Tradición y Sabiduría Universal

Dos entrevistas con el traductor, ensayista y especialista en tradiciones espirituales

Agustín López Tobajas

extraídas del Blog
"Cabalgando al tigre"

Primera entrevista: Contra el mundo moderno

"Aquí os dejo una interesante entrevista realizada a este autor con motivo de la publicación de su libro Manifiesto contra el progreso y publicada por la revista The Ecologist en su último número especial dedicado a la salud. Una crítica al mundo moderno sin ambages ni paños calientes, pero que no adolece del fanatismo que suele reconcentrarse en otras expresiones “anti-sistema”.

Como de costumbre, os pido disculpas por no haber sido capaz de mantener un criterio uniforme en cuanto a espacios entre párrafos y tabulaciones, pero bastante me ha costado ya conseguir un tipo de letra uniforme y que las cursivas aparezcan sólo donde deben; yo lo cambio y él se autoformatea. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…

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1. -Creo que, como muy bien dice, los mayores problemas que hoy asuelan a nuestro planeta y a la Humanidad no son la energía nuclear, los alimentos transgénicos, la polución química o un sistema sanitario basado en el fraude de las empresas farmacéuticas, sino los paradigmas que nos han conducido hasta aquí. ¿Cuándo y cómo surge una sociedad que está arrastrando al planeta y a todos sus habitantes a la destrucción?

Es difícil responder a esa pregunta de forma muy concreta. Tal vez la historia de la humanidad sea la historia de una continuada decadencia desde sus orígenes hasta la actualidad. Ya sé que esta tesis será inaceptable o ridícula para muchos, pero nuestra visión de la historia puede estar llena de prejuicios, empezando por la generalizada idea de que el nivel de desarrollo tecnológico es una medida del nivel de inteligencia. Acaso sea más bien lo contrario. De cualquier modo, parece claro que el Renacimiento supuso una ruptura con lo que podríamos llamar el «mundo tradicional». El Renacimiento fue una época brillante en ciertos aspectos, pero su «humanismo» llevaba implícita una gran dosis de orgullo y arrogancia, un cierto titanismo que ha marcado decisivamente toda la historia posterior de Occidente. La Ilustración, afirmando los derechos absolutos de la razón, fue un peldaño más en la caída. Otro salto se produciría con la Revolución Industrial; ahí comienza el imperio de la máquina y se consuma un cambio radical en la forma de vida.

Es decir, limitándonos a los últimos siglos, más que un momento decisivo, habría ―yo creo― un hundimiento progresivo con saltos más o menos significativos. Cabría preguntarse por qué la conciencia occidental decidió emprender ese camino frente al resto de civilizaciones y culturas, pero yo, por supuesto, no tengo respuesta para eso… No lo sé.

En todo caso, ni la modernidad es el Mal absoluto, ni las culturas premodernas son el Bien absoluto. Para mí la cuestión es que el progreso nos ha arrebatado un mundo que, con todas sus limitaciones, era cien veces preferible a éste con todos sus «avances». De hecho, aquel mundo permitía o hacía posible el acceso al sentido, a la plenitud espiritual, y el que ahora vivimos parece empeñado en impedirlo. Ésa es la diferencia.

2. –En el contexto de lo sanitario, como en tantos otros, parece que el desarrollo económico nos conduce a vivir cada día menos y peor. Se multiplican las pandemias, crece el número de pobres, las hambrunas azotan a los países pobres, la sequía amenaza a miles de millones de personas, somos más estériles, se disparan las tasas de enfermedades degenerativas y las enfermedades mentales devastan a la población. Todos estos problemas tienen un claro origen antropogénico. Usted señala que «hablando en términos generales, la riqueza no genera más que estupidez y perversión». ¿Y decadencia y enfermedad?

También, por supuesto. Pero yo no pretendo decir que sólo el ansia de riquezas tenga la culpa de todo; ésa sería una tesis propia de un marxismo moralizante. Quiero decir, más bien, que la obsesión por el desarrollo económico genera, junto con otras circunstancias, el olvido de lo esencial, y eso acarrea «perversión», pero no sólo en un sentido moral sino, más bien, metafísico; perversión como voluntad de quebrantamiento de las leyes que regulan la relación del ser humano con el cosmos y con el Espíritu. La «estupidez» a que me refiero en el Manifiesto es básicamente el olvido por parte del ser humano de lo esencial de sí mismo, de su origen y su destino. De esas actitudes mentales básicas nacen, en última instancia, todas las miserias que aquejan a los hombres.

3. –Usted afirma que «la ciencia asume actualmente el papel que antaño desempeñó el aspecto exotérico de las religiones en el campo de las creencias». Es decir, que los dogmas de la Iglesia han sido sustituidos por dogmas tecnocientícos. Y, al fin y al cabo, el pueblo sigue sumergido en el mundo de las supersticiones.

Sí, pero hay algo que cambia: al margen de las diferencias en el contenido entre unos dogmas y otros ―asunto en absoluto desdeñable―, los dogmas de la Iglesia eran reconocidos como tales; nadie pretendía que fueran razonables o evidentes. Eso establecía una distancia entre el individuo y el dogma, distancia que garantizaba la libertad interior de cada cual para aceptarlo o no, al margen, claro está, de las posibles imposiciones autoritarias de la Iglesia en el marco social. En la modernidad, esa distancia ha desaparecido, los dogmas científicos se introducen en las conciencias como si de verdades demostradas y evidentes se tratase. Pensemos, por ejemplo, en el evolucionismo. Casi nadie sabe nada de las teorías evolucionistas, pero todo el mundo las acepta con una fe inquebrantable. Al margen de su verdad o falsedad, el evolucionismo es, por encima de todo, una creencia, un dogma del que se ignora su carácter de tal. Podríamos analizar otros muchos. «Científico» se ha convertido en sinónimo de «verdadero», cuando curiosamente las teorías científicas cambian cada dos por tres. La sociedad contemporánea se cree intelectualmente libre, pero en realidad está más imbuida de creencias y prejuicios que cualquier otra sociedad de tiempos pasados.

A la inversa, se consideran supersticiones conocimientos que hoy no son operativos, sin pensar que pudieron serlo en el pasado. Por ejemplo, la utilización de fuerzas sutiles o suprafísicas con fines curativos. Es muy probable que ciertas prácticas terapéuticas que hoy se ven como supersticiones funcionaran realmente en su momento, aunque, debido a eso que René Guénon llamó la «solidificación», es decir, la progresiva insensibilidad de la materia a las energías suprafísicas, puedan ahora no ser eficaces. Y, dicho sea de paso, habría que prevenir contra ciertos embaucadores que pretenden desenterrar prácticas curativas de tiempos pasados o incluso de culturas desaparecidas y se atribuyen poderes de los que carecen por completo. Naturalmente no estoy diciendo que todos los métodos de curación tradicional hayan perdido su antigua eficacia, ni mucho menos, pero no habría que ser tan crédulos como para ponerse en manos del primer «sanador alternativo» que se cruce en el camino.

4. -¿Cómo el mundo puede vivir tan engañado? Los medios de información vomitan a cada instante cantos de sirena sobre los supuestos avances de la ciencia y la tecnología. Pero la epidemia de cáncer se dispara. Dos de cada tres estadounidenses padecerán cáncer a lo largo de su vida. Y esto es sólo un ejemplo. ¿Es el equivalente a las promesas del faraón de que se habla en el islam?

La capacidad de seducción de la técnica es muy fuerte. La modernidad, dando la espalda a la transcendencia, ha creado un gran vacío en el interior de los hombres, un hueco que sentimos la necesidad de llenar como sea y con lo que sea. La ciencia y la técnica ofrecen la ilusión de colmar ese vacío con algo tan inmediatamente constatable como el poder sobre la materia; al margen de sus consecuencias ulteriores, la ciencia y la técnica tienen una eficacia a nivel inmediato: aparentemente «funcionan»; de ahí su poder de convicción. Por ejemplo, es indiscutible que se inventan remedios para ciertas enfermedades; otra cosa es que el sistema que hace posible esos remedios genere continuamente males mucho mayores que los que consigue ir evitando. Pero la relación del sistema con los males que provoca no es nunca tan perceptible como la relación con los remedios que inventa. Los «efectos colaterales» se presentan siempre como anomalías evitables, cuando en realidad son parte ineludible del proceso de producción de los «remedios».

Ahora bien, no habría que deformar las cosas para ajustarlas más fácilmente a nuestro esquema; los métodos de la medicina oficial pueden ser brutales, pero no nos engañemos: a su manera funcionan y, en algunos casos, puede incluso ocurrir que sean los únicos que funcionan, pues el ser humano puede haberse «solidificado» hasta tal punto que sólo responda a estímulos particularmente violentos. Con esto no estoy defendiendo necesariamente la utilización de tales métodos. Por ejemplo, pueden no gustarnos los trasplantes de órganos; de hecho, yo creo que los trasplantes deberían hacer estremecerse a cualquier mente normal al mismo nivel que las prácticas de una tribu de antropófagos, pero, a nivel inmediato y al margen de sus repercusiones a nivel social (mercado de órganos, etc.), funcionan. La cuestión es que no todo lo que «funciona» es legítimo. Hay quienes se empeñan en que sólo los métodos alternativos son eficaces y que los oficiales son ineficaces. Me parece que ésa es una forma de seguir practicando el culto a la eficacia, que es uno de los pilares de la barbarie tecnológica. Hay que entender que hay cosas en la modernidad que son eficaces, pero no por ello son admisibles. La eficacia no puede ser nunca el criterio supremo, ni siquiera en medicina.

Volviendo a la seducción, hay otro hecho importante: la mayor parte de los seres humanos ven lo que la ciencia, la tecnología o el llamado progreso, en general, nos da, sea bueno o malo, pero no pueden ver lo que nos quita. Y no lo ven por la sencilla razón de que lo que se nos ha quitado ya no está ahí, y lo que no está ahí no puede verse; se podría, en todo caso, recordar (con una memoria más ontológica que psicológica), pero los mecanismos sociales, con su permanente tensión hacia el futuro, se ocupan de borrar todo recuerdo que supere el nivel del dato. El pasado está muerto, se nos repite hasta la saciedad, cuando, en realidad, todo lo que somos es pasado.

5. –Además, la absoluta medicalización de la enfermedad hace que se pierda, en cierto sentido, parte de su razón de ser. De igual manera, la muerte desaparece del mapa. Es como si no existiera. Es como si fuéramos a tener una vida eterna. Pero la enfermedad y la muerte también cumplen una función, al menos desde el punto de vista de la Tradición.

Naturalmente. Hay enfermedades que podríamos llamar «artificiales», es decir, que están generadas por las transgresiones del orden cósmico, pero hay otras «naturales», provocadas por el desgaste natural de los organismos o, sencillamente, por el destino de cada ser vivo. Por supuesto, es lógico y natural que si uno está enfermo trate de curarse y de evitar la enfermedad mediante unos métodos proporcionados a nuestra naturaleza; pero tratar de esquivar la enfermedad y la muerte a toda costa, a cualquier precio y por cualquier método, se ha convertido en una obsesión tan delirante como inútil. Nos guste o no, ser hombre implica de forma necesaria la enfermedad y la muerte. Esto es una obviedad, pero a veces parece que se olvida. En consecuencia, tendríamos que aprender a aceptarlas. Hay limitaciones que no podemos superar; se trataría entonces de orientarlas en la dirección adecuada. Hay que recuperar para la enfermedad y la muerte el sentido que la modernidad les ha expropiado.

6. -Le cito: «Tomando elementos dispersos de aquí y de allá, se fabrica un yoga que ignora el hinduismo, un zen que no tiene nada que ver con el budismo o un sufismo escindido radicalmente del islam». El yoga es como gimnasia; el sufismo, poco más que una danza (mal ejecutada); el taoísmo, artes marciales… El tantra se utiliza para incrementar el placer sexual… Pero nadie se detiene a orar, ni se bendicen los alimentos (ni siquiera los ecológicos) y, mientras se utilizan tecnologías solares, nadie agradece al astro rey su luz cada mañana… Es la cultura del sucedáneo…

Sí. Socialmente, vivimos en una falsificación perpetua. Y los movimientos alternativos, ecologistas, espiritualistas y similares no están libres de ello. Yo hago bastante hincapié en esto, y tal vez quienes lean mi Manifiesto contra el progreso piensen que la tengo tomada con los ecologistas, pero no es así. Lo que ocurre es que la perversión del «sistema» o la locura de Bush son más o menos evidentes, y, frente a eso, se tiende a pensar que todo lo que en apariencia se opone al sistema es bueno. Pero eso es simplificar las cosas. La espiritualidad New Age es un perfecto ejemplo de falsificación. Y los movimientos «alternativos» de diversa índole lo son también en gran medida, aunque, naturalmente, está claro que hay ecologistas y ecologistas. El caso es que se ha perdido de vista lo esencial y se han absolutizado elementos tal vez importantes pero secundarios. Todo el mundo se preocupa por la salud del cuerpo, y no es que eso esté mal, pero el cuerpo absorbe toda la atención y no queda espacio para la salud del alma. Nos preocupamos por la estricta pureza biológica de lo que comemos y luego alimentamos el espíritu con basuras. Recogiendo lo que usted decía: ¿qué es más sano, comer los productos de cualquier supermercado con una conciencia de humildad y agradecimiento a Dios o comer productos de herbolario, con certificado biológico, con una conciencia meramente «química» de los procesos biológicos de la alimentación? Se podrá responder que las dos cosas juntas. Vale. Pero la cuestión es dónde ponemos el énfasis. Y, en la situación actual, yo pondría el énfasis en lo primero. Buda se alimentaba con lo que las gentes le echaban en su cuenco; no creo que su dieta fuera muy equilibrada. Pero llegó a la iluminación.

De nada sirve cambiar las energías contaminantes por energías limpias si el hombre no empieza por limpiar su alma. Una actitud espiritual correcta da lugar (en términos generales y dentro de ciertos límites) a una relación correcta con el mundo físico, pero no está tan claro que lo inverso sea siempre tan cierto. No me parece descabellada la posibilidad de que un mundo técnicamente limpio sea espiritualmente un infierno. Habría que tenerlo en cuenta…

7. –En general, ¿cómo ve la salud y la enfermedad en el mundo de la Tradición? ¿Debería ser vista a la luz de la idea de que lo orgánico y el no visto forman una unidad? Si todo lo orgánico que existe sobre la faz del Universo, forma parte del Templo… no es ético profanarlo, ¿no?

Particularmente, no creo que se pueda hablar del «mundo de la Tradición» como una unidad monolítica, aunque muchos así lo pretendan. En consecuencia tampoco la salud y la enfermedad me parece que tengan un significado unívoco en todas las culturas. Supongo que en general se ha buscado un equilibrio entre cuerpo y espíritu, pero eso tendría sus matices y, desde luego, no implica ponerlos en un mismo plano. Piense que también hay tradiciones para las que la materia, y por tanto el cuerpo, no dejan de ser algo más o menos irreal; e incluso otras que lo satanizan. Yo no diría que eso está ni bien ni mal. Cada cultura es un complicado entramado de compensaciones y de sutiles equilibrios, y lo importante es que la resultante global tienda hacia arriba, por decirlo de algún modo. Extraer de ese entramado pautas o actitudes concretas, ya sea respecto a la salud o a cualquier otra cosa, para juzgarlas desde nuestros particulares criterios culturales, me parece un disparate. Ahora bien, sea cual sea la actitud de unas u otras sociedades tradicionales respecto de la salud, todas, sin excepción, parecen haber tenido muy claro algo que ahora se olvida: que hay un orden de prioridades y que la salud física está siempre subordinada a la salud espiritual.

8. –En Occidente, que, como Oriente, tampoco es una zona geográfica, sino, más bien, un estado mental… hay muchos hospitales y ambulatorios, también muchos asilos y guarderías. Las personas viven cada vez más aisladas. Las familias se descomponen. En la historia de nuestra especie, parece evidente que jamás se vivió una época tan lúgubre. Los psicólogos señalan que divorciarse es reforzar la autoestima. ¿Es la propia sociedad la que está enferma?

En efecto: tenemos muchos hospitales, muchos ambulatorios, muchos asilos, muchas guarderías… tenemos mucho de todo. Y cuanto más tenemos, menos somos. Pensamos que todo se arregla con más medios, más desarrollo, más técnica, más información… «Más» parece la palabra mágica de nuestra cultura, con la que creemos poder hacer todo tipo de milagros. Es el delirio de la acumulación. Pero esa acumulación, aparte de estar construida sobre el expolio y la esquilmación del llamado tercer mundo, es decir, sobre el hambre, la miseria y la muerte de millones de personas, no es fuente de soluciones sino de nuevos problemas. Y, sobre todo, hemos olvidado algo fundamental: que la dignidad humana no se mide por lo que el hombre es capaz de acumular sino, justamente al contrario, por aquello de lo que es capaz de prescindir, por todas las cosas inútiles o superfluas a las que sabe renunciar para poder centrarse en lo esencial. Una sociedad sana sería una sociedad que reduciría al mínimo sus necesidades materiales y, por tanto, sus medios técnicos; sería una sociedad capaz de conformarse con lo estrictamente necesario. Parece que ahora hay mucha preocupación por hacer compatible el equilibrio ecológico con el desarrollo y la riqueza. Yo creo que con lo que habría que hacer compatible el equilibrio natural es con la sencillez y la austeridad; y eso, por cierto, no plantea ningún problema ni exige ningún esfuerzo; no requiere ningún «más»; en realidad, ni siquiera requiere ningún «hacer»: se hace por sí solo. Me parece que estaríamos física, mental y espiritualmente más sanos si, en lugar de plantearnos siempre lo que tenemos que hacer, nos planteáramos también lo que tenemos que dejar de hacer.

