¡¡¡ NECESITAMOS SACERDOTES !!!

Para que pienses tu vocación al sacerdocio

te ofrezco mi testimonio…..

Soy Omar França……y…

 

Era una mañana de invierno, pasaditas las 7,30 de la mañana, mientras colocaba el plástico que protegía del polvo al mantel blanco del altar del sagrario (que estaba contra la pared), exactamente en el momento que atornillaba un pequeño artefacto que fijaba el mantel a la mesa en el lado derecho, -lo recuerdo perfectamente- una inspiración del Espíritu Santo me inflamó y me hizo brotar del corazón: “¡quiero ser misionero!”

 

Eso no me sucedió hace poco tiempo, sino cuando tenía 11 años y estaba en 6º de escuela, es decir, hace 41 años,  porque ahora tengo 52.

 

Desde aquella mañana de junio (¿?) con 11 años hasta esta mañana de junio con 52 años, no me he decepcionado de mi vocación al sacerdocio.

 

¡Al contrario! Me gustaría contártela para que tú –si estás a tiempo- también te entusiasmes y sigas mi mismo camino; como yo seguí el de otros que me entusiasmaron con Cristo, la luz y la fuente de agua viva.

 

Pero antes de seguir,…. Oremos juntos….

 

Te agradezco Señor porque me has elegido y me has dado tu gracia para vencer tantas luchas y superar varios vendavales. Perdóname si te he fallado con mis mediocridades y te pido seguir siendo fiel a tu llamado. Dame fuerzas Señor para continuar invitando a otros –en tu nombre- a este camino del sacerdocio que tu Iglesia tanto necesita a fin de seguir expandiendo sobre la tierra tu Reino y gozo inmensos. ¡Tantas personas, tanta misericordia! Que mi alma se estremece al recordarlas y saber que tú las pusiste en mi camino. Amén

 

MOMENTOS DE GRACIA Y DE RESPUESTA

 

Mi padre, (Ramón) nunca me había hablado de Dios hasta los 9 años. Y con esa edad, no sabía que existía Dios, ni Jesús, ni María….  Mirta (mi madre) no estaba aún convertida. Mi hermano menor (Tito) sabía de las cosas de Dios menos que yo. Mi abuela Sofía –que nos visitaba diariamente- tampoco me había hablado jamás de lo de Dios.

 

Fue así que mi tía Beba (catequista de alma y de mi alma), en una tarde de la primavera de 1962 le hizo ver a mis padres que era hora de que yo me preparase para la Primera Comunión.  En ese entonces mis padres vivían en el campo y mamá era maestra rural. Mi tía se ofrecía a hacerme una preparación intensiva en dos meses. Para eso era necesario que faltara los últimos tiempos de clase en la escuela rural y fuese a vivir con su esposo y mis primos en la ciudad de Artigas para prepararme a la Comunión.

 

Entonces papá me preguntó: ¿Querés ir a vivir con Tia Beba y hacer la catequesis?

 

¡Si, quiero! –contesté en aquellas vacaciones de primavera que estábamos pasando en Artigas- antes de volvernos al campo.

 

¿Qué hubiera pasado si en aquella reunión familiar yo hubiera contestado que no quería hacer catequesis? 

 

Pues… que no estaría contándoles esto, a las 2 de la madrugada de esta helada noche de sábado de junio de 2005 en la Parroquia de la Fundación donde ahora soy párroco, 44 años después de aquel “Sí”.

 

Todavía guardo como uno de mis principales tesoros, el primer dibujo que hice como “creyente”, en la primera reunión de catequesis con mi Tía Beba. Era el relato del pecado de Adán y Eva, separándose de Dios creador, cayendo en la tentación de la serpiente que estaba enrollada en un árbol.

 

La comunión la tomé el 8 de diciembre de 1962, con 9 años, luego de dos meses de preparación (¡qué diferencia con la catequesis de hoy!) y después de haber aprendido pormenorizadamente todas las respuestas a Mi Catecismo (infantil).

 

Habiendo nacido el 8 de mayo de 1953 y habiendo sido bautizado dos días después (10 de mayo) y confirmado el 4 de noviembre de 1954 (con poco más de un año de edad) ahora me incorporaba plenamente a la Común Unión con Jesús en su Iglesia; su iglesia de la que nunca más me separaría.

 

Hubo otro gran sí, de decisiva importancia.

