Pensamiento

Crítica
de la dialéctica conservadora

José Luis González Ribera

Quiero aquí hacer una crítica de la forma de pensar conservadora. No tanto del contenido como de la forma. De cómo la mentalidad conservadora afronta los problemas políticos y morales, cómo se enfrenta con ellos. Evidentemente, si critico la actitud, critico también el contenido. De uno u otro modo el uno deriva de la otra. Pero dejando claro, desde un primer momento, que lo que realmente me preocupa no es el contenido, pues este depende de cómo discurre el pensamiento, sino este discurrir, que es la fuente de los problemas que quiero hacer observar, en caso de estar yo en lo cierto.

No me enfrento a la forma de pensar conservadora. En cierto sentido, en una determinada perspectiva, creo, como expondré, que reúne una cierta grandeza, y a ella me adhiero. Si intento hacer ver sus fallas, no es una crítica que derive del enfrentamiento, sino de la preocupación.

Para realizar esta crítica, compararé el liberalismo con el conservadurismo, ya que las debilidades del pensamiento conservador son, precisamente, los aciertos del pensamiento liberal.

El liberalismo es una docrina política pero a mí no me interesa como una doctrina que se manifiesta en la Historia, sino en lo que creo que es su contenido esencial, su carácter de ética mínima y de crítica racional.

Primero hay que hacer una aclaración de los conceptos. Hay que ver qué significan los términos moral, ética y ética mínima.

La moral es la opinión que tenemos nosotros, como individuos, como personas, o el grupo al que pertenezcamos, sobre lo bueno o lo malo. No se puede decir que la moral sea arbitraria o caprichosa, no es lo que en cada momento nos apetezca o nos convenga, de modo que esté siempre cambiando. La moral es algo con lo que nos comprometemos y que llena nuestra vida. Pero sí es subjetiva, en mayor o menor grado.

Así pues, para superar esta subjetividad, y para responder problemas que dejamos de lado en nuestra vida cotidiana, surge lo que llamamos filosofía moral o ética. Evidentemente, no surgió de modo consciente para esto. Simplemente, cuando las culturas se hacen complejas, van surgiendo personas que se dedican a preguntarse sobre qué son las cosas, sobre la realidad, y los filósofos, a su vez, terminarán dividiéndose según lo que cada uno estudie.

Sin embargo, los planteamientos y los supuestos de los sistemas éticos siguen siendo subjetivos, elecciones que se han de hacer, si bien se llega a una visión más ponderada de las cosas.

Así pues, surge un problema. Cada sistema ético, o la moral de cada persona o grupo, se plantea como un absoluto. Se intenta gobernar la propia vida según una determinada moral o ética. Muy bien; esto, sin duda, es lo adecuado. Pero estas posiciones habrán de convivir. Este no es un problema abstracto. La verdadera filosofía no debe caer en la pedantería, sino que ha de intentar dar una respuesta a los problemas reales.

Yo puedo tener una postura determinada, y mi vecino otra distinta. No es descabellado pensar que la primera, llevada a cabo sin atender a otra cosa más que a sí misma, atropella a la segunda, o viceversa. Y peor será el caso en que unos fundamentalistas, sean del signo que sean, quieran que el hecho de que una cultura sea la mayoritaria de una nación, o la arraigada en su Historia, signifique que deba imponerse sin más, y que el disidente sea un elemento extraño al que se le debe ignorar o excluir, incluso eliminar.

Hacen falta normas de convivencia. Ojo, convivencia, no mera co-existencia. No sólo que nos dejen vivir, que casi parece que nos hagan un préstamo de nuestra propia vida, sino que podamos vivir todos juntos, cada uno realizando nuestra vida como juzguemos que la debemos realizar (aunque aquí siempre habrá limitaciones, en las que no entraré).

Esta claro que habrá discusiones que afecten a asuntos públicos, en las que habrá choques de valores diferentes, y que la elección no será ni clara ni una, y será siempre subjetiva. Aquí descansa parte importante de nuestra libertad. Ahora bien, también tendremos que tener unas reglas comunes, que respetemos todos, para no destruirnos unos a los otros. Normas como el poder disponer de nosotros mismos, que se respete nuestra vida, nuestra integridad física y moral, nuestra propiedad (aunque esta propiedad deba ser recortada en cierto modo para que otros estén en condiciones materiales de ser libres), etc. Y lo que es igual de importante, que nosotros nos comportemos de un modo recíproco.

