Fragmentos de la "Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes"
Sobre la Tradición
René Guenón
Este documento que damos en llamar “Sobre la Tradición”
corresponde a un fragmento del libro “Introducción general al estudio de las
doctrinas hindúes” de René Guénon, obra que actualmente no está disponible en
castellano. El objeto de esta selección es mostrar someramente algunos de los
planteamientos de La Tradición Primordial o Sophia
Perennis.
Para no quitar importancia al hecho de que se trata de
un fragmento y no de la obra completa, hemos dejado los números de los capítulos
tal como están distribuidos en el original.
El fragmento del libro comprende los siguientes
capítulos:
CAPÍTULO III.- ¿QUÉ HAY QUE ENTENDER POR TRADICIÓN?
CAPÍTULO IV.- TRADICIÓN Y RELIGIÓN
CAPÍTULO V.- CARACTERES ESENCIALES DE LA METAFÍSICA
CAPÍTULO VI.- RELACIONES DE LA METAFÍSICA Y DE LA TEOLOGÍA
CAPÍTULO VII.- SIMBOLISMO Y ANTROPOMORFISMO
CAPÍTULO VIII.- PENSAMIENTO METAFÍSICO Y PENSAMIENTO FILOSÓFICO
CAPÍTULO IX.- ESOTERISMO Y EXOTERISMO
CAPÏTULO X.- LA REALIZACIÓN METAFÍSICA
CAPÍTULO
III.- ¿QUÉ HAY QUE ENTENDER POR TRADICIÓN?
En lo que precede, hemos hablado a cada
instante de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, y hasta de
lenguas tradicionales, y no se puede hacer de otro modo cuando se quiere
designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento
oriental bajo sus diversos modos; pero ¿qué es, más precisamente, la tradición?
Decimos desde luego, para evitar una confusión que podría producirse, que no
tomamos esta palabra en el sentido restringido en que el pensamiento
religioso del Occidente opone a veces "tradición" y "escritura", entendiendo por
el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido objeto
de una transmisión oral. Por el contrario, para nosotros, la tradición, en una
acepción mucho más general, puede ser escrita lo mismo que oral, aunque
habitualmente, si no siempre, haya debido ser antes que nada oral en su
origen, como lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas, la
parte escrita y la parte oral forman por doquiera dos ramas complementarias de
una misma tradición, ya sea religiosa o de otra especie, y no vacilamos en
hablar de "escrituras tradicionales", lo que sería evidentemente
contradictorio si diésemos a la palabra "tradición" sólo su significado más
especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente "lo que se
transmite" de una manera o de otra.
Además, es necesario comprender en la
tradición a titulo de elementos secundarios y derivados, pero sin embargo
importantes para tener de ella una noción completa, todo el conjunto
de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la misma
doctrina tradicional.
Considerada así, la tradición puede parecer
que se confunde con la misma civilización que es, según ciertos sociólogos,
"el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a
un grupo de hombres durante un determinado tiempo" (1). Pero, ¿qué vale
exactamente esta definición? No creemos, a decir verdad, que la civilización sea
susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género,
que será siempre demasiado amplia o demasiado estrecha en ciertos aspectos
exponiéndose a dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización, y a
comprender en cambio otros elementos que sólo pertenecen propiamente
a algunas civilizaciones particulares. Así pues, la definición precedente no
tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización,
porque esto es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llama las
"técnicas", que se nos dice que son "conjuntos de prácticas especialmente
destinadas a modificar el medio físico"; por otra parte, cuando se habla de
"creencias", agregando que esta palabra debe ser "tomada en su sentido
habitual", hay ahí algo que supone manifiestamente la presencia del elemento
religioso lo cual es en realidad especial a ciertas civilizaciones y no se
encuentra en otras. Para evitar cualquier inconveniente de este género nos hemos
contentado, al principio, con decir simplemente que una civilización es el
producto y la expresión de cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o
menos extenso, reservando para cada caso particular la determinación precisa de
sus elementos constitutivos.
De todos modos, no es menos cierto que, en lo
que se refiere al Oriente, la identificación de la tradición y de la
civilización toda entera está justificada en el fondo: cualquier civilización
oriental, tomada en su conjunto, se nos presenta como esencialmente tradicional,
y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que dimos en el capitulo
precedente. En cuanto a la civilización occidental, dijimos que está por el
contrario desprovista de todo carácter tradicional, con excepción de su
elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Y es que
las instituciones sociales, para que se las pueda llamar tradicionales,
deben estar efectivamente unidas, como a su principio, a una doctrina de
carácter tradicional también, ya sea esta doctrina metafísica, ya religiosa o de cualquier otra
clase concebible. En otros términos, las instituciones tradicionales, que
comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son las que
tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, más o
menos intencionada y consciente, con relación a una doctrina cuya naturaleza
fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual, pero la
intelectualidad puede hallarse en ella en estado puro, y entonces se trata de
una doctrina propiamente metafísica, o bien encontrarse mezclada a diversos
elementos heterogéneos, lo que da nacimiento al modo religioso y a los otros
modos de los que puede ser susceptible una doctrina
tradicional.
En el Islam, lo hemos dicho, la. tradición
presenta dos aspectos distintos, de los cuales uno es religioso, y es al que se
adhiere directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el
otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En cierta
medida, hubo algo de este género en la Europa de la Edad Media con la doctrina
escolástica, en la que, por otra parte, se ejerció fuertemente la influencia
árabe; pero es necesario agregar, para no llevar más lejos las analogías, que la
metafísica jamás ha sido separada, tan nítidamente como debería serlo, de la
teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento
religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en la teología
de propiamente metafísico no es completo, permaneciendo sometido a ciertas
limitaciones que parecen inherentes a toda la intelectualidad occidental;
sin duda hay que ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble
herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad
griega.
En la India, se está en presencia de una
tradición puramente metafísica en su esencia, a la cual vienen a agregarse,
como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplicaciones diversas, ya
sea en ciertas ramas secundarias de la doctrina misma, como la que se refiere a
la cosmología por ejemplo, o bien en el orden social que está por lo demás
determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece
entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana.
Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre
todo en razón, de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos
extra-intelectuales que él implica esencialmente, es la total subordinación
de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir al
dominio de los principios universales.
En China, la separación muy clara de la que
hemos hablado, nos muestra, por una parte, una tradición metafísica, y, por
otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vista no sólo
distintas, como lo son en efecto, sino aun relativamente independientes una
de otra, tanto más cuanto que la tradición metafísica ha sido siempre el
patrimonio casi exclusivo de una "élite" intelectual, mientras que la
tradición social, en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a
todos y exige en el mismo grado su participación efectiva. Sólo que es
necesario fijarse en que la tradición metafísica, tal como está constituida
bajo la forma del "Taoísmo", es el desarrollo de los principios de una
tradición más primordial, contenida principalmente en el
"Yi-King", y que es de esta misma tradición primordial de donde
fluye enteramente, aunque de manera menos inmediata y sólo como aplicación a un
orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que es
habitualmente conocido bajo el nombre de "Confucianismo". Así se encuentra
restablecida, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad
esencial de los dos aspectos principales de la civilización
extremo-oriental, continuidad que estaría uno expuesto a desconocer casi
inevitablemente, si no supiese remontar hasta su fuente común, es decir hasta
esta tradición primordial cuya expresión ideográfica, fijada desde la época de
Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de casi cincuenta
siglos.
Debemos ahora, después de esta visión de
conjunto, señalar de manera más precisa lo que constituye propiamente esta
forma tradicional especial que denominamos la forma religiosa, luego lo que
distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir de
las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que lo
distingue del pensamiento filosófico, en el sentido occidental de esta palabra.
En estas distinciones profundas encontraremos verdaderamente, por oposición
a los principales géneros de concepciones intelectuales, comunes al mundo
occidental, los caracteres fundamentales, de Ios modos generales y esenciales de
la intelectualidad oriental.
NOTA:
(1). E. DOUTTÉ, Magie et
religion dans l'Afrique du Nord. Introducción, pág.
5.
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CAPÍTULO
IV.- TRADICIÓN Y RELIGIÓN
Parece que es bastante difícil ponerse de
acuerdo sobre una definición exacta y rigurosa de la religión y de sus
elementos esenciales, y la etimología, a menudo preciosa en caso semejante,
es aquí apenas una débil ayuda, porque la indicación que nos suministra es
extremadamente vaga. La religión, según una derivación de esta palabra, es "lo
que une"; pero ¿hay que entender por esto lo que une al hombre a un principio
superior, o simplemente lo que une a los hombres entre sí? Si se considera la
antigüedad greco-romana, de donde nos vino la palabra, si no la cosa misma que
ahora designa, es casi seguro que la noción de religión participaba de esta
doble acepción, y aún que la segunda tenía lo más a menudo una parte
preponderante. En efecto la religión, o por lo menos lo que se entendía en aquel
entonces por esta palabra, formaba cuerpo, de manera indisoluble, con el
conjunto de las instituciones sociales, de donde el reconocimiento de los
"dioses de la ciudad" y la observancia de las formas de culto legalmente
establecidas que constituían sus condiciones fundamentales y garantizaban su
estabilidad; y esto era, por lo demás, lo que daba a estas instituciones un
carácter verdaderamente tradicional. Sólo que desde entonces, por lo menos en la
época clásica, había algo de incomprendido en el principio mismo sobre el cual
debía descansar intelectualmente esta tradición; puede verse en esto una de las
primeras manifestaciones de la ineptitud metafísica común a los occidentales,
ineptitud que tiene por consecuencia fatal y constante una extraña confusión en
las modalidades del pensamiento. En los griegos en particular, los ritos y los
símbolos, herencia de tradiciones más antiguas y ya olvidadas, perdieron pronto
su significado original y preciso; la imaginación de este pueblo eminentemente
artista, expresándose al capricho de la fantasía individual de sus poetas, los
había recubierto de un velo casi impenetrable, y por esto vemos a filósofos
tales como Platón declarar expresamente que no saben qué pensar de los más
antiguos escritos que poseían relativos a la naturaleza de los dioses (1). Los
símbolos degeneraron así en simples alegorías, y, por el hecho de una tendencia
invencible a las personificaciones antropomórficas, se volvieron "mitos", es
decir fábulas de las que cada uno podía creer lo que le parecía, con tal que
guardara prácticamente la actitud convencional impuesta por las
prescripciones legales. No podía subsistir, en estas condiciones, más que
un formalismo tanto más puramente exterior cuanto que se había vuelto más
inaprehensible para los mismos que estaban encargados de asegurar su
mantenimiento de conformidad con reglas invariables, y la religión, por
haber perdido su razón de ser más profunda, no fue ya más que un asunto
exclusivamente social. Esto es lo que explica cómo el hombre que cambiaba de ciudad debía
al mismo tiempo cambiar de religión y podía hacerlo sin el menor
escrúpulo: tenía que adoptar los usos de aquellos entre los cuales se
establecía, y desde entonces debía obediencia a su legislación que se volvía la
suya, y, de esta legislación; la religión constituida formaba parte integrante,
exactamente con el mismo título que las instituciones
gubernamentales, jurídicas, militares y de otra especie. Esta concepción de la
religión como "lazo social" entre los habitantes de una misma ciudad, a la cual
se sobreponía por encima de variedades locales otra religión más general, común
a todos los pueblos helénicos y que constituía entre ellos el único lazo
verdaderamente efectivo y permanente, esta concepción, decimos, no era la de la
"religión de Estado" en el sentido en que se la debía entender mucho más tarde,
sino que tenía ya, con, ella relaciones evidentes, y debía con seguridad
contribuir por una parte a su formación ulterior.
Entre los Romanos sucedió casi lo mismo que
entre los Griegos, con esta diferencia sin embargo, que su incomprensión de
las formas simbólicas que habían tomado a las tradiciones de los etruscos y
a otros diversos pueblos provenía, no de una tendencia estética que invadiera
todos los dominios del pensamiento, aun los que debían serle más herméticos,
sino de una completa incapacidad: para todo lo que es del orden propiamente
intelectual. Esta insuficiencia radical de la mentalidad romana, casi
exclusivamente dirigida hacia las cosas, prácticas, es demasiado visible y
demasiado reconocida generalmente para que sea necesario insistir en ella; la
influencia griega, que se hizo sentir después, no la remedió sino en una medida
muy restringida. Sea como fuere, los "dioses de la ciudad" tuvieron un papel
preponderante en el culto público, superpuesto a los cultos familiares que
subsistieron siempre en concurrencia con él, pero quizá sin ser mejor
comprendidos en su razón profunda; y estos "dioses de la ciudad", a causa de
extensiones sucesivas que recibió sir dominio, se volvieron finalmente "los
dioses del Imperio". Es evidente que un caso como éste de los emperadores, por
ejemplo, no podía tener un alcance únicamente social; y se sabe que si el
Cristianismo fue perseguido, cuando tantos elementos heterogéneos se
incorporaron sin inconveniente a la religión romana, es porque sólo él traía
consigo, práctica lo mismo que teóricamente, un desconocimiento formal de los
"dioses del Imperio", esencialmente subversivo contra las instituciones
establecidas. Este desconocimiento no hubiera sido necesario, por lo demás, si
el alcance real de los ritos simplemente sociales hubiese sido definido y
limitado con claridad; lo fue, por el contrario, en razón de múltiples
confusiones que se produjeron en los dominios más diversos y que, nacidas de
elementos incomprendidos que contenían estos ritos y de los cuales algunos
venían de muy lejos, les daban un carácter "supersticioso" en el sentido
riguroso en que hemos empleado ya esta palabra.
No hemos tenido simplemente por objeto, con
esta exposición, mostrar lo que era la concepción de la religión en la
civilización greco-romana, lo cual tal vez podría parecer fuera de lugar; hemos
querida sobre todo hacer comprender cuán profundamente difiere esta concepción
de la que existe sobre la religión en la civilización occidental actual, a pesar
de la identidad del término que sirve para designar a una y otra. Podría decirse
que el Cristianismo, o, si se prefiere, la tradición judeo-cristiana, al
adoptar, con la lengua latina, esta palabra de "religión", que se tomó prestada,
le impuso un significado casi enteramente nuevo; hay otros ejemplos de este
hecho, y uno de los más notables es el que ofrece la palabra "creación", de la
que hablaremos más tarde. Lo que dominará desde entonces es la idea de enlace en
un principio superior, y no ya la de lazo social, que todavía subsiste
hasta cierto punto, pero aminorada y en el rango de elemento secundario.
Aun ésta, a decir verdad, no es más que una primera aproximación; para
determinar con más exactitud el sentido de la religión en su concepción actual,
que es la única que ahora consideraremos bajo este nombre, sería evidentemente
inútil insistir más en la etimología, cuyo uso se ha apartado grandemente de él,
y sólo por el examen directo de lo que efectivamente existe es posible obtener
una información precisa.