 

En el verano de 1963 mi tía Beba vino con una nueva propuesta a mis padres. Ella iba a enviar pupilo en el colegio de los jesuitas de Tacuarembó a su hijo Omar (primo tocayo).   Por lo tanto, ¡Se convocó una nueva reunión familiar!

 

En el mismo lugar que ahora está el baño de la actual casa de mi madre estaban reunidos tomando mate: mi padre y mi madre, mi abuela Sofía, mi hermano, mi tía Beba y yo.

 

Mi padre volvió a preguntarme ¿Te gustaría ir de pupilo al Colegio San Javier de Tacuarembó?

 

¡Sí quiero” –contesté, sin dudar-

 

¿Qué hubiera pasado si en aquella reunión familiar yo hubiera contestado que no quería ir de pupilo al San Javier? 

 

Habría sucedido que no estaría contándoles este testimonio, desde este computador, con un poncho al hombro, al lado de la estufa, en el silencio de esta noche fría de junio de 2005

 

Dios me habló por boca de mi tía Beba. Pero yo le respondí que sí a su llamado cuando tenía 9 años.

 

Irme pupilo al Colegio San Javier significaba viajar –en aquel entonces- un día entero, porque no había líneas directas, como ahora. Sólo podía volver a la casa de mis padres en las vacaciones escolares que duraran –al menos- una semana (semana santa, julio, primavera y verano). Suponía estar lejos de mi familia, en un ambiente desconocido y solo. Pero….. si Dios llamaba…. Dios no me iba a decepcionar (eso es lo que pienso ahora, pero…. ¡Con 9 años! ¡hay un Misterio de Gracia que es lo que me llevó a decir que sí! Si hubiera dicho que no quería ir a Tacuarembó, papá no me hubiera obligado, ¡estoy seguro! Y hubiera terminado como todos mis compañeros de catequesis: católicos de última comunión a partir de la primera.

 

Las dos encrucijadas que acabo de contarles fueron decisivas. En las dos hubo un llamado de Dios a través de mi tía Beba. En los dos, hubo una respuesta de mi parte… una respuesta de fe, libre y por amor.

 

¿Por qué yo y no otros? ¿por qué a mí? ¡Sólo Dios lo sabe!

 

 

LA VIDA EN EL COLEGIO SAN JAVIER

 

Era una vida exigente pero sana. Nos levantábamos a las 6.30. Podíamos ir a misa a las 7 o estudiar de 7 a 7.30. Después: desayuno, arreglar las camas; y clases de 8 a 12. Almuerzo, descanso, juegos, deporte, estudio de 18 a 20 hs. Por último: cena, juegos y sueño. Así todos los días. 

 

Pero ahí conocí a jesuitas llenos de amor por Cristo, llenos de entrega y de alegría. Algunos ya están en la casa del padre. Todos me dieron algo que me enriquecía día a día. Con 10 años no era fácil estar solo –aunque uno se iba haciendo amigos-.  Me integré a la “Cruzada eucarística” un grupo de niños misioneros que orábamos y recolectábamos fondos para las misiones.  Eso me llevó a irme enamorando cada vez más de la vocación de misionero. Hasta que en aquella mañana de junio, a la derecha del altar….. sucedió lo que les conté más arriba.

 

Mi maestra de escuela era una religiosa extraordinaria: la hermana Rosario (Demetria). Un día le comentó  a papá que me veía muy piadoso; y papá sospechó que a mí se me podía haber metido algo “raro” en la cabeza (que no era  ni droga, ni un delirio).

 

Nueva reunión familiar. Esta vez para decirme que no se me ocurriera “meterme de cura”, que “eso era lo peor que te puede pasar. ¡Que para eso no te envio al Colegio!”  bramaba mi padre.

 

Yo escuché en silencio (¡Qué más podía hacer?) Pero en mi interior, sabía que papá no me podía obligar a hacer algo que fuese contra mi conciencia espiritual. (parece que ya desde chiquito tenía formación de eticista).

