunque algunos hayan optado por mejores soluciones
que Alemania, en la cuestión fundamental todos coinciden. Saben que el
trabajo ya no es lo que era y que su importancia para la creación de valor
disminuye. En EE UU y en Gran Bretaña esta disminución de importancia lleva
aparejada la disminución de los salarios reales. En otros países significa
que, aunque queden asegurados los empleos se reducen las oportunidades de su
remuneración. En casi todos los países de la OCDE los salarios son una parte
cada vez menor de la renta nacional, o dicho de otra forma, la cuota salarial
baja, y si en EE UU se mantiene casi estable es porque los americanos tienen
que trabajar cada vez más para seguir ganando lo mismo. En ningún país
democrático del mundo, y desde luego no en Alemania, votarán los electores
por su ruina colectiva a menos que creamos en la existencia de un masoquismo
democrático del ciudadadano. Ante nosotros está la tarea de configurar la vía
al futuro de manera no sólo técnica y económica, sino humana. ¿Cómo debería
ser una concepción política que armonizara de una forma nueva el Estado, el
ciudadadano y el trabajo? A continuación se exponen tres tesis: Primera. Mucha
gente ha confundido modernización con privatización, es decir, con la idea
del Estado neoliberal. Pero tras el 11-S la divisa del neoliberalismo de
sustituir política y Estado por economía ha perdido mucha fuerza. Un ejemplo
descollante es la privatización de la seguridad aérea en EE UU. Esta
autoridad de control clave para el sistema de la seguridad interior se ha
encomendado a empleados a tiempo parcial y con condiciones de suma
flexibilidad. Su sueldo estaba por debajo del de los empleados de los
restaurantes de comida rápida. Se les dieron unas pocas horas de 'formación'
para este empleo basura de seguridad basura por periodos que en promedio no
excedían los seis meses. Hay que reconocerlo con
tristeza: esta concepción neoliberal que complace a EE UU, que comprende la
cicatería del Estado por un lado y por otro la trinidad de desregulación,
liberalización y privatización, ha vuelto al país vulnerable a los ataques
terroristas. En este sentido las terribles imágenes de Nueva York contienen
el mensaje que también ha sido captado en los EE UU: un país puede suicidarse
por exceso de neoliberalización. Entretanto, la seguridad aérea ha sido
estatalizada y convertida consecuentemente en un servicio público. No sólo en América,
también en Europa se escuchan cada vez más voces solicitando la vuelta del
Estado. Sobre todo en Gran Bretaña, que ha experimentado un auténtico
desastre con la privatización de los ferrocarriles. Como tras esa experiencia
ha quedado claro que posiblemente privatización y modernización sean
conceptos opuestos, cada vez se plantea más la idea del Estado activante.
Este Estado permite una nueva definición del trabajo que comprende
actividades públicas y útiles para la comunidad y que se desempeñan tanto
dentro como fuera del sector público estatal. Se trata de concebir
una reforma de gran envergadura y bien interconectada de impuestos, cargas y
Estado social, pero por supuesto con una meta bien definida: abrir mayores
espacios en el mundo laboral para la participación y el compromiso civil de
los ciudadanos. Cuanto más problemático se hace el viejo mercado laboral,
tanto más creativos deben ser el Estado y los ciudadanos. Que no haya
malentendidos: no se trata de privatizar completamente el gigantesco sector
del servicio público y así abolirlo. De lo que se trata es de ofrecer dentro
de su esfera posibilidades para actividades empresariales sociales y para
iniciativas creativas desde abajo. Por lo tanto, la pregunta más importante
es: ¿Cómo organizamos la educación, la ciencia, los servicios sociales...
para obtener más agilidad y capacidad de renovación de los servicios
públicos? Por citar un ejemplo negativo, la actual reforma universitaria
alemana contradice esto de forma radical y en último término supone un crimen
contra el espíritu. Pues precisamente,
cuando se habla de trabajar por el bien común, el principio de la autonomía y
autodeterminación dentro de la sociedad civil ha de tener la prioridad absoluta.