Debemos decir desde luego que la mayoría de
las definiciones, o más bien de los ensayos de definición que se han
propuesto, en lo que se refiere a la religión, tienen como defecto común el
poderse aplicar a cosas en extremo diferentes, y de las cuales algunas no tienen
nada de religioso en realidad. Así pues, hay sociólogos que pretenden, por
ejemplo, que "lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza
obligatoria" (2). Sería oportuno hacer notar que este carácter obligatorio está
lejos de pertenecer en e] mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que
puede variar de intensidad, ya sea por prácticas y creencias diversas en el
interior de una misma religión, ya sea generalmente de una religión a otra; pero
aun admitiendo que sea más o menos común a todos los hechos religiosos,
está muy lejos de serles propio, y la lógica más elemental enseña que una
definición debe convenir, no sólo "a todo lo definido", sino también, "a lo sólo
definido". De hecho, la obligación, impuesta más o menos estrictamente por
una autoridad o un poder de cualquiera naturaleza, es un elemento que se
encuentra de manera casi constante en todo lo que son instituciones
sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se imponga como más
rigurosamente obligatorio que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se
adhiera directamente a la religión como en el Islam, o que esté por el
contrario enteramente separada e independiente como en los Estados europeos
actuales, tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en otro, y lo
tiene siempre necesaria y simplemente porque ésta es una condición de
posibilidad para no importa qué forma de organización social; ¿quién se
atrevería, pues, a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la
Europa moderna están revestidas de un carácter religioso? Tal suposición es
manifiestamente ridícula, y, si nos detenemos en ella un poco más de lo que
quizá conviene, es porque se trata de teorías que han adquirido, en ciertos
medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para terminar con
este punto, no es sólo en las sociedades que se ha convenido en llamar
"primitivas", erróneamente a nuestro juicio, donde todos los fenómenos
sociales tienen el mismo carácter "obligatorio", en tal o cual grado; esta
comprobación obliga a nuestros sociólogos, cuando hablan de estas
sociedades tituladas "primitivas" cuyo testimonio les agrada invocar tanto más
cuanto que su "control" es más difícil, a confesar que "la religión es todo
en ellas, a menos que se prefiera decir que no es nada" (3). Es verdad que
agregan inmediatamente, para esta segunda alternativa que nos parece que es
la buena, esta restricción: "si se la quiere considerar como una función
especial"; pero precisamente, si no es una "función especial", no es de
ningún modo la religión.
Pero aún no terminamos con todas las
fantasías de los sociólogos: otra teoría que les es cara consiste en decir que
la religión se caracteriza esencialmente por la presencia de un elemento ritual;
en otras palabras, donde quiera que se compruebe la existencia de no importa qué
ritos, debe concluirse, sin otro examen, que por esto mismo se está en presencia
de fenómenos religiosos. Cierto, en toda religión se encuentra un elemento
ritual, pero este elemento no basta, por sí solo, para caracterizar como tal a
la religión; aquí, como hace poco, la definición propuesta es demasiado amplia,
porque hay ritos que de ningún modo son religiosos, y hasta los hay de varias
clases. Hay, en primer lugar, ritos que tienen un carácter pura y exclusivamente
social, civil si se quiere: este caso debió encontrarse en la civilización
greco-romana, si no hubiera habido entonces las confusiones de las que hemos hablado; existe actualmente en
la civilización china, en la que no hay ninguna confusión del mismo género,
y donde las ceremonias del Confucianismo son efectivamente ritos sociales,
sin el menor carácter religioso: sólo en tal sentido, estas ceremonias son
objeto de un reconocimiento oficial, que, en China, sería inconcebible en
cualquiera otra condición. Esto lo comprendieron muy bien los jesuitas
establecidos en China en el siglo XVII, cuando encontraron muy natural
participar en estas ceremonias, sin ver en ellas nada de incompatible con el
Cristianismo, en lo que tenían mucha razón, porque el Confucianismo, al
colocarse enteramente fuera del dominio religioso, y no haciendo intervenir
sino lo que puede y debe ser admitido normalmente por todos los miembros del
cuerpo social sin ninguna distinción, es por lo mismo perfectamente conciliable
con cualquier religión, y también con la ausencia de cualquiera religión. Los
sociólogos contemporáneos cometen exactamente el mismo error que cometieron en
otra época los adversarios de los jesuitas, cuando los acusaron de estar
sometidos a las prácticas de una religión extraña al Cristianismo: al ver que
allí había ritos, pensaron como es natural que estos ritos debían, como los que
estaban acostumbrados a considerar en su medio europeo, ser de naturaleza
religiosa. La civilización extremo-oriental nos servirá todavía de ejemplo para
otro orden de ritos no religiosos: en efecto, el Taoísmo que es, como lo hemos
dicho, una doctrina puramente metafísica, posee también ciertos ritos que
le son propios; y es que existen, por extraño y hasta incomprensible que pueda
parecer a los occidentales, ritos que tienen un carácter y un alcance
esencialmente metafísicos. Como por el momento no queremos insistir más en esto,
agregaremos simplemente que, sin ir tan lejos como a China o a la India, se
podrían encontrar tales ritos en ciertas ramas del Islam ( si éste no
permaneciera tan cerrado a los europeos, y en gran parte por su culpa, como todo
el resto del Oriente). Después de todo, son excusables los sociólogos al
equivocarse sobre cosas que les son completamente extrañas, y podrían, con
alguna apariencia de razón, creer que todo rito es de esencia religiosa, si el
mundo occidental, sobre el cual deberían estar mejor informados, no les
presentara mas que ritos semejantes; pero nos permitiríamos de buena gana
preguntarles, por ejemplo, si los ritos masónicos, cuya verdadera
naturaleza no tratamos de investigar aquí, poseen, por el hecho mismo de que
efectivamente son ritos, un carácter religioso en cualquier grado que
sea.
Mientras nos ocupamos de este asunto,
aprovecharemos la ocasión para señalar que la ausencia total del punto de vista
religioso entre los chinos ha dado lugar a otro error, pero que es inverso del
precedente, y que esta vez se debe a una incomprensión recíproca. El chino que
tiene, en cierto modo por naturaleza, el mayor respeto por todo lo que es de
orden tradicional, adoptará con gusto, cuando se encuentre transportado a otro
medio, lo que le parecerá que constituye la tradición; ahora bien, en
Occidente, como nada más que la religión presenta este carácter, podrá adoptarla
así, pero de manera por completo superficial y pasajera. De retorno a su país de
origen, que nunca abandonó de manera definitiva, porque la "solidaridad de la
raza" es demasiado poderosa para permitírselo, este mismo chino ya no se
preocupará en absoluto de la religión cuyos usos siguió temporalmente; y es que
esta religión, que lo es para los otros, él mismo jamás la concibió en modo
religioso, porque este modo es extraño a su mentalidad, y por lo demás, como no
encontró nada en Occidente que tuviera un carácter siquiera un poco
metafísico, esta religión no podía ser a sus ojos sino el equivalente más o
menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del
Confucianismo. Los europeos cometerían, pues, un gran error al calificar tal
actitud de hipocresía, como les acontece hacerlo; no es para el chino más
que una simple cuestión de cortesía, porque según la idea que él se formó, la
cortesía quiere que se amolde uno tanto como es posible a las costumbres
del país en el que vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en
regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su puesto en la jerarquía
oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores
rituales que les correspondían.
En el mismo orden de ideas, otro hecho
interesante que hay que notar es el de que, en el Japón, el Shintoísmo tiene, en
cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el Confucianismo en China;
aunque tenga otros aspectos definidos con menos claridad, es antes que nada
una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son
"sacerdotes", son enteramente libres para adoptar la religión que les agrade o
de no tener ninguna. Recordamos haber leído a este propósito, en un manual
de historia de las religiones, esta reflexión singular: que "en el Japón lo
mismo que en China la fe en las. doctrinas de una religión no excluye en
absoluto la fe en las doctrinas de otra religión" (4); en realidad,
doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse
sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y esto debería bastar para
probar que de ningún modo se puede tratar aquí de religión. De hecho, fuera del
caso de imputaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy
profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso es tan desconocido de los
Japoneses como de los chinos; hasta es uno de los raros rasgos comunes que se
pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos.
Hasta aquí sólo hemos tratado de manera
negativa la cuestión que planteamos, porque hemos mostrado sobre todo la
insuficiencia de ciertas dominaciones, insuficiencia que va hasta provocar su
falsedad; ahora debemos indicar, si no una definición propiamente hablando, por
lo menos una concepción positiva de lo que verdaderamente constituye la
religión. Diremos que la religión permite esencialmente la reunión de tres
elementos de órdenes diversos: un dogma, una moral, un culto; cuando falte
uno de estos elementos, no se tratará ya de una religión en el sentido propio de
esta palabra. Agregaremos desde luego que el primer elemento forma la parte
intelectual de la religión, que el segundo forma su parte social, y que el
tercero, que es elemento ritual, participa a la vez de una y otra; pero
esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica
propiamente a una doctrina religiosa; sin investigar más por el momento cuáles
son las características especiales de tal doctrina, podemos decir que, aunque
evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no es sin embargo de
orden puramente intelectual; y, por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no
religiosa. Se necesita, pues, que esta doctrina, para que tome la forma
particular que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de
elementos extra-intelectuales, que son, en su mayor parte, de orden sentimental;
la misma palabra "creencias", que sirve por lo común para designar las
concepciones religiosas, marca bien este carácter, porque es una
observación psicológica elemental
la de que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se
opone a la certidumbre que es toda
intelectual, es un fenómeno en el que la sentimentalidad desempeña un
papel esencial, una especie de inclinación o de simpatía por una idea, lo que,
por lo demás, supone necesariamente que esta idea fue concebida con un matiz
sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en
la doctrina, se vuelve preponderante y aun casi exclusivo en la moral, cuya
dependencia de principio con respecto al dogma es una afirmación sobre todo
teórica; esta moral cuya razón de ser es puramente social, podría ser
considerada como una especie de legislación, la única que continúa siendo del
resorte de la religión en donde las instituciones civiles son independientes. En
fin, los ritos cuyo conjunto constituye el culto tienen un carácter intelectual
en tanto que se les considera como una expresión simbólica y sensible de la
doctrina, y un carácter social en tanto que se les ve como practicas que
solicitan, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación
de todos los miembros de la comunidad religiosa. El nombre de culto se
debería reservar propiamente a los ritos religiosos; sin embargo, de hecho, se
emplea también corrientemente, pero de un modo algo abusivo, para designar otros
ritos, los ritos puramente sociales por, ejemplo, como cuando se habla del
"culto de los antepasados" en China: Hay que hacer notar que, en una religión en
la cual el elemento social y sentimental supera al elemento intelectual, la
parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente más y más, de manera
que tal religión tiende a degenerar en un "moralismo" puro y simple, como se ve
un ejemplo muy claro en el caso del Protestantismo; en el límite que casi ha
alcanzado en la actualidad cierto "protestantismo liberal", lo que queda no es
ya en absoluto una religión, porque no ha conservado más que una de las partes
esenciales de ella, sino que es simplemente una especie de pensamiento
filosófico especial. Importa precisar, en efecto, que la moral puede ser
concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando se une
en principio a un dogma al cual se subordina, o bien en modo filosófico,
cuando se la considera como independiente; insistiremos más adelante sobre esta
segunda forma. Ahora se podrá comprender por qué decíamos antes que es difícil
aplican rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por
el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo, lo que confirma el origen
específicamente judaico de la concepción que esta palabra expresa actualmente.
Es que, por dondequiera que sea, las tres partes que acabamos de caracterizar no
se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China,
vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados,
por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista
moral está ausente en absoluto, aun de la tradición social. En la India
igualmente, es este punto de vista moral el que falta: si la legislación no es
religiosa como en el Islam, es que está desprovista por completo del elemento
sentimental único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en
cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin
ninguna huella tampoco de esta forma sentimental que seria necesaria para darle
el carácter de un dogma religioso, y sin la cual la unión de una moral a un
principio doctrinal es del todo inconcebible. Puede decirse que el punto de
vista moral y el mismo punto de vista religioso suponen esencialmente cierta
sentimentalidad, que en efecto se ha desarrollado sobre todo en los
occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Hay pues aquí algo
verdaderamente especial a los occidentales, a los que habría que agregar los
musulmanes, pero sin hablar siquiera del aspecto extra-religioso de la
doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos la moral,
mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como
existente por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una
"moral independiente", es decir "filosófica", idea que se encontró en otro
tiempo en los Griegos y en los Romanos, y que se ha difundido de nuevo en
Occidente en la época actual.
Es indispensable aquí una última observación:
no admitimos de ningún modo, como los sociólogos de que hablamos antes, que
la religión sea pura y simplemente un hecho social; sólo afirmamos que
tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que, evidentemente, no
es en absoluto la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente
secundario con relación a la doctrina, que es de otro orden, de manera que la
religión, siendo social bajo cierto aspecto, es al mismo tiempo algo más. Por
otra parte, hay casos en que todo lo que es del orden social se encuentra unido
y como suspendido a la religión: es el caso del Islamismo, como ya tuvimos
ocasión de decirlo, y también del judaísmo, en el cual la legislación también es
esencialmente religiosa, pero con la particularidad de no ser aplicable sino a
un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del Cristianismo
que podríamos llamar "integral", y que tuvo en otro tiempo una realización
efectiva. La opinión sociológica sólo corresponde al estado actual de Europa, y
eso haciendo abstracción de consideraciones doctrinales, que no han perdido
sin embargo realmente su importancia primordial sino en los pueblos
protestantes; cosa bastante curiosa, podría servir para justificar la
concepción de una "religión de Estado", es decir, en el fondo, de una
religión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como
tal, corre peligro de ser reducida a un papel de instrumento político:
concepción que, en ciertos aspectos, nos lleva a la de la religión greco-romana,
así como antes lo indicamos. Esta idea aparece como diametralmente opuesta
a la de la "Cristiandad": ésta, anterior a las nacionalidades, no podría
subsistir o restablecerse después de su constitución sino a condición de ser
esencialmente "supranacional"; por el contrario, la "religión de Estado" ha
sido considerada siempre de hecho, si no de derecho, como nacional, ya sea
por completo independiente o que admita una unión a otras instituciones
similares por una especie de lazo federativo, que no deja en todo caso a la
autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La
primera de estas dos concepciones, la de la "Cristiandad", es eminentemente la
de un "Catolicismo" en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la
de una "religión de Estado", encuentra lógicamente su expresión, según los
casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o bien en el
Anglicanismo o en ciertas formas de la religión protestante, a la
cual, en general, no parece repugnarle este descenso. Agreguemos para
terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la
religión, la primera es la única capaz de presentar, con las particularidades
propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la
concibe, sin excepción alguna, la mentalidad oriental.
