Pensamiento

La defensa de las diferencias culturales

Stefano Vaj

Cuando se habla de igualitarismo, con este t�rmino se hace referencia a la negaci�n de la existencia de diferencias radicales y sustanciales entre los individuos que componen una sociedad- o, por lo menos, a la voluntad de �eliminarlas�, tanto psicol�gicamente como en la realidad.

Entendido en este sentido, el igualitarismo se presenta como una caracter�stica constante de las ideolog�as hoy dominantes y, m�s bien, constituye quiz�s el principal hilo conductor que las liga entre s�, haciendo posible la supervivencia del sistema en que, en la actualidad, se encarnan social y pol�ticamente. Sin embargo, existe otra forma de igualitarismo canalizado por estas, no menos importante, con car�cter �horizontal>� en lugar de vertical: el universalismo.

Nacido de las grandes religiones monote�stas, siempre reduccionista, siempre intolerante, el universalismo se resuelve en la afirmaci�n de que hay una �nica �Verdad�, un �nico �Bien� v�lido para todos los hombres y para todos los pueblos, y se manifiesta a trav�s de la incapacidad para aceptar al �Otro� y su diversidad, para comprender que precisamente esta diversidad es la riqueza del g�nero humano
(1).

Para quien acepta este punto de vista, la existencia misma del Otro- que, en concreto, son las otras culturas, las otras tradiciones, las otras civilizaciones- se convierte en algo insoportable, por cuanto representa una absurda persistencia en el �mal�, en la �falsedad�, en el �error�. A partir de ah�, s�lo hay dos posibles soluciones para esta molesta situaci�n: o la �conversi�n� de quien no tiene la misma identidad cultural, o su destrucci�n, poco importa si llevada a cabo a trav�s de una aut�ntica pol�tica de exterminio, como suced�a en las guerras de religi�n, o con el medio m�s sutil del etnocidio cultural, la suerte que hoy amenaza a Jap�n, a Europa y a los llamados pa�ses del Tercer Mundo.

Por otra parte, hay que aclarar que un decidido rechazo de esta concepci�n pol�tica e ideal no tiene la m�s m�nima necesidad de desembocar en el pacifismo o en el moralismo tercermundista, que colorea, por ejemplo, m�s o menos hip�critamente, las actitudes de organizaciones como la ONU. M�s bien hay que reafirmar que desde siempre la situaci�n geopol�tica de un pueblo est� determinada por las relaciones de fuerza y que la voluntad de poder es fisiol�gicamente inherente a toda Cultura que no se haya convertido todav�a en una Civilizaci�n. Sin embargo, esta forma de imperialismo, la forma, dig�moslo as�, �normal� y europea en sentido originario, no estaba dirigida en absoluto hacia la destrucci�n de los otros pueblos, ni mucho menos hacia la destrucci�n de su identidad, de su �conciencia de s�.

Al contrario, la existencia de los otros pueblos resultaba en este marco necesaria, ante todo, para definirse distingui�ndose de los otros (�Civis romanus sum�), por tanto, para ejercer sobre ellos la propia voluntad de poder, asumiendo su gu�a y lig�ndoles al propio destino, al propio �proyecto�, o, en cualquier caso, midi�ndose con ellos.

El imperialismo cultural, en cambio, no tiene �enemigos�, adversarios a quienes se reconoce el derecho de ser tales y por quienes se puede incluso sentir estima y respeto, sino que conoce solamente, seg�n su m�s espec�fica caracterizaci�n ideol�gica, �infieles�, �primitivos�, �atrasados�, �b�rbaros� a quienes hay que convertir, hacer progresar, reeducar, salvar de su estado- en una palabra: fagocitar y aniquilar, borrar en tanto que son distintos. Cuando uno se sit�a en esta �ptica, en la �ptica de tener que matar al Otro para salvarlo de s� mismo, se adquiere, entre otras cosas, una aterradora buena conciencia: como se est� de la parte de los justos, no existen l�mites, ni reglas de juego, todo respeto de la personalidad ajena se convierte m�s bien en una culpable negligencia, en desinter�s inmoral con respecto al pr�jimo que no puede y no debe ser abandonado a s� mismo, fuera de la �Verdad�, de la �Civilizaci�n�, del �Progreso�, de �sus derechos�.