Y las normas para posibilitar este modus vivendi es lo que intenta hallar la ética mínima, si bien, incluso aquí, y de modo natural, por otra parte, pueda haber una cierta variación en las posturas. Por ejemplo, a cuánto alcanza el ámbito de libertad, intimidad, privacidad, del que todos debemos disponer a salvo de la intervención del Estado, de la sociedad o de un individuo. Siempre hay cuestiones que no son ni blancas ni negras. Pero se parte de que todos debemos disponer de ese ámbito mínimo y de que hay que evitar la dominación arbitraria o despótica, se haga esta o no en nombre de una moral.

Y aunque la ética mínima sea mucho más reciente, es la esencia del liberalismo, al menos en parte. En la parte en que el liberalismo no es una doctrina, ni una idea supuestamente racional sobre la vida buena, sino el descubrimiento del individuo

Por eso, el liberalismo es universal. Puede haber sido creado en Occidente, pero hay una parte de él que simplemente es esencial para evitar que nos destruyamos en guerras de religión, ideológicas o de civilización. El liberalismo, para ser real, ha de ir acompañado de la democracia, con la que, sin embargo, puede entrar en tensión. Pero esta cuestión no la examinaré aquí. Aquí sólo he tratado un esbozo muy breve del liberalismo en lo que tiene de universal.

El conservadurismo no es universal. Pero lo curioso del conservadurismo es que no es tampoco una moral o una ética. Es una actitud ante la Historia. ¿Cómo se plantea el conservadurismo la Historia? No alterar lo ya establecido. En dos sentidos. No tocar, o tocar muy poco, lo que ya está (hechos consumados) y no introducir elementos nuevos, o introducirlos poco a poco.

El conservadurismo no es reaccionario. Si fuese reaccionario no apostaría por mantener lo que ya está, sino por alterarlo, llevándolo hacia atrás, ni apostaría por introducir lo nuevo de forma gradual. Entre la postura de la cerrazón de la reacción, y la violencia de la Revolución, el conservadurismo es la reforma, el ir acompasando las instituciones y el Derecho, poco a poco, al cambio en la sociedad, intentando mantener siempre el elemento tradicional.

La actitud del conservadurismo es una mezcla de prejuicio y cohesión. Prejuicio ante lo nuevo, de lo que se desconfía, precisamente, por ser nuevo, y ya no se desconfiará cuando no lo sea. Y cohesión por oposición a cambiar lo ya dado por temor a romper con las mayorías sociales.

Esta doble actitud supone una doble moral, no porque sea falsa, sino porque se da de dos maneras distintas.

La moral conservadora es, por una parte, moral de resistencia y, por la otra, moral de rendición. Es moral de resistencia cuando se ocupa el Gobierno. Resistencia en la defensa de unos valores que se entienden propios del orden público, o de la Nación, o incluso del orden natural, simplemente por estar asentados, por contar con arraigo social e ideológico. Ahora bien, también es la moral del conservadurismo una moral de rendición. Es una moral resistente, pero no combativa. Una vez se ha producido un avance, la moral conservadora lo considera como un hecho consumado, en un tiempo menor o mayor, y lo suma a lo dado o establecido. Así, tenemos que la moral conservadora rechaza lo nuevo, por ser nuevo, y santifica lo establecido, por estar establecido. No hay un análisis de lo que las cosas son en cuanto tales, sino que se evalúan según el espacio temporal que ocupen.

Estoy exagerando, se me puede alegar. Y con mucha razón. Evidentemente, los conservadores, en la realidad empírica, cuentas con criterios, pocos o muchos, más allá de lo señalado. Y la contraposición que establezco entre liberalismo y conservadurismo es meramente expositiva. Resulta evidente que puede haber un liberalismo que cuente con valores conservadores, y un conservadurismo que acepte la esencia del liberalismo en cuanto ética mínima o que acoja el liberalismo en cuanto doctrina, quizás incluso de un modo exagerado. Pero hay aquí una realidad muy clara. El conservador, y toda nuestra derecha y centro-derecha (la extrema derecha es historia diferente) lo es, como rasgo fundamental, en mayor o menor grado, siguen esta actitud en cuanto en tanto es conservador. Todo lo demás son añadidos. Y, obviamente, esta actitud condicionará mucho se manera de ver las cosas. Aquí lo que se pretende no es un descripción absolutamente fiel de la realidad. Una abstracción que pretenda explicar la realidad ha de partir de que siempre dejará cabos sueltos o cuestiones sin explicar. Lo que pretende es construir lo que en Sociología, en herencia de Max Weber, se llama tipo ideal, esto, es una generalización que responde de modo razonablemente fidedigno a la realidad y desde la cual podamos llegar, siempre con alguna variación, a los casos reales.

