Heterodoxos
Simone Weil
Fragmento: "La belleza del mundo"
Fragmentos: La opresión y la libertad
Enlaces: Simone Weil en la Red.
Bibliografía de Simone Weil según el ISBN
La belleza del mundo
"Zeus ha terminado todas las cosas –dice un verso órfico-, y Baco les
ha dado remate. Este remate es la creación de la belleza".
La belleza es la única finalidad aquí abajo. Como Kant dijo muy bien, es
una finalidad que no contiene ningún fin. Una cosa bella no contiene ningún
bien que no sea ella misma, en su totalidad, tal como se nos aparece. Vamos
hacia ella sin saber qué pedirle. Nos ofrece su propia existencia. No deseamos
otra cosa, la poseemos, y sin embargo deseamos más aún. Ignoramos totalmente
qué es eso que deseamos. Quisiéramos llegar hasta detrás de la belleza, pero
no es más que superficie. Es como un espejo que nos devuelve nuestro propio
deseo de bien. Es una esfinge, un enigma, un misterio dolorosamente irritante.
Quisiéramos alimentarnos de ella, pero solo es objeto de la mirada, aparece a
cierta distancia. El gran dolor de la vida humana es que comer y mirar sean dos
operaciones diferentes.
Ya los niños cuando miran largamente un dulce y lo toman para comerlo –casi
lamentándolo, pero sin poder evitarlo- sienten ese dolor. Quizá los vicios,
las depravaciones y los crímenes sean casi siempre (o siempre, en esencia)
tentativas de comer la belleza. Comer lo que solo hay que mirar.
El universo es bello como podría serlo una obra de arte perfecta si pudiera
haber alguna que mereciera ese nombre. Por eso no contiene nada que pueda ser un
fin o un bien. No contiene otra finalidad fuera de la belleza universal. Una
verdad fundamental que debe conocerse respecto a este universo es que está
absolutamente vacío de finalidad. Ninguna relación de finalidad puede
aplicársele si no es por engaño o error. La pregunta de Beaumarchais
"¿Por qué estas cosas y no otras?" jamás tendrá respuesta, porque
el universo carece de finalidad.
Porque la belleza no contiene ningún fin, constituye aquí abajo la única
finalidad. Pues aquí abajo no hay fines en absoluto. Todo lo que tomamos por
fines son medios.
Solo la belleza no es un medio para otra cosa. Solo la belleza es buena en
sí misma, pero sin que encontremos en ella ningún otro bien. Solo se da a sí
misma, nunca da otra cosa.
Sin embargo, como es la única finalidad, está presente en todos los afanes
humanos. Aunque todos persiguen solo medios, pues todo lo que existe aquí abajo
es solo medio, la belleza les da un resplandor que los colorea de finalidad. De
otro modo no podría haber deseo ni, en consecuencia, energía en la
persecución.
Para el avaro del tipo de Harpagon, toda la belleza del mundo está encerrada
en el oro. Y realmente el oro, materia pura y brillante, tiene algo de hermoso.
La desaparición del oro como moneda parece haber hecho desaparecer también ese
género de avaricia. Actualmente, aquellos que amasan fortunas buscan el poder.
La mayor parte de los que ansían la riqueza lo hacen pensando en el lujo. El
lujo es la finalidad de la riqueza. Y el lujo es la belleza misma para toda una
especie de hombres. Constituye el único ambiente en el que pueden sentir
vagamente que el universo es bello, así como San Francisco, para sentir que el
universo era bello tenía necesidad de ser vagabundo y mendigo. Ambos casos
serían igualmente legítimos si en ambos casos la belleza del mundo se
experimentara de manera igualmente directa, pura y plena. Pero la pobreza tiene
un privilegio, una disposición sin la cual el amor a la belleza del mundo
entraría fácilmente en contradicción con el amor al prójimo. No obstante, el
horror a la pobreza –y toda disminución de riqueza se siente como pobreza-, o
incluso la falta de crecimiento de las fortunas, es esencialmente horror a la
fealdad. El alma a quien las circunstancias impiden sentir algo, aunque sea
confusamente, a través de una mentira, se siente invadida por una especie de
horror.
Valéry, en el poema Semiramis muestra muy bien el lazo que existe
entre el ejercicio de la tiranía y el amor a lo bello. Luis XIV, fuera de la
guerra, instrumento para acrecentar el poder, solo se interesaba por la
arquitectura y las fiestas. Por otra parte, la guerra misma, sobre todo tal como
era en otros tiempos, toca en forma vive y punzante la sensiblidad para la
belleza.
El arte es una tentativa para transportar a una materia finita modelada por
el hombre una imagen de la belleza infinita del universo entero.
La ciencia tiene por objeto el estudio y la reconstrucción teórica del
orden del mundo: el orden del mundo en relación a la estructura mental,
psíquica y corporal del hombre.
Reconstruimos la imagen del orden del mundo a partir de datos limitados,
numerables, rigurosamente definidos. Entre esos términos abstractos y por tanto
manejables por nosotros, anudamos lazos al concebir relaciones. Así podemos
contemplar en una imagen, imagen cuya existencia misma depende del acto de
nuestra atención, la necesidad, que es la sustancia del universo, pero que como
tal se nos manifiesta en forma discontinua.
No se contempla sin que haya algún amor. La contemplación de esta imagen
del orden del mundo constituye cierto contacto con la belleza del mundo. La
belleza del mundo es el orden del mundo amado.
El trabajo físico constituye un contacto específico con la belleza del
mundo y, hasta en los mejores momentos, un contacto de tal plenitud que no tiene
equivalentes en otra parte. El artista, el hombre de ciencia, el pensador, el
contemplativo, deben admirar realmente al universo, atravesar esa película de
irrealidad que lo vela y que constituye para casi todos los hombres en casi
todos los momentos de sus vidas un sueño o un decorado de teatro. Deben, pero
la mayoría no puede. El que tiene los miembros deshechos por una jornada de
trabajo, es decir, una jornada en la que ha estado sometido a la materia, lleva
en su carne como una espina la realidad del universo. Para él la dificultad es
mirarlo y amarlo. El exceso de fatiga, la acosadora preocupación por el dinero
y la falta de verdadera cultura les impide darse cuenta. Bastaría cambiar un
poco su condición para abrirles el acceso a un tesoro. Es desgarrador ver cuán
fácil sería para los hombres procurar un tesoro a sus semejantes y, no
obstante, dejan pasar siglos sin tomarse el trabajo de hacerlo. En tiempos en
que existía una civilización popular, cuyas migajas coleccionamos hoy como
piezas de museo y bajo el nombre de folclore, el pueblo sin duda tenía acceso a
ese tesoro. La mitología también, pariente proxima del folclore, es un
testimonio, si se sabe descifrar su poesía. En la antigüedad el amor por la
belleza del mundo ocupaba un lugar importante en el pensamiento de la gente. Fue
así en China, en India, En Grecia, en todos los pueblos. En cuanto a Israel,
ciertos pasajes del Antiguo Testamento, de los Salmos, del libro de Job, de
Isaías, de los libros sapienciales, encierran una expresión incomparable de la
belleza del mundo.
El amor carnal en todas sus formas tiene por objeto la belleza del mundo. Muy
a menudo también en la búsqueda del placer carnal los dos movimientos se
combinan, el movimiento de correr hacia la belleza pura y el movimiento de huir
lejos de ella en una confusión indiscernible. Si el amor carnal en todos los
niveles se dirige más o menos a la belleza –y las excepciones no son más que
aparentes- es porque la belleza en un ser humano hace de él por la imaginación
algo equivalente al orden del mundo. El amor que se dirige al espectáculo de
los cielos, las llanuras, el mar, las montañas, el silencio de la naturaleza
que se hace sentir en mil leves sonidos, al soplo de los vientos, al calor del
sol, ese amor que todo ser humano presiente al menos vagamente en un momento, es
un amor incompleto, doloroso, porque se dirige a cosas incapaces de responder a
la materia. Los hombres desean trasladar ese mismo amor a un ser que sea su
semejante, capaz de responder a su amor, de decir sí, de entregarse. El
sentimiento de la belleza que a veces está ligada a un aspecto particular de un
ser humano hace posible esa transferencia, al menos de manera ilusoria. Pero la
belleza del mundo, la belleza universal, es el objeto de ese deseo.
Esa suerte de transferencia es lo que expresa toda la literatura que gira en
torno al amor, desde las metáforas y comparaciones más antiguas, más usadas
por la poesía, hasta los sutiles análisis de Proust.
No es asombroso que el hombre tenga tan a menudo el sentimiento de algo
absoluto que lo rebasa infinitamente y a lo que no puede resistir. Lo absoluto
está allí.
La belleza es la eternidad aquí abajo.
Todos los llamados vicios, el uso de estupefacientes, en sentido literal o
metafórico, constituyen la búsqueda de un estado en el que la belleza del
mundo se haga sensible. En general, todos los gustos de los hombres, desde los
más comunes hasta los más raros, están en relación con un medio donde les
parece tener acceso a la belleza del mundo.
El alma solo busca el contacto con la belleza del mundo. Cuando el alma huye
de algo, huye siempre del horror a la fealdad o del contacto con lo
verdaderamente puro. Pues todo lo mediocre huye de la luz, y en todas las almas,
excepto las que están próximas a la perfección, hay mucha mediocridad.
En las ocupaciones humanas, cualesquiera sean, nunca está ausente la
preocupación por la belleza del mundo, aún cuando sea percibida en imágenes
más o menos deformes.
La desgracia obliga a sentir con toda el alma la ausencia de finalidad.
Porque la ausencia de finalidad, la ausencia de intención, es la esencia de la
belleza del mundo, Jesús hizo observar cómo la lluvia y la luz del sol
descienden sobre justos e injustos. Esto recuerda el grito supremo de Prometeo:
"cielo por quien gira para todos la misma luz". Platón en el Timeo
nos aconseja hacernos por la contemplación semejantes a la belleza del mundo,
semejantes a la armonía de los movimientos circulares que hacen suceder y
volver los días y las noches, los meses, las estaciones, los años. También en
esos movimientos circulares, en su combinación, la ausencia de intención y de
finalidad es manifiesta, y la belleza pura resplandece en ellos.
El universo es una patria porque puede ser amado por todos en virtud de su
belleza. Es nuestra única patria aquí abajo. Este pensamiento es la esencia de
la sabiduría estoica. En cierto sentido es demasiado difícil de amar, porque
no la conocemos, pero en otro sentido es demasiado fácil de amar porque podemos
imaginarla como nos plazca.
Aquí abajo nos sentimos extranjeros, desarraigados, en exilio. Como Ulises,
a quien unos marineros habían transportado durante su sueño, despertaba en un
país desconocido y deseaba Itaca con un deseo que desgarra el alma. De pronto
Atenas le abre los ojos y se da cuenta de que está en Itaca. Así, todo hombre
que desea infatigablemente su patria, todo hombre a quien no lo distraen en su
deseo Calipso o las sirenas, percibe un día de pronto que está en su patria.
Siempre que un hombre se eleva a un grado de excelencia aparece en él algo
impersonal, algo anónimo. Esto se manifiesta en las grandes obras de arte o del
pensamiento, en las grandes acciones. Es pues verdadero en cierto sentido que
hay que concebir a un dios impersonal, en el sentido en que supone el modelo
divino de una persona que se rebasa a sí misma al renunciarse.
No hay contradicción entre el amor a la belleza del mundo y la compasión.
Este amor no impide sufrir por uno mismo cuando se es desgraciado. Tampoco
impide sufrir porque los otros sean desgraciados. Está en un plano distinto del
plano del sufrimiento. El amor a la belleza del mundo lleva como amor secundario
y subordinado a él el amor a todas las cosas verdaderamente preciosas que la
mala suerte puede destruir. Excluir a seres humanos de la ciudad arrojándolos
entre los desechos sociales es cortar todo lazo de poesía y de amor entre almas
humanas y el universo. Es sumergirlos por la fuerza en el horror de la fealdad.
Casi no hay crimen mayor. Todos participamos por complicidad en una cantidad
casi innumerable de crímenes semejantes. Todos deberíamos, si lo comprendemos,
derramar lágrimas de sangre.
(De Espera de Dios, Sudamericana, Buenos Aires, 1954)
Texto extraído de la página:"Filosofía y Literatura"
De "La opresión y la libertad"
FRAGMENTOS, Londres, 1943
La imagen de la contradicción en la materia es el choque de fuerzas opuestas. Ese
movimiento hacia el bien, a través de las contradicciones, que Platón describió
como el de la criatura pensante auxiliada por una gracia sobrenatural, Marx lo
atribuyó pura y simplemente a la materia, pero a cierta materia: la materia social.
Le llamó la atención el hecho de que los grupos sociales se fabriquen morales para
su propio uso, morales por medio de las cuales cada uno sustrae del alcance del mal
su actividad específica. Hay así una moral del guerrero, una moral del hombre de
negocios, y así sucesivamente, cuyo primer articulo es negar que se pueda cometer
ningún mal cuando efectúa metódicamente la guerra, los negocios, etcétera.
Además, todos los pensamientos que circulan en una sociedad, cualquiera sea, están
influídos por la moral particular del grupo que la domina. Es un hecho que nunca ha
sido ignorado, y que Platón, por ejemplo, conocía perfectamente.
Una vez reconocido, se puede reaccionar de muchas maneras, según la profundidad
de la inquietud moral. Se lo puede reconocer para los otros e ignorarlo para sí
mismo. Esto significa sencillamente que se admite como absoluta la moral del
grupo del que se forma parte. Entonces se está tranquilo. Pero desde el punto de
vista moral, muerto. El caso es extremadamente frecuente. O bien se puede tener
conciencia de la miserable flaqueza de todo espíritu humano. Entonces sobreviene
la angustia. Algunos, para escapar de la angustia, aceptan que las palabras "Bien" y
"Mal" pierdan todo significado. Estos, al cabo de un tiempo más o menos largo, se
descomponen, caen en putrefacción. Es quizá lo que le habría ocurrido a Montaigne
sin la influencia de su amigo estoico. Otros buscan ansiosa, desesperadamente, un
camino para salir del terreno de las morales relativas y conocer el bien absoluto.
Entre ellos se pueden contar espíritus de valor desigual, tales como Platón, Pascal,
y, por extraño que pueda parecer, Marx.
El verdadero camino existe. Platón y muchos otros lo han recorrido. Pero sólo está
abierto para aquellos que, reconociéndose incapaces de encontrarlo, ya no lo
buscan, y sin embargo no dejan de desearlo con exclusión de toda otra cosa. A ellos
les está acordado nutrirse de un bien que, situado fuera de este mundo, no está
sometido a ninguna influencia social. Es el pan trascendente a que se refiere el texto
original del Padrenuestro.