El sistema universalista y mundialista que hoy amenaza a todos los pueblos y a todas las culturas ha sido definido de varios modos. Haciendo referencia a la actual fuente central de esta infecci�n, que est� realizando una experiencia social de fin de la historia mucho m�s eficaz que la buscada por el marxismo ortodoxo, se ha hablado de americanismo (2). Otros, ampliando esta definici�n juzgada como reduccionista, han hablado m�s recientemente de occidentalismo, de civilizaci�n occidental (distinguiendo radicalmente esta �ltima de la civilizaci�n europea) (3). En cualquier caso, este es el fruto monstruoso del encuentro entre la cultura europea, de la que ha tomado el dinamismo y el car�cter emprendedor, pero a la cual se opone radicalmente, y las ideolog�as nacidas de la secularizaci�n del monote�smo judeocristiano. Su proyecto es la imposici�n de una civilizaci�n universal fundada en el predominio de la econom�a, despolitizando a los pueblos en beneficio de una �gesti�n� mundial, con el objetivo de asegurar en todas partes el triunfo del tipo y de los valores burgueses, al t�rmino de una din�mica homogeneizante y de un proceso de involuci�n cultural general.

Es oportuno distinguir claramente la civilizaci�n occidental del sistema occidental, designando con este �ltimo la fuerza aplicada a la expansi�n de la primera. Adem�s, hay que resaltar que el mismo sistema no puede ser descrito en los t�rminos de un poder homog�neo, completamente organizado o constituido en cuanto tal. Este se organiza de hecho mediante una red mundial de microdecisiones, coherente pero inorg�nica, tanto m�s temible porque es difusa, diluida y dif�cil de captar, que parte de los ambientes de negocios de los llamados pa�ses desarrollados, de los estados mayores de un centenar de multinacionales, de un cierto porcentaje del personal pol�tico de las naciones �occidentales�, de una parte de los cuadros de las organizaciones internacionales, de las grandes instituciones bancarias, de las ��lites� conservadoras de los pa�ses pobres. Su fuerza est� en la capacidad de la civilizaci�n occidental para digerir las contestaciones sociopol�ticas de los pueblos colonizados a trav�s de la difusi�n de un way of life unitario, a trav�s de la imposici�n de los standard habits. Gritar �Yankees go home� entre sorbo y sorbo de Coca-Cola, escuchando disco-music llevando los Levi�s puestos, significa no entender a qu� nivel acontecen ciertos procesos hist�ricos. As�, el sistema occidental, que tiene hoy su epicentro en los Estados Unidos, no es de naturaleza estatal o pol�tica en sentido estricto, sino que procede mediante un imperialismo mixto econ�mico-cultural. Estos dos aspectos permanecen ligados ya que el universalismo en el terreno cultural lleva a querer exportar por todas partes el propio modelo basado en el predominio de la econom�a, mientras, por otro lado, la producci�n de masas que caracteriza la estructura econ�mica del sistema necesita un consumidor-tipo, indiferenciado, universal, de demandas uniformadas. Sin preocuparse directamente de los estados, de las fronteras, de las religiones, la �teor�a de la praxis� del sistema occidental reposa no tanto sobre la constricci�n o sobre la difusi�n de un corpus ideol�gico declarado, como sobre una modificaci�n radical de los comportamientos culturales, orientados hacia el modelo americano.

Este neocolonialismo �occidental�, como se ha manifestado en todas las partes del mundo, en Irlanda como en Ir�n, nace esencialmente de la ideolog�a liberal americana, que se ha impuesto con facilidad en las organizaciones internacionales. En la medida en que esta civilizaci�n realiza plenamente el ideal americano y en que este �ltimo se ha construido sobre un �rechazo de Europa�, su misma esencia es la ruptura con la cultura europea de la que se venga con el etnocidio cultural y la neutralizaci�n pol�tica.

Uno de los principales subproductos ideol�gicos de la civilizaci�n occidental es, por otro lado, precisamente la religi�n de los derechos humanos que constituye el punto de llegada ( as� como tambi�n de repliegue, despu�s de la ca�da de las esperanzas y de las perspectivas revolucionarias) de todas las ideolog�as nacidas del iusnaturalismo y del universalismo, la zona de �s�ntesis� en que se reencuentran dem�cratas, liberales, radicales, socialistas, conservadores, new left, etc en torno al discurso occidentalista. Ahora, defender los �derechos del hombre� significa en concreto servir a un complejo coherente de intereses; significa, al servicio de �ste, negar los derechos de los hombres y de los pueblos. Si derecho, rigurosamente, significa en sentido subjetivo �facultad garantizada por un ordenamiento jur�dico-pol�tico positivo de pretender un comportamiento dado de los otros participantes en el ordenamiento y de la comunidad misma hacia s�, ninguna tutela le puede venir de un punto de vista universalista que apunta exactamente a la destrucci�n de la civilizaci�n y de la cultura de la que surge ese concreto y t�pico ordenamiento particular.