Cuando un grupo de personas se encarga de, pongamos por caso, la
investigación, la protección del medio ambiente o la revitalización de los
centros urbanos, podría, y debería hacerlo con criterio empresarial.
Semejante reforma del servicio público con criterio de sociedad civil
equivale a matar dos pájaros de un tiro: por una parte se emplea el dinero
público de un modo más sensato que financiando el desempleo; por otra, se
contribuye a que las personas avancen por la vía de la configuración de su propia
vida. A través de una actividad social autónoma, reconocida y retribuida
obtendrían no sólo más calidad de vida, sino también mayor cualificación en
su trayectoria vital. Quien pretenda eliminar
el desempleo masivo debe empezar sobre todo en la escala inferior de la
jerarquía social. Si a la caída de precios del trabajo de baja cualificación
le sigue la disminución de la renta del trabajo, como indica el abecedario
del neoliberalismo, se puede reducir el desempleo masivo eficazmente. A
continuación se recuperan y florecen los ingresos públicos. Aplicado al nicho
de bienestar que es Alemania en el contexto mundial ello significa que el
capitalismo más depredador fagocita los sistemas reguladores de la autonomía
negociadora de convenios y del Estado social, fragiliza el equilibrio del
nivel de vida y del poder y pone en peligro consiguientemente las bases
mismas de la libertad. Segunda. Por
estas razones en el futuro nos tendremos que enfrentar a la contraposición de
'libertad o capitalismo'. Es una inversión irónico-histórica del viejo
eslogan electoral conservador: 'Libertad, sí; socialismo, no'. Dado el riesgo
que corren hoy los puestos de trabajo, el Estado activador debe armonizar de
una manera nueva Estado, igualdad y libertad. El artículo 1 de la Ley
Fundamental alemana ya lo dice: 'La dignidad de la persona trabajadora es
inviolable'. Por eso una política no puede jactarse de ser moderna si abre de
par en par las puertas al dumping laboral, de ingresos, social y
medioambiental. Se podría dar la siguiente respuesta: sacar a la luz de una
vez las fuentes del trabajo llamado precario, de corto plazo y mal pagado, lo
que constituye hoy ya en los EE UU casi la mitad de los empleos, y situarlo
dentro de una regulación legal perfectamente delimitada. Con ello se harían
controlables los riesgos que conlleva mediante una política social que
asegurara lo básico (atención sanitaria y pensiones independientes de los
ingresos laborales, es decir, financiando con los impuestos). Una segunda
respuesta sería: dar un lifting económico a las actividades de baja
cualificación y las prestaciones de servicios simples en forma de un salario
combinado con subvención estatal. Así el empleo se hace atractivo para todos,
empresas y empleados. Por doquier se plantea
la pregunta de cómo organizar la espontaneidad en el mercado laboral. ¿Cómo
se puede evitar el dumping salarial, o lo que es lo mismo, cómo evitar
las actividades empreariales parasitarias? Schröder confiaba en
que la disminución de la natalidad redujera también el desempleo. Se ha
equivocado, pues si bien la disminución de la natalidad es un hecho, hasta
ahora no ha ayudado a solucionar el problema. Tercera. Por
el contrario, hay argumentos muy contundentes a favor de la inmigración. Es
un antídoto contra el envejecimiento de la sociedad, algo que asusta a los
inversores. Se va imponiendo la visión elemental de que ese periodo de
crecimiento deseable para todos sólo es posible con fronteras abiertas,
movimientos migratorios bien enfocados y rejuvenecimiento de la población.