Marx buscó otra cosa y creyó encontrarla. Como los engaños en materia moral
emanan de grupos particulares, cada uno de los cuales intenta postular su propia
existencia como un bien absoluto, se dijo que el día en que no hubieran más grupos
particulares las mentiras desaparecían. Admitió, en forma totalmente arbitraria, que
el choque de las fuerzas sociales produciría automáticamente alguna vez esta
destrucción. Sintiendo imperiosamente que el conocimiento de la justicia y la
verdad en cierto modo se deben al hombre, cuyo deseo, en ese plano, es demasiado
intenso para admitir un rechazo; habiendo reconocido, con razón, que ningún
espíritu humano, sin excepción, tiene la fortaleza de sustraerse a los factores de
engaño que envenenan la vida social; ignorando que existe una fuente de la que
desciende esta fortaleza sobre los que la desean con toda humildad, admitió que la
sociedad, por un proceso automático de crecimiento, eliminará su propio veneno.
Lo admitió sin ninguna razón, porque no podía hacer otra cosa.
Así hay que comprender lo que a menudo aparece en él como la negación de las
nociones mismas de verdad, de justicia, de valor moral. Estando envenenada la
sociedad, ningún espíritu es capaz de acceder a la verdad y a la justicia. Los que
pronuncian esas palabras mienten o están engañados por mentirosos. El que quiere
servir a la justicia sólo tiene un medio: apresurar la operación del mecanismo que
llevará a una sociedad sin veneno. Poco importan los medios que se usen a este
efecto: son buenos si son eficaces. Así Marx, exactamente como los hombres de
negocios de su tiempo o los guerreros de la Edad Media, concluía en una moral que
situaba por encima del pecado la categoría social de la que formaba parte, a saber la
de los revolucionarios profesionales. Recaía en la misma debilidad que con tantos
esfuerzos había tratado de evitar, como ocurre a todos los que buscan la fuerza
moral donde no está.
En cuanto a la naturaleza de ese mecanismo productor de paraíso, la deduce de un
razonamiento casi pueril. Cuando un grupo dominante deja de dominar, es
reemplazado por un grupo que antes se encontraba naturalmente más abajo. A
fuerza de repetirse ese proceso, el crecimiento social termina para llevar a lo alto al
grupo que estaba más bajo. Entonces ya no hay más lo bajo, la opresión, intereses
de grupos contrarios al interés general, la mentira.
En otras palabras, como consecuencia de una revolución en el curso de la cual la
fuerza ha cambiado de manos, un día los débiles, que continúan siendo tales,
tendrán la fuerza de su lado, Es un ejemplo particularmente absurdo de la tendencia
a la extrapolación que fue una de las taras de la ciencia y de todo el pensamiento del
siglo XIX, época en que, salvo entre los puros matemáticos, se ignoraba la noción
de límite.
La fuerza, al cambiar de manos, sigue siendo una relación de más fuerte a más
débil, una relación de dominación. Puede cambiar de manos indefinidamente sin
que jamás se elimine un término de la relación. En el momento de una
transformación política, los que se aprestan a tomar el poder poseen ya un fuerza, es
decir una dominación sobre los más débiles. Si no poseen ninguna, el poder no
caerá en sus manos, al menos que pueda intervenir un factor eficaz que no sea la
fuerza, cosa que Marx no admitía. El materialismo revolucionario de Marx consiste
en establecer, por una parte que la fuerza sola regula exclusivamente las relaciones
sociales, por otra parte que un día los débiles, sin dejar de ser débiles, serán al
mismo tiempo los más fuertes. Creía en el milagro sin creer en lo sobrenatural.
Desde un punto de vista puramente racionalista, si se cree en el milagro es mejor
creer también en Dios.
Lo que hay en el fondo del pensamiento de Marx es una contradicción. Lo que no
quiere decir que la no contradicción sea un criterio de verdad. Por el contrario, la
contradicción, como ya Platón lo sabía, es el único instrumento del pensamiento
que se eleva. Pero hay un uso legitimo y un uso ilegitimo de la contradicción. El
uso ilegitimo consiste en combinar afirmaciones incompatibles como si fueran
compatibles. El uso legítimo consiste, cuando dos verdades incompatibles se
imponen a la inteligencia humana en reconocerlas como tales y convertirlas por así
decirlo en los dos brazos de una pinza, un instrumento para entrar directamente en
contacto con el dominio de la verdad transcendente innaccesible a nuestra
inteligencia. La contradicción así manejada desempeña un papel esencial en el
dogma cristiano. Seria fácil mostrarlo a propósito de un ejemplo como el de la
Trinidad. Desempeña un papel análogo en otras tradiciones. Quizá haya ahí un
criterio para discernir las tradiciones religiosas o filosóficas auténticas.
La contradicción esencial de la condición humana es que el hombre está sometido a
la fuerza y desea la justicia. Está sometido a la necesidad y desea el bien. No es sólo
su cuerpo el que está así sometido sino también todos sus pensamientos; y sin
embargo el ser mismo del hombre consiste en su tendencia hacia el bien. Por eso
todos creemos que hay unidad entre la necesidad y el bien. Algunos creen que los
pensamientos del hombre respecto al bien poseen aquí abajo el mayor grado de
fuerza. Son aquellos a quienes se llama idealistas, Se engañan doblemente; primero
porque sus pensamientos carecen de fuerza, luego porque no captan el bien. Están
influidos por la fuerza, de modo que esta actitud es finalmente una réplica, menos
enérgica, a la actitud contraria. Otros creen que la fuerza por sí misma está
orientada hacia el bien. Son los idólatras. Es la creencia de los materialistas que no
caen en un estado de indiferencia. También se engañan doblemente; en primer lugar
la fuerza es extraña e indiferente al bien; además, no es siempre y en todas partes la
más fuerte. Sólo pueden escapar a esos errores los que recurren al pensamiento
incomprensible de que hay una unidad entre la necesidad y el bien, en otras palabras
entre la realidad y el bien, fuera de este mundo. Creen también que algo de esta
unidad comunica a los que dirigen hacia ella su atención y su deseo. Pensamiento
todavía más incomprensible, pero experimentalmente verificado.
Marx era un idólatra. Su idolatría tenía por objeto la sociedad futura. Pero como
todo idólatra necesita un objeto presente, la dirigió sobre una fracción de la
sociedad que él creía a punto de operar la transformación esperada, es decir el
proletariado. Se consideraba como su jefe natural, a menos para la teoría y la
estrategia general; pero en otro sentido creía recibir de él la luz. Si se le hubiera
preguntado por qué, estando todo pensamiento sometido a las fluctuaciones de la
fuerza, el mismo Marx, como un gran numero de sus contemporáneos,
continuamente pensaba en una sociedad perfectamente justa, la respuesta le hubiera
resultado muy fácil. A sus ojos era el resultado mecánico de la transformación que
se preparaba y que, si bien aún no se había realizado, presentaba un estado de
germinación bastante avanzado para reflejarse en el pensamiento de algunos.
Interpretaba de la misma manera la sed de justicia social tan ardiente en los obreros
de esa época.
Los hechos muestran que casi siempre los pensamientos de los hombres están
formados, como pensaba Marx, por las mentiras de la moral social. Casi siempre;
pero no siempre. Esto también es cierto. Hace veinticinco siglos, ciertos filósofos
griegos, cuyos nombres mismos nos son desconocidos, afirmaban que la esclavitud
es absolutamente contraria a la razón y a la naturaleza. Así como las fluctuaciones
de la moral según los tiempos y los paises son evidentes, también es evidente que la
moral que procede directamente de la mística es una, idéntica, inalterable. Esto se
puede verificar considerando Egipto, Grecia, India, China, el budismo, la tradición
musulmana, el cristianismo y el folklore de todos los países. Esta moral es
inalterable porque es un reflejo del bien absoluto que se sitúa fuera de este mundo.
Es verdad que todas las religiones, sin excepción, han hecho mezclas impuras de
esta moral y de la moral social, en dosis variables. Ella no constituye menos la
prueba experimental aquí abajo de que el bien puro y trascendente es real, en otros
términos, la prueba experimental de la existencia de Dios.
II
La obra verdaderamente capital de Marx es la aplicación de su método al estudio de
la sociedad que la rodeaba. Definió con una precisión admirable las relaciones de
fuerza en esta sociedad. Mostró que el trabajo a salario es una forma de opresión,
que los trabajadores están evidentemente avasallados en un sistema de producción
en el que, despojados de saber y habilidad, se ven reducidos casi a la nada ante la
prodigiosa combinación de la ciencia y las fuerzas naturales que se encuentra como
cristalizada en la máquina. Mostró que el Estado, constituido por categorías de
hombres separados de la población -burocracia, policía ejército- constituye él
mismo una máquina que aplasta automáticamente a los que pretende representar.
Percibió que la vida económica misma iba a hacerse cada vez más centralizada y
burocrática, aproximado de tal modo a los conductores de la producción con los que
conducen el Estado.
Estas premisas debían conducirlo a prever el fenómeno moderno del Estado
totalitario y la naturaleza de las doctrinas que surgirian alrededor de él. Pero Marx
quería que ese sombrío mecanismo trajera la justicia. Por eso no quiso prever.
Admitió los absurdos más evidentes, más contrarios a sus propios principios.
Supuso que, estando todo regulado por la fuerza, sin embargo un proletariado sin
fuerza iba a realizar con éxito un golpe de Estado político, hacerlo seguir de una
medida puramente jurídica como la supresión de la propiedad individual y por ese
hecho hacerse dueño de todos los dominios de la vida social.
Sin embargo él mismo había descrito ese proletariado totalmente desposeído, salvo
de sus débiles brazos para las necesidades serviles y de su ardiente sed de justicia.
Habla mostrado cómo las fuerzas de la naturaleza, canalizadas por las máquinas,
monopolizadas por los dueños de las empresas industriales, reducen, casi aniquilan,
la simple fuerza muscular; cómo la cultura moderna al crear un abismo entre el
trabajo manual y el trabajo intelectual relega al espíritu de los obreros a los objetos
sin valor; cómo la misma habilidad manual había sido negada a los hombres y
transportada a las máquinas. Había hecho ver con la evidencia más cruel que esta
técnica, esta cultura, esta organización del trabajo y de la vida social constituyen las
cadenas que tienen esclavizados a los trabajadores. Y al mismo tiempo quiso creer
que, permaneciendo todo esto intacto, el proletariado rompería la servidumbre y
asumirla el mando.
Esta creencia es igualmente contraria a los prejuicios materialistas de Marx, a la
parte sólida, inalterable de su pensamiento. De sus análisis más profundos derivan
inmediatamente que la transformación de la producción, de la cultura intelectual, de
la organización social, debe preceder en el conjunto a los movimientos políticos y
jurídicos, como fue el caso en la Revolución de 1789. Pero Marx no quiso ver esta
consecuencia tan evidente porque era contraria a sus deseos. Sus discípulos
tampoco se arriesgan a verla, por la misma razón.
En cuanto a la interpretación marxista de la historia, no se puede decir nada porque
no existe. No hubo ninguna tentativa para explicar la evolución de la civilización en
función del desarrollo de los medios de producción. Además, estableciendo que la
lucha de clases es la clave de la historia, Marx ni siquiera ha intentado demostrar
que este es un principio de explicación materialista. Y de ninguna manera es
evidente. La aspiración del alma humana hacia la libertad, la codicia del alma
humana frente al poder, también pueden analizarse como hechos de orden
espiritual.
Colocando sobre estos hechos el rótulo "lucha de clases", Marx sólo los ha
simplificado en forma casi pueril. Olvidó la guerra, factor de la historia humana tan
importante como la lucha social. Por eso los marxistas siempre sienten un
desconcierto ridículo frente a los problemas planteados por la guerra. Además, este
olvido es característico de todo el siglo XIX; al cometerlo Marx dio una prueba más
de servidumbre intelectual con respecto a las influencias dominantes de su siglo.
Por otra parte, quiso olvidar que las luchas de los oprimidos entre si y de los
opresores entre sí son tan importantes como las luchas entre opresores y oprimidos,
y que muchas veces el mismo ser humano es lo uno y lo otro a la vez. Estableció la
noción de opresión en el centro de su obra pero jamás trató de analizarla. Nunca se
preguntó en qué consiste.
Lo que constituye la prodigiosa fortuna política del marxismo es ante todo esta
yuxtaposición entre dos doctrinas pobres, sumarias e incompatibles entre sí. La
humanidad siempre ha hecho reposar en Dios la esperanza de saciar su sed de
justicia. Desde que Dios estaba ausente de las almas había que perder esta
esperanza o basarla en la materia. Necesita un aliado todopoderoso. Si este aliado
no es espíritu será materia. Se trata simplemente de dos expresiones distintas del
mismo pensamiento fundamental. Sólo que la segunda expresión es defectuosa. Es
una religión mal construida. Pero es una religión. No es asombroso pues que el
marxismo haya tenido siempre un carácter religioso. Tiene de común con las formas
de vida religiosa más ásperamente combatidas por Marx un gran número de cosas y
especialmente el haber sido con frecuencia utilizada, para citar la fórmula de Marx,
como opio del pueblo. Pero es una religión sin mística en el verdadero sentido de
esta palabra.
No sólo el materialismo en general, sino la especie de materialismo propia de Marx
debía asegurarle una vasta influencia. El siglo xix creyó que la producción
industrial era la clave del progreso humano. Era la tesis de los economistas, el
pensamiento que permitía a los industriales matar de cansancio a generaciones de
niños sin el menor remordimiento. Marx simplemente tomó esta idea y la transportó
al campo revolucionario, preparando así una especie muy particular de
revolucionarios burgueses.
Pero estaba reservado a nuestra época el utilizar las obras de Marx al máximo. La
doctrina idealista, utópica, que contiene es preciosa para levantar a las masas, para
hacerles que lleven un partido al poder, para mantener a la juventud en el estado de
entusiasmo permanente necesario a todo régimen totalitario. Al mismo tiempo la
otra doctrina, la doctrina materialista que congela todas las aspiraciones humanas
con el frío metálico de la fuerza, proporciona a un estado totalitario un gran número
de excelentes respuestas para las tímidas aspiraciones del pueblo. En general, la
yuxtaposición de un idealismo y de un materialismo igualmente sumarios y burdos
es el carácter espiritual, si se osa emplear esta palabra, de nuestra época.
El vicio de tal pensamiento no es la combinación del materialismo y el idealismo
pues deben estar combinados. Es situar esta combinación demasiado bajo; pues su
unidad reside en un lugar que se encuentra por encima del cielo, fuera de este
mundo.
Dos cosas son sólidas, indestructibles en Marx. Una es el método que hace de la
sociedad un objeto de estudio científico tratando de definir en ella las relaciones de
fuerza; otra, es el análisis de la sociedad capitalista tal como existía en el siglo XIX.
El resto no sólo no es verdadero sino que es aún demasiado inconsistente,
demasiado vacío para poder decirse que es erróneo.
Al olvidar los factores espirituales Marx no corría peligro de equivocarse
demasiado en el análisis de una sociedad que no le dejaba en suma ningún sitio. En
el fondo el materialismo de Marx expresaba sólo la influencia de esta sociedad
sobre él; tuvo la debilidad de convertirse él mismo en el mejor ejemplo de sus tesis
respecto a la subordinación del pensamiento a las circunstancias económicas. Pero
en sus mejores momentos se eleva por encima de esta debilidad. El materialismo
entonces lo horroriza y él lo estigmatiza en la sociedad de su época. Encontró una
fórmula insuperable cuando dijo que el capitalismo tiene por esencia la
subordinación del sujeto al objeto, del hombre a la cosa. El análisis que hizo de este
punto de vista es de un vigor y una profundidad incomparable; todavía hoy, sobre
todo hoy, es infinitamente precioso meditarlo.
Pero el método general es más precioso todavía. La idea de elaborar una mecánica
de las relaciones sociales fue presentida por muchos espíritus lúcidos. Fue sin duda
el pensamiento de Maquiavelo. Como en la mecánica propiamente dicha, la noción
fundamental seria la de fuerza. La gran dificultad es captar esta noción.
No hay nada en tal pensamiento que sea incompatible con la espiritualidad más
pura. Es su complemento. Platón comparaba la sociedad con un gigantesco animal
que los hombres están obligados a servir y que tienen la debilidad de adorar. El
cristianismo, tan próximo a Platón en tantos puntos, contiene no sólo el mismo
pensamiento sino la misma imagen. La bestia del Apocalipsis es hermana del gran
animal de Platón. Elaborar una mecánica social es, en lugar de adorar a la bestia,
estudiar su anatomía, psicología, sus reflejos y sobre todo tratar de comprender el
mecanismo de sus reflejos condicionados, es decir buscar un método para
adiestrarla.
El pensamiento fundamental de Platón, que es también el del cristianismo pero que
ha sido muy olvidado, es que el hombre no puede evitar el estar íntegramente
sometido a la bestia, aun hasta el centro más secreto de su alma excepto en la
medida en que está liberado por la operación sobrenatural de la gracia. La
servidumbre espiritual consiste en la confusión de lo necesario y el bien; pues "se
ignora qué distancia separa la esencia de lo necesario y del bien".
La bestia tiene una doctrina, la doctrina de la fuerza. Algunos atenienses, citados
por Tucídides, la expresaron crudamente, con una claridad maravillosa, cuando
dijeron a unos desdichados que les suplicaban: "Creemos con respecto a los dioses
según la tradición y sabemos con respecto a los hombres por una experiencia
indudable que siempre cada uno, por una necesidad de la naturaleza, domina allí
donde tiene poder'. Se ve que esos atenienses eran adoradores recientes de la bestia,
hijos de antepasados extraños a su culto; los verdaderos fieles de este culto casi no
expresan la doctrina, sino es por la acción. Para justificar esta acción inventan
idolatrías
Lo opuesto a esta doctrina, en lo que concierne a la divinidad, es el dogma de la
Encarnación. "Siendo igual a Dios no consideró esta igualdad como un botín . Se
vació de ella... Tomó la condición de esclavo. Se hizo obediente hasta la muerte."
La bestia es la dueña aquí abajo. El diablo dijo a Cristo: "Te daré este poder y la
gloria que le está unida pues ellas me han sido entregadas." La descripción de las
sociedades humanas en función de las solas relaciones de fuerzas da cuenta de casi
todo. Sólo deja de lado lo sobrenatural.
La parte sobrenatural aquí abajo es secreta, silenciosa, casi invisible, infinitamente
pequeña. Pero es decisiva. Proserpina no creía que cambiarla su destino al comer un
sólo grano de granada y desde ese instante para siempre el otro mundo fue su patria
y su reino.
Este efecto decisivo de lo infinitivamente pequeño es una paradoja que la
inteligencia humana tiene dificultad en reconocer. Por esta paradoja se cumple la
sabia persuasión de que habla Platón. Esa persuasión por medio de la cual la
providencia divina lleva a la necesidad a orientar la mayor parte de las cosas hacia
el bien.
La naturaleza, que es un espejo de las verdades divinas, presenta en todas partes una
imagen de esta paradoja. Así los catalizadoras, las bacterias. Con relación a un
sólido punto es infinitamente pequeño. Sin embargo en cada cuerpo es un punto el
que triunfa sobre toda la masa, puesto que si está sostenido el cuerpo no cae; ese
punto es el centro de gravedad.
Pero un punto sostenido no impide que una casa caiga salvo si está dispuesta
simétricamente a su alrededor o si la asimetría implica ciertas proporciones. La
levadura levanta la masa únicamente cuando se mezcla con ella. El catalizador no
actúa sino en contacto con los elementos de la reacción. Igualmente existen
condiciones materiales para la operación sobrenatural de lo divino presente aquí
abajo en la forma de lo infinitamente pequeño.