El conservadurismo, como ya antes señalaba, tiene su grandeza y su miseria. La grandeza del conservadurismo son sus facetas de convención y de reforma. La miseria del conservadurismo es su dificultad para la elaboración propositiva y el que pueda dejar fuera de sus posicionamientos o juicios de valor aspectos de aquello que juzgue que estén relacionados con valores esenciales.

El convencionalismo, como enfermedad social, obtura el desarrollo social y niega la libre realización individual, no porque la niegue como posibilidad, o en abstracto la vea mal, o la sancione jurídicamente, cosas que no hace, sino porque cuando se halla ante una manifestación de lo original o de lo diferente, lo rechaza en una actitud mezcla de agresividad y de cobardía. Es el prejuicio del que antes hablábamos.

Pero hay que distinguir el convencionalismo de la convención. La convención tiene algo muy interesante, que es una dimensión de no-imposición. La convención es algo que se acuerda, no algo que se impone. Las convenciones son acuerdos entre posiciones diferentes para establecer un marco en común. Y son las posturas convencionales, precisamente porque huyen de los extremos, aquellas en las que no se da la imposición, sino el acuerdo. El radicalismo no es sinónimo de violencia, pero sí está muy estrechamente relacionado con ella. El radicalismo lleva a la imposición, porque son las propias ideas las únicas que se valoran. Las propias ideas se valoran como algo absoluto, como las únicas que son ciertas. Y en una posición así no es difícil dar el paso de subordinar las personas a la realización de las ideas. Lo abstracto impone el sacrificio de lo más sagrado de lo real. Las ideas o reflexiones acerca de cómo organizar la vida en común de un modo que sea más digno para las personas lleva a la destrucción de las personas. Creo que debe ser positivamente valorada la dimensión de no-imposición del conservadurismo, de las posiciones mediadoras, moderadas, centrales.

La convención es, además, civilización. El primero que supo ver esto fue Protágoras. Se discutía entonces en Grecia acerca de si las leyes eran divinas o si se basaban en meras convenciones. La postura de la Ley como algo natural o divino llevaba a una valoración positiva de la Ley. Era el precepto natural, objetivo, procedente de los dioses, que debía ser cumplido. La postura de la Ley como convención llevaba a una valoración negativa. La Ley aquí es algo arbitrario, subjetivo, que se impone. Hay que recordar aquí la obra “Antígona”, de Sofócles, que es una representación teatral de este dilema en la que se opta por la visión de la Ley como ley natural. Protágoras invirtió los términos de esta discusión. Protágoras vio la Ley como convención, pero valoró esto de forma positiva. La capacidad innata para establecer lazos sociales y para la actividad política lleva a la constitución se sociedades cuyos ciudadanos se auto-gobiernan a sí mismos, y que son la base de la civilización. Estas polis se rigen por convenciones que sus miembros establecen entre sí, y que son vigentes en tanto sigan estando de acuerdo con ellas.

Otro aspecto positivo del conservadurismo es el del conservadurismo como reforma. Hay básicamente tres actitudes ante el cambio social o político: la revolución, la reforma y la contrarrevolución. La revolución parte de un desenfrenado apego por algunos principios, que pueden ser muy distintos (la Revolución se puede realizar en muy distintas direcciones), para cambiar la sociedad en su cimientos y estructuras básicas. La Revolución lleva a posiciones extremas que meten en el mismo saco lo que quizás sí que haya que cambiar y lo que es positivo en una sociedad y en un sistema político. Lleva, además, en su radicalismo, los cambios más allá de lo debido y de lo razonable, de modo que surgen problemas nuevos simétricos a los antiguos, igual o más graves. La Contrarrevolución, precisamente como indica su nombre, es justo lo contrario de la Revolución, y comparte su radicalismo. Lo que la Contrarrevolución opone a la Revolución no es comedimiento, ni siquiera recelo, sino cerrazón. No se pretende sólo cerrar el paso a lo nuevo, sino volver a lo que ya es viejo. Y no por una convicción racional acerca de lo viejo, sino por una nostalgia mal entendida o, ni siquiera eso, por un mero juego de intereses. Entre ambas posturas, y frente a ellas, se halla la Reforma. Aceptar el cambio social, que las sociedades no son estáticas, que son perfectibles, que los usos y costumbres cambian, pero rehuir cambios radicales que puedan acabar con la cohesión social y generar tensiones insoportables, y mantener en lo posible, integrando los cambios en ellas, las esencias y la tradición de la Nación, recordando una Nación se identifica a sí misma en su Historia.