Según los cálculos de expertos de la ONU, la población de Alemania bajaría de
los 82 millones actuales a 59 millones en el año 2050 si no hubiera
inmigración. El número de componentes de la población activa entre 15 y 64
años incluso bajaría en un 40%. Si se pretende evitar el envejecimiento, la
explosión de costes, la quiebra del sistema de pensiones y los movimientos
emigratorios se tiene que luchar a favor de la apertura de las fronteras y procurar
que los alemanes abran por fin los ojos a su globalización interna. Dicho con otras
palabras: la buena gestión económica moderna requiere una miras abiertas al
mundo. Y el candidato Stoiber, que reniega de esto, tendrá que enfrentarse a
la resistencia organizada del capital y sus organizaciones, pues le negarán
la capacidad de realizar una buena gestión económica. Un tema europeo de
campaña electoral será por tanto si se interpreta al Estado activo como un
Estado controlador (Stoiber) o un Estado cosmopolita (Fischer /
Schröder). Los Estados controladores amenazan con convertirse en
Estados-fortaleza después de la experiencia del acto terrorista del 11 de
septiembre, Estados en los que las palabras seguridad y militar se escriben
con mayúsculas, pero libertad y democracia con minúsculas. Hay que contar con
que Stoiber, igual que Berlusconi, se opondrá a los que representen otra
cultura en nombre de una fortaleza occidental. Con ello se corre el peligro
de forjar una política de autoritarismo estatal que se comportaría de manera
adaptativa, flexible hacia fuera, hacia los mercados mundiales, mientras que
hacia dentro sería autoritaria. De los ganadores de la globalización se
encargaría el neoliberalismo, para los perdedores de la globalización se atizarían
el temor al terrorismo, la xenofobia y se le añadirían dosis calculadas de
racismo. El resultado final sería la victoria de los terroristas, porque los
países europeos se privarían a sí mismos de lo que los hace atractivos y
superiores: de la libertad y la democracia. 03
EL PAÍS, 16 de octubre de 2002
HAZ LA
LEY, NO LA GUERRA Ulrich
Beck El mundo lucha por unas
reglas nuevas en la política interior mundial. En un mundo cuya existencia se
ve amenazada por el terrorismo transnacional, la catástrofe climática, la
pobreza global y la violencia bélica que no conoce fronteras, la soberanía
inviolable de los Estados nacionales, principio fundacional de Naciones
Unidas, ya no puede garantizar la paz y la seguridad interior y exterior de
los Estados y las sociedades. Este principio ya no protege ni a los
ciudadanos de la violación tiránica de sus derechos ni al mundo de la
violencia terrorista. Son motivos suficientes
para abrir las reglas del derecho internacional a los retos de la política
interior mundial, pero no para eliminarlos sin más y arrojarlos al basurero
de la guerra fría. Hay que escoger entre la refundación del derecho entre
Estados, interpretando los valores de la modernidad en función de las nuevas
amenazas contra este mundo, o el retorno a la lucha hobbesiana de todos
contra todos, con los medios más modernos, lo que significa en último término
que la amenaza bélica global sustituya al derecho global. Este momento de
adoptar decisiones, que se anunció hace ya años con la caída del muro de
Berlín y el fin de la guerra fría, y que se agudizó con los atentados
terroristas del 11 de septiembre de 2001, se abre paso ahora en la lucha
contra el presidente iraquí Sadam Husein, acusado de actos de violencia
criminal en serie. Las decisiones que se tomarán en las próximas semanas o
meses modelarán la geografía política de los próximos años. En último término
se trata de si, partiendo de este precedente, se puede ejecutar de manera
ejemplar la nueva doctrina Bush, cuyo objetivo es garantizar la seguridad de
EE UU y del mundo basándose en la superioridad militar y en las guerras
preventivas en lugar de en la contención y la disuasión. O quizá se trate de
que esta opción militar quede como una entre tantas otras, y sean los
controles internacionales, los tratados, las instituciones y la diplomacia
los que en primera línea se encarguen de desactivar las amenazas globales y
las crisis. La rapidez con que el
Gobierno de Bush está retirando los antiguos decorados de la política
mundial, e incluso deshaciéndose de los principios fundamentales de la
modernidad de los Estados nacionales para sustituirlos por nuevos dogmas,
tiene algo de subversivo. Los EE UU anuncian una nueva política de seguridad
nacional que -hay que oírlo para creerlo- no es otra cosa que el manual de la
política interior mundial estadounidense, de la Pax Americana, al que deberán
atenerse a partir de ahora los amigos y los enemigos de EE UU. Si el
manifiesto comunista del siglo XIX era un documento de la revolución desde
abajo, ahora el manifiesto nacional-cosmopolita de la Global America
de principios del siglo XXI se asemeja a una revolución oficial desde arriba.