Se trata as� de destruir las formas pol�ticas y de soberan�a caracter�sticas de cada civilizaci�n a favor de la democracia, destinada a integrar a los pueblos en la civilizaci�n (y en el mercado) occidental. Esto no sucede obviamente de manera indolora, al chocar generalmente esta operaci�n con tradiciones arraigadas a nivel incluso etnobiol�gico. La introducci�n formal de un sistema democr�tico que ha ido a implantarse sobre una precedente estructura pol�tica anarco-tribal milenaria, por ejemplo, ha iniciado en �frica central la �poca de las masacres y de los genocidios, de los Bokassa y de los Amin Dada, en base a una serie de conceptos que en la mayor parte de las lenguas africanas no son ni siquiera traducibles, poniendo en crisis un sistema a su modo equilibrado. La civilizaci�n occidental, as�, ha instituido la peor esclavitud y ha asesinado la primera de las libertades, la que consiste para un pueblo en gobernarse seg�n su propia percepci�n del mundo.

El mismo discurso �fraternal� de la ayuda al desarrollo del Tercer Mundo muestra irregularidades demasiado importantes. Esta noci�n presupone que los pueblos del Tercer Mundo tienen necesariamente que seguir el mismo camino de los pa�ses �desarrollados� hacia la industrializaci�n.

Por otra parte, se ha demostrado varias veces que el mismo �nivel de vida global� de los pa�ses �en v�as de desarrollo�, que son considerados ya como casi �desarrollados�, resulta a menudo mucho menos elevado que el que hab�an alcanzado tradicionalmente. Inversamente, el nivel de vida global de los pa�ses m�s �pobres� es sin excepci�n superior al que quieren hacer creer las cifras de los economistas occidentalistas. Hasta hoy, los �nicos verdaderos beneficiarios de la industrializaci�n de Am�rica latina han sido los EEUU. Pero no es tanto la industrializaci�n misma lo que hay que criticar, como la forma de esta industrializaci�n, librecambista y servilmente imitativa del modelo americano, cuyos efectos se revelan hoy desastrosos.

As�, hemos entrado en la era de la guerra cultural: �La guerra cl�sica apuntaba al coraz�n para conquistar, la guerra econ�mica tradicional apuntaba al vientre para explotar y enriquecerse, la guerra cultural ataca a la cabeza para paralizar sin matar, para conquistar a trav�s de la putrefacci�n, para enriquecerse con la descomposici�n de las culturas y de los pueblos(4).

Aliados de Europa, la v�ctima m�s ilustre de esta agresi�n, son hoy en todo el mundo los movimientos etnonacionales. De �frica a M�jico, de China al renovado mundo isl�mico, hoy estamos ligados por intereses hist�ricos y de supervivencia a este movimiento de redescubrimiento y defensa de la propia identidad cultural y de la propia econom�a pol�tica.

Superar pol�tica y psicol�gicamente el atlantismo y el occidentalismo es el primer paso para liberarse del monoling�ismo anglosaj�n, de la religi�n de los derechos del hombre- cuya propaganda es realizada por las llamadas ligas por los derechos humanos y por las varias Amnist�a Internacional- del american way of life, del sometimiento a las corrientes culturales americanas, de las ideolog�as democr�ticas y universalistas, del conductismo social, de la primac�a de la econom�a sobre la pol�tica.

Hoy, a la l�gica del desastre y al movimiento entr�pico de la guerra cultural americana y occidental, Europa debe oponer su propia voluntad de vida y de poder, su propio derecho a la diferencia y a la identidad cultural

Stefano Vaj

(1) Cfr. Alain de Benoist, Les id�es � l'endroit, Editions libres Hallier, Par�s 1980 (trad. italiana Le idee a posto, LEdE-Akropolis, Roma 1983). V�ase tambi�n del mismo autor � L'idea nominalista. Fondamenti di un atteggiamento verso la vita" en l'Uomo libero n. 7.

(2) De americanismo hablaba, por ejemplo, desarrollando algunas observaciones spenglerianas, Julius Evola. El an�lisis m�s exhaustivo y sugestivo del "mito americano" sigue siendo el expresado por Giorgio Locchi y Alain de Benoist, Il male americano, LEdE., Roma 1979.

(3) Cfr. Guillaume Faye, �Pour en finir avec la civilisation occidental� en El�ments n.34. (http://www.grece-fr.net/textes/_txtWeb.php?idArt=387)

(4) Henri Gobard, La guerre culturelle, Copernic, Par�s 1979.

Texto original publicado en:
L'uomo libero

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