Paso ahora a revisar las miserias del conservadurismo, la cruz de la moneda. La cruz de la reforma y de la convención son el prejuicio y la sobre-valoración de la cohesión. La Reforma no es un pensamiento propositivo, sino una actitud ante la Historia, ante los cambios sociales y políticos. La Convención da lugar al convencionalismo, al prejuicio. Esta realidad del conservadurismo como actitud histórica y no como discurso propositivo lleva a que el conservadurismo vaya a corriente de las otras posturas políticas. El conservadurismo niega lo nuevo porque va en contra de lo convencional, y lo viejo, aun cuando muchas veces lo añore, porque intentar rescatarlo crearía tensiones sociales. El conservadurismo no incluye un planteamiento racional y profundo de los asuntos, no se enfrenta a las grandes cuestiones. Plantearse las grandes cuestiones morales o políticas genera conflictos, controversias, y actualmente, y ya no sólo el conservadurismo, se rehuyen los conflictos y las controversias políticas. Se ve peor a aquel que no acepta someterse a un partido o a un ismo, y que es ácido contra todos, que aquel que se somete a un ismo contrario, sobre todo cuando éste es respetado y está institucionalizado. El que no se queda con nadie remueve las conciencias, va más allá del pensamiento hegemónico, y eso no interesa.

Los que hoy defienden posiciones de derecha de modo firme mañana defenderán del mismo modo posiciones que en muchos casos están hoy impensablemente a su izquierda. Se rendirán así ante una evolución en un determinado sentido que, aunque no será inevitable de por sí, sí lo será de hecho. No hay unas convicciones claras que se defiendan de modo activo, sino unas convicciones temporales que, si bien hoy sirven de barricada frente a cambios que hoy son vistos con prejuicio, mañana se situará precisamente donde alcanzan esos cambios, y así sucesivamente.

El conservadurismo, como tal actitud, es certero. Las convicciones se ven influidas por el tiempo en que se forman, evolucionarán con los cambios sociales, nos vemos influidos por el entorno, nosotros no seremos los mismos dentro de 40 años ni nuestros descendientes, aun en el caso de que se reflejen en nuestros valores, los aplicarán del mismo modo, la cohesión social es evidentemente un valor, los cambios no se pueden introducir, sean en la dirección que sean, de manera irresponsable. Pero todo esto, siendo cierto, hay muchas cosas que no quiere decir, y con lo cual no debe ser identificado. Y, sin embargo, lo es. La cohesión como algo positivo no debe llevar a un clima en el que no nos planteemos las grandes cuestiones morales sólo porque esto pueda generar tensiones sociales. El ser cuidadoso con los cambios no quiere decir no trabajar por las transformaciones en las que creemos, en la dirección que sea, aun cuando puedan suponer alterar profundamente el actual sistema social y político. Creo que el criterio que aquí se debe tener en cuenta es el de gradualidad. El cambio histórico en la manera de concebir o aplicar una valores determinados no quiere decir que no nos los planteemos racionalmente, que no tengamos convicciones propias asún con la conciencia de que tienen mucho de históricas, o que no creamos en la necesidad de unos mínimos criterios éticos de respeto, convivencia y tolerancia que, por plantearlo como mediación entre morales y entre culturas (que en gran medida son sistemas de valores), vayan más allá de ellas. Ni la moderación, las posiciones comedidas, centradas, quieren decir relativismo o falta de firmeza en las convicciones propias. Y, por último, la Historia no se hace sola, la hacen los hombres, no cambia automáticamente, aunque individualmente sea muy difícil resistir sus cambios, y no radica en ella, sino en los hombres, la verdad.

El conservadurismo como actitud tiene, pues, aspectos muy positivos, y muy ciertos. Pero como es una actitud, y no un conjunto de ideas, cuando se intenta convertir o hacer del conservadurismo una ideología lo que resulta es vacuidad. El conservadurismo es meramente una actitud ante la Historia, no propiamente una ideología considerada como tal. El problema no es la actitud conservadora, sino la ideología conservadora.