Por eso es mucho lo que se decide en la inminente guerra de Irak. El
presidente Bush tiene razón: la intervención militar en solitario de los EE
UU destruye, junto con la estructura de poder de Irak, el mismo tejido
institucional de las Naciones Unidas. Por decirlo de otra manera, la política
mundial es devuelta a bombazos a la situación anterior a la existencia de
tratados. Pero está claro que la doctrina Bush se fundamenta en un error
peligroso. Ni es posible grabar con métodos bélicos en el corazón y el
cerebro de la gente los valores de la sociedad abierta, de la libertad y de
la democracia, ni se logra con la doctrina de la guerra preventiva la
seguridad 'interior' que promete el presidente norteamericano a sus
ciudadanos y al resto del mundo. No es ni propaganda
electoral ni antiamericanismo lo que se ha apuntado en Alemania en las
críticas del Gobierno rojiverde. Más bien -y ya era hora de que ocurriera- se
expresan públicamente y con eco internacional cuestiones y decisiones
fundamentales perfectamente pertinentes. Europa, después del horror de dos
guerras mundiales, se ha adherido (parafraseando el lema americano de los
tiempos de la guerra del Vietnam: 'Haz el amor, no la guerra') al
principio siguiente: haz la ley, no la guerra. En oposición a esto la
doctrina Bush intenta aplicar el principio contrario, o sea: haz la
guerra, no la ley. Ambos principios,
aparentemente contradictorios, están en realidad en una relación
complementaria de crítica recíproca. Haz la ley, no la guerra puede
convertirse en una mentira vital social-romántica si no toma en consideración
el componente político-militar y de seguridad. Eso es lo que puso en
evidencia precisamente el conflicto de los Balcanes. Europa se encuentra
inerme frente a los conflictos violentos intraeuropeos. La superación de la
cruenta historia bélica de Europa puede conducir a la suposición equivocada
de que sólo una economía política de corte pacifista puede sentar las bases
de la conciliación y de la paz. Ésa es la razón de que en los tiempos de
conflictos militares quede al descubierto la carencia de estructura de la
Unión Europea, pues sus bases históricas son las de una potencia económica,
no militar. Esta inexistencia de Europa tiene una razón muy sencilla: carece
de tropas de intervención europeas. Al menos no las tiene todavía. A lo mejor
existen dentro de unos años. Pero aun con una dotación militar semejante, la
Unión Europea tampoco se establecerá como una gran potencia clásica, que pueda
o deba competir con la única superpotencia, Estados Unidos. El principio haz la
ley, no la guerra ayuda a ocultar que, sin la hegemonía militar de los EE
UU, el sueño social-romántico de una política de conciliación europea se
disiparía muy rápidamente. La hegemonía de los EE UU tiene también su causa
intraeuropea debido a la renuncia colectiva europea al uso de la fuerza. Sólo
cuando se reconozca y se corrija esta deficiencia será posible una política
exterior de la Unión Europea que merezca ese nombre. Exige una respuesta a la
pregunta del millón sobre cuál es la autoridad de las instituciones comunes.
Sitúa -igual que la moneda común y, aún más, que la voluntad de legitimación
demo-crática- la necesidad de un objetivo de la política europea que haga posible
la relación hacia dentro, hacia los Estados miembros, y hacia fuera, en el
esfuerzo por lograr una Europa cosmopolita. Lo irritante para un
observador alemán es que el movimiento ecologista y el pacifista, que hasta
ahora parecían haber ejercido el monopolio sobre los problemas del mundo, se
hayan visto literalmente arrollados por el movimiento militar estadounidense.
El Pentágono ha descubierto la fuerza legitimadora de los problemas del mundo
e intenta ahora sacarle partido. Con ésta y en esta sociedad de riesgo
mundial surge una fuente autónoma de legitimación de dominio político mundial
en la que diversos agentes -no sólo los Estados, sino también movimientos
civiles, sociales y representantes de diversas causas, sin olvidar a las
grandes empresas- pueden citar como pretexto que están defendiendo a la
humanidad y enfrentándose a los riesgos ocasionados por la misma humanidad.