 

Los años siguientes fueron los normales de todos los niños. En las tardes hacíamos “chozas” con ramas en las copas de los pinos del frondoso bosque que rodeaba el colegio; y teníamos una vida propia de niños, en nuestras “bandas” de aquellas chozas aéreas. Fabricábamos ondas y tirábamos piedras a otros niños que “nos atacaban”. Nunca supe si los Padres del colegio sabían  –y lo permitían- o no sabían de nuestros arriesgados y precarios emprendimientos. ¡Imagínense lo que podía significar que niños de 11-12 años nos pusiéramos a atar alambres para sostener ramas a 10-12 mts de altura, cruzar ramas entre brazo y brazo del pino,  y recubrirlas con pinocha como piso, etc. Nunca nos caímos desde 10 metros de altura porque Dios no quiso. En nuestras “casas” aéreas compartíamos fraternalmente las encomiendas de comida rica que nos enviaban nuestros padres. (¡porque la comida del colegio, Dios mío, hasta pedazos de jabón podían tener!)

 

Siempre fui buen estudiante y me gustaba ayudar a mis compañeros que eran “vagos”. En la mañana –salvo cuando tenía escritos- iba a las misas de 7 de la mañana.  En aquel entonces todavía no se había concluido el Concilio Vaticano II y las misas eran en latín y de espaldas al público. Todas las contestaciones eran en la lengua antigua. Me hice monaguillo y aprendí de memoria las respuestas para ayudar a misa. Cuando terminé de aprender todas las contestaciones en latín, me cambiaron las respuestas. En adelante, seguí siendo monaguillo en castellano y tuve que aprender –desde cero- las respuestas de la nueva liturgia postconcilio.

 

La adolescencia vino con sus turbulencias normales. El descubrimiento de las tendencias propias de la edad junto con la buena orientación espiritual del Padre Algorta –primero- y del futuro Monseñor Mullin, -después- me ayudaron a mantenerme fiel al Señor, en una apertura cada vez mayor a los demás.

 

En tercero y cuarto del liceo me integré a los Horneros, un grupo de adolescentes que íbamos todos los domingos de mañana a hacer casas para los pobres. Ahí aprendí lo que era vivir en la miseria, en ranchos de barro y paja. Aprendí a adobar al barro, a hacer una pared de ladrillo, a usar una plomada, a hacer una canchada de material, a hacer una cumbrera, a clavar chapas.  El contacto con los jesuitas jóvenes me fue comunicando la grandeza y alegría de vivir el Evangelio a tope.

 

Pero mi vida de participación activa en la misa en los tiempos en que volvía de vacaciones a la casa de mis padres, llevó a que papá, de nuevo, convocara otra reunión familiar en la que me preguntó por segunda vez: “¿vos estás con la idea de meterte de cura?” 

 

Afirmé, ¡y no negué!

 

La reacción de mi padre fue igual -o peor- que cuando tenía 11 años. “sacate esas estupideces de la cabeza!” “¡si te metés de cura vas a ser un traumado para toda la vida!” “¡Para mí, sería la mayor desgracia sería que un hijo se me metiera de cura!” (¿y si se divorciara no sería desgracia!? Podía haberle preguntado. Pero no lo hice y de nuevo permanecí en silencio escuchando todas aquellas diatribas contra la Iglesia.)

 

La cosa seguía por dentro. Y no había que adelantar decisiones. Cada asunto llegaría a su tiempo.

 

 

MONTEVIDEO Y LA DECISIÓN MADURADA

 

Quinto y sexto de bachillerato fueron cursados en Artigas durante 1969 y 1970. (1971 fueron las últimas elecciones nacionales democráticas, antes de instaurarse la dictadura en 1973). Durante el bachillerato me integré a un grupo de jóvenes católicos que desempeñábamos nuestra tarea apostólica entre nuestros compañeros en lo que llamábamos “Seminarios de filosofía”. En esta actividad –abierta a todos- que se llevaba a cabo los domingos por la mañana tratábamos numerosos temas de inquietud de la juventud de aquella época tan efervescente, políticamente hablando. Ayudados por un profesor de filosofía, laico católico muy comprometido y lleno de entusiasmo, profundizábamos  en nuestra fe y amor por Cristo. De ese grupo, muy unido y militante, salimos dos curas: Carlos Silva (ahora párroco de Tambores) y yo. Como grupo de jóvenes comprometidos, asistíamos a misa y criticábamos los sermones “light” del cura de la época. Nuestra vida parroquial fue intensa y la participación eucarística era siempre central.