NOTA:
(1). Leyes, libro X.
(2). E. Durkheim, De la définition des phénomènes religieux.
(3). E. Doutté, Magie et religion dans l´Afrique du nord, Introducción, p. 7.
(4). Christus, cap. V, pág. 198
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CAPÍTULO
V.- CARACTERES ESENCIALES DE LA METAFÍSICA
Mientras que el punto de vista religioso
implica esencialmente la intervención de un elemento de orden sentimental,
el punto de vista metafísico es exclusivamente intelectual; pero esto, por más
que tiene para nosotros un significado muy claro, podría parecer a muchos que
caracteriza de manera insuficiente este último punto de vista, poco familiar a
los occidentales, si no tuviésemos cuidado de aportar otras precisiones. La
ciencia y la filosofía, en efecto, tal y como existen en el mundo occidental,
tienen también pretensiones a la intelectualidad; si nosotros no admitimos
que estas pretensiones estén fundadas, y si sostenemos que hay una
diferencia de las más profundas entre todas las especulaciones de este
género y la metafísica, es que la intelectualidad pura, en el sentido en que la
consideramos, es otra cosa que lo que se entiende ordinariamente por ella de
manera más o menos vaga.
Debemos declarar desde luego que, cuando
empleamos el término "metafísica" como lo hacemos, poco nos importa su
origen histórico, que es algo dudoso, y que sería puramente fortuito si
hubiese que admitir la opinión, por lo demás muy poco verosímil a nuestros ojos,
según la cual habría servido al principio para designar simplemente lo que venía
"después de la física" en la colección de las obras de Aristóteles. No tenemos
tampoco por qué preocuparnos de las acepciones diversas y más o menos abusivas
que algunos atribuyeron a esta palabra en esta o en aquella época; éstos no
son motivos suficientes para hacérnosla abandonar, porque, tal como es, es
muy apropiada para lo que debe designar normalmente, al menos tanto como puede
serlo un término tomado a las lenguas occidentales. En efecto, su sentido más
natural, aun etimológicamente, es aquel según el cual designa lo que está
"más allá de la física", entendiendo aquí por "física", como lo hicieron siempre
los antiguos, el conjunto de todas las ciencias de la naturaleza, considerado de
una manera por completo general, y no simplemente una de estas ciencias en
particular, según la acepción restringida que es propia a los modernos. Es pues
con esta interpretación como tomamos esté término de metafísica, y debe
entenderse bien de una vez por todas que, si nos adherimos a él, es nada más por
la razón que acabamos de indicar, y porque estimamos que es siempre desagradable
tener que recurrir a neologismos fuera de los casos de absoluta
necesidad?.
Diremos ahora que la metafísica, comprendida
así, es esencialmente el conocimiento de lo universal, o, si se quiere, de los
principios de orden universal, únicos a los que conviene este nombre de
principios; pero no queremos verdaderamente dar con esto una definición de la
metafísica, lo que es rigurosamente imposible, en razón de esta misma
universalidad que consideramos como el primero de sus caracteres, del cual se
derivan todos los otros. En realidad, sólo puede ser definido lo que es
limitado, y la metafísica es por el contrario, en su esencia misma,
absolutamente ilimitada, lo que evidentemente, no nos permite encerrar su
noción en una fórmula más o menos estrecha; una definición en este caso sería
tanto más inexacta cuanto más se esforzase uno por hacerla más precisa. Importa
resaltar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, en esto,
es indicar la distinción profunda que hay que establecer necesariamente
entre la metafísica por una parte, y, por la otra, las diversas ciencias en
el sentido propio de esta palabra, es decir todas las ciencias particulares
y especializadas, que tienen por objeto tal o cual aspecto determinado de las
cosas individuales. Ésta es, en el fondo, la misma distinción de lo universal y
de lo individual, distinción que no se debe tomar por una oposición,
porque no hay entre sus dos términos ninguna medida común ni ninguna
relación de simetría o de coordinación posible. Por otra parte, no podría
haber oposición o conflicto de ninguna especie entre la metafísica y las
ciencias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente
separados; sucede exactamente lo mismo, por lo demás, con la religión. Hay que
comprender bien, sin embargo, que la separación de que se trata no se
refiere tanto a las cosas mismas como a los puntos de vista bajo los cuales
consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que diremos
de manera más especial sobre el modo como deben ser concebidas las relaciones
que tienen entre si las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse
cuenta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias
bajo aspectos diferentes; así también, todo lo que consideramos desde ciertos
puntos de vista individuales y especiales puede igualmente, por una
transposición adecuada, considerarse desde el punto de vista universal, que por
lo demás no es ningún punto de vista especial, al igual que aquello que no se
puede considerar de modo individual. De esta manera, se puede decir que el
dominio de la metafísica lo comprende todo, lo cual es necesario para que sea
verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; y los dominios propios
de las diversas ciencias no quedan por esto menos distintos del de la
metafísica, porque ésta, como no se coloca sobre el mismo terreno de las
ciencias particulares, no es su análoga en ningún grado, de tal manera que no
puede haber jamás motivo para establecer ninguna comparación entre los
resultados de la una y los de las otras. Por otra parte, el dominio de la
metafísica no es de ningún modo, como lo piensan ciertos filósofos que no saben
de lo que se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de
ellas porque su desarrollo actual es más o menos incompleto, sino lo que,
por su misma naturaleza, escapa al alcance de estas ciencias y supera
inmensamente la extensión a la cual pueden aspirar legítimamente. El dominio de
cualquier ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus
modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está esencialmente
constituido por aquello donde no hay ninguna experiencia posible: como está
"más allá de la física", nosotros estamos también, y por ello mismo, más allá de
la experiencia. Por consecuencia, él dominio de cada ciencia particular
puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, Sin llegar nunca a
tener el menor punto de contacto con el de la metafísica.
La consecuencia inmediata de lo que precede
es que, cuando se habla del objeto de la metafísica, no se debe tener en
consideración algo más o menos análogo a lo que puede ser el objeto especial de
tal o cual ciencia. También, que este objeto debe siempre ser absolutamente el
mismo, que no puede ser de ningún modo algo cambiante y sometido a las
influencias de los tiempos y de los lugares; lo contingente, lo accidental, lo
variable, pertenecen al dominio de lo individual, y aun son caracteres que
condicionan necesariamente las cosas individuales como tales, o, para
hablar de una manera todavía más rigurosa, el aspecto individual de
las cosas con sus modalidades múltiples. De modo que, cuando se trata de
metafísica, lo que puede cambiar con los tiempos y los lugares son nada más que
los modos de exposición, es decir las formas más o menos exteriores de las que
puede estar revestida, la metafísica, y que son susceptibles de adaptaciones
diversas, y éste también es, evidentemente, el estado de conocimiento o de
ignorancia de los hombres, o por lo menos de la generalidad de ellos, con
respecto a la metafísica verdadera; pero ésta permanece siempre, en el fondo,
perfectamente idéntica a sí misma, porque su objeto, es esencialmente uno, o con
más exactitud, "sin dualidad", como dicen los hindúes, y este objeto,
siempre por lo mismo que está "más allá de la naturaleza", también está más
allá del cambio: es lo que expresan los árabes al decir que "la doctrina de la
Unidad es única". Yendo más lejos todavía en el orden de las consecuencias,
podemos agregar que no hay absolutamente descubrimientos posibles en
metafísica, porque, desde el momento en que se trata de un modo de conocimiento
que no recurre al empleo de ningún medio especial y exterior de investigación,
todo lo que es susceptible de ser conocido puede haberlo sido igualmente por;
ciertos hombres en todas las épocas; y esto es, efectivamente, lo que resulta de
un examen profundo de las doctrinas metafísicas tradicionales. Por otra parte,
aun admitiendo que las ideas de evolución y de progreso pueden tener cierto
valor relativo en biología y en sociología, lo que está lejos de haberse
probado, no sería menos cierto que no tienen ninguna aplicación posible con
relación a la metafísica; de modo que estas ideas son completamente extrañas a
los orientales, como lo fueron por lo demás hasta fines del siglo XVIII a los
mismos occidentales, que ahora las creen elementos esenciales del espíritu
humano. Esto implica, notémoslo bien, la condenación formal de cualquier tentativa de aplicación del "método
histórico" a lo que es de orden metafísico: en efecto, el mismo punto de vista
metafísico se opone radicalmente al punto de vista histórico, o llamado así, y
hay que ver en esta oposición no sólo una cuestión de método, sino también y
sobre todo, lo que es mucho más grave, una verdadera cuestión de principio,
porque el punto de vista metafísico, en su inmutabilidad esencial, es la
negación misma de las ideas de evolución y de progreso; de modo que podría
decirse que la metafísica no se puede estudiar más que metafísicamente. No hay
que tener en cuenta aquí contingencias tales como las influencias individuales,
que rigurosamente no existen a este respecto y no pueden ejercerse sobre la
doctrina, puesto que ésta, siendo de orden universal, y por lo tanto
esencialmente supra-individual, escapa por fuerza a su acción; aun las
circunstancias de tiempo y de lugar no pueden, insistimos de nuevo, influir más
que sobre la expresión exterior, y de ningún modo sobre la esencia misma de
la doctrina; y en fin, en metafísica no se trata, como en el orden de lo
relativo y contingente, de "creencias" o de "opiniones" más o menos variables y cambiantes,
porque son más o menos dudosas, sino exclusivamente de certidumbre permanente e
inmutable. En efecto, por lo mismo que la metafísica no participa de
ningún modo de la relatividad de las ciencias, debe implicar la certidumbre
absoluta como carácter intrínseco, y esto desde luego por su objeto, pero
también por su método, si es que esta palabra puede aplicarse aquí todavía, sin
lo cual éste método, o con cualquiera otro nombre con que se le quiera designar,
no seria adecuado al objeto. La metafísica excluye, pues, necesariamente,
cualquiera concepción de carácter hipotético, de donde resulta que las
verdades metafísicas, en sí mismas, no pueden de ningún modo ser discutibles;
por lo tanto, si puede haber motivo a veces de discusión y de controversia, no
será nunca sino por causa de una exposición defectuosa o de una comprensión
imperfecta de estas verdades. Por lo demás, cualquiera exposición posible es
aquí necesariamente defectuosa, porque las concepciones metafísicas, por su
naturaleza universal, no son jamás totalmente expresables, ni siquiera
imaginables, ni pueden ser alcanzadas en su esencia más que por la
inteligencia pura y "no-formal"; superan inmensamente a todas las formas
posibles, y especialmente a las fórmulas en que quisiera encerrarlas el
lenguaje, fórmulas siempre inadecuadas que tienden a restringirlas, y por esto a
desnaturalizarlas. Estas fórmulas, como todos los símbolos, sólo sirven de punto
de partida, de "sostén" por decirlo así, para ayudar a concebir lo que permanece
inexpresable en sí, y cada uno debe esforzarse por concebirlo efectivamente
según la medida de su propia capacidad intelectual, supliendo así, en esta misma
medida precisamente, a las imperfecciones fatales de la expresión formal y
limitada; es por lo demás evidente que estas imperfecciones llegarán a su máximo
cuando la expresión deba hacerse en lenguas que, como las europeas, sobre
todo las modernas, parecen lo menos aptas que cabe imaginar para la exposición
de las verdades metafísicas. Como lo dijimos antes, justamente a propósito de
las dificultades de traducción y adaptación, la metafísica, porque se abre
sobre posibilidades ilimitadas, debe siempre reservar la parte de lo inexpresable que, en el fondo, es
para ella todo lo esencial.
Este conocimiento de orden universal debe
estar mas allá de todas las distinciones que condicionan el conocimiento de
las cosas individuales y del cual el sujeto y el objeto es el tipo general y
fundamental; esto muestra también que el objeto especial de la metafísica no es
nada comparable al objeto especial de no importa qué otro género de
conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto sino en un sentido
puramente analógico, porque está uno obligado, para poder hablar, a
atribuirle una denominación cualquiera. Así también, si se quiere hablar del
medio del conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el
conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente
unificados; es decir que este medio, si es que es permitido llamarlo así, no
puede ser nada que se asemeje al ejercicio de una facultad discursiva como la
razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supra-individual,
y, por consecuencia, suprarracional, lo que de ningún modo quiere decir
irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, pero está por
encima de la razón, que no puede intervenir aquí sino de una manera por
completo secundaria, para la formulación y la expresión exterior de estas
verdades que superan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden
ser concebidas sino por una facultad que ya no es del orden individual, y
que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien
entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada de común
con lo que algunos filósofos contemporáneos denominan intuición, facultad
puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón y no por
encima de ella. Hay que decir pues, para mayor precisión, que la facultad de que
hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia ha negado la
filosofía moderna porque no la comprendía, a menos que no haya preferido
ignorarla pura y simplemente; se puede designarla también como el intelecto
puro, siguiendo en esto el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores
escolásticos, para quienes el intelecto es lo que posee inmediatamente el
conocimiento de los principios. Aristóteles declara expresamente (1)
que "el intelecto es más verdadero que la ciencia", es decir, en suma, que
la razón construye la ciencia, pero que "nada es más verdadero que el
intelecto", porque necesariamente es infalible por lo mismo que su operación es
inmediata, y, como en realidad no es distinto de su objeto, no forma más que uno
con la misma verdad. Tal es el fundamento esencial de la certidumbre metafísica;
se ve por esto que no se puede introducir el error sino con el uso de la razón,
es decir al formular verdades concebidas por el intelecto, y esto porque la
razón es evidentemente falible a causa de su carácter discursivo y mediato. Por
otra parte, como toda expresión es por fuerza imperfecta y limitada, el error es
inevitable en cuanto a la forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se
quiera hacer a la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más de
lo que puede encerrar; pero esté error puede no tener nada de positivo como tal
y no ser más que una verdad menor, en suma, que reside sólo en una fórmula
parcial e incompleta de la verdad total.
Ahora podemos darnos cuenta de lo que es, en
su sentido más profundo, la distinción del conocimiento metafísico y
del conocimiento científico: el primero procede del intelecto puro, que tiene
por dominio lo universal; el segundo procede de la razón, que tiene por
dominio lo general, porque, como lo dijo Aristóteles, "solamente hay ciencia de
lo general". No hay pues que confundir de ninguna manera lo universal y lo
general, como acontece muy a menudo a los lógicos occidentales, que no se elevan
nunca realmente por encima de lo general, aun cuando le dan abusivamente el
nombre de universal. El punto de vista de las ciencias, dijimos, es de orden
individual; es que lo general no se opone a lo individual sino sólo a lo
particular, y es, en realidad, lo individual extendido; pero lo individual puede
recibir una extensión, aun indefinida, sin perder por esto su naturaleza y sin
salir de sus condiciones restrictivas y limitativas, y, por esta razón
decimos que la ciencia podría extenderse indefinidamente sin alcanzar nunca a la
metafísica, de la que siempre permanecerá también profundamente separada,
porque sólo la metafísica es el conocimiento de lo
universal.