Esta legitimación posee en este contexto una dimensión muy distinta, tanto en
cuanto a su origen como en su mismo alcance. La razón es que parte del
enfrentamiento como peligro que amenaza la supervivencia de todos. En el
lugar de la aceptación democrática se aplica la aceptación potencial de la
humanidad, eso sí, sin ninguna legitimación democrática. El horror, que las
imágenes infernales de Nueva York del 11 de septiembre de 2001 distribuyeron
con eficacia mediática global, sólo tiene aparentemente el valor de una
votación global. La nación económica y militarmente más poderosa del mundo
recibió, con el relámpago y la descarga terrorífica del acto citado, la
autorización de la mayoría del mundo, sin votación, para combatir este
peligro que amenaza la existencia moral y física de la humanidad. La
superpotencia militar de los Estados Unidos intenta ahora, con la doctrina
Bush, romper las cadenas de los tratados internacionales y, ante el peligro
terrorista para la humanidad, iniciar la explotación de un filón de populismo
global de defensa ante ese peligro, que le autorice y legitime a actuar de la
forma más resuelta -incluyendo la intervención militar preventiva en países
extranjeros-. La nueva doctrina de Bush, haz la guerra, no la ley, no
sólo despierta los reflejos pacifistas de una Europa todavía profundamente
marcada por las turbulencias de las guerras mundiales del siglo XX. También
despierta en todo el mundo, un antiamericanismo proamericano -que defiende
aquellos valores de EE UUque han hallado su expresión institucional en la
ONU, en el concepto de crímenes contra la humanidad o en la preocupación por
los derechos humanos-, contra las medidas subversivas del 'bushismo'. Así el
ex ministro de Exteriores Henry Kissinger, al que nadie se atreverá a tildar
de antiamericanismo, critica la doctrina de Bush: 'No puede ser, ni por
interés nacional estadounidense ni por interés mundial, que se desarrollen
principios que otorguen a cualquier nación un derecho ilimitado a realizar
ataques preventivos contra amenazas autodefinidas contra su propia
seguridad'. Ese bonito mundo
feliz de la seguridad militar que promete la Administración de Bush aboca
al mundo a un precipicio de peligros, precisamente sustituyendo la lógica de
los tratados por la de la guerra. No es lo menos importante que recaiga sobre
las espaldas de los soldados estadounidenses una carga que sólo pueden llevar
los tratados, que se fundamentan en la confianza: el desarme controlado de
armas atómicas y químicas. En ninguna parte se hace esto más evidente que en
los planes para una guerra contra la encarnación del 'mal', Sadam Husein,
quien -según Bush- dispone de la capacidad de producir armas químicas y
biológicas y de emplearlas contra los soldados estadounidenses cuando
intervengan. Mientras el Gobierno de Bush se prepara para la guerra contra
Irak, ha devaluado, deformado o rechazado todos los tratados y fundamentos
que prohíben o pretenden eliminar estas armas mortíferas y que ahora, en caso
de guerra, amenazan a los mismos soldados de EE UU. Incluso en el caso ideal
de una victoria con un número limitado de bajas en el bando propio y 'daños
colaterales' no registrados en el bando contrario, se habría alcanzado muy
poco en cuanto a la difusión de las armas mortíferas de masas, salvo que se
recurra a los medios ya comprobados de los acuerdos internacionales y los
controles e inspecciones: sin unas Naciones Unidas eficaces no hay seguridad
interior posible de los EE UU. Es un hecho que el
peligro terrorista, al igual que los peligros que crean las armas químicas,
biológicas y nucleares, presenta siempre dos opciones: la opción de la guerra
y la del acuerdo, es decir, el reforzamiento del mandato de los tratados
internacionales para poder llevar a efecto la eliminación de las armas de
aniquilación masiva. Esta ocasión de que los inspectores de Naciones Unidas
pillen a Sadam Husein, como quien dice, con el Colt todavía humeante, y así
desarrollar mejor el sistema de inspección internacional, se desperdiciaría
por culpa del ataque militar preventivo. Como los EE UU rechazan
estrictamente someterse ellos mismos a las normas de desarme que a su vez
exigen de los demás países, en caso necesario por la fuerza militar,
destruyen la arquitectura de seguridad basada en los tratados, la única que,
en último término, puede ofrecer también al ciudadano de EE UU una garantía
de seguridad interior. El principio de haz la guerra, no la ley
también se refleja en las prioridades del presupuesto estadounidense. Se
dedica mucho más dinero al sistema de defensa antimisiles que los que tiene a
su disposición el Ministerio de Asuntos Exteriores. Por cada dólar que gasta
el Gobierno de EE UU en el sistema de defensa antimisiles dedica 25 centavos
a programas cooperativos destinados a combatir los peligros nucleares. Se
gasta cinco veces más recursos en la reiniciación de pruebas con bombas
nucleares que en programas cuyo fin es el control de la difusión de sustancias
atómicas. Sería un gran error
considerar que el anuncio de la doctrina Bush supone que haya alcanzado ya
sus objetivos. Para establecer y mantener la hegemonía militar se requiere
una movilización permanente del pueblo, no sólo del estadounidense, sino
también de los países aliados. Y esto ha de hacerse en las condiciones de una
economía mundial caótico-anárquica, sacudida por la crisis, y cada vez más
difícilmente controlable por las instancias nacionales. La disposición y la
capacidad de inmiscuirse política y militarmente en los asuntos de otros
países no sólo es costosísima, exige además estar siempre en todas partes e
intervenir en todas las decisiones, algo que supera con mucho la capacidad de
gestión de cualquier Gobierno, por competente que sea, sometiéndolo a una
tensión permanente. La hegemonía estadounidense prescrita a la ligera en el
documento de estrategia puede convertirse rápidamente en una pesadilla para
la Administración de Bush, que pretende poner en práctica esta arrogante posición
en plena época de contingencia y complejidad global. La hegemonía militar
contradice la hegemonía en el mercado mundial. Las guerras preventivas ponen
en peligro o destruyen los beneficios de la competencia en el mercado
mundial. ¿No es cierto que los costes de la hegemonía, más tarde o más
temprano, se convierten en considerables desventajas competitivas en el
mercado mundial? De ahí la taimada cuestión estratégica: quizá sería mejor
apoyar a Bush para facilitar su caída y sucederle. ¿No es quizá la caída, más
que la ascensión de la Pax Americana, lo que se está anunciando en todo este
proceso? El realismo militar
clásico, no en último lugar en lo económico, ha tocado a su fin. Pero puede
que pase mucho tiempo, quizás lo que dura una guerra mundial, hasta que se
imponga este convencimiento. 04
EL PAÍS, 5 de diciembre de 2002
LA PARADOJA DE LA GLOBALIZACIÓN
Ulrich
Beck El mundo se ha
convertido en un lugar peligrosamente desigual, también para los ricos de las
metrópolis occidentales. El último informe del Banco Mundial sobre la
situación financiera de los países en desarrollo parece un manifiesto de
protesta de la organización de ayuda a la infancia Terre des Hommes:
la caída de los precios en los mercados mundiales de materias primas, el
proteccionismo comercial y el estancamiento coyuntural en los países
industriales, pero, sobre todo, el descenso del turismo mundial tras el 11 de
septiembre de 2001, han agudizado dramáticamente la miseria en las zonas
pobres del mundo. Sólo para pagar los intereses de la deuda, el Sur
transfiere al Norte 200.000 millones de dólares anuales. Las desigualdades globales
aumentan: entre 1960 y 2000, el 20 por ciento más rico de la población
mundial pasó de disponer del 70 por ciento de la renta global a disfrutar del
90 por ciento, mientras que la cuota del 20 por ciento más pobre cayó del 2,3
al 1 por ciento. En tanto que 1.200 millones de personas tienen que
sobrevivir con menos de un dólar diario, la ayuda al desarrollo descendió
otro 20 por ciento desde 1990. La globalización, se
afirma en un manifiesto del movimiento antiglobalización, "es el último
nombre en la historia del crimen para referirse a la acumulación de
privilegios y riquezas y la democratización de la miseria y la
desesperanza". En contra de esto debemos movilizar la
"internacional de la esperanza". En este sentido, la propia globalización
