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Publicado en EL PAÍS, 22 de marzo
de 2002 Sin respuestas de
Monterrey JOSÉ ANTONIO
ALONSO A lo largo de la década
de los noventa, Naciones Unidas puso en marcha una activa dinámica de cumbres
y conferencias internacionales en la que, de modo gradual, se definieron los
componentes de una agenda consensuada de desarrollo. Lamentablemente, gran
parte de aquellos acuerdos quedaron relegados al capítulo de las buenas
intenciones. La ausencia de mandato ejecutivo de Naciones Unidas explica en
parte este resultado, que es acorde con el cómodo recurso de los gobiernos a
proclamar buenos propósitos sin comprometer las reformas que los hacen
posibles. Iniciado el nuevo siglo, aquellos problemas que animaron las
cumbres siguen vigentes, mientras nuevos motivos de preocupación emergen como
consecuencia del carácter asimétrico del proceso de globalización en curso.
La creciente interdependencia entre países y mercados ha puesto en evidencia,
con más claridad que nunca, que es difícil la gobernabilidad de un mundo
crecientemente integrado, en el que rigen intensas desigualdades. Combatir la
pobreza se convierte, entonces, no sólo en un imperativo moral, sino también
en una exigencia práctica para aminorar los niveles de inestabilidad y riesgo
del sistema internacional. Semejante acción
correctora no puede, sin embargo, ser dejada en manos del mercado; entre
otras cosas, porque el propio mercado alienta la desigualdad, al favorecer el
crecimiento y la exclusión como polos contradictorios de una misma realidad.
El proceso de globalización ejemplifica esta dinámica: si, por una parte,
activa los factores promotores del crecimiento como consecuencia de la
ampliación de los mercados, por otra, incrementa las tensiones distributivas
derivadas de la desigual capacidad de los países para acceder a las ventajas
de unos espacios económicos más integrados. Por ello, es necesario
promover un cambio en el orden internacional que amplíe las oportunidades de
progreso de los países más pobres. Los datos confirman este juicio. A lo
largo de las dos últimas décadas, los mercados de capital experimentaron una expansión
sin precedentes en la historia, pero a los países menos desarrollados apenas
llegó el 0,5% de la inversión extranjera; para estos países la ayuda al
desarrollo supone más del 80% de los recursos financieros que reciben del
exterior, pero la cuantía de la ayuda ha descendido en un 20% en términos
reales a lo largo de la pasada década; la globalización convalida el papel
del comercio como motor del crecimiento, pero los costes que genera el
proteccionismo de los países ricos en el mundo en desarrollo supera, en las
más modestas estimaciones, entre los 100.000 y los 150.000 millones de
dólares (entre el doble y el triple de la ayuda); la inestabilidad cambiaria
obliga a una activa política de reservas, pero en los países en desarrollo
ello comporta una salida neta de recursos hacia los mercados industriales.
Los datos ofrecidos no agotan el diagnóstico, pero son suficientes para
evidenciar las dificultades a que se enfrentan los países en desarrollo para
acceder a oportunidades de progreso en el sistema actual. Para tratar estos
temas, Naciones Unidas convocó la Conferencia Intergubernamental que tiene
lugar, esta semana, en Monterrey. El propósito de la conferencia es doble: en
primer lugar, hacer viables los objetivos de la Declaración del Milenio, que
básicamente se refieren a la reducción a la mitad de la pobreza antes del año
2015, corrigiendo, además, alguna de sus manifestaciones más lacerantes, y,
en segundo lugar, promover cambios en el marco normativo y de relaciones
internacionales para garantizar el carácter incluyente de la globalización,
de modo que sus potenciales efectos positivos alcancen a todos los países. En
relación con estos objetivos, se definió una amplia agenda integrada por los
diversos componentes de la financiación del desarrollo: recursos domésticos,
inversión extranjera, comercio internacional, deuda externa, ayuda al
desarrollo y otros temas relacionados con el funcionamiento agregado del
sistema económico. Pese a la relevancia de las materias abordadas, los
resultados que cabe esperar de esta conferencia no dejan mucho espacio para
el optimismo, a juzgar por los contenidos del documento final acordado con
antelación al inicio de las sesiones. El documento, conocido
como Consenso de Monterrey, confirma que la comunidad internacional es
más proclive a la formulación de declaraciones que a la adopción de
compromisos. Pero transformar la realidad exige algo más que buenas
intenciones. Así lo entendió el Banco Mundial, que evaluó entre 40.000 y
60.000 millones de dólares anuales los recursos adicionales de ayuda
necesarios para hacer viables los objetivos de la Declaración del Milenio.