Creemos haber caracterizado a la metafísica
suficientemente, y no podríamos hacer más sin entrar en la exposición
de la doctrina misma, que no encontraría lugar aquí; estos datos serán
completados en los siguientes capítulos, y particularmente cuando hablemos de la
distinción de la metafísica y lo que generalmente se designa con el nombre
de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es
aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas
tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que
pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta
concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el Taoísmo, en la doctrina
hindú, y también en el aspecto profundo y extra-religioso del Islamismo. Ahora
bien, ¿hay algo parecido en el mundo occidental? Si se considera nada más lo que
actualmente existe, con seguridad no se podría dar a esta cuestión más que una
respuesta negativa, porque lo que el pensamiento filosófico moderno se complace
a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde en ningún grado a
la concepción que hemos expuesto; tendremos ocasión de insistir sobre este
punto. Sin embargo, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de
la doctrina escolástica muestra que, por lo menos, hubo realmente en ella
metafísica en cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta
reserva necesaria, esto es algo acerca de lo cual la mentalidad moderna no
ofrece el menor equivalente, y cuya comprensión parece que le está prohibida.
Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es que hay, como
antes lo dijimos, limitaciones que parecen en verdad inherentes a toda la
intelectualidad occidental, por lo menos a partir de la antigüedad clásica;
y hemos notado ya a este respecto, que los griegos no tenían la idea de lo
Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar
en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser
sino indefinido, y porque confunden invariablemente la eternidad, que
reside esencialmente en el "no-tiempo", si cabe expresarse así, con la
perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, pero no se
les ocurren parecidos errores a los orientales? Es que la mentalidad occidental,
dirigida casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, hace una confusión
constante entre concebir e imaginar, a tal punto que lo que no es susceptible de
ninguna representación sensible le parece por esto mismo realmente impensable;
y, ya entre los griegos, las facultades imaginativas eran preponderantes. Esto
es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones,
no puede haber intelectualidad en el verdadero sentido de esta palabra, ni,
por consiguiente, metafísica posible. Si se agrega a estas consideraciones otra
confusión ordinaria; la de lo racional y de lo intelectual, se percibe
que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en
los modernos, más que el ejercicio de estas facultades del todo individuales y
formales que son la razón y la imaginación; y entonces se puede comprender todo
lo que separa de la intelectualidad oriental, para la que no hay conocimiento
verdadero y que valga, si no es el que tiene su raíz profunda en lo universal y
en lo "informal"
NOTA:
(1). Ultimos Analíticos, libro II.
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CAPÍTULO
VI.- RELACIONES DE LA METAFÍSICA Y DE LA TEOLOGÍA
La cuestión que acabamos de considerar ahora
no se plantea en Oriente, en razón de la ausencia del punto de vista
propiamente religioso, al cual es inherente el pensamiento teológico; por lo
menos, no podría plantearse sino en lo que concierne al Islam, en el que se
plantearía más exactamente la cuestión de las relaciones que deben existir entre
sus dos aspectos esenciales, religioso y extra-religioso, que se podrían llamar
justamente teológico y metafísico. En Occidente, es por el contrario la ausencia
del punto de vista metafísico la que hace que la misma cuestión no se
plantee generalmente; no ha podido plantearse, de hecho más que para la
doctrina escolástica, que, en efecto, era a la vez teológica y metafísica,
aunque bajo este segundo aspecto su alcance fuese restringido, como ya lo
indicamos; pero no parece que se haya aportado nunca una solución muy precisa.
Hay, por lo mismo, mayor interés en tratar esta cuestión de manera por completo
general, y lo que ella implica esencialmente es, en el fondo, una comparación
entre dos modos de pensamiento diferentes, el pensamiento metafísico puro y el
pensamiento específicamente religioso.
El punto de vista metafísico, ya lo dijimos,
es el único verdaderamente universal, por lo tanto ilimitado; cualquier otro
punto de vista está, por consiguiente, más o menos especializado y obligado, por
su naturaleza propia, a ciertas limitaciones. Mostramos ya que así es,
principalmente donde el punto de vista científico, y mostraremos también que lo
mismo sucede con otros diversos puntos de vista a los que se agrupa por lo
general bajo la denominación común y bastante vaga de filosóficos, y que, por lo
demás, no difieren muy profundamente del punto de vista científico
propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones mayores y del todo
injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, susceptible de ser
más o menos estrecha, existe también para el punto de vista teológico; en otros
términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente,
no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en los límites que le
asignan un alcance tan restringido; pero es precisamente porque la teología
está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, por
lo que es más delicado distinguirla claramente, y por lo que pueden introducirse
confusiones con más facilidad todavía aquí que en otras partes. De hecho, no han
dejado de producirse estas confusiones y han llegado hasta un trastorno de
las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la
teología, puesto que aun en la Edad Media, que fue sin embargo la única
época en que la civilización occidental recibió un desarrollo
verdaderamente intelectual, sucedió que la metafísica, por otra parte
insuficientemente separada de diversas consideraciones de orden simplemente
filosófico, fue concebida como dependiente de la teología; y si pudo ser así,
fue porque la metafísica, tal como la consideró la doctrina escolástica, había
permanecido incompleta, de manera que no podía uno darse cuenta pon
completo de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de cualquiera
limitación, puesto que no se la concebía efectivamente sino dentro de ciertos
límites, y que ni siquiera se sospechaba que hubiese más allá de estos límites
una posibilidad de concepción. Esta observación suministra una excusa suficiente
al error que se cometió entonces, y es cierto que los griegos, aun en la
medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido engañarse
exactamente de la misma manera, si hubiese habido entre ellos algo que
correspondiese a lo que es la teología en las religiones judeo-cristianas; esto
es, en suma, lo que ya dijimos, que los Occidentales, aun los que fueron
verdaderamente metafísicos hasta cierto punto, no conocieron nunca la
metafísica total. Acaso hubo, sin embargo, excepciones individuales, porque, así
como lo notamos antes, nada se opone en principio a que haya habido, en
todos los tiempos y en todos los países, hombres que pudieran alcanzar el
conocimiento metafísico completo; y esto sería posible aun en el mundo
occidental de hoy, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las
tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan
desfavorable como es posible bajo este concepto. De todos modos, conviene
agregar que si ha habido tales excepciones no existe de ellas ningún testimonio
escrito, y que no han dejado huella en lo que es habitualmente conocido, lo
que por lo demás no prueba nada. en el sentido negativo, y que tampoco tiene
nada de sorprendente dado que, si se produjeron efectivamente casos de este
género, sólo pudo ser gracias a circunstancias muy particulares, acerca de cuya
naturaleza no nos es posible insistir aquí.
Volviendo a la cuestión que nos ocupa,
recordaremos que indicamos ya lo que distingue, de la manera más esencial,
una doctrina metafísica de un dogma religioso: mientras que el punto de
vista metafísico es puramente intelectual, el punto de vista religioso
implica, como característica fundamental, la presencia de un elemento
sentimental que influye sobre la misma doctrina y que no le permite conservar la
actitud de una especulación puramente desinteresada; esto es, en efecto; lo
que acontece con la teología, aunque de manera más o menos marcada según que se
considere una y otra de las diferentes ramas en que se la puede dividir.
Este carácter sentimental en ninguna parte se acentúa tanto como en la
forma propiamente "mística" del pensamiento religioso; y decimos a este
propósito que, en contra de una opinión muy difundida, el misticismo, por
el hecho de que no podría ser concebido fuera del punto de vista religioso, es
totalmente desconocido en Oriente. No entraremos aquí en detalles más amplios
sobre el particular, lo que nos conduciría a desarrollos muy extensos; en la
confusión tan común que acabamos de señalar, y que consiste en atribuir una
interpretación mística a ideas que de ningún modo lo son, se puede ver un
ejemplo de la tendencia habitual de los occidentales, en virtud de la cual
quieren encontrar por doquiera el equivalente puro y simple de los modos de
pensamiento que les son propios.
La influencia del elemento sentimental daña
de modo evidente la pureza intelectual de la doctrina, y representa, en suma,
hay que decirlo, una decadencia con relación al pensamiento metafísico,
decadencia que por otra parte ahí donde se ha producido principal y
generalmente, es decir, en el mundo occidental, fue en cierto modo inevitable y
aun necesaria en un sentido, si la doctrina tenía que adaptarse a la
mentalidad de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en los que
predominaba la sentimentalidad sobre la inteligencia, predominio que alcanzó su
más alto grado en los tiempos modernos. Sea de ello lo que fuere, no es menos
cierto que el sentimiento no es más que relatividad y contingencia, y que
una doctrina que se dirige a él y sobre la cual él reacciona no puede por ella
misma sino relativa y contingente; y esto puede observarse con
particularidad a propósito de la necesidad de "consolaciones" al cual
responde, en una amplia medida, el punto de vista religioso. La verdad, por sí
misma, no tiene por qué ser consoladora; si alguien la encuentra así, tanto
mejor para él, ciertamente, pero el consuelo que experimenta no viene de la
doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su
propia sentimentalidad. Por el contrario, una doctrina que se adapta a las
exigencias del ser sentimental, y que debe por lo tanto revestirse ella misma de
una forma sentimental, no puede ser ya identificada a la verdad absoluta y
total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio
consolador es correlativa de un desfallecimiento intelectual de la
colectividad humana a la cual se dirige. Por otro lado, de ahí nace la
diversidad profunda de los dogmas religiosos, que acarrea su incompatibilidad,
porque mientras que la inteligencia es una, y la verdad en toda la medida en que
es comprendida no puede serlo más que de una manera, la sentimentalidad es
diversa, y la religión que tienda a satisfacerla deberá esforzarse por adaptarse
lo mejor que sea posible a sus modos múltiples, que son diferentes y
variables según las razas y las épocas. Esto no quiere decir que todas las
formas religiosas sufran en un grado equivalente, en su parte
doctrinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de
cambio que le es consecutiva; la comparación del Catolicismo y del
Protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este
respecto.
Podemos ver ahora que el
punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista
metafísico, particularización que implica una alteración proporcional; es,
si se quiere, una aplicación a condiciones contingentes, una adaptación
cuyo modo está determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe
responder, puesto que estas exigencias especiales son, después de todo, su única
razón de ser. Resulta de aquí que toda verdad teológica podrá, por una
transposición que la libere de su forma específica, ser encauzada a la verdad
metafísica correspondiente, de la que no es más que una especie de traducción,
pero sin que haya tenido por esto equivalencia efectiva entre los dos órdenes de
concepciones: hay que recordar aquí lo que antes dijimos, que todo lo que puede
ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el
punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por esto menos
profundamente separados. Si seguidamente se consideran las cosas en sentido
inverso, habrá que decir que ciertas verdades metafísicas, pero no todas, son
susceptibles de ser traducidas en lenguaje teológico, porque hay que tener en
cuenta esta vez todo lo que, no pudiendo considerarse desde ningún punto de
vista individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no
podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una
forma cualquiera, lo que por lo demás es la misma cosa en el fondo. Lo mismo
para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata, esta
traducción, como cualquiera otra fórmula, siempre es incompleta y parcial, y lo
que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de
la teología del de la metafísica pura. Esto se podría apoyar en numerosos
ejemplos; pero estos mismos ejemplos, para ser comprendidos, presupondrían
desarrollos doctrinales que no podernos. emprender aquí: tal sería, para
limitarnos a un caso típico entre otros, una comparación establecida entre la
concepción metafísica de la "liberación" en la doctrina hindú y la concepción
teológica de la "salvación" en las religiones occidentales, concepciones
esencialmente distintas, que sólo la incomprensión de algunos orientalistas
ha pretendido asimilar, de un modo por otra parte puramente verbal. Notemos de
paso, puesto que se presenta aquí la ocasión, que casos como éste deben
servir para poner en guardia contra otro peligro muy real: si se afirma a
un hindú, al que son extrañas las concepciones occidentales, que los
europeos entienden por "salvación" exactamente lo que él mismo entiende por
"moksha", no tendrá ninguna razón, sin duda, para discutir esta aserción
o para sospechar de su exactitud, y podría suceder después, por lo menos hasta
que esté mejor informado, que él mismo emplease esta palabra "salvación" para
designar una concepción que no tiene nada de teológica; habría entonces
incomprensión recíproca; y la confusión se haría más inextricable. Sucede lo
mismo con las confusiones que se producen por la asimilación no menos
errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos
occidentales: recordamos el ejemplo de un musulmán que aceptó de buen grado y
como cosa del todo natural la denominación de "panteísmo islámico" atribuida a
la doctrina metafísica de la "Identidad suprema", pero que, en cuanto se le hubo
explicado lo que es realmente el panteísmo en el sentido propio de esta palabra,
principalmente en Spinoza, rechazó con verdadero horror semejante nombre.
Por lo que hace a la manera
como se puede comprender lo que hemos llamado la traducción de las
verdades metafísicas en lenguaje teológico, pondremos sólo un ejemplo en
extremo simple y elemental: esta verdad metafísica inmediata: "el Ser es",
si se quiere expresar en modo teológico o religioso, dará nacimiento a esta otra
proposición: "Dios existe", que no le sería estrictamente equivalente
sino con la doble condición de concebir a Dios como el Ser universal, lo que
está muy lejos de haber tenido lugar siempre efectivamente, y la de
identificar la existencia al ser puro, lo que es metafísicamente inexacto. Sin
duda, este ejemplo, por su gran simplicidad, no responde por completo a lo que
puede haber de más profundo en las concepciones teológicas; tal como es, no
carece de interés, porque es precisamente de la confusión entre lo que está
implicado respectivamente, en las dos fórmulas que acabamos de citar,
confusión que procede de la de los dos puntos de vista correspondientes, es de
ahí, decimos, de donde resultan las controversias interminables que han
surgido en torno del famoso "argumento ontológico", el cual es, él mismo,
un producto de está confusión. Otro punto importante que podemos notar desde
luego a propósito de este mismo ejemplo, es el de que las concepciones
teológicas, por no estar al abrigo de las influencias individuales como lo están
las concepciones metafísicas puras, pueden variar de un individuo a otro, y sus
variaciones están entonces en función de las de la más fundamental de entre
ellas, queremos decir de la concepción misma de la Divinidad: los que
discuten sobre cosas tales como las "pruebas de la existencia de Dios"
deberían, ante todo, para poder entenderse, asegurarse de que, al pronunciar la
misma palabra "Dios", quieren expresar con ella una concepción idéntica, y
se darían cuenta a menudo de que no es así, de manera que tienen tantas
probabilidades de ponerse de acuerdo como si hablaran lenguas diferentes.