La miseria de nuestra condición somete a la naturaleza humana a una gravedad
moral que la atrae continuamente hacia lo bajo, hacia el mal, hacia una sumisión
total a la fuerza. "Dios vio que los pensamientos del corazón del hombre tendían
siempre, constantemente al mal." Esta gravedad es lo que obliga al hombre, por una
parte a perder la mitad de su alma, según un proverbio antiguo, el día en que se
convierte en esclavo, y por otra a dominar siempre, según las palabras citadas por
Tucídides, allí dónde tiene poder. Como la gravedad propiamente dicha, tiene sus
leyes. Cuando se las estudia no somos nunca demasiado frios, demasiado lúcidos,
demasiado cínicos. En este sentido, en esta medida, hay que ser materialista.
Pero un arquitecto estudia, no sólo la calda de los cuerpos, sino también las
condiciones de equilibrio. El verdadero conocimiento de la mecánica social implica
el de las condiciones en que la operación sobrenatural de una cantidad infinitamente
pequeña de lo impuro colocada en un punto conveniente, puede neutralizar la
gravedad.
Los que niegan la realidad de lo sobrenatural se parecen realmente a los ciegos.
Tampoco la luz es sólida, ni pesa. Pero por ella las plantas y los árboles suben hacia
el cielo a pesar de la gravedad. No se la come, pero las semillas y frutos que
comemos no madurarían sin ella.
Igualmente las virtudes puramente humanas no germinarían fuera de la naturaleza
animal del hombre sin la luz sobrenatural de la gracia. Cuando el hombre se desvía
de esta luz una descomposición lenta, progresiva, pero infalible, lo somete
finalmente todo entero, hasta el fondo del alma, al poder de la fuerza. En la medida
en que es posible para una criatura pensante, se convierte en materia. Lo mismo que
una planta privada de luz se transforma poco a poco en algo inerte.
Los que creen que lo sobrenatural, por definición, actúa de manera arbitraria y que
escapa a todo estudio, lo desconocen como aquellos que niegan su realidad. Los
místicos auténticos como San Juan de la Cruz, describen la operación de la gracia
sobre el alma con una precisión de químico o de geólogo. La influencia de lo
sobrenatural sobre las sociedades humanas, aunque quizá más misteriosa, sin duda
puede ser estudiada.
Si se mira de cerca no sólo la Edad Media cristiana sino todas las civilizaciones
realmente creadoras, se ve que, cada una, al menos durante un tiempo, tuvo en su
centro un lugar vacío reservado para lo sobrenatural puro, para la realidad situada
fuera de este mundo. Todo lo demás estaba orientado hacia ese vacío.
No hay dos métodos de arquitectura social. No hubo nunca más que uno. Es eterno.
Pero siempre lo eterno exige al espíritu humano un verdadero esfuerzo de
invención. Consiste en disponer las fuerzas ciegas de la mecánica social alrededor
del punto que sirve también de centro a las fuerzas ciegas de la mecánica celeste, es
decir, "el amor que mueve el sol y las otras estrellas".
No es ciertamente fácil concebirlo en forma precisa ni aplicarlo. Pero en todo caso
para lograrlo la primera condición es pensarlo. No se trata de una cosa que se puede
obtener por accidente. Quizá se lo puede recibir al final de un largo y perseverante
deseo.
La imitación del orden del mundo fue el gran pensamiento de la Antigüedad
prerromana. Debla ser también el gran pensamiento del cristianismo, puesto que el
modelo perfecto propuesto a la imitación de cada hombre era el mismo ser que la
Sabidurla ordenadora del universo. Efectivamente este pensamiento ha movido
subterráneamente toda la Edad Media.
Actualmente, embrutecidos como estamos desde hace varios siglos por el orgullo de
la técnica, nos hemos olvidado que existe un orden divino del universo. Ignoramos
que el trabajo, el arte, la ciencia, son solamente distintas maneras de entrar en
contacto con él.
>Si la humillación de la desdicha nos despertara, si pudiéramos reconquistar esa gran
verdad, podríamos borrar el escándalo del pensamiento moderno, la hostilidad entre
la religión y la ciencia.
(De La opresión y la libertad, Londres, 1943)
Texto extraído de la página personal de:"Hernán J.González"
Enlaces: Simone Weil en la Red
Una filosofía moral del compromiso cristiano: Simone Weil dentro del curso Ética y Filosofía política. La Ética en el s. xx. de Francisco Fernández Buey en la página IdeaSapiens
Reseña biográfica y textos de Simone Weil en la página personal de  Hernán J. González
La Iliada o el poema de la fuerza de Simone Weil, en la  Revista Digital Casa del Tiempo
Reseña sobre Simone Weil del diario La Vanguardia en la  Revista Succedani
Página dedicada a Simone Weil (en inglés) Simone Weil Home Page
Bibliografía Simone Weil según el ISBN
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