Una política honrada debería pasar por un planteamiento sincero y sin prejuicios de los grandes problemas morales y políticos, por la crítica de todo. Crítica de la que saldrán valoraciones positivas o negativas. La crítica no debe entenderse como oposición, y mucho menos como intento de demolición. La crítica no es más que independencia de criterio.

Hay mucho papanatismo en la frase:”hay que ser rebelde a los 20 y conservador a los 40”. Si no se quiere caer en el cinismo político, no se deben perder las convicciones, los principios y el sentido de compromiso a los 40. Y si no se quiere caer en la enfermedad contraria del infantilismo político habrá que saber desde los 20 años qué se puede hacer, y cómo se puede hacer. Apostar más por la ética de la responsabilidad que por la ética de la convicción. A todo aquel que quiera introducirse en política, sea del color político que sea, le recomiendo leer las últimas páginas, las dedicadas a la ética política, de “La política como profesión”, de Max Weber. Así se evitaría uno ver muchas cosas que enervan por su papanatismo o indignan por su cinismo.

Otro tipo de enfermedad política es la de aquellos que se identifican con cualquier ismo, y en razón de este ismo entienden toda la política, que entienden de un determinado modo la política, la economía, o la sociedad, porque así se contempla en la doctrina, o, incluso, porque eso es lo que dicen sus líderes, aun cuando lo que digan sea algo meramente arbitrario en lo que se muevan según sus intereses o por cualquier otra consideración similar. Es decir, no es que su razón, o su sensibilidad, le dirijan hacia la identificación con una doctrina o un partido, de modo que discrepe en aquello en que su razón, o su sensibilidad, discrepen, y deje de identificarse con esa doctrina o ese partido cuando estas se desvíen de nuestra razón o de nuestra sensibilidad, o cuando estas varíen. No, se recibe la doctrina de un partido en cuanto revelación. Se recibe, pues, de un modo acrítico. Muchas veces ni siquiera se conoce la doctrina, ni siquiera se puede decir qué piensa el partido, o no siquiera hay algo que éste piense claramente. Se produce una identificación por capricho. Y no es una identificación afectiva, una mera simpatía. Es apoyarlo totalmente, y apoyarlo por la mera razón de que se esta con ese ismo. Se llega aquí a una ceguera política o, mucho más grave, moral. Se podrán cometer los mayores desmanes contra la persona en nombre del Partido, o la Revolución, o la Tradición, o cualesquiera otros fines. Es la moral del partidario, del hombre de partido, que es una moral de la inconsciencia. De la inconsciencia y del sectarismo. De la negación de la posibilidad de que el otro tenga razón, de la negación de la posibilidad de encontrar la razón o la convicción fuera del partido.

En los antiguos partidos de masa, sobre todo aquellos partidos totalitarios, partidos con una cosmovisión que abarca todos los ámbitos de la vida y que resulta excluyente, el partidario lo es doctrinalmente de un texto o de una serie de textos fundadores, respecto de los cuales cualquier renovación se rechaza despectivamente como revisionismo. Lo curioso es que muchas veces los ortodoxos introducen ellos mismos cambios en función de las circunstancias. Lenin, sin dejar de entenderse a sí mismo como ortodoxo y de tildar a muchos de revisionistas o de traidores de la Revolución, primero hizo la Revolución en un lugar donde, según Marx, esta no se podía hacer, para después, para remediar la miseria de la guerra, y tras haber expropiado a los propietarios rusos, llamó al capital internacional a invertir en su país, entre otras incoherencias.

Distinto es el caso de los partidos atrapalo-todo (catch-all). En primer lugar, estos partidos, si bien tienen unas posturas y unos estilos reconocibles, los tienen de forma difusa y cambiante. Lo positivo de esto es su no exclusividad. La gente que se reúne en torno a un partido catch-all no tiene por qué coincidir en torno a unos principios clave que deban ser asumidos de forma excluyente por los militantes. Estos partidos permitirían, así, una mayor diversidad ideológica. Y la permiten de hecho, si por esto nos referimos a las convicciones personales que cada cual puede mantener.

Hay aquí, sin embargo, un elemento que no podemos olvidar para juzgar las cosas de una manera clara. Estos partidos son fundamentalmente personalistas. Se entiende aquí por personalismo el que se da un fenómeno paralelo de decrecimiento de la importancia de la militancia y aumento de la importancia de los líderes que pueda tener el partido a nivel nacional, regional, incