POETA INVITADA

 

 

KATTIA CHICO

 

Poeta puertorriqueña, nacida en Costa Rica en 1969. Forma parte de la Generación de Poetas de los Ochenta. Sus poemas figuran en las revistas Brisas (Universidad de Puerto Rico-Aguadilla) y Foro (suplemento cultural del diario El Nuevo Día) y en las revistas y portales cibernéticos Desde el límite, La gruta poética y Balcón poético, entre otros.  Una selección de sus poemas aparece en El límite volcado: antología de la Generación de Poetas de los Ochenta (2000).  Su primer libro de poemas, Efectos secundarios, ha sido publicado en 2004 bajo el sello editorial Terranova que dirige el poeta Elidio La Torre Lagares. Actualmente Kattia Chico reside en la ciudad de San Germán, Puerto Rico, y se desempeña como traductora.

 

 

SIN DUDA ALGUNA

 

                             Todo siempre termina en olor y en fantasma.

                                                            Yara Liceaga Rojas

 

Espero que quede claro,

requeteclaro, clarísimo,

que si alguna gota enturbia

esta nota, es la nota

que el vino arroja por sudor la copa,

y no esa cosa salada que sus fantasías

adjudican a mis ojos por su causa.

 

Quiero dejar constancia

de que no tengo la menor

idea del lugar exacto dónde anda

ese lunar que le corona el cóccix,

y que de sus axilas nada queda

en la camisa que me pongo por las noches.

 

(Por si acaso, me dice el diccionario

que ese el cóccix un hueso propio de los vertebrados

que carecen de cola

formado por la unión de las últimas vértebras

y articulado por su base

con el hueso sacro.)

 

No se le ocurra preguntar

cuál es el hueso sacro que nostalgia

ni cuáles son las últimas

vértebras que me quedan.

 

 

 

 

 

El palacio de la luz

Yo estuve en el palacio de la luz, doy fe,
la que me quede,
de que sus luciérnagas me recibieron
y cierto firmamento de lunares
se hizo legible en tu espalda
en medio de los flashes de la cámara de Dios,
conmovido hasta el relámpago.
Doy fe de la poesía de sus rincones
venida de todas partes, de todo parto,
escrita desde lo más incandescente de la espera
nacida para encender
este esplendor de azucenas y de lirio...
Doy fe de la fosforescencia de tus manos
y de la leve mariposa iridiscente
que aleteó su fulgor entre mis labios
hasta hacerme estallar.
Yo estuve en el palacio de la luz,
comprobando el neón de tus caderas,
marfilmente enredada,
opalescente de ti;
y juro por el láser con que miras
por la espuma luminosa que me viertes
por el brillo de tu voz sobre mi piel
y por el resplandor de nieve de tus pasos
que eres la más perfecta escultura del sol
y que ando ciega como nunca
venerando la luz, la luz,
la luna en tus ventanas,
las chispas, los cometas,
el algodón,
los velos,
la sal y la neblina,
los manteles,
las páginas,
la cama de los hechos
los silencios
lo más secreto de la llama
la lumbre del espejo
para dar fe de tu imposible oscuridad;
de tu ignición de alba,
de tu incendiario corazón...
Yo estuve en el palacio de la luz
durante cuatro días con sus noches
y estoy

iluminada.

 

 

 

 

Inventario de excusas

Me fracturé las muñecas.

Las muñecas me fracturaron
con sus abrazos de trapo.

Pretendía ejercitar mis virtudes telepáticas.

Hace tanto frío en Cotuí

que la tinta se me congeló en el pecho
y lo he estado olvidando a botellazos.

A mi corazón le dio un ataque al corazón.

Mi cerebro renunció al trabajo
alegando que el overtime lo tenía harto
cuando lo cierto es que mis neuronas
andan muy ofendidas con sus prójimas.

Mi casa está tomada por extraños seres

que vampirizan los bolígrafos.

Los lápices me apuntaban descaradamente

con su naturaleza sagitaria,
y me borraron las ganas.

Estoy emparentada con los calamares,
y cualquier uso de tinta me parece sacrílego.

Cierto libro anduvo mucho tiempo agarrándome los ojos.

Además,
el sol no ha salido en estos días,
se fue la luz,
y mi vela se hartó del parasitismo de su flama.

Los utensilios de cocina se rebelaron contra mí
como en la tercera creación del Popol Vuh.

Las sábanas, me momificaron.

También están los gatos:
no admiten más papiro que sus ojos almizclados
ni otra tinta que su kohl;
e insisten de cuerpo entero
sobre cualquier superficie escrita o escribible.

No sé si es un defecto de mis ojos,
pero el papel era un dorso
y la piel del papel me hacía pensar en otra piel;
lo ponía del otro lado y era un dorso de su dorso,
y las espaldas son siempre la mejor mordaza.

Entonces, entró el deber.
Me invadió la impostergable obligación
de examinar minuciosamente las cornisas;
de descifrar el triste alfabeto de los rostros
que la humedad revela en la pared.

¡Ah! Y estuve ocupada mirando el firmamento
              —ese billar de Dios—
por si llegaba al fin el asteroide
y la noche
se me quedó en los ojos.

Para mí las ideas fueron damas veladas
desfilando en pasarelas de relámpago
y en sus cuellos de lápiz florecía
una ceguera blanca.

Todo estaba tan dentro como lejos.
Toda cercanía tenía faz de simulacro.
y no quería entender (ni quiero),
ni hablarte a ti,
ni hablarme,
que viene a ser lo mismo , si se quiere
inventariar las causas del silencio.

 

 

 

 

 

LA SEÑORA DE LOS GATOS

Yo soy la señora de los gatos,
la lejana señora de los gatos.
En sus orejas geométricas
canta el eco visceral de mi nombre.
Dondequiera que estés, sé que lo oyes.

Soy quien pinta en sus ojos esa línea tan egipcia
para que te recuerde la mirada de mi tinta,
quien se enrosca en la pregunta de su cola,
quien te conjura en cada gato de mi sombra.

Me siguen por donde camino
estrujándose caricias contra mí,
electrizando de chispas todo aquello que miran
sus láseres de esmeralda.
Si detengo mi paso,
se ponen a satelitar como prendidos
a la órbita de mi falda.

Tengo dos piedras visionarias
que me hablan de ti en la oscuridad.
Tengo un cuerpo suave y tibio
y un corazón extraño.
Soy libre, diosa, bruja,
sagaz, sedosa, grácil.
Tengo instantes de ubicuidad.
Me deslizo entre las rejas
y cruzo la sinuosa madrugada
todavía arrebatada de letargo
como cuando contigo
reclinada en tu pecho respiraba
del éter de tu aliento los suspiros.

Los gatos siempre vuelven.
Nos encontramos siete veces por vida
y me traen noticias de ti
dos mares más allá:
que se te ha enronquecido la voz
y ya no andas tan desnudo de reloj,
pero sigues arrojando
la risa hacia atrás con la cabeza,
y guardando la noche en tus ojeras.

Me cuentan además
que se miran verde a verde
y tú los acaricias,
entonces regresan a traerme
destellos de tus dedos
untados en su lomo.

Soy la señora de los gatos
que sólo tú y yo vemos;
de los que vienen
siete veces por vida
para hablarme de ti con sus pupilas.

Pero tú
no vuelves.

 

 

 

 

TIENDE EL OJO UN CORDEL SOBRE LA SEDA

 

Un sonido ensangrenta estas paredes.

Veo las gotas rodar, rayando, todo,

contemplo cómo van formando redes;

soy la araña que acecha en el recodo.

 

Imperceptiblemente mudo pieles

que flotan como vivas hacia el centro,

se acumulan despojos para hacerme

la reina de la tela del silencio.

 

Y mis ojos compuestos quedan ciegos,

y mis patas de antena quedan sordas.

No puedo ni vivir y menos puedo

 

dejar la seda fósil de algún eco.

Ya sé que no existí, que no me nombra

la música fantasma del desierto.

 

 

 

 

 

Los habladores


Hay hombres que son muy elocuentes antes del amor,
pero la cama los enmudece.
Tras sus pequeños textos
suelen sufrir epílogos de nieve.
En fin, la flor de los oximorones.

También están los otros,
los que se vuelven narrativos sólo después de amar,
y van haciendo de dormir un verbo hipotético.
Te insertan en sus improvisadas biografías:
“yo siempre te esperé, para que me adoraras”.
Esos pequeños dioses
cargan su ego ad-herido en un back-pack
como las tortugas terrestres,
son lentos y pesados
y dejan una resplandeciente estela
de baba
tras su andar.

Hay hombres que hablan bien
mientras están conduciendo.
Te miran a intervalos, pero sus ojos son inatrapables.
Estos hombres nunca se entregan por completo
y no ameritan más de un polvo o cuatro versos.

Están los que necesitan un prolegómeno cuadrado
con platos, flores, copas
y discusiones político-filosóficas.
Son, por lo general, buenos amantes,
se saben la poesía de Neruda
y conocen técnicas orientales.
En fin, la flor de la cultura.

También existen los que sufren
un síndrome de película francesa.
Necesitan ser dramáticos, brillantes,
producir las mejores carcajadas, las mejores lágrimas.
Te irradian la tarifa de un poema
si viajas en su cuerpo.
Son buenos idilios, pero muy fugaces.

Y los malabaristas de la bruma
ejercen los más extraños verbos
para (decl)a(m/r)arse feministas,
discursan posmodernos y abusan del paréntesis.
Suelen ser políticamente correctos,
hasta que la abyección de la palabra amor
les asalta el desvelo
y pretenden administrarte las acciones
y hasta los pensamientos.
En fin, la flor de la ironía.

Y los poetas, ¡qué decir de esos
especímenes resúmenes de lo que estoy diciendo!
Hábiles diccionaristas
pertrechados de palabras como para una guerra,
te toman por asalto, te invaden, te acribillan.
(!Suelen ser tan per-versos!)
Anversos del silencio
te rinden cada célula
hablándote de amor.
En fin, flores de perdición.

 

 

 

 

 

Memoria me moría


Con palabras aleves memoria me moría.
Memoria me acusaba, memoria me acosaba
con sus dulces secretos, relámpagos y luces.
Lactaba la mentira acogida a su seno.

Memoria me acostaba sobre sus faldas frías,
sus faldas que giraban, giraban, que giraban,
con sus muy memoriosas arandelas de tules
que iban trocando cosas para adquirir más vuelo.

Memoria me hechizaba, me besaba la boca.
Vivir entre sus faldas era cuanto quería;
enredarme en su pelo telaraña y rocío,

buscar entre sus ruedos un poco de mí misma.
Este poco que ahora lentamente se agota.
De mi cadáver tibio nace limpio el Olvido.

 

 

 


Si tu ojo provocara ocasión de caer


                                      Para Irma N. Villanueva

Nací con un agujero en el ojo izquierdo.
Es una especie de hoyo negro
que invierte galaxias,
tiene la maldición de los espejos.
Su luminosidad es traicionera,
tras su brillo continuo hay ausencia y sólo ausencia.
El agujero
no cesa su succión vital,
se llena de todo lo vacío y lo condensa
en su espacio anterior al espacio.
De noche para nada le sirven los párpados,
sigue tragando cosas, sigue sacando chispas.
Su existencia es autónoma.
Quiero tranquilizarlo con pobres argumentos,
le recuerdo su linaje de azabache,
busco apaciguar su hambre,
le procuro sosiego,
lo deslizo por versos,
lo sumerjo en agua salada,
lo pongo a contemplar mantarrayas
para ver si lo sana la belleza de su vuelo.
Cuando las cosas se ponen graves
lo llevo por Sansón y por Edipo,
o trato de cerrarlo a fuerza de desiertos,
lo amenazo,
lo engafo, lo achiquito de yerbabuena,
lo visto de rímel,
lo disfrazo,
pero no logro domesticarle el fuego;
su capacidad caleidoscópica
ante el sol que se arroja sobre el vidrio roto
en el esplendor suicida de la tarde.
No logro dominarle
el ilegible brillo semejante
a la luz fantasmal
de alguna estrella muerta
antes de que naciéramos.
El hambre elemental nunca puede enjaularse de pestañas,
quiere ver, quiere ver, quiere verte.       
Y así, de noche cobra su vida independiente,
se reanima con cuatro aleteos de pupila,
se desviste del párpado, se alimenta de sombra.
Va despertando cosas su fuego transparente,
y el cuerpo como autómata
la transporta por casa
de pared en pared.

Con razón me levanto y todo está tan blanco.

 

 

                                                          Preparado por Alberto Martínez-Márquez

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