engendra, ciertamente, su propia oposición, variopinta e increíblemente
contradictoria: anarquistas, sindicalistas, neonacionalistas, ecologistas,
parados, incendiarios de centros de refugiados, pequeños empresarios,
profesores, sacerdotes, obispos católicos, el Papa, comunistas, fascistas,
feministas, ultraortodoxos y fundamentalistas islámicos. En cualquier caso,
todos ellos actúan según este lema: a la globalización hay que combatirla
con... ¡globalización! O, en palabras de Richard Falk: resistencia contra la
globalización desde arriba a través de la globalización desde abajo. Esta paradoja de la
antiglobalización -el hecho de que sólo se pueda practicar y justificar la
resistencia contra la globalización estableciendo como objetivo otra
globalización, una globalización buena y genuina- se manifiesta de muchas
maneras. Quienes se manifiestan en la calle contra la globalización no son
"enemigos de la globalización": ¡qué mareo de palabras! Son
adversarios de los defensores de la globalización que pretenden imponer otras
normas globales en el espacio de poder global, frente a otros adversarios de
los defensores de la globalización. De este modo, ambos grupos de adversarios
se superan recíprocamente con sus objetivos globales y, con la fusta de la
resistencia, jalean incesantemente el avance del proceso de globalización.
Todos los "adversarios de la globalización" no sólo comparten con
sus "adversarios" los medios globales de comunicación, ampliando de
ese modo las posibilidades de aplicar esos medios a los fines de los
movimientos transnacionales de protesta y las posibilidades organizativas de
tales movimientos. También operan sobre la base de los mercados globales, la
división global del trabajo y los derechos globales. Sólo esto hace factible
su omnipresencia actual y potencial, que trasciende cualquier frontera.
También piensan y actúan con arreglo a categorías globales, sobre las que,
gracias a sus acciones, llaman la atención de la opinión pública global. Su
lucha tiene como finalidad la domesticación de los mercados financieros.
También defienden tratados y organizaciones de alcance mundial que vigilen a
estos mercados. Las corrientes migratorias no se pueden ni entender ni
regular nacionalmente. Ambas cosas presuponen una visión cosmopolita. Y, por
último, la pobreza globalizada sólo puede combatirse globalmente. Consideremos el caso de
los derechos sindicales: el derecho de organizar sindicalmente los derechos
laborales, que muchas veces no es más que papel mojado, no está todavía
globalizado, ni mucho menos. A diferencia de lo que ocurre con las normas de
comercio de la Organización Mundial del Comercio (OMC), no se sancionan las
violaciones de las convenciones en vigor sobre derechos sindicales de la ONU,
ni las de la prohibición del trabajo infantil. Por eso, en EE UU muchos
activistas participan en campañas contra la explotación desmedida de las
fábricas textiles de México, Nicaragua e Indonesia, donde las costureras
producen vaqueros de marcas caras por un par de céntimos a la hora, si bien
cualquier intento de autoorganización es reprimido mediante la violencia
policial. Esta relación directa de la cultura de protesta de las metrópolis
con los sindicatos de los países en desarrollo da su pujanza global al
movimiento de quienes se oponen a los defensores de la globalización. Habría
que hacer lo posible por entender esta extraña ley: la resistencia a la
aceleración de la globalización acelera más esa globalización. Si bien es cierto que
la globalización se acaba imponiendo con el poder de sus enemigos, eso no
quiere decir que todo dé lo mismo. Lo que impulsa la globalización no es la
libertad global del capital, sino la falta de libertad global de las víctimas
de la globalización. La resistencia frente a la agenda neoliberal de la
globalización impone una agenda cosmopolita de globalización. Todas las
crisis, los conflictos, los descalabros de la globalización tienen uno y el
mismo efecto: refuerzan la apelación a un régimen cosmopolita, abren
(pretendiéndolo o no) el espacio a una ordenación del poder y del derecho. Este círculo, en el que