9. –En definitiva, ¿puede haber salud orgánica sin salud espiritual? Y ¿cómo «orientarse» espiritualmente en un mundo en el que han saltado por los aires los cuatro puntos cardinales del alma? ¿Qué necesitamos? ¿Hospitales o, con perdón, verdaderos maestros (nada que ver con los gurus sectarios, of course, de los que ya he conocido algunos, ja ja)?

En cuanto a lo primero, supongo que algunos pensarán ―¿tal vez un poco mecánicamente?― que no, que no puede haber salud orgánica sin salud espiritual. Sin embargo, yo no estoy tan seguro de que sea necesariamente así. Ya hablé antes de la posibilidad de que el mundo moderno llegue a crear una sociedad físicamente limpia, aunque espiritualmente muerta. ¿Por qué no? Hay una relación entre el mundo físico y el espiritual, por supuesto, pero si entendemos esa relación como un automatismo rígido corremos el riesgo de entender que una persona espiritualmente sana no puede estar nunca enferma, que un enfermo crónico está destinado al infierno o que un individuo perverso tiene que pasarse la vida en la cama. La ausencia de esa correlación automática es molesta porque dificulta y complica nuestra comprensión de la realidad, pero es así. No podemos negarle a priori a la ciencia y la tecnología la posibilidad de crear un mundo de energías limpias, un mundo saludable e higiénico, en el que todos sean zombis satisfechos contemplando la televisión y saliendo los fines de semana en coches no contaminantes a hacer «turismo verde». ¿Y qué pasa si un mundo espiritualmente muerto es capaz de generar un cierto nivel de salud física? Ése, si se alcanza, será ―yo creo― el más diabólico de los mundos, pues su capacidad de fascinación será máxima. De forma paradójica podríamos decir que, mientras haya contaminación hay esperanza. No estoy diciendo que esté a favor de la contaminación, claro está; estoy diciendo que, peor todavía que un mundo contaminado sería un mundo feliz, higiénico, sin disfuncionalidades, formado por seres «humanos» sin alma, pero cívicos y pulcros, cuyas aspiraciones se reduzcan a lo que el sistema pueda proporcionarles y sin motivo ninguno para lamentarse. Quiero decir, en definitiva, que hay una escala de prioridades y que me parece un error fatídico ―y extremadamente extendido en la actualidad― conceder más importancia a unos pulmones limpios que a un alma limpia. Vivimos ahora una obsesión por la salud que me parece lo menos saludable que pueda imaginarse y que genera actitudes paranoicas, como, por ejemplo, la actual obsesión antitabaquista (y quede claro que yo no fumo). Tampoco me parece que sea muy acertado buscar la salud espiritual para poder tener salud física, porque eso es convertir el fin en medio y el medio en fin. Hay que tener claro qué es lo esencial y qué lo secundario.

En cuanto a cómo orientarse espiritualmente en nuestro mundo, no puedo responder a eso, pues no tengo ni idea. Habría que preguntárselo a un maestro espiritual, supongo. Vivimos en un caos absoluto y nuestra «espiritualidad» es una muestra patente de ello. Entre unas tradiciones espirituales cada vez más entregadas, por un lado, a la modernización y el racionalismo o, por el lado contrario, al integrismo, y una Nueva Era carente del más mínimo discernimiento, vivimos ya una auténtica inversión de la espiritualidad. No podemos esperar que en una sociedad en la que ni siquiera existen «verdaderos discípulos» vayan a surgir «verdaderos maestros». Tal vez sólo quede recurrir a la interioridad de cada uno, pero ahí está el ego perpetuamente al acecho…

10. –Todo parece indicar que nos encontramos, desde hace tiempo ya, en el Final de los Tiempos. Usted reconoce que escapar de Babilonia es difícil porque, citando a Hölderlin, manifiesta que «cercano y difícil de captar es el dios; pero donde abunda el peligro, crece también aquello que salva». ¿Es nuestra gran oportunidad? ¿La enfermedad del mundo y nuestras enfermedades pueden ser una metáfora para huir de una vez por todas?

Para no dar pie a equívocos, aclararé que, como digo en el Manifiesto, no se trata de huir de la realidad, sino de huir a la realidad, pues este mundo es la expresión misma de lo irreal. Parece, ciertamente, que la Providencia no nos abandona del todo y siempre, en alguna parte, crece aquello que salva, como decía Hölderlin. Es verdad. Pero hay que encontrarlo. ¿Dónde? Como afirma el dicho sufí nos empeñamos en buscar fuera de casa lo que hemos perdido dentro porque fuera «hay más luz». A mí me da la impresión de que no hay más lugar de búsqueda que el alma, por oscuro que ahí esté el panorama. El problema de Occidente no es que haya perdido la salud sino que ha perdido su alma. Algunos psicólogos postjunguianos hablan de making soul, literalmente «hacer alma». No es una expresión que me guste, pero creo que apunta a una necesidad muy real: nos hemos convertido en seres desarraigados, que no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos y, lo que es mucho peor, que ni siquiera nos preocupa no saberlo. Ésa es la enfermedad fundamental: hemos perdido el alma, la hemos vendido, como Fausto, al demonio del «progreso» a cambio de un espejismo de felicidad que no nos proporciona más que frustración y desesperanza, vaciedad y depresión. Reintegrar nuestra vida, curar y reconstruir nuestra alma agonizante: ésa es, a mi entender, la única urgencia verdadera; lo demás, con todos los respetos, me parecen poco más que nimiedades."

Extraída del Blog "Cabalgando al tigre"

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Segunda entrevista: "La información no es más que la corrupción de la sabiduría, su inversión exacta."

"Agenda Viva, órgano de comunicación de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente, acaba de publicar su noveno número, (todos ellos están disponibles en pdf aquí), entre cuyos contenidos destaca esta interesante entrevista a Agustín López Tobajas. No es la primera vez que este destacado personaje aparece en el blog: su Manifiesto contra el progreso fue ya brevemente comentado aquí cuando se publicó en español, y ahora es inminente su publicación en inglés por la editorial Indica Books). Además, colgué en su momento una entrevista que le realizó The Ecologist. La presente está realizada por Dionisio Romero.

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Agustín López Tobajas

Traductor, ensayista y especialista en tradiciones espirituales

Agustín López Tobajas habla como vive, o por precisar mejor la expresión, su palabra no es ajena a su vivir, lo cual es una novedad en un mundo habitado por personalidades escindidas, donde el pensar y el existir se han vuelto antagonistas. Nos interesa su perspectiva por esto y por su larga trayectoria como estudioso y traductor de las ciencias de las religiones, con estos materiales puede proyectar su reflexión más allá de intereses segmentados o ideológicos. Ha traducido a autores como H. Corbin, L. Massignon, A. K. Coomaraswamy, F Schuon, S. Weil, R. Guénon, S. Krarnrisch, A. M. Schimmel, M. Idel, G, Durand, etc. Fue durante varios años codirector de la colección «Orientalia» (Ed. Paidós), y fue creador y director de la revista Axis Mundi. Ha colaborado en varias obras colectivas -entre otras, Dossier H: Frithjof Schuon, Lausana, 2001- y es autor de Manifiesto contra el progreso, Palma de Mallorca, Olañeta, 2005. Coordina actualmente el Círculo de Estudios Espirituales Comparados.

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La ecología es como una plaza pública donde se puede entrar por diversas puertas. Hemos escuchado en esta sección a economistas, biólogos, activistas, artistas, profesores, etc. Con Agustín López nos encontramos en la tesitura de no poder recurrir a una clasificación tan fácil, su acercamiento a la naturaleza, al contrario que todos los anteriores es de total proximidad, reflexiona sobre ella en la medida que vive inmerso en un bosque, en una sencilla casa construida con sus manos y con un estilo de vida atento y sobrio.

Usted escribe -ocasionalmente, como le gustaba precisar a Samuel Beckett- y traduce libros sobre metafísica, espiritualidad y conocimiento tradicional, ¿es para usted la naturaleza un libro, una suerte de texto que se traduce o se reescribe?

Podemos entender la naturaleza como libro, en el sentido de que es una fuente continua de enseñanza; esa enseñanza será eficaz en la medida en que uno se coloque ante ella en situación de aprender, lo que quizá no es tan simple como en principio pueda pare­cer. Por ejemplo, quienes hemos dejado la ciudad para ir a vivir al campo, hemos cometido, práctica­mente sin excepción, los mismos errores. Cuando uno llega al campo, se pone a “organizarlo” todo, en lugar de dejar que sea la naturaleza la que le organi­ce a uno. Antes de cambiar una piedra de sitio, habría que sentarse tranquilamente durante muchas horas y dedicarse a contemplar la piedra y el lugar en que se encuentra.

El problema es que creemos saberlo todo sobre la naturaleza y en lugar de leer el libro nos dedicamos a corregirlo y a escribir nuestro nom­bre en cada página; cuando nos queremos dar cuenta, el libro está tan lleno de garabatos que la lectu­ra es imposible. Como libro, exige una actitud receptiva por parte del lector: mantenerse a la escucha, en silencio, a ver qué nos cuenta. Pero con la maldita manía de la interactividad no hay sitio en el que no metamos las narices. Uno puede haber dedicado toda su vida al estu­dio de la naturaleza, estar al tanto de las costumbres sexuales de los escarabajos o conocer el número exacto de buitres que hay en una comarca, e ignorar, sin embargo, todo lo esencial. Son los fundamen­tos mismos de nuestra relación con la naturaleza, todo aquello de lo que no hablan los libros de ciencias naturales ni parece interesar a los grupos ecologistas, lo que es esen­cial plantearse.

Ahora bien, ¿un libro que hay que traducir? No sé. Creo más bien que la naturaleza tiene un lenguaje universal. En ese sentido la natura­leza es más como la música; no precisa traducción, sino escucha. Quienes la traducen son precisamente los que quieren dar cuenta de ella con categorías científicas y sociológicas, con cifras y rendimientos, los que hacen censos de árboles o ani­males, los que pregonan la gestión eficaz de los recursos, la planificación racional de los espacios y el desarrollo sostenible. Si la naturaleza es un libro es, desde luego, un libro de poesía, no de economía, ni siquiera de biología, y, además, es anterior a la Torre de Babel.

En su libro Manifiesto contra el progreso, plantea las relaciones que existen entre los graves problemas ambientales y los fundamentos vitales y filosóficos del hombre moderno, nos recuerda que el adagio “lo que es afuera, es adentro” tiene en nuestro mundo actual una gran evidencia ¿Nos podría dar un bosquejo de lo que significaría una visión espiritual de la naturaleza?

Desde el punto de vista de las culturas tradicionales, diríamos que la naturaleza es una teofanía, una mani­festación de Dios. Y como toda expresión que sale de Dios, es también posibilidad en tanto que camino de retorno hacia Dios.

Saber eso está bien, pero quizá sea algo que hay que saber y, en cierto sentido, olvidar. No niego esa idea, ni mucho menos, pero es fácil enlazar unas cuan­tas frases rimbombantes acerca de Dios y su presencia en la naturaleza, y eso también tiene sus peligros. Sin duda, cada elemento de la naturaleza es una puerta que se abre hacia las profundidades. Si conseguimos penetrar con la mirada un poquito más allá de ese aspecto frontal e intuir de algún modo que realmente hay algo más por detrás, estaremos ahondando en lo real. Eso ya es mucho. Tengo mis reticencias respecto a pretender ver a Dios en deslumbrante majestad detrás de cada árbol o cada roca… Al hacerlo, podemos estar levantando en nuestra mente una imagen falsa de Dios, un ídolo que nos impedirá ver tanto a Dios como al árbol. Veamos el árbol en su sencillez, dejemos que nos muestre su hondura, su misterio, pero sin dema­siadas solemnidades ni aspavientos, y dejemos en paz a Dios, que aparecerá cuando tenga que aparecer. Tener una visión espiritual de la naturaleza puede ser, creo yo, saber mirarla desde el interior de uno mismo, desde la propia alma, y dejarse fascinar por su belleza, que no está sólo en sus aspectos más espectaculares, sino en las piedras o las hierbas más corrientes, en los sonidos más comunes… Me parece que la visión cientí­fica es un gran obstáculo para acceder en algún grado a esa vivencia “cósmica”, que, por otra parte, a nivel colectivo, tal vez sea ya irrecuperable…

¿Por qué la visión científica es un obstáculo? ¿No podría haber concordancia con visiones de carácter más cualitativo o intangible como aseguran algunas autores?

Supongo que se refiere a los últi­mos desarrollos de la física cuánti­ca y su posible convergencia con planteamientos de índole metafísi­ca o religiosa. La verdad es que sé muy poco de eso y prefiero no hablar de lo que no conozco, tanto más cuanto que me parece un asunto muy complejo. De todos modos, no le oculto mis reticen­cias: sustituir la materia por ener­gía o apelar a las abstracciones de los modelos matemáticos para dar cuenta de lo que nos rodea no creo que tenga mucho que ver con la “intangibilidad” que se plantea desde esos otros ámbitos.

En todo caso, yo me estaba refi­riendo, más bien, a la visión científica en su conjunto y a la valoración de la ciencia como tal en nuestra cultura. Por supuesto, es legítimo estu­diar las particularidades morfológicas de un bicho o una planta, pero el problema está en el estatuto de objetividad absoluta, de Verdad con mayúscula, que axiomáticamente se atribuye a las formulaciones científicas. La ciencia parte de un determinado mode­lo de la realidad, fijado de antemano y que no pone en cuestión. Es ese modelo, con la materia corno funda­mento de toda realidad, lo que es esencial plantearse; lo menos que se puede decir es que no es el único posible, ni el único razonable; y está determinando de forma decisiva toda nuestra existencia concreta, nuestra vida.

El problema con la ciencia moderna occidental, como en general con el llamado “progreso”, no es tanto lo que nos da cuanto lo que nos quita. Nos da una especie de caramelo -que encima está envenena­do- y en su inmadurez infantil la sociedad lo acepta con euforia, sin que casi nadie se dé cuenta de que se le está arrebatando al mismo tiempo todo un universo de riqueza espiritual al que ya no se podrá tener acce­so. En ese sentido, la ciencia moderna es una estafa de dimensiones cósmicas.

Me parece que la consecuencia más nefasta de los planteamientos científicos es haber producido una incapacidad generalizada para percibir el misterio insondable que late en todo lo real, el misterio que nos envuelve por todas partes y con el que indefecti­blemente nos topamos cada vez que nos cuestionamos radicalmente la existencia; ahí la ciencia no podrá penetrar jamás, pues, con toda su arrogancia y todas sus pretensiones, no traspasa la capa más exte­rior de la realidad. Su conocimiento podrá ser todo lo detallado y exacto que se quiera, pero es literal y estrictamente superficial; y lo seguirá siendo por mucho que conozca la materia, pues la materia es, en sí misma, la superficie. En cuanto a la realidad pro­funda de la naturaleza, cualquier chamán siberiano estaba probablemente mucho más cerca de la verdad que todos los científicos modernos.

En un texto suyo, expone con su estilo claro y rotundo que “la catástrofe no es que Occidente se hunda, sino que subsista”. Antes que ningún lector fácilmente impresionable saque precipitadas conclusiones, ¿nos podría explicar esta afirmación?

Sin duda la frase es más bien efectista y provocadora. Lo que quería decir ahí es, más o menos, que no se trataría de andar poniendo remiendos parciales para perpetuar el actual sistema de vida, sino de cambiar radicalmente sus mismos fundamentos. La decaden­cia espiritual de nuestro mundo moderno me parece demasiado obvia como para tener que explicarla; ya se sabe que no hay nada más engorroso de explicar que lo obvio.

Es verdad que más allá del nivel de las supuestas evidencias, subsisten varias dudas: ¿no habrá un orden subyacente detrás de todo esto que lo justifi­que? ¿Podían las cosas haber sido de otra forma? ¿Tiene, entonces, algún sentido lamentarse? ¿Es que hay alguien o algo responsable, en particular, de esta situación?

Yo no sé responder a esas preguntas, pero no pue­do evitar la impresión de que, a partir de la revolución industrial, nuestro mundo es muy escasamente inte­resante desde un punto de vista espiritual, y tantos esfuerzos por prolongar la vida de una cultura manifiestamente putrefacta le hacen pensar a uno en aquello de la muerte digna. Aunque tampoco hay que ser tan frívolos como para olvidar que, en este momento, y cada vez más, Occidente y el mundo son casi lo mismo, y que si Occidente se hunde, probable­mente el mundo entero se hunde.

Por otra parte, no sé si no estaremos demasiado obsesionados con lo mal que anda todo. Todo es un desastre, de acuerdo, pero en contra de las ideas de esos ciudadanos ejemplares que pretenden salvar el mundo reciclando cosas que nunca debieron haber alcanzado el nivel de la existencia, y que se empeñan en convencernos de que todos somos responsables de todo, uno no puede hacer apenas nada por arreglar el mundo, suponiendo que el mundo pueda y merezca ser arreglado. Pero eso es normal: sólo el orgullo titánico de nuestra cultura nos puede llevar a pensar que uno está aquí para arreglar el mundo. Lo que sí está al alcance de cada cual (y lo que habitualmente no se hace, porque con tanta responsabilidad social no queda tiempo para nada) es ocuparse un poco de la propia alma. La gran amenaza que se cierne sobre nosotros no es que se nos acabe el petróleo (yo lo veo más bien como una esperanzadora posibilidad) sino que se nos está acabando el alma; el mun­do está muy probablemente más cerca que nunca de convertirse en un mundo sin alma. Y eso si que es grave, y no lo del petróleo.

Antes hablaba de contemplar la naturaleza desde la propia alma y ahora nos advierte sobre un mundo sin alma. Para muchos este concepto de “alma” se ha transformado en un sinónimo de buenas intenciones o tal vez de inspiración emocional. Pero usted nos recuerda que el alma es capaz da hondura y de desvelar misterios ¿qué es entonces ese alma que hemos olvidado?

Seguramente hay cosas que se entienden mejor por intuición que mediante una definición. Teniendo en cuenta que quizá no sea éste el momento oportuno de meternos en sutiles distingos metafísicos que, por lo demás, tampoco yo sería capaz de improvisar, tendremos que conformarnos con manejar una aproximación intuitiva. Un filósofo contemporáneo, Henry Corbin, dice que el alma es -en la doble posibilidad de la expresión- el rostro que Dios ofrece a cada hombre: es decir, el rostro que el hom­bre ve en Dios y el rostro que Dios ha concedido al hombre. De ahí se deriva que el alma es, pues, nues­tra realidad más profunda y, a la vez, la única posibili­dad de conocer la realidad en su profundidad. Por algún motivo, estamos escindidos de nuestra propia alma y es preciso volver a recuperar la unidad perdi­da. En la medida en que se produce esa unidad, se produce la transfiguración, aparece una nueva dimen­sión de la realidad, una dimensión de luz, el mundo se “reencarna”, aparece, literalmente, un mundo nuevo, del que la ciencia, por cierto, no sabe absolutamente nada. Y ese mundo es mucho más real que el que comúnmente se considera “mundo real”. Pero el alma hay que buscarla, hay que cultivarla, de lo contrario muere por inanición.

En su crítica al ecologismo con piel de cordero o acomodado a solucionas de carácter tecnológico y a hacer el trabajo más digerible al progresismo reinante, usted aclara “que no hay que hacer compatible al equilibrio natural con el desarrollo y la riqueza, sino con la austeridad y la santa pobreza”. Hablar hoy en día de ser pobres no sólo produce indiferencia, sino seguramente sarcasmo y rechazo. Nadie puede considerar la pobreza un mérito o un logro, sino todo lo contrario. ¿Nos podría recordar a los lectores qué es la santa pobreza y cómo ésta puede ser la “tecnología” más fiable para una solución a nuestros males?

No sé si la austeridad y la pobreza son la solución a nues­tros males (ni siquiera sé si “nuestros males”, socialmente hablando, tienen solución), pero, sin apuntar tan alto, me parece que es simplemente el único camino sensato para vivir con dignidad, que no es poco. No estoy hablando de que haya que vivir en la miseria ni pasar hambre. Estoy hablando sim­plemente de ceñirse a lo esen­cial. Todo lo que no es esencial es secundario, y lo secundario nos desvía de lo esencial y nos lleva a perdernos en la nada.

Hay algo así como una ley espiritual de conservación de la energía, en virtud de la cual para añadir algo a una parte, hay que quitarlo de otra. Sólo podemos acu­mular riqueza material a costa de un empobrecimien­to espiritual. Y aquí estamos otra vez ante el molesto problema de tener que explicar lo obvio. Pero me pare­ce que son los que piensan lo contrario los que tendrí­an que explicarse. Si alguien cree que la felicidad está en tener varios coches y marcharse de vacaciones al Caribe, pues vale. Hace tiempo que renuncié a conven­cer a nadie de lo contrario.

Nuestra cultura ha sustituido la fe en Dios por la fe en el “progreso”, un dogma mucho más incuestionado ahora de lo que lo fue nunca la idea de Dios. Se da por supuesto que todos los problemas se arreglan mediante la acumulación, que todo se resuelve con más medios, más energía, más ciencia, más tecnolo­gía, más progreso… Se da por supuesto que el des­arrollo económico es siempre bueno. Pero esa manía de acumular no es más que la forma neurótica de compensar un inmenso vacío interior. Y cuanto más se acumula, mayor se hace el vacío. A partir de un cierto nivel, cuanto más tenemos, menos somos.

En todo caso, la necesaria pobreza no se refiere sólo a los llamados “bienes de consumo” que se pue­dan acumular a nivel personal, sino fundamental­mente a todo lo que socialmente ha acumulado nues­tra civilización; pues se puede vivir con un cierto nivel de austeridad personal, pero es prácticamente impo­sible vivir renunciando a eso que llaman “conquistas de nuestro tiempo”, por ejemplo, a la tecnología moderna, encarnación social del mal por antonoma­sia. Sencillamente no se te permite vivir sin ella y ya casi ni siquiera morir sin ella. Y me parece que en un mundo dominado por la tecnología y la información apenas hay posibilidades de supervivencia ni para la naturaleza ni para el alma.

Todos los programas políticos de desarrollo quieren convertir a sus ciudadanos en miembros de la “sociedad de la información”. Parece que a usted esta expresión la resulta sospechosa…

No, no exactamente sospechosa. Me parece, más bien, abominable. No la expresión, claro está, sino la realidad que designa. La información no es más que la corrupción de la sabiduría, su inversión exacta; y como dijo un Padre de la Iglesia, la corrupción de lo óptimo genera lo pésimo. “Sociedad de la informa­ción” es un sinónimo exacto de lo que algunos han lla­mado de forma más clara “reino de la cantidad”, que implica la sustitución metódica y rigurosa de todo lo cualitativo -en definitiva, lo único que importa- por lo cuantitativo. Excluyendo todo lo que pertenece al ámbito de la cualidad, y por tanto de la inteligencia, la sociedad de la información no es más que el grado extremo en la sofisticación de la barbarie.

La sociedad industrial, con toda su mastodóntica brutalidad, y tal vez por ello mismo, permitía, en algún sentido, mantener una cierta distancia mental frente a ella. En la sociedad postindustrial, en eso que ahora llaman “sociedad de la información”, esa distancia desaparece porque ya no hay esa violencia explícita por parte del poder; la tensión ha desaparecido; apa­rentemente todo se suaviza y se democratiza; todo se vuelve higiénico y aséptico, light; sobre todo las inteli­gencias. Y, claro, las inteligencias light se sienten feli­ces en un mundo light. Todo está en orden. Hay reac­ciones y desajustes, por supuesto, pero no es descar­table que se puedan resolver. La sociedad de la infor­mación supone la extinción definitiva de los últimos vestigios de vida tradicional que aún sobrevivían en nuestro mundo. Eso me parece extremadamente gra­ve. Quienes han nacido en las últimas décadas no podrán tener ningún recuerdo de un mundo con ras­tros de sentido.

Está por ver si ese modelo social consigue sus objetivos o se derrumba en el empeño. Si se derrum­ba tal vez arrastre al mundo entero en su caída; si triunfa… mejor no pensarlo. ¿Hay posibilidad de cami­nos intermedios que permitan, al menos, seguir tirando? No tengo ni idea. Pero sé que durante milenios y hasta hace bien poco las gentes han vivido sin infor­mación, sin ordenadores, sin móviles, sin internet… Su vida sería feliz o desgraciada, pero era real, inme­diata, humana. Sus esperanzas, sus angustias, sus alegrías y sus tristezas estaban puestas en la familia, en la cosecha, en la fiesta comunal, en el duelo… en cosas reales. Ahora están puestas en el Euribor y en el índice Dow Jones. En la sociedad de la información la vida está en función de unos datos que no tienen rea­lidad ninguna, son como signos trazados en el aire que nos asustan, nos alegran, nos hacen sentirnos de una forma o de otra, como si realmente tuvieran enti­dad. Supongo que a nivel individual, el ser humano siempre tiene algún grado de libertad para orientar su existencia en una dirección o en otra, pero en el plano social, todo es un gigantesco simulacro que ha venido a sustituir a la vida. Imposible no evocar las palabras del jefe Seattle: la vida ha terminado; expulsados de la patria de origen, aquí ya sólo queda la supervivencia.

En el breve esbozo que nos está trazando cualquiera pensaría que su propuesta ante las limitaciones del mundo moderno sería huir de él, pero usted en el cierre de su libro Manifiesto contra el progreso nos advierte de que no se trata de huir de la realidad, sino justamente de huir a la realidad. ¿Cómo sería un trato “realista” con la naturaleza?

Ahí, en principio, no hay mucho que inventar. Una rela­ción realista con la naturaleza estaría en la línea de la que han mantenido siempre todas las culturas tradicionales, que han conservado el mundo casi intacto a lo largo de milenios. Ha bastado la presencia del hom­bre moderno durante unos pocos años, con unos planteamientos radicalmente distintos a los del resto de la humanidad, para producir la catástrofe. Así pues, me parece que está claro hacia dónde hay que apuntar: todas las culturas han partido siempre del reconocimiento de la dimensión espiritual de esa relación, de la consideración de la naturaleza como una realidad sagrada.

Eso implica desligar a la naturaleza del proceso productivo. La naturaleza no puede ser contemplada como depósito de materias primas, por muy racional­mente que se pretenda gestionar. Tampoco me parece que el planteamiento cientifista con su fragmentación analítica y su reduccionismo aporte una visión más profunda. Habría que reaprender a contemplar la naturaleza como Misterio, como lugar de revelación de una presencia superior. Novalis lo expresaba con precisión: “Ver, hasta en sus más recónditas profundi­dades, el Alma del vasto mundo”. Cuando se ha visto “el Alma del vasto mundo” es ya imposible referirse a la naturaleza como despensa.

El discurso del ecologismo, miope y estrechamen­te pragmatista, impregnado de sociologismo, economicismo y cientifismo, es ya, en una gran medida, el del poder social dominante. Hace falta un nuevo dis­curso sobre la naturaleza que la revele en lo que tiene de sacralidad, de poesía, de magia, de belleza, de armonía oculta, y que al mismo tiempo, lejos de cual­quier blandenguería, sepa cuestionar de forma impla­cable el progreso, la tecnología, la industrialización, el desarrollo… Esta doble e indisociable perspectiva me parece esencial, y ni lo uno ni lo otro está presente en el planteamiento ecologista.

Por encima de todo, sería preciso recuperar una forma de vida que nos devolviera a una relación inme­diata con la naturaleza; y lo que de forma especial impide esa inmediatez es, en mi opinión, la tecnología moderna. Por supuesto, no es posible renunciar de la noche a la mañana a la tecnología, pero tal vez sería posible desandar lo andado de forma gradual; orien­tar el proceso exactamente en la dirección inversa, decrecer en lugar de crecer, ir cada vez más despacio en lugar de más deprisa, recuperar progresivamente todo lo que la modernidad nos ha arrebatado sin que apenas nos enterásemos. Eso exigiría un cambio de conciencia global de la humanidad que, ciertamente, no tiene visos de producirse. Y, aun en el caso de dar­se, ¿sería técnicamente posible ese proceso? No lo sé. Pero, en todo caso, si todavía existe una posibilidad de escapar a la Babilonia tecnológica en que vivimos, no puede estar más que ahí. Eso es, yo creo, lo único real."

Extraída del Blog "Cabalgando al tigre"

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