Es aquí, sobre todo, en el dominio de estas variaciones individuales, de las
cuales la teología oficial y docta no podría ser de ningún modo
responsable, donde se manifiesta una tendencia eminentemente antimetafísica que
es casi general entre los occidentales, y que constituye propiamente el
antropomorfismo; pero esto requiere algunas explicaciones complementarias,
que nos permitirán considerar otro aspecto de la
cuestión.
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CAPÍTULO
VII.- SIMBOLISMO Y ANTROPOFORMISMO
El nombre de "símbolo", en su acepción más
general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión
verbal lo mismo que figurada: la palabra no puede tener otra función, ni
otra razón de ser que la de simbolizar la idea, es decir, dar de él, en la
medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás puramente
analógica. Comprendido así, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o
de imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del
cual el lenguaje es un simple caso particular, es evidentemente
natural al espíritu humano, por lo tanto necesario y espontáneo. Es
también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado,
que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas, las
enseñanzas de la doctrina; y por lo demás, entre uno y otro no hay, a decir
verdad, límites precisos, porque es cierto que la escritura, en su origen, fue
por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, también en esta
segunda acepción, por más que sólo en China haya permanecido así de manera
exclusiva. Sea como fuere, el simbolismo, tal como se le entiende comúnmente, es
de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental
que en la del pensamiento occidental; y esto se comprende con facilidad si se
piensa que es un medio de expresión mucho menos estrechamente limitado que
el lenguaje usual; sugiriendo más aún de lo que expresa, es el sostén más
apropiado para posibilidades de concepción que no podrían alcanzar las palabras.
Este simbolismo, en el cual lo indefinido conceptual no es exclusivo de un
rigor matemático, y que concilia así exigencias aparentemente contrarias
es, pues, si así puede decirse; la lengua metafísica por excelencia; y, además,
símbolos primitivamente metafísicos pudieron, por un proceso de adaptación
secundaria paralela a la de la doctrina misma, volverse ulteriormente símbolos
religiosos. Los ritos, sobre todo, tienen un carácter eminentemente
simbólico a cualquier dominio que se liguen, y siempre es posible la
transposición metafísica para el significado de los ritos religiosos, lo
mismo que para la doctrina teológica a la que están ligados; aun para los ritos
simplemente sociales, si se quiere buscar su razón profunda, hay que
remontarse del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones
inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional,
metafísica en su esencia. No pretendemos decir, por otra parte, que los
ritos no sean mas que puros símbolos; son esto sin duda, y no pueden dejar de
serlo, so pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero se les debe concebir
al mismo tiempo como poseedores en sí mismos de una eficacia propia, como medios
de realización que obran con vistas al fin al cual están adaptados y
subordinados. Ésta es, evidentemente, en el plano religioso, la concepción
católica de la virtud del "sacramento"; es también, metafísicamente, el
principio de ciertas vías de realización de las que diremos algunas palabras
después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos.
Además, se podría decir que todo símbolo, cuando debe servir esencialmente de
apoyo a una concepción, tiene también una eficacia muy real; y el mismo
sacramento religioso, mientras es un signo sensible, tiene precisamente este
mismo papel de sostén para la "influencia espiritual" que hará de él el
instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de manera análoga
al caso en el cual las potencialidades intelectuales incluidas en el símbolo
pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad
receptiva de cada uno. En este aspecto, el rito es también un caso particular
del símbolo: es, podría decirse, un símbolo "producido", pero a condición de ver
en el símbolo todo lo que es él en realidad, y no sólo su exterioridad
contingente: aquí, como en el estudio de los textos, hay que saber ir más allá
de la "letra" para dar paso al "espíritu". Ahora bien, esto es precisamente
lo que no hacen por lo común los occidentales: los errores de interpretación de
los orientalistas suministran un ejemplo característico, porque consisten muy a
menudo en desnaturalizar los símbolos estudiados, de la misma manera que la
mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente los que
encuentra a su alcance. El predominio de las facultades sensibles e imaginativas
es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que
representa por incapacidad de elevarse hasta su significado puramente
intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda
"idolatría" en el sentido propio de esta palabra, el que le da el Islamismo de
manera particularmente precisa. Cuando sólo se ve la forma exterior del símbolo,
su razón de ser y su eficacia actual desaparecen igualmente; el símbolo no es
más que un "ídolo", es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que
pura "superstición", hasta que no se encuentre alguien cuya comprensión sea
capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que
perdió, o por lo menos lo que no contiene ya sino en el estado de posibilidad
latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición
cuyo verdadero sentido cayó en el olvido, y especialmente el de toda religión
que la incomprensión común de sus adherentes reduce a un simple formalismo
exterior; citamos ya el ejemplo más notable quizá de esta degeneración, el de la
religión griega. También entre los Griegos se encuentra en su grado más
alto una tendencia que aparece como inseparable de la "idolatría" y de la
materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: no
concebían sus dioses como representantes de ciertos principios, sino que se los
figuraban verdaderamente como seres de forma humana, dotados de
sentimientos humanos, y obrando a la manera de los hombres; y estos dioses, para
ellos, no tenían ya nada que pudiera distinguirse de la forma con que los
habían revestido el arte y la poesía, no eran nada literalmente fuera de esta
misma forma. Una antropomorfización tan completa dio pretexto a lo que se ha
llamado, con el nombre de su inventor, el "evemerismo", es decir, la
teoría, según la cual los dioses no fueron en su origen más que hombres
ilustres; no se podría en verdad, ir más lejos en el sentido de una
incomprensión grosera, más grosera todavía que la de ciertos modernos que no
quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o un ensayo de
explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más
conocido es la famosa teoría del "mito solar". El "mito", como el "ídolo", sólo
ha sido siempre un símbolo incomprendido: el uno es en el orden verbal lo que el
otro es en el orden figurativo; en los griegos la poesía produjo el primero como
el arte produjo el segundo; pero en los pueblos donde, como en los orientales,
el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni uno ni otro
podían nacer, y no lo pudieron en efecto sino en la imaginación de los
occidentales que quisieron hacerse los intérpretes de lo que no comprendían. La
interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno
natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado
para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón
de ser sino en tanto que es de orden inferior a lo simbolizado. De igual manera,
es sin duda una tendencia general y natural del hombre la de utilizar la forma
humana en el simbolismo; pero esto, que no se presta en sí a más objeciones que
el empleo de un esquema geométrico o de cualquiera otro modo de representación,
no constituye de ningún modo el antropomorfismo, siempre que el hombre no se
engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo
nunca nada semejante a lo que se produjo en Grecia, y los símboIos con figura
humana, aunque de uso corriente, no se tornaron "ídolos" jamás; y se puede
hacer notar a este propósito cuánto se opone el simbolismo a la concepción
occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es
más que las artes orientales; pero ahí donde el arte no es más que un medio de
expresión y como un vehículo de ciertas concepciones intelectuales, no se le
podría evidentemente considerar como un fin en sí, lo que sólo acontece en los
pueblos en los que predomina la sentimentalidad. Sólo a estos mismos pueblos les
es natural el antropomorfismo, y. hay que notar que es entre ellos, por la misma
razón, donde se pudo constituir el punto de vista propiamente religioso; pero,
por otra parte, la religión se esforzó siempre en ellos por reaccionar contra la
tendencia antropomórfica y por combatirla en principio, cuando su concepción más
o menos falseada en el espíritu popular contribuyó a veces por el contrario a
desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los Judíos y los
Arabes, son vecinos en este aspecto de los pueblos occidentales: no podría
haber, en efecto, otra razón para la prohibición de los símbolos con figura
humana, común al Judaísmo y al Islamismo, pero con la restricción de que, en
este último, jamás se aplicó rigurosamente entre los Persas, para los cuales el
uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, ya que, más orientales que los
Arabes, y además de otra raza, estaban mucho menos inclinados al
antropomorfismo.
Estas últimas consideraciones nos conducen
directamente a explicarnos sobre la idea de "creación"; esta concepción, que es
tan extraña a los orientales, con excepción de los musulmanes, como lo fue a la
antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la
palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción, que
recibió con el Cristianismo, porque "creare" no quiso decir al principio
más que "hacer", sentido que ha guardado siempre en sánscrito, el de la raíz
verbal "kri", que es idéntico a esta palabra; hubo ahí un cambio profundo
de significado, y éste es, como lo hemos dicho, similar al del término
"religión".
Es evidente que la idea de que se trata pasó
del Judaísmo al Cristianismo y al Islamismo; y, en cuanto a su razón de ser
esencial, en el fondo es la misma que la de la interdicción de los símbolos
antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como a un ser más o menos análogo a los seres
individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener por
corolario natural, por donde quiera que existe, la tendencia a atribuirle un
papel simplemente "demiúrgico", queremos decir una acción que se ejerce sobre
una "materia" que se supone exterior a él, lo cual es el modo de acción propio
de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para
salvaguardar la noción de la unidad y de la infinitud divinas, afirmar
expresamente que Dios ha "hecho el mundo de nada", es decir, en suma,
de nada que le fuese exterior, suposición que tendría por efecto
limitarlo dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica es aquí
la expresión de un absurdo metafísico, lo que por lo demás es el caso habitual;
pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, se volvió muy real
desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, en esta forma derivada,
no apareció ya evidente. La concepción teológica de la "creación" es una
traducción apropiada de la concepción metafísica de la "manifestación
universal", y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales;
pero no hay por lo demás equivalencia que establecer entre estas dos
concepciones, puesto que hay necesariamente entre ellas toda la diferencia de
los puntos de vista respectivos a los cuales se refieren: éste es un nuevo
ejemplo que viene en apoyo de lo que expusimos en el capítulo
precedente.
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CAPÍTULO
VIII.- PENSAMIENTO METAFÍSICO Y PENSAMIENTO FILOSÓFICO
Hemos dicho que la metafísica, que está
profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de cuanto los
occidentales, y sobre todo los modernos, designan con el nombre de filosofía,
bajo el cual se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, y hasta
desemejantes por completo. Poco importa aquí la intención primera que los
Griegos hayan querido encerrar en esta palabra "filosofía", que parece
haber comprendido al principio para ellos, de manera bastante indistinta, todo
conocimiento humano, en los limites en que estaban aptos para concebirlo;
sólo nos preocuparemos de lo que actualmente existe de hecho bajo esta
denominación. Sin embargo, conviene hacer notar en primer lugar que, cuando hubo
en Occidente metafísica verdadera, se trató siempre de unirla a consideraciones
que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar
con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que
los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas
que implican, no fueron separados con claridad suficiente. Diremos más: el hecho
de tratar a la metafísica como a una rama de la filosofía, ya sea colocándola
así en el mismo plano de no importa qué relatividades, o bien calificándola de
"filosofía primera", como, lo hizo Aristóteles, denota esencialmente un
desconocimiento de su verdadero alcance y de su carácter de universalidad: el
todo absoluto no puede ser parte de alguna cosa, y lo universal no puede ser
encerrado o comprendido en cualquier cosa que sea. Este hecho es, por sí
solo, una prueba evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental,
la cual se reduce a la sola doctrina de Aristóteles y de los escolásticos;
porque, con excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden
encontrarse diseminadas aquí y allá, o bien de cosas que no son conocidas
de manera bastante cierta, no se encuentra en Occidente, por lo menos a partir
de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente
metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de
elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquiera otra
naturaleza; no hablamos de los alejandrinos, sobre los que se ejercieron
directamente influencias orientales.
Si consideramos la filosofía moderna en su
conjunto, podemos decir, de manera general, que su punto de vista no presenta
ninguna diferencia verdaderamente esencial con el punto de vista científico: es
siempre un punto de vista racional, o por lo menos que pretende serlo, y
cualquier conocimiento que se mantiene en el dominio de la razón, se le
califique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden
científico; si pretende ser otra cosa, pierde por este hecho todo valor, aún
relativo, atribuyéndose un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso
de lo que llamaremos la pseudo-metafísica. Por otra parte, la distinción
del dominio filosófico y del dominio científico es tanto menos justificada
cuanto que el primero comprende, entre sus múltiples elementos, ciertas ciencias
que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que
pueda diferenciarlas de manera que se les pueda conceder un rango privilegiado;
tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, son llamadas
filosóficas sólo por el efecto de un uso que no se funda en ninguna razón
lógica, y la filosofía no tiene más que una unidad puramente ficticia,
histórica si se quiere, sin que se pueda decir por qué no se ha tomado o
conservado la costumbre de hacer entrar en ella también a otras ciencias
cualesquiera. Por lo demás, ciencias que fueron consideradas como
filosóficas en cierta época no lo son ahora, y les basta con adquirir un
desarrollo mayor para salir de este conjunto mal definido, sin que haya cambiado
para nada su naturaleza intrínseca; el hecho de que algunas permanezcan todavía
en él, es un vestigio de la extensión que los Griegos dieron primitivamente a la
filosofía, que comprendía en efecto a todas las ciencias.
Dicho esto, es evidente que la metafísica
verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de otra naturaleza, con
la psicología, por ejemplo, de las que tiene con la física o con la fisiología:
éstas son, exactamente con el mismo título, ciencias de la naturaleza, es decir
ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor
razón la metafísica no puede depender en ningún grado de una ciencia especial:
pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no
tienen otra excusa que la de ignorar totalmente lo que ella es en realidad,
es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus
consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado,
terminar fatalmente en una concepción antropomórfica y, por lo mismo,
propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bastarse
a sí misma, siendo el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede
fundarse sobre otra cosa, por el hecho mismo de que es el conocimiento de los
principios universales de los cuales se deriva todo lo demás, comprendidos los
objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan de estos principios para
considerarlos según sus puntos de vista especiales; y esto, por parte de las
ciencias, es sin duda legítimo, puesto que no podrían conducirse de otro
modo y unir sus objetos a principios universales, sin salir de los límites de
sus dominios propios. Esta última observación muestra que no hay que pensar
tampoco en fundar directamente las ciencias sobre la metafísica: la misma
relatividad de sus puntos de vista constitutivos es la que les asegura a este
respecto cierta autonomía, cuyo desconocimiento tendería a provocar conflictos
ahí donde normalmente no deberían producirse; este error, que gravita
pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes
que, por lo demás, sólo hizo pseudo-metafísica y que no se interesó en ella sino
a título de prefacio a su física, a la que creyó dar así fundamentos más
sólidos.
Si ahora consideramos la lógica, el caso es
algo diferente del de las ciencias que hemos considerado hasta aquí, y a
todas las cuales se les puede llamar experimentales porque tienen como base
los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto
que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento
humano; pero tiene un enlace más directo con la metafísica, en el sentido
de que lo que se denomina los principios lógicos no son más que la aplicación y
la especificación, en un dominio determinado, de verdaderos principios, que
son de orden universal; se puede, pues, con respecto a ellos, operar una
transposición del mismo género que la que indicamos como posible a propósito de
la teología. La misma observación puede hacerse igualmente en lo que
concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que
se limitan exclusivamente al solo dominio de la cantidad, aplican a su objeto
especial principios relativos que pueden ser considerados como
constitutivos de una determinación inmediata con relación a ciertos principios
universales. Así pues, la lógica y las matemáticas, son, en todo el dominio
científico, las que ofrecen más relaciones reales con la metafísica; pero, bien
entendido, porque entran en la definición general del conocimiento científico,
es decir en los límites de la razón y en el orden de las concepciones
individuales, también ellas están profundamente separadas de la metafísica pura.
Esta separación no permite conceder un valor efectivo a puntos de vista que
se establecen como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el
de las "teorías del conocimiento" y que han adquirido tanta importancia en
la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas
teorías no son más que lógica pura y simple, y, en la parte en que pretenden
superar a la lógica, no son más que fantasías pseudo-metafísícas sin la menor
consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica sólo ocupa el sitio de una
rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que sucede en efecto
tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la Edad
Media occidental, pero que ignora la filosofía moderna, no es más que una
aplicación de los principios metafísicos desde un punto de vista especial y
en un dominio determinado; insistiremos sobre el particular a propósito de las
doctrinas hindúes.
Lo que acabamos de decir de las relaciones de
la metafísica y de la lógica podrá asombrar algo a los que están
acostumbrados a considerar que la lógica domina en un sentido todo
conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no es
valedera sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; sin embargo,
es evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede
ser dependiente de la lógica, como no puede estarlo de no importa qué otra
ciencia, y se podría decir que hay aquí un error que proviene de que no se
concibe el conocimiento más que en el dominio de la razón. Hay que
distinguir, eso sí, entre la metafísica misma, como concepción intelectual
pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las
limitaciones individuales, por lo tanto a la razón, la segunda, en la
medida en que ella es posible, no puede consistir más que en una especie de
traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la
misma constitución de cualquier lenguaje humano no permite que sea de otro modo.
La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia del razonamiento;
la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma nada
más, y, si entonces debe conformarse a las leyes de la lógica, es que estas
mismas leyes tienen un fundamento metafísico esencial, sin el cual carecerían de
valor; al mismo tiempo, es necesario que esta exposición, para que tenga un
alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como lo
indicamos ya, deje abiertas posibilidades ilimitadas, de concepción como el
dominio mismo de la metafísica.
En cuanto a la moral, hablando desde el punto
de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos reservamos entonces
lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en cuanto es
claramente distinta de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio
de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir
verdad, no es ya ni siquiera un conocimiento de orden más o menos restringido,
sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuyo fin
y alcance no podrían ser más que puramente prácticos, aunque a menudo se
haga uno muchas ilusiones sobre el particular. Se trata exclusivamente, en
efecto, de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón
de ser está por completo en el orden social porque estas reglas no tendrían
ningún sentido fuera del hecho de que los individuos humanos viven en
sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aun se las
formula colocándose en un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más
que social como entre los orientales, es el punto de vista específicamente
moral, y extraño a la mayoría de la humanidad. Hemos visto cómo podía
introducirse este punto de vista en las concepciones religiosas, por la sujeción
del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos
sentimentales; pero haciendo a un lado este caso, no se ve bien lo que puede
servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso, que da un sentido
a la moral, todo lo que se relaciona con este orden debería reducirse
lógicamente a un conjunto de puras y simples convenciones, establecidas y
observadas únicamente con vistas a hacer posible y soportable la vida en
sociedad; pero, si se reconociese francamente este carácter convencional y
tomase uno su partido, no habría ya moral filosófica. También la sentimentalidad
interviene aquí y para encontrar materia con la cual satisfacer sus
necesidades especiales, se esfuerza por tomar y hacer tomar estas
convenciones por lo que no son: de allí un despliegue de consideraciones
diversas, unas que permanecen nítidamente sentimentales tanto en su forma como
en su fondo, otras disfrazándose bajo apariencias más o menos racionales. Por lo
demás, si la moral, como todo lo que corresponde a las contingencias sociales,
varía grandemente según los tiempos y los países, las teorías morales que
aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la
justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se
observan comúnmente en este mismo medio; esto bastaría para mostrar que estas
teorías carecen de todo valor real, porque están construidas por cada filósofo
para poner a destiempo su conducta y la de sus semejantes, o por lo menos la de
los que están más próximos a él, de acuerdo con sus propias ideas y sobre todo
con sus propios sentimientos. Hay que hacer notar que el nacimiento de
estas teorías morales se produce sobre todo en las épocas de decadencia
intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la
expansión del sentimentalismo, y también porque, divagando sobre especulaciones
ilusorias, se conserva por lo menos la apariencia del pensamiento ausente; este
fenómeno tuvo lugar sobre todo entre los Griegos, cuando su intelectualidad
proporcionó, con Aristóteles, todo aquello de lo que era susceptible: para las
escuelas filosóficas posteriores, tales como las de los epicúreos y de los
estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y lo que determinó su éxito
entre los Romanos, para los que cualquier especulación más elevada hubiera
sido muy difícilmente accesible. El mismo carácter se encuentra en la época
actual, en la que el "moralismo" se vuelve extrañamente invasor pero, sobre
todo esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo demuestra
el caso del Protestantismo; es natural, por otra parte, que pueblos de
mentalidad puramente práctica, cuya civilización es del todo material, traten de
satisfacer sus aspiraciones sentimentales con este falso misticismo que
encuentra una de sus expresiones en la moral
filosófica.
Hemos pasado revista a todas las ramas de la
filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el
pensamiento filosófico, toda clase de elementos bastante mal determinados, que
no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas y cuyo lazo no
está constituido por algún rasgo de su propia naturaleza, sino sólo por el hecho
de su agrupamiento en el interior de una misma concepción sistemática. Por
ello, después de haber separado por completo la metafísica de las diversas
ciencias llamadas filosóficas, hay que distinguirla, además, no menos
profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas causas más comunes
es, lo dijimos ya, la pretensión a la originalidad intelectual; el
individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a
cualquier espíritu tradicional, y también incompatible con cualquiera
concepción que tenga un alcance metafísico verdadero. La metafísica
pura excluye esencialmente todo sistema, porque un sistema, cualquiera que sea,
se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos
estrechamente definido y limitado, lo que de ningún modo es conciliable con
la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es
siempre el sistema de alguien, es decir una construcción cuyo valor no puede ser
más que individual. Además, cualquier sistema está necesariamente establecido
sobre un punto de partida especial y relativo, y puede decirse que no es, en
suma, sino el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene
un carácter de absoluta certidumbre, no podría admitir nada de hipotético.
No queremos decir que todos los sistemas no puedan contener cierta parte de
verdad, en lo que se refiere a tal o cual punto particular; pero es que son
ilegítimos en tanto que sistemas, y a la forma sistemática misma le es inherente
la falsedad radical de tal concepción tomada en su conjunto. Leibniz decía con
razón que "todo sistema es verdadero en lo que afirma y falsa en lo que niega",
es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado
está, o, lo que equivale a lo mismo, más sistemático, porque semejante
concepción termina inevitablemente en la negación de todo lo que es
impotente para contener; y esto debería, en toda justicia, aplicarse al
mismo Leibniz, así como a los otros filósofos, en la medida que su propia
concepción se presenta también como sistema; todo lo que se encuentra en él
de metafísica verdadera está, por lo demás, tomado de la escolástica, y eso,
desnaturalizado a menudo, por mal comprendido. Para la verdad de lo que afirma
un sistema, no habría que ver ahí la expresión de un "eclecticismo"
cualquiera; esto equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida en
que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que es evidente,
pero que implica precisamente la condenación del sistema como tal. Como la
metafísica está fuera y más allá de las relatividades, que pertenecen todas al
orden individual, escapa por eso mismo a toda sistematización, y no se deja
encerrar en ninguna fórmula. Ahora se puede comprender lo que entendemos
exactamente por pseudo-metafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos,
se presenta con pretensiones metafísicas, totalmente injustificadas por el
hecho de la misma forma sistemática, que basta para quitar a las consideraciones
de este género cualquier alcance real. Ciertos problemas que habitualmente
plantea el pensamiento filosófico aparecen hasta como desprovistos, no sólo de
toda importancia, sino de todo significado; hay allí una multitud de cuestiones
que sólo descansan sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista,
que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y porque no hay
motivo para plantearlas realmente; bastaría pues, en muchos casos, con precisar
su enunciado para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no
tuviera, por el contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre
todo de equívocos. Hay también otras cuestiones, que pertenecen a órdenes
de ideas muy diversos, que se pueden plantear, pero para las cuales un enunciado
preciso y exacto acarrearía una solución casi inmediata, porque la dificultad
que en ellas se encuentra es más verbal que real; pero si entre estas
cuestiones hay algunas cuya naturaleza sería susceptible de tener cierto
alcance metafísico, lo pierden completamente por estar incluidas en un sistema,
porque no basta que una cuestión sea de naturaleza metafísica, se necesita
además que, siendo reconocida como tal, sea considerada y tratada
metafísicamente. Es evidente, en efecto, que una misma cuestión puede ser
tratada, ya sea desde el punto de vista metafísico, o bien desde otro punto de
vista cualquiera; así también las consideraciones a las cuales la mayoría de los
filósofos han creído oportuno entregarse sobre toda clase de cosas, pueden ser
más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de
metafísico. Es por lo menos lamentable que la falta de precisión que es tan
característica del pensamiento occidental moderno, y que aparece tanto en
las mismas concepciones como en su expresión, y permite discutir
indefinidamente sin discernimiento y sin llegar a resolver nada, deje libre el
campo a una multitud de hipótesis que con seguridad tiene uno el derecho de
llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la
metafísica verdadera. A este propósito podemos también hacer notar, de
manera general, que las cuestiones que se plantean en cierto modo
accidentalmente, que sólo tienen un interés particular y momentáneo, como se
encuentran muchas en la historia de la filosofía moderna, están por esto mismo
manifiestamente desprovistas de cualquier carácter metafísico, puesto que este
carácter no es otra cosa que la universalidad; las cuestiones de este género
pertenecen por lo común a la categoría de los problemas cuya existencia es
artificial. No puede ser verdaderamente metafísico, lo repetimos una vez más,
sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las
contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es
metafísico, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica
lo que hace su unidad esencial, independientemente de la multiplicidad de
los sistemas filosóficos así como de los dogmas religiosos, y, por
consecuencia, su profunda inmutabilidad.
De lo que precede resulta, asímismo, que la
metafísica no tiene ninguna relación con todas las concepciones tales como el
idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que tienen
precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; es
una manía común de los orientalistas la de querer hacer entrar a toda costa el
pensamiento oriental en estos cuadros estrechos que no están hechos para él;
señalaremos especialmente más tarde el abuso que se hace así de estas vanas
etiquetas, o por lo menos de algunas de ellas. Sólo queremos por el momento
insistir sobre este punto: que la querella del espiritualismo y del
materialismo, en torno de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde
Descartes, no interesa en nada a la metafísica pura; éste es, por lo demás, un
ejemplo de estas cuestiones que tuvieron su época y a las que aludíamos hace
poco. En efecto, la dualidad "espíritu-materia" nunca se planteó como absoluta e
irreductible antes de la época cartesiana; los antiguos, principalmente los
Griegos, ni siquiera tenían la noción de "materia" en el sentido moderno de
la palabra, como no la tiene en la actualidad la mayoría de los orientales: en
sánscrito no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de
lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene por único mérito el de
representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero precisamente
porque se atiene a las apariencias es del todo superficial, y, colocándose en un
punto de vista especial puramente individual, se torna negación de toda
metafísica en cuanto se le quiere atribuir un valor absoluto afirmando la
irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la cual reside el dualismo
propiamente dicho. No hay que ver en esta oposición del espíritu y de la materia
más que un caso muy particular del dualismo, porque los dos términos de la
oposición podrían ser distintos de estos dos principios relativos, y sería
igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones
más o menos especiales, parejas indefinidas de términos correlativos
diferentes de aquel. De manera general, el dualismo tiene por carácter
distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos
particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde cierto punto
de vista; y ésta es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al,
declarar esta oposición irreductible y absoluta, cuando es totalmente
relativa y contingente, se le impide ir más allá de los dos términos que planteó
uno frente a otro, y se encuentra así limitado en lo que hace su carácter de
sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición
en la cual persiste obstinadamente el dualismo, se podrá presentar
distintas soluciones; y, desde luego, encontramos dos en los sistemas
filosóficos que se pueden agrupar bajo la denominación común de monismo. Se
puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por, esto: al no admitir
que haya una irreductibilidad absoluta, y al querer superar la oposición
aparente, cree lograrlo reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata
en particular de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por
una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia, al
espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende por el
contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea,
tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, porque, en esto, está
menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo
para penetrar más en el fondo de las cosas; pero cae casi fatalmente en otro
defecto y descuida por completo, si es que no niega, la oposición que, aun no
siendo más que una apariencia, siempre merece ser considerada como tal: es aquí
también, donde el exclusivismo de sistema comete su primera falta. Por otra
parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro,
nunca se sale por completo de la alternativa planteada por el dualismo;
puesto que no considera nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los
cuales había hecho sus principios fundamentales; hasta habría motivo para
preguntarse si, siendo correlativos estos dos términos, el uno tiene aún su
razón de ser sin el otro, si es
lógico conservar el uno en cuanto se suprime el otro. Además, nos encontramos
entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más
equivalentes de lo que parecen superficialmente: que el monismo
espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme
que todo es materia, esto en suma tiene poca importancia, tanto más cuanto que
cada uno está obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más
esenciales del que suprime. Se concibe que, en este terreno, la discusión entre
espiritualistas y materialistas degenere pronto en una simple querella
de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más
que las dos faces de una solución doble, por lo demás del todo
insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución, pero mientras que con
el dualismo y el monismo sólo teníamos dos tipos de concepciones sistemáticas y
de orden simplemente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se
coloca, por el contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por
consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental,
que la ignora. Designaremos esta doctrina como el "no-dualismo", o mejor todavía
como la "doctrina de la no-dualidad", si se quiere traducir tan exactamente como
es posible el término sánscrito "adwaita-vâda" que no tiene equivalente
usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la
ventaja de ser más breve que la segunda, y por esto la adoptaremos de buen
grado, pero tiene sin embargo un inconveniente en razón de la presencia de la
terminación "ismo", que en el lenguaje filosófico va unida por lo común a la
designación de sistemas; se podría, es verdad, decir que hay que hacer
llevar la negación sobre la palabra "dualismo" toda entera, comprendida su
terminación, entendiendo por esto que esta negación debe aplicarse precisamente
al dualismo como concepción sistemática. Sin admitir más irreductibilidad
absoluta que el monismo, el "no-dualismo" difiere profundamente de éste, en que
no pretende de ningún modo por esto que uno de los dos términos sea pura y
simplemente reductible al otro; considera a uno y otro simultáneamente en
la unidad de un principio común, de orden más universal y en el cual están
contenidos igualmente, no ya como opuestos para hablar con propiedad, sino
como complementarios, por una especie de polarización que no afecta en nada a la
unidad esencial de este principio común. Así, pues, la intervención del
punto de vista metafísico tiene por efecto resolver inmediatamente la
oposición aparente, y ella sola permite hacerlo de verdad allí donde
mostraba su impotencia el punto de vista filosófico; y lo que es cierto para la
distinción del espíritu y de la materia lo es igualmente para no importa qué
otra de todas las que se podría establecer también entre aspectos más o menos
especiales del ser, y que son en cantidad indefinida. Si se puede considerar
simultáneamente toda esta infinidad de distinciones que son así posibles, y que
son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista
respectivos, es que no está uno ya encerrado en una sistematización limitada a
una de estas distinciones con exclusión de todas las otras; y así el
"no-dualismo" es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la
metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden en general, bajo uno u otro
concepto, unirse ya sea al dualismo, ya sea al monismo; pero sólo el
"no-dualismo", tal como acabamos de indicarlo al principio, es susceptible de
superar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque es propia y
puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una
expresión del carácter más esencial y más fundamental de la misma
metafísica.
Si hemos creído necesario extendernos sobre
estas consideraciones tan largamente como lo hemos hecho, es debido a la
ignorancia en que se está por lo común en Occidente sobre .todo lo que concierne
a la metafísica verdadera, y también porque tienen con nuestro asunto una
relación muy directa, aunque no lo piensen así algunos, puesto que la metafísica
es el centro único de todas las doctrinas del Oriente, de modo que no se
puede comprender nada de ellas mientras no se haya adquirido de la metafísica
una noción por lo menos suficiente para evitar cualquier confusión posible. Al
señalar toda la diferencia que separa un pensamiento metafísico de un
pensamiento filosófico, hemos hecho ver cómo los problemas clásicos de la
filosofía, aun los que ella considera como más generales, no ocupan
rigurosamente ningún sitio con respecto a la metafísica pura: la transposición,
que tiene por objeto hacer aparecer el sentido profundo de ciertas verdades,
desvanece aquí estos pretendidos problemas, lo que demuestra precisamente que no
tienen ningún sentido profundo. Por otra parte, esta exposición nos ha
suministrado la oportunidad de indicar el significado de la concepción de
la "no-dualidad", cuya comprensión, esencial a toda metafísica, no lo es menos a
la interpretación más particular de las doctrinas hindúes; ello es
evidente, por lo demás, desde el momento en que estas doctrinas son de esencia
puramente metafísica.
Agregaremos aún una observación cuya
importancia es capital: no sólo no puede estar limitada la metafísica por la
consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya
se trate de aspectos muy especiales como el espíritu y la materia, o, por
el contrario, de aspectos tan universales como es posible, como los que se
pueden designar con los términos de "esencia" y de "substancia", sino que
tampoco podría estar limitada por la concepción del ser puro en toda su
universalidad, porque no debe estarlo por nada absolutamente. La metafísica no
puede definirse como "conocimiento del ser" de una manera exclusiva, como
lo hizo Aristóteles: ésta es propiamente la ontología, que sin duda es de la
incumbencia de la metafísica, pero que no por esto constituye toda la
metafísica; y a ello se debe que lo que hubo de metafísica en Occidente haya
quedado siempre insuficiente e incompleto, lo mismo que bajo otro concepto
que indicaremos más adelante, el ser no es verdaderamente el más universal de
todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujese
a la ontología, y esto porque, aun siendo la más primordial de todas las
determinaciones posibles, ya es sin embargo una determinación, y toda
determinación es una limitación, en la cual no se podría detener el punto de
vista metafísico. Un principio es evidentemente tanto menos universal
cuanto es más determinado, y por esto más relativo; podemos decir que, de una
manera en cierto modo matemática, un "más" determinativo equivale a un
"menos" metafísico. Esta indeterminación absoluta de los principios
más universales, por lo tanto de los que deben ser considerados antes que todos
los otros, es causa de grandes dificultades, no en la concepción, salvo quizá
para los que no están acostumbrados a ellos, sino al menos en la exposición
de las doctrinas metafísicas, y obliga a menudo a servirse de expresiones
que en su forma exterior son puramente negativas. Así, por ejemplo, la idea del
Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no
puede ser más que el todo absoluto, lo que, no estando limitado por nada, no
deja nada fuera de si, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un
término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es
por fuerza la afirmación de alguna cosa, es decir una afirmación particular y
determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es
propiamente la negación de una negación, por lo mismo una afirmación real, de
manera que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la
afirmación absoluta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito
podría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafísicas
extraordinariamente importantes,
pero basta este ejemplo para
lo que nos proponemos hacer comprender aquí; y, por lo demás nunca hay que
perder de vista que la metafísica pura es, en sí, absolutamente independiente de
todas las terminologías más o menos imperfectas con las que tratamos de
revestiría para que sea más accesible a nuestra
comprehensión.
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CAPÍTULO
IX.- ESOTERISMO Y EXOTERISMO
Señalamos ocasionalmente, en el curso de
nuestras consideraciones preliminares, la distinción muy generalmente conocida que existe, en
ciertas escuelas filosóficas de la Grecia antigua, si no en todas, entre lo que
se llama el esoterismo y el exoterismo, es decir entre dos aspectos de una
misma doctrina, uno más interior y el otro más exterior: éste es todo el
significado literal de estos dos términos. El exoterismo, que comprende lo que,
era más elemental, más fácilmente comprensible, y por consiguiente susceptible
de estar al alcance de todos de una manera más amplia, se expresa sólo en la
enseñanza escrita, tal como nos ha llegado más o menos completamente; el
esoterismo, más profundo y de orden más elevado, y que por lo mismo se dirige
como tal a los solos discípulos regulares de la escuela, preparados
especialmente para comprenderlo, era objeto de una enseñanza puramente oral,
sobre la naturaleza de la cual no se han podido conservar evidentemente datos
muy precisos. Por otra parte, debe entenderse bien que, puesto que se trataba de
la misma doctrina bajo dos aspectos diferentes, y como en dos grados de
enseñanza, estos dos aspectos de ningún modo podían ser opuestos o
contradictorios, sino que más bien debían ser complementarios: el
esoterismo desarrollaba y completaba, dándole un sentido más profundo que no
estaba contenido allí sino como virtualmente, lo que el exoterismo exponía
bajo una forma demasiado vaga, demasiado simplificada, y a veces más o
menos simbólica, por más que el símbolo tuviese muy a menudo, en los griegos,
ese aire del todo literario y poético que lo hace degenerar en simple alegoría.
Ni hay que decir, por otra parte; que el esoterismo podía, en la misma escuela,
subdividirse a su vez en varios grados de enseñanza más o menos
profundos, pasando los discípulos sucesivamente de uno a otro según su estado de
preparación, y pudiendo ir más o menos lejos según la extensión de sus aptitudes
intelectuales; pero esto es casi todo lo que se puede decir
seguramente sobre el particular.
Esta distinción del esoterismo y el
exoterismo no se ha mantenido en absoluto en la filosofía moderna, que en
realidad no es en el fondo más de lo que es exteriormente, y que, para lo que
enseña, no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que
es verdaderamente profundo se escapa del todo a su punto de vista limitado.
Ahora se plantea la cuestión de saber si esta concepción de los dos aspectos
complementarios de una doctrina fue particular de Grecia; a decir verdad, habría
algo de extraño en que una división que parece tan natural en su principio
hubiese permanecido tan excepcional, y, de hecho, no es así. Muy al principio,
se podrían encontrar en Occidente, desde la Antigüedad, ciertas escuelas
generalmente muy cerradas, más o menos mal conocidas por este motivo, y que
por lo demás no eran escuelas filosóficas, cuyas doctrinas no se expresaban
fuera sino bajo el velo de ciertos símbolos que debían parecer muy oscuros a los
que no tenían la llave de ellos; y estas llaves sólo se les daba a los
adherentes que habían adquirido ciertos compromisos, y cuya discreción
había sido probada suficientemente, al mismo tiempo que se habían asegurado
de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe
tratarse de doctrinas bastante profundas para ser del todo extrañas a la
mentalidad común, parece haber sido frecuente sobre todo en la Edad Media y es
una de las razones por las cuales, cuando se habla de la intelectualidad de esta
época, hay que hacer siempre reservas sobre lo que pudo existir fuera de lo
que nos es conocido de manera cierta; es evidente en efecto que, en esto
como en el esoterismo griego, han debido perderse muchas cosas porque sólo se
enseñaron oralmente, lo que es también, como lo hemos indicado, la explicación
de la pérdida casi total de la doctrina druídica. Entre estas
escuelas, a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como
ejemplo a los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico;
pero la cosmología debe tener siempre por fundamento cierto conjunto más o
menos extenso de concepciones metafísicas. Podría decirse que los símbolos
contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, en tanto
que su interpretación reservada constituye el esoterismo; pero la parte del
exoterismo es entonces muy reducida, y como en suma no tiene razón de ser
verdadera sino con relación al esoterismo y con vistas a éste, se puede uno
preguntar si conviene también aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo
y exoterismo son esencialmente correlativos, puesto que estas palabras son
de forma comparativa, de manera que, allí donde no hay exoterismo, no hay motivo
del todo para hablar tampoco de esoterismo; esta última denominación no
puede pues, si se pretende guardar su sentido propio, servir para designar
indistintamente toda doctrina cerrada, para uso exclusivo de una élite
intelectual.
Se podría, sin duda, pero en una acepción
mucho más amplia, considerar un esoterismo y un exoterismo en una doctrina
cualquiera, si se distingue en ella la concepción y la expresión, siendo la
primera por completo interior, mientras que la segunda no es más que su
exteriorización; se puede también, en rigor, pero apartándose del sentido
habitual, decir que la concepción representa el esoterismo, y la expresión el
exoterismo, y esto de manera necesaria, que resulta de la naturaleza misma de
las cosas. Si se entiende de este modo, hay particularmente en toda
doctrina metafísica algo que será siempre esotérico, y es la parte de
inexpresable que contiene esencialmente, como lo hemos explicado, toda
concepción verdaderamente metafísica; es algo que cada uno puede concebir por sí
mismo, con ayuda de las, palabras y los símbolos que sirven simplemente de punto
de apoyo a su concepción, y su comprensión de la doctrina será mas o menos
completa y profunda según la medida en que la concebirá efectivamente. También
en las doctrinas de otro orden, cuyo alcance no se extiende hasta lo que es
verdadera y absolutamente inexpresable, y que es el "misterio" en el sentido
etimológico de la palabra, no es menos cierto que la expresión nunca está por
completo adecuada a la concepción, de manera que, en una proporción
bastante menor, se produce aquí algo análogo: el que comprende realmente es
siempre el que sabe ver más lejos que las palabras y se podría decir
que el "espíritu" de una doctrina cualquiera es de naturaleza esotérica,
mientras que su "letra" es de naturaleza exotérica. Esto sería
principalmente aplicable a todos los textos tradicionales, que ofrecen
lo más a menudo una pluralidad de sentidos más o menos profundos;
correspondiendo a otros tantos puntos de vista diferentes; pero en lugar de
tratar de penetrar estos sentidos, se prefiere por lo común entregarse a fútiles
investigaciones de exégesis y de "crítica de los textos", según los métodos
laboriosamente establecidos por la erudición alemana; y este trabajo, por
fastidioso que sea y por más paciencia que exija, es mucho más fácil que el
otro, ya que por lo menos está al alcance de todas las inteligencias. Un ejemplo notable de la pluralidad de
sentidos nos la suministra la interpretación de los caracteres ideográficos que
constituyen la escritura china; todos los significados de que son susceptibles
estos caracteres se pueden agrupar en torno de tres principales, que
corresponden a los tres grados fundamentales del conocimiento, y de los cuales
el primero es de orden sensible; el segundo de orden racional y el tercero de
orden intelectual puro o metafísico; de modo que, para limitarnos a un caso muy
simple, un mismo signo podrá emplearse analógicamente para designar a la vez el
sol, la luz y la verdad, y sólo la naturaleza del texto permite reconocer, para
cada aplicación, cuál de estas acepciones es la que conviene adoptar, de
donde los múltiples errores de los traductores occidentales. Esto hará
comprender cómo el estudio de los ideogramas, cuyo alcance escapa por
completo a los europeos, puede servir de base para una verdadera enseñanza
integral, permitiendo desarrollar y coordinar todas las concepciones
posibles en todos los órdenes; este estudio podrá, pues, desde puntos de vista
diferentes, proseguirse en todos los grados de enseñanza, del más elemental
al más elevado, dando lugar cada vez a nuevas posibilidades de concepción,
y es un instrumento maravillosamente apropiado para la exposición de una
doctrina tradicional.
Volvamos ahora a la cuestión de saber si la
distinción del esoterismo y el exoterismo, entendida esta vez en su sentido
preciso, puede aplicarse a las doctrinas orientales. Desde luego, en el
Islamismo la tradición es de esencia doble, religiosa y metafísica, como va
lo hemos dicho; se puede aquí calificar muy exactamente de exotérico el lado
religioso de la doctrina, que es en efecto el más exterior y el que está al
alcance de todos, y de esotérico su lado metafísico, que constituye su sentido
profundo y que es considerado como la doctrina de la "élite"; y esta distinción
conserva bien su sentido propio, puesto que son dos aspectos de una sola y misma
doctrina. Hay que notar, con este motivo, que existe algo análogo en
el Judaísmo, en el cual el esoterismo está representado por lo que se llama
"Qabbalah", palabra cuyo sentido primitivo no es otro que el de
"tradición", y que se aplica al estudio de los significados más profundos
de los textos sagrados, mientras que la doctrina exotérica o vulgar se atiene a
su significado más exterior y más literal; sólo que esta "Qabbalah" es,
de manera general, menos puramente metafísica que el esoterismo musulmán, y
sufre también, en cierta medida, la influencia del punto de vista propiamente
religioso, en lo cual es comparable a la parte metafísica de la doctrina
escolástica,
insuficientemente
liberada de consideraciones teológicas. En el
Islamismo, por el contrario. la distinción de los dos puntos de vista es
casi siempre muy neta, fuera del caso de algunas escuelas que están más o menos
teñidas de misticismo y cuya ortodoxia es por lo demás menos rigurosa que la de
las otras escuelas esotéricas; esta distinción permite ver mejor que en
cualquiera otra parte, por las relaciones del exoterismo y del esoterismo,
cómo reciben un sentido profundo las concepciones teológicas por la
transposición metafísica.