los conflictos y crisis de la globalización globalicen a ésta, puede
documentarse de múltiples formas. Como los adversarios de los defensores de
la globalización organizan sus cumbres transnacionalmente, las contramedidas
policiales tienen que transnacionalizarse a su vez. Las policías nacionales
tienen que saltar sobre su sombra nacional y desnacionalizarse,
transnacionalizarse ellas mismas. Es decir, la protesta supranacional exige
una policía supranacional, un sistema acorde de información supranacional,
regulaciones jurídicas supranacionales, etcétera. Este hermanamiento
paradójico de contrarios es lo que hace avanzar el régimen cosmopolita. Los
grupos de protesta ecologistas Urgewald y Greenpeace, así como ATTAC y las
ONG que combaten el hambre en el mundo, exigen la condonación de la deuda de
las naciones más pobres y un cambio de rumbo drástico en la política sobre el
clima. Pero eso mismo es lo que demanda, por ejemplo, el canciller federal
alemán, en coincidencia con otros jefes de Gobierno. La brecha entre la
política verbal y la política real es extrema. Se lleva a efecto poco o nada en absoluto
de lo que se promete y publica a bombo y platillo en los comunicados de las
cumbres. Pero lo único que quiere decir eso es que las organizaciones no
gubernamentales son la mejor conciencia del Gobierno... quizá incluso fueran
el mejor Gobierno. O pensemos en la
evasión fiscal: paraísos fiscales como las Islas Caimán británicas, las
Antillas Holandesas o Liechtenstein se convierten a ojos vista en un agujero
negro de la economía mundial en el que, según cálculos del Fondo Monetario
Internacional, fortunas privadas acumulan depósitos por valor de más de cinco
billones de dólares fiscalmente opacos. Sólo la Hacienda alemana pierde de
ese modo un mínimo de 10.000 millones de euros anuales. Sin embargo, todas
las iniciativas para acabar con estos paraísos fiscales han fracasado porque
los Gobiernos no reúnen las fuerzas para tocar este privilegio de los ricos.
Los antiglobalización aguijonean en la calle a los Gobiernos para que se
liberen del sueño que les autoconfina al ámbito nacional y neoliberal y,
hombro con hombro con las organizaciones no gubernamentales, realicen los
intereses que les son más propios. Sin duda, hay y seguirá
habiendo contramovimientos reaccionarios reforzados y poderosos que traten de
llevar a su molino el agua de las protestas contra la globalización, con el
fin de alcanzar así influencia en los ámbitos políticos. De hecho, ya hoy se perfilan
combinaciones perversas de una política de mercados mundiales abiertos y de
xenofobia propagada por los Estados. Hacia fuera, hacia los mercados
mundiales, el comportamiento es adaptativo; hacia dentro, autoritario. Para
los que ganan con la globalización lo que procede es el neoliberalismo; para
los que pierden con ella, se atiza el miedo al extranjero y se dispensa,
dosificado, el veneno de la reetnificación. Pero incluso en esto se evidencia
que un fascismo modernizado, en caso de que fuera posible, tampoco podría
sustraerse al imperativo de la inmanencia oposicional. Este "tanto lo uno
como lo otro" se personifica en la figura del especulador profesional
George Soros, que encarna en una misma persona tanto el capital asilvestrado
como el movimiento radical de oposición. Es a la vez especulador de primera
fila y su crítico más radical. Por un lado, con sus apuestas especulativas
pone a países enteros a la defensiva; por otro, proclama alto y claro que los
mercados financieros albergan el peligro de un desarrollo autodestructivo.
Como principio dominante, este "tanto lo uno como lo otro" tiene
algo de totalitario: sustrae el suelo al "anti" del movimiento
antiglobalización en la medida en que supera y anula el principio de oposición.
¿Quiere esto decir que
queda excluida una red europea de movimientos de antiglobalización, quizá
incluso un partido europeo antiglobalización? No, pero éstos tendrían que
aportar el valor y la energía para romper la ilusión del falso
"anti" proteccionista del movimiento antiglobalización y luchar por
una Europa cosmopolita abierta al mundo, que afirme la alteridad de los
otros. Ulrich
Beck es profesor de Sociología en
la Universidad de Múnich. |