 

Con 17 años vine a Montevideo a ingresar a la Facultad de Medicina en marzo de 1971. Curar cuerpos era la vocación más cercana a la principal, la que me quemaba internamente: curar almas. Pero todavía no había llegado el momento de replantear el tema con mis padres, que ignoraban completamente que “la procesión iba por dentro”; y que cada vez se sentía más fuerte. Interiormente me había propuesto esperar y madurar hasta los 20 años.

 

En Montevideo me vinculé al Movimiento juvenil Castores del Colegio Seminario y a los padres jesuitas que vivían en la Comunidad Cabré (Canelones y Barrios Amorín, casa que ahora es utilizada por un colegio privado de la zona). En esa comunidad se vivía un espíritu verdaderamente entusiasta y evangelizador. Romi Lezama, Pablo Touyá, Perez Aguirre, Jorge Crovara, Juan J.Mosca, Roberto García, J.A.Medina. Todos sacerdotes jóvenes. Ellos animaban gran número de grupos juveniles: Catequesis en los colegios, ayuda a los pobres a través de Castores, dirección espiritual, misas muy fraternas y vividas, amistad y mucha alegría.

 

¡Esto es lo que yo quiero!  -me brotaba constantemente del corazón- Vivir así significaba experimentar la alegría permanente de la Resurrección  de Cristo.  ¡Quiero entregar mi vida a una causa como esta! –sentía muy hondamente-

 

Si bien la búsqueda venía desde muchos años atrás, conocer a hombres consagrados, jóvenes sacerdotes, comprometidos, alegres y serviciales, con gran amor a Jesús, era lo que faltaba para dar el paso definitivo.

 

Estaba cursando tercero de Facultad de Medicina y tenía 19 años cuando envié una carta a mis padres con la noticia de mi decisión definitiva (1972). Una decisión que no iba a esperar el consentimiento paterno. No era una consulta sino la comunicación de que estaba dispuesto –la mochila al hombro- para emprender un trayecto irreversible hacia el sacerdocio.

 

La reacción de mi padre no se hizo esperar. Muy indignado recurrió a una amenaza extrema: “te voy a desheredar, si te metés de cura”…. Y otras frases por el estilo. Pero la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás. El 28 de febrero de 1973 dormí en el suelo del living de aquella casa de Canelones y Barrios Amorín, de la Comunidad Cabré, porque no había ninguna cama disponible en la comunidad jesuita. Días después el Noviciado de la Compañía de Jesús se trasladaría a la calle Soriano, casi Ejido, donde hice los dos primeros años de formación jesuítica.

 

 

EL SACERDOCIO SE AFINCÓ PARA SIEMPRE EN MI.

 

Desde el noviciado, lo principal en la formación jesuítica es la escuela de los afectos. Al final del primer año del noviciado hice el mes entero de ejercicios espirituales. Ellos significaron para mí rastrear a fondo en mi experiencia de Dios y sentir muy fuertemente que aquel clima y camino de alegría, servicialidad, apostolado, entrega y amor por Cristo que yo había respirado en los jesuitas de la Comunidad Cabré, era el trayecto de plenitud que el Señor me invitaba a transcurrir.

 

Luego vino la formación intelectual y apostólica: 3 años de juniorado (mientras que continuaba mi formación médica), 2 de filosofía, 1 para recibirme de Médico (1981), otro tiempo de apostolado en colegios, 5 de teología. En total fueron 13 años antes de ordenarme sacerdote el 2 de agosto de 1986.

 

Innumerables misiones en el interior, trabajo con adolescentes en los colegios y con los pobres en los barrios de Montevideo, campamentos, retiros, grupos de oración y discernimiento, cursillos de formación, vida comunitaria, etc. Todo esto fue fraguando y ratificando aquella decisión de la mañana de invierno de mis 11 años.

 

La Compañía de Jesús brinda a sus miembros amplios horizontes. La escuela de los afectos se complementa con la formación académica. De ahí que, por una razón u otra, visité y conocí numerosas iglesias y países: Bolivia, Chile, Brasil, Ecuador, Colombia, México, Paraguay, Argentina, España, Italia, Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Estados Unidos, Portugal.

 

Mi formación médica muy pronto me llevó a dedicarme a la Bioética y estuve 1 año especializándome en Washington (en el centro del imperio). La práctica clínica se convirtió, en mi caso, en práctica de la Bioética. La licenciatura en Teología Moral me ha llevado a dedicarme a la formación en ética profesional en la Universidad Católica donde me integré como profesor universitario en 1988 y en la que continúo como Director del Departamento de Eticas Aplicadas. En la Universidad Católica enseño Etica Empresarial en Negocios Internacionales y en Relaciones Laborales, Psicoética en la Facultad de Psicología y Bioética en la Licenciatura de Enfermería Universitaria y en la Licenciatura de Psicomotricidad.

 

Desde el punto de vista apostólico, fui responsable del Movimiento Castores del Colegio Seminario desde el año 1989 al 91. Luego, párroco en El Pinar (1992-3 y 1995). Desde 1996 al 2003 fui párroco de San Ignacio de Loyola. Y desde el 2003, estoy en esta diminuta y pobre parroquia de Nuestra Señora de la Fundación, arrinconada entre un cantegril y un cuartel del ejército.

 

 

¿QUÉ SIGNIFICA SER SACERDOTE PARA MÍ, AL COMENZAR EL TERCER MILENIO?

 

Médico desde 1981, sacerdote desde 1986, profesor universitario desde 1988, párroco desde 1993 pero, ¿qué significa para mí ser sacerdote en la Iglesia Católica al comienzo de este tercer milenio?

 

Sin dudar puedo decirles que ser sacerdote significa, para mí, el privilegio de poder hacer que Cristo el Señor se haga visible en medio de la comunidad cristiana, a fin de que El la conforte, la cuide, la sostenga, la guíe.

 

Por eso, soy y me siento sacerdote cada vez que parto el pan y digo las palabras del Señor: “tomen y coman, este es mi cuerpo que se entrega por ustedes…. Esta es mi sangre que se derrama por ustedes”

 

En virtud de esas palabras que siempre me producen un íntimo y fuerte temblor al pronunciarlas y una transubstanciación momentánea en mi ser al dramatizarlas, me siento sacerdote en la medida que represento al mismo Cristo presidiendo, amando, vinculando, cuidando, orientando, y uniendo a la comunidad.

 

Evidentemente que soy sacerdote cuando enseño en la universidad, cuando participo en un programa de televisión, cuando escribo un artículo o publico un libro, cuando estudio o investigo en bioética o éticas aplicadas. Soy sacerdote cada vez que dedico lo mejor de mis energías para que una comunidad parroquial crezca, se fortalezca, se una, se entusiasme, se comprometa, se potencie…..

 

 Pero no hay un momento en que me sienta más sacerdote que cuando digo esas tremendas palabras del Señor: “tomen y coman….es mi cuerpo” “tomen y beban…es mi sangre”, porque es en ese momento en que Jesús -el Cristo- se parte y se derrama para darnos una vida de Espíritu capaz de romper cualquier pared de desesperanza y de oscuridad en esta humanidad tan deshilachada y carcomida.

 

Ciertamente, el sacerdote puede ocuparse mucho del amor a los pobres. Quienes me conocen saben que en la parroquia San Ignacio -donde estuve hasta hace un poco más de un año- me ocupé de promover el Dormitorio de Transeúntes sin techo, el banco de medicamentos, que dupliqué el número de familias a las que dábamos la canasta mensual de alimentos, reforcé y amplié la venta económica, di entrada a la parroquia a los alcohólicos anónimos, narcóticos anónimos, cazabajones, jugadores anónimos, servicio de asistencia psicológica, recolección de bolsas plásticas, cartelera de trabajos y otras muchos servicios sociales por el estilo. Sin embargo, esas tareas de amor solidario y compasivo no son del sacerdote como tal, sino tarea del conjunto de la comunidad parroquial, cuando ésta está impregnada de la misericordia y la compasión que Cristo quiso que fuese puesta en práctica por sus seguidores.

 

Ser sacerdote significa, por excelencia, ser, sentir, pensar, y actuar como Cristo presidiendo la iglesia y liberando al mundo de sus miserias espirituales –incluidas las materiales-. Y Cristo necesita sacerdotes para seguir salvando al hombre de su miseria radical: la lejanía de Dios.

 

Es obvio que la iglesia esta pasando por una prueba muy grande en todo el mundo pero, en particular, en nuestro país. El querido papa Juan Pablo II (recientemente fallecido) apostó muy fuerte a una vigorización del cuerpo entero de la Iglesia, en la fe firme, en la esperanza y en la unidad. Seguramente que Benedicto XVI continúe sus pasos….

 

En el Uruguay,  nuestra iglesia está atacada por los anticlericales y debilitada por una secularización muy amplia entre sus miembros. Y necesita de hombres totalmente consagrados y exclusivamente dedicados al fortalecimiento de la fe que hemos recibido de Cristo.

 

Nuestra época es de heroísmo y de lucha para defender y fortalecer el Reino de Dios.  Tú que estás leyendo mi testimonio, si eres joven, ¡anímate a seguir a Jesús! ¡No te preocupes de las dificultades! Porque él sabe fortalecer a los que se entregan de todo corazón. “Si hacen esto, serán dichosos” dijo Jesús en la última cena

 

Por el contrario, tú, que ya has quemado las naves y recorrido el camino del matrimonio, da a conocer a otros, que sean jóvenes todavía, que quienes somos sacerdotes, estamos felices de serlo. Que la vida de consagración total al Señor no desilusiona sino, al contrario, colma todas las expectativas humanas.

 

 

 

Finalmente quisiera concluir este testimonio con un texto que escribí el 31 de julio de 1994 porque me sirve para expresarles cual es mi esperanza y mi fundamento en este momento; y  decirles  dónde quisiera llegar como sacerdote que busca servir a la Iglesia aún en los lugares más difíciles..

 

Inspirándome en un antiguo manuscrito,  que sintetiza el espíritu que ha de animar a todo servidor de la Iglesia, quisiera manifestarles que, para mí, ser sacerdote en el mundo de hoy significa alguien:


 

 


Elevado de espíritu como si llevara sangre pura,

y sencillo como amigo fiel

Robusto como el cedro, vertical al cielo 

y a la vez frágil como el lirio de los campos

Héroe por triunfar sobre sí mismo

y hombre por haber luchado en contra de Dios.

Linterna de la Luz inagotable

y pecador a quien Dios mucho perdonó

Dueño de sus propios deseos o pasiones

y peón de los indefensos y vacilantes

Uno que jamás se doblega ante los poderosos y arbitrarios

pero que se inclina, no obstante, ante los más débiles

Seguidor dócil de su Maestro de vida

y orientador de infatigables luchadores por el Reino

Pordiosero de manos suplicantes y trémulas

y generoso mensajero que reparte el oro de la Buena Nueva

Férreo soldado en el campo de batalla

y mano tierna en la cabecera del enfermo y afligido

Anciano por la prudencia de sus consejos

y niño, por su confianza en el Resucitado que  sostiene la Barca

Alguien que aspira siempre a lo más alto

     y amante de las pequeñas cosas de la vida

Hecho para la alegría de la fraternidad

pero acostumbrado al sufrimiento de la incomprensión  y la

incertidumbre

 

 Ajeno a toda envidia o mala intención

y benevolente en sus pensamientos y obras.

 Sincero interpelador con sus palabras,

y amigo de la paz fundada en la lealtad y la justicia

 Enemigo de la pereza en la tarea del Reino,

y connatural amante del éxtasis y la contemplación   

Seguro de sí mismo al caminar sobre el agua

pero siempre sujeto a la mano del Pescador

 

En suma,  alguien muy distinto a lo que todavía- soy ahora.

 

Así y todo, sigo anhelando lo que está por delante, para convertir mi corazón en el Corazón de Cristo y perder mi vida por su causa. Y porque creo que la Iglesia Católica es un camino bueno para acercarme a El  quise hacerles testigos con mi biografía- de que Dios derrochó su gracia en mí. Ojalá dentro de muchos años vuelvan a encontrarme para ver que estoy más cerca de esa meta. Muchas gracias por el estímulo que me dan al acompañarme en esta sencilla y humilde parroquia de Ntra. Sra de la Fundación.

 

                                                                       Omar França Tarragó  Montevideo 20 de Junio de 2005

 

 

 

 

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CARTA DE UN CURA A UN MUCHACHO –posible sacerdote- RECIÉN ENNOVIADO

 

            Querido Juan Ignacio

 