Esto supondría doblar la cuantía de la ayuda al desarrollo, hasta situarla
como promedio en un entorno del 0,5% del PIB para los países donantes. Nada
hay en el documento de Monterrey que garantice semejante objetivo. Mientras
tanto, la Unión Europea se considera satisfecha con alcanzar una ayuda
equivalente al 0,39% del PIB, como promedio, en el año 2006. Aun cuando deba
saludarse semejante iniciativa, conviene recordar que los países
comunitarios, a comienzos de los noventa, mantenían un coeficiente de AOD
sobre el PIB del 0,44%, notablemente por encima de lo que ahora se presenta
como expresión de generosidad. No obstante, incluso
una ayuda acrecentada será poco eficaz si se preservan los obstáculos que el
sistema internacional impone a los países en desarrollo: de ahí el interés de
las materias abordadas en la conferencia. No obstante, también aquí se
perciben las deficiencias del texto presentado. En primer lugar, porque se
mantiene una sospechosa asimetría entre las abundantes reformas que se
reclaman a los países en desarrollo y las, más bien, vagas alusiones que se
hacen a modificaciones del sistema internacional. Y si las primeras son
necesarias, las segundas son ahora imprescindibles. Nada nuevo hay en materia
de inversión, pese a la manifiesta selectividad de los flujos; nada frente a
la volatilidad de los capitales, pese al coste que comporta en términos de
inestabilidad para los países en desarrollo; nada respecto a los paraísos
fiscales, la transparencia fiscal o la corrupción internacional, pese a los
recursos que extravía; nada en materia de comercio, pese al coste que
comporta el proteccionismo selectivo de los países industriales y su discrecional
recurso a barreras no arancelarias, y nada frente a la deuda externa, pese a
la importante sangría que supone para buena parte del mundo en desarrollo.
Incluso aquellas propuestas más sugerentes del primer borrador, el llamado
Informe Zedillo (como la creación de un foro internacional para estudiar el
impacto de la inversión extranjera, el recurso a un mecanismo arbitral para
el tratamiento de la insolvencia soberana, la adopción de marcos fiscales de
medio plazo para programar el esfuerzo inversor o el establecimiento de una
instancia de coordinación en materia fiscal) han quedado virtualmente
eliminadas del documento final. Como eliminada quedó toda referencia a los
bienes públicos globales, como nuevo ámbito de legitimación de la cooperación
internacional para el desarrollo. Al tiempo, se presta
muy escasa atención a los cambios institucionales requeridos para
democratizar el marco de instituciones encargadas de gobernar la
globalización. En el presente, los países desarrollados acumulan el 17% de
los votos en Naciones Unidas y el 23% en la OMC, pero llegan a más del 60% en
el caso de las instituciones de Bretton Woods. Es difícil que el FMI pueda
desempeñar su tarea de vigilancia y de generación de normas y estándares
internacionales con legitimidad mientras esté sometido a tan anómala
estructura representativa. Pero, acaso, la
carencia básica del documento es la inexistencia de referencia alguna a
nuevos recursos para promover el desarrollo, salvo una vaga alusión a los
derechos especiales de giro. Una carencia tanto menos justificable cuanto
ésta era una materia básica de la conferencia. No sólo se desconsideran
propuestas imaginativas, como la planteada por Stiglitz para dar un uso
activo a las reservas o la sugerida por Soros para crear un fondo
internacional financiado con derechos especiales de giro, sino que tampoco se
contemplan algunas propuestas de mayor tradición como el impuesto Tobin o la
tasa sobre el uso de combustibles de carbono. En suma, en el pasado
la comunidad internacional consideró que bastaba con reformar las economías
en desarrollo para que el progreso surgiera de forma espontánea. Buena parte
de las economías acometieron las reformas, pero el desarrollo sigue sin haber
llegado. Es hora de reconocer el carácter sospechosamente unilateral de
aquella terapia: es difícil que haya progreso para los países más pobres si
no se modifica también el marco internacional en el que aquellos países se
integran. Acordar esas reformas era la tarea de la Conferencia de Monterrey,
y, en este ámbito, permanecemos hasta ahora sin respuesta. José Antonio Alonso es
catedrático de Economía Aplicada en el Instituto Complutense de Estudios
Internacionales. |