Si pasamos a las doctrinas más orientales, la
distinción del esoterismo y del exoterismo no se puede ya aplicar de la
misma manera, y aun hay algunas a las que no es de ningún modo aplicable. Sin
duda, en lo que se refiere a China, se podría decir que la tradición social, que
es común a todos, aparece como exotérica, mientras que la tradición metafísica,
doctrina de la "élite", es esotérica por lo mismo. Sin embargo, esto no sería
rigurosamente exacto sino a condición de considerar estas dos doctrinas con
relación a la tradición primordial de la cual se derivan una y otra; pero,
a decir verdad, están separadas con demasiada precisión; a pesar de esta
fuente común, para que se las pueda considerar como las dos faces de una misma
doctrina, lo que es necesario para poder hablar propiamente de esoterismo y
exoterismo. Una de las razones de esta separación está en la ausencia de esa
especie de dominio mixto al cual da lugar el punto de vista religioso, donde se
unen, en la medida en que son susceptibles, el punto de vista intelectual y el
punto de vista social, por otra parte, en detrimento del primero; pero esta
ausencia no siempre tiene consecuencias tan marcadas al respecto, como lo
demuestra el ejemplo de la India, donde tampoco hay nada de propiamente
religioso, y donde todas las ramas de la tradición forman sin embargo un
conjunto único e indivisible.
Precisamente nos queda por hablar aquí de la
India, y en ella es menos posible considerar una distinción como la del
esoterismo y el exoterismo, porque la tradición tiene en efecto demasiada unidad
para presentarse, no sólo en dos cuerpos de doctrina separados, sino también
bajo dos aspectos complementarios de este género. Todo lo que se puede
distinguir realmente es la doctrina esencial, que es toda metafísica, y sus
aplicaciones de diversos órdenes, que constituyen como otras tantas ramas
secundarias con relación a ella; pero es evidente que esto no equivale de
ningún modo a la distinción de que se trata. La misma doctrina
metafísica no ofrece otro esoterismo que el que se puede encontrar en ella en el
sentido muy amplio que hemos mencionado, y que es natural e inevitable en
toda doctrina de este orden: todos pueden ser admitidos para recibir la
enseñanza en todos sus grados, con la única reserva de estar intelectualmente
calificados para obtener un beneficio efectivo; hablamos solamente aquí, como es
natural, de la admisión en todos los grados de la enseñanza, pero no en todas
las funciones, para las cuales se pueden necesitar otras condiciones; pero,
necesariamente, entre los que reciben esta misma enseñanza doctrinal, como
acontece con los que leen un mismo texto, cada uno lo comprende y se lo asimila
más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de su
propias posibilidades intelectuales, Por ello es del todo impropio hablar de
"Brahmanismo esotérico", como han querido hacerlo algunos, que han aplicado
sobre todo esta denominación a la enseñanza contenida en los Upanishads;
es verdad también que otros, hablando por su parte de '"budismo esotérico",
han obrado peor aún, pues no han presentado bajo esta etiqueta más que
concepciones eminentemente fantásticas que no dependen ni del Budismo auténtico
ni de ningún esoterismo verdadero.
En un manual de historia de las religiones al
cual hicimos ya alusión, y en el que por lo demás se encuentran, aunque se
distingue por el espíritu con el que fue redactado, muchas confusiones comunes
en esta clase de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiosas
cosas que en realidad no lo son de ningún modo; hemos señalado, a este
propósito, la siguiente observación: "un pensamiento indio encuentra rara vez su
equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente,
ciertas maneras de considerar las cosas, que en otras doctrinas son
esotéricas, individuales, extraordinarias, en el Brahmanismo y en la India son
vulgares, generales, normales." (Christus, cap. VII, pág. 359,
nota). Esto es justo en el fondo, pero exige sin embargo algunas reservas,
porque no se podría calificar de individuales, lo mismo en la India que en otra
parte, concepciones que, siendo de orden metafísico, son por el contrario
esencialmente supra-individuales; por otra parte, estas concepciones encuentran
su equivalente, aunque bajo formas distintas, dondequiera que existe una
doctrina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Oriente, y
sólo en Occidente no hay nada en efecto que les sea equivalente, ni siquiera de
muy lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden en ninguna
parte están difundidas tan generalmente como en la India, porque no se encuentra
en otra parte un pueblo que tenga tan generalmente en el mismo grado las
aptitudes requeridas, aunque éstas sean frecuentes sin embargo en todos los
orientales, y principalmente en los chinos, entre los cuales la tradición
metafísica ha guardado a pesar de esto un carácter mucho más cerrado. Lo que
debió contribuir sobre todo en la India para el desarrollo de semejante
mentalidad, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede
participar realmente en esta unidad sino en la medida en que se asimila uno
la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir
que, si todo hindú es naturalmente metafísico, es que debe serlo en cierto
modo por definición.
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CAPÍTULO
X.- LA REALIZACIÓN METAFÍSICA
Al indicar los caracteres esenciales de la
metafísica, dijimos que constituye un conocimiento intuitivo, es decir
inmediato, oponiéndose en esto al conocimiento discursivo y mediato del orden
racional. La intuición intelectual es más inmediata todavía que la intuición
sensible, porque está más allá de la distinción del sujeto y del objeto que esta
última deja subsistir; es a la vez el medio del conocimiento y el
conocimiento mismo, y, en ella, el objeto y el sujeto están unificados e
identificados. Por otra parte, cualquier conocimiento no merece
verdaderamente este nombre sino en la medida en que tiene por efecto
producir tal identificación, pero que, en cualquier otra parte, queda siempre
incompleto e imperfecto; en otros términos, sólo es conocimiento verdadero el
que participa más o menos en la naturaleza del conocimiento intelectual puro,
que es el conocimiento por excelencia. Cualquier otro conocimiento, siendo
más o menos indirecto, sólo tiene en suma un valor simbólico o representativo; y
sólo es conocimiento verdadero y efectivo el que nos permite penetrar en la
naturaleza misma de las cosas, y, si tal penetración puede tener lugar ya
hasta cierto punto en los grados inferiores del conocimiento, sólo en el
conocimiento metafísico es plena y totalmente
realizable.
La consecuencia inmediata de esto es que
conocer y ser no son en el fondo más que una misma cosa; son, si se quiere,
dos aspectos inseparables de una realidad única, aspectos que no se podrían
distinguir siquiera verdaderamente ahí donde todo es "sin dualidad". Esto
basta para volver completamente vanas todas las "teorías del conocimiento"
con pretensiones pseudo-metafísicas que ocupan un lugar tan grande en la
filosofía occidental moderna, y que a veces hasta tienden, como en Kant por
ejemplo, a absorber todo el resto, o por lo menos a subordinárselo; la única
razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos
los filósofos modernos, nacida del dualismo cartesiano, actitud que consiste en
oponer artificialmente el conocer al ser, lo cual es la negación de toda
metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a querer substituir la
"teoría del conocimiento" al conocimiento mismo, y ello es, por su parte, una
verdadera confesión de impotencia; nada es más característico sobre el
particular que esta declaración de Kant: "La mayor y quizá la única utilidad de
toda filosofía de la razón pura es, después de todo, exclusivamente negativa;
puesto que ella es, no un instrumento para extender el conocimiento, sino una
disciplina para limitarlo". Tales palabras ¿no equivalen simplemente a
decir que la única pretensión de los filósofos debe ser la de imponer a todos
los límites estrechos de su propio entendimiento? Éste es por lo demás el
resultado inevitable del espíritu de sistema, que es, lo repetimos,
antimetafísico en el más alto grado.
La metafísica afirma la identidad profunda
del conocer y del ser, que sólo pueden poner en duda los que ignoran sus
principios más elementales; y como esta identidad es esencialmente inherente a
la naturaleza misma de la intuición intelectual, no sólo la afirma, sino
que la realiza. Por lo menos esto es verdad en la metafísica integral; pero hay
que agregar que lo que ha habido de metafísica en Occidente parece que
permaneció siempre incompleto en lo que a ello concierne. Sin embargo,
Aristóteles estableció claramente en principio la identificación por el
conocimiento, declarando expresamente que "El alma es todo lo que ella conoce";
pero no parece que ni él ni sus continuadores hayan dado nunca a esta afirmación
su alcance verdadero, deduciendo todas las consecuencias que ella permite, de
manera que permaneció para ellos como algo puramente teórico. Vale más esto
que nada, seguramente, pero es por lo menos muy insuficiente, y esta metafísica
occidental nos parece como doblemente incompleta: ya lo es teóricamente, en
que no va mas allá del ser, como antes lo explicamos, y, por otro lado, no
considera las cosas, en la medida misma en que las considera, sino de un modo
simplemente teórico; la teoría es presentada en cierta manera como
bastándose a sí misma y como siendo su propio fin, siendo así que normalmente no
debería constituir más que una preparación, por lo demás indispensable, con
vistas a una realización correspondiente.
Hay que observar aquí a propósito de la
manera de emplear esta palabra de "teoría": etimológicamente, su sentido primero
es el de "contemplación", y, si se le tomara así, se podría decir que la
metafísica toda entera, con la realización que implica, es la "teoría" por
excelencia; sólo que el uso ha dado a esta palabra una acepción algo distinta, y
sobre todo mucho más restringida. Desde luego, se ha adquirido la costumbre
de oponer "teoría" y "práctica" y, en su significado primitivo, esta oposición,
que es la de la contemplación y de la acción, todavía podría justificarse
aquí, puesto que la metafísica está esencialmente más allá del dominio de
la acción, que es el de las contingencias individuales; pero el espíritu
occidental, orientado casi exclusivamente del lado de la acción y no concibiendo
realización fuera de ésta, llegó a oponer generalmente teoría y realización. Es
pues esta última oposición la que aceptamos de hecho, para no apartarnos del uso
recibido y para evitar las confusiones que podrían provenir de la
dificultad. que hay en separar los términos del sentido que está uno
acostumbrado a atribuirles con razón o sin ella; sin embargo, no llegaremos
hasta calificar de "práctica" la realización metafísica, porque esta palabra ha
permanecido inseparable, en el lenguaje corriente, de la idea de acción que
expresó primitivamente, y que no se podría aplicar aquí de ningún
modo.
En toda doctrina que es metafísicamente
completa, como lo son las doctrinas orientales, la teoría va siempre
acompañada o seguida de una realización efectiva, de la cual es sólo la
base necesaria: no se puede abordar ninguna realización sin una preparación
teórica suficiente, pero la teoría toda entera está ordenada con vistas a
la realización, como el medio con vistas al fin, y se supone este punto de
vista, por lo menos implícitamente, hasta en la expresión exterior de la
doctrina. Por otra parte, la realización efectiva puede tener, además de la
preparación teórica y después de ella, otros medios de un orden muy
diferente, pero que no están, ellos tampoco, destinados más que a
suministrarle un apoyo o un punto de partida que no tienen en suma más que
un papel de "auxiliares", cualquiera que sea de hecho su importancia: ésta es,
principalmente, la razón de ser de los ritos de carácter y de alcance
propiamente metafísicos cuya existencia hemos señalado. No obstante, a
diferencia de la preparación teórica, estos ritos nunca son considerados como
medios indispensables, no son más que accesorios y no esenciales, y la tradición
hindú, en la que ocupan sin embargo un sitio importante, es por completo
explícita sobre el particular; pero, por su propia eficacia, facilitan
grandemente la realización metafísica, es decir la transformación de este
conocimiento virtual que es la simple teoría, en un conocimiento
efectivo.
Con seguridad, estas consideraciones pueden
parecer extrañas a los occidentales, que no han considerado nunca ni siquiera la
posibilidad de algo de este género; y sin embargo, a decir verdad, se
podría encontrar en Occidente una analogía parcial, aunque bastante lejana, con
la realización metafísica, en lo que llamaremos la realización mística.
Queremos decir que hay en los estados místicos, en el sentido teológico de esta
palabra, algo de efectivo que hace de ellos más que un conocimiento simplemente
teórico, por más que una realización de este orden esté siempre limitada por
fuerza. Por el hecho mismo de que no se sale del modo propiamente religioso, no
se sale tampoco del dominio individual; los estados místicos no tienen nada de
supra-individual, no implican más que una extensión más o menos indefinida de
las solas posibilidades individuales, que, por lo demás, van
incomparablemente más lejos de, lo que por lo común se supone, y que los
psicólogos no son capaces de concebir aun con todo lo que se esfuerzan por hacer
entrar en su "subconsciente". Esta realización no puede tener un alcance
universal o metafísico, y permanece siempre sometida a la influencia de
elementos individuales, principalmente de orden sentimental; éste es el
carácter mismo del punto de vista religioso, pero todavía más acentuado que en
cualquiera otra parte, como ya lo señalamos, y es también, al mismo tiempo, lo
que da a los estados místicos el aspecto de "pasividad" que se les reconoce
generalmente sin contar que la confusión de los dos órdenes intelectual y
sentimental puede aquí ser a menudo una fuente de ilusiones. En fin, hay que
notar que esta realización, siempre fragmentaria y rara vez ordenada, no
supone preparación teórica: los ritos religiosos desempeñan en ella este
papel de "auxiliares" que desempeñan en otras ocasiones los ritos metafísicos,
pero que es independiente, en sí misma, de la teoría religiosa que es la
teología; esto no impide, por lo demás; que los místicos que poseen ciertos
datos teológicos se eviten muchos errores que cometen los que están desprovistos
de ellas, y son más capaces de controlar en cierta medida su imaginación y su
sentimentalidad. Tal como es, la realización mística, o en modo
religioso, con sus limitaciones esenciales, es la única conocida en el
mundo occidental; podemos decir aquí también, como hace poco, que vale más esto
que nada, por más que se esté muy lejos de la realización metafísica verdadera.
Hemos querido precisar este punto de vista de
la realización metafísica porque es esencial en el pensamiento oriental y,
por otra parte, común a las tres grandes civilizaciones de las que hemos
hablado. Sin embargo, no queremos insistir más de lo debido en esta exposición,
que debe por fuerza ser más bien elemental; no la consideraremos, pues, en lo
que concierne espacialmente a la India, sino en lo que sea estrictamente
inevitable hacerlo, porque este punto de vista es quizá todavía más difícil de
comprender que cualquier otro para la generalidad de los occidentales.
Además, es necesario decir que si la teoría puede ser expuesta siempre sin
reservas, o por lo menos con la sola reserva de lo que es verdaderamente
inexpresable, no sucede lo mismo con lo que se refiere a la realización.
Extraído de "Amnesia"
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