¡Dios sabe cuanto te quiero! Te quiero por lo que sos ahora y por lo que podrías llegar a ser si te entregaras a Dios para servir a la Iglesia como sacerdote.  Estoy convencido,  Juan Ignacio, que Dios te está llamando al sacerdocio, pero tú no te animas a dar el salto. Al menos, no te animas por ahora. Sin embargo,  ¡Harías tanto bien! ¡comunicarías tanto la fe a quienes te conocieran!! Siento mucho que hayas decidido ennoviarte…aunque tu novia es una chica excelente, a la que quiero muchísimo. Es alegre, servicial, con una fe joven y vívida. Tiene un corazón como el de María Magdalena…. No obstante, tengo mis dudas de que sea la mujer para ti. Hay algo que, me parece, no articularía bien entre ustedes dos. Pero, ahora, no te sé decir por qué siento eso.  Juan Ignacio, hermano querido, te comprendo porque -como hombre- te estás probando para ver qué sientes con el noviazgo. No has tenido esta experiencia hasta ahora y tu corazón está ardiente. Me lo imagino. Por otro lado, es evidente que tu amor por Dios es lindo y grande. Lo muestras de muchas maneras. Podrás ser un gran padre de familia porque tu ternura para con los niños se ve cuando tratas con los chicos en la parroquia. Pero, Juan Ignacio, podrías ser padre de muchos más niños, de muchos jóvenes, de muchos adultos. ¿Acaso no has visto con tus propios ojos que ser el animador de una comunidad parroquial es una tarea apasionante, impresionante, llena de experiencias increíbles? ¿No te parece que nuestra fiesta parroquial es la muestra de cómo es decisivo el papel de un sacerdote animando y dando vida a una comunidad? Te puedo decir Juan Ignacio, que mi vida está llena de alegría haciendo lo que hago. Siento que me entrego a Dios con todo mi corazón y mi alma. Y que en esto se me va todo, lo mejor de mí. En este momento de mi vida, creo que estoy haciendo lo que me hace feliz. Y cuando celebro la eucaristía, cuando parto EL pan con mis manos, no solo siento que parto el pan de la VIDA, que es Jesús, sino que me parto a mí mismo, y que –¡con cuanto atrevimiento me animo a  decirlo!- también se me derrama mi sangre, junto con la de Jesús (es una manera de sentir subjetiva, nada que ver con el sentido teológico del sacramento, no me entiendas mal) ¡Cuanto desearía que compartieras conmigo este camino! ¡Cuánto desearía que experimentaras esa sensación tan extraordinaria, de que tu mismo ser se quiebra por entregarse enteramente a la Iglesia de Jesús! Juan Ignacio, Dios te quiere mucho y tú lo quieres a El. Pero El quiere que tú lo sirvas, yendo a cualquier parte, sea donde sea, para ser su apóstol. ¡Estoy convencido de ello Juan Ignacio! No puedo dejar de sentirlo así, respecto a tí.  ¡Te sentirías tan realizado siendo sacerdote! Tu sensibilidad, tu vida interior, tu espíritu apostólico está reclamando un “más” que sólo el sacerdocio –como el bien más universal- puede colmar plenamente. Por eso siento que te hayas ennoviado…. (al menos por el momento). La Iglesia necesita savia nueva, corazones generosos, miradas limpias, fuerza entusiasta, sacerdotes santos. Y tú tienes toda esa potencialidad. Pero…. ¡claro! Necesitas verlo tú, no yo. Me apena tu decisión y me sale decirte, hermano mío, que puedes estás retrasando empezar un camino lleno de gozo y posibilidades.  ¡Ya lo sé, estás  a tiempo!. Eso me mantiene esperanzado. Tendré paciencia. Evitaré molestarte en tu nueva experiencia. Sé que la necesitas. Pero seguiré rezando más que nunca para que te animes a entregarte a El, siguiéndolo en su Equipo. Yo lo he seguido hasta ahora, y te puedo decir que estoy ¡tan contento! Pese a mis defectos, estoy moldeando mi corazón cada vez más. Y el Señor me va bendiciendo. Ahora me tienes cerca, ya pronto no estaré más aquí. Me da tristeza la despedida y el no poder estar contigo semana a semana para ver como sigue tu noviazgo. Tengo que ir a otro lado donde se me necesita más. De tanto en tanto, desearía saber de ti. Pero ten la seguridad de que no dejaré de rezar para que te animes al salto. No porque el matrimonio no sea una vocación excelsa –que lo es- sino porque la vocación al sacerdocio es tan bella, tan fecunda, tan plena, que me apena saber –por el momento- que no hayas decidido aprovecharla, tú también, para ti, hermano mío del alma, Juan Ignacio. Te quiero y te bendigo. Andrés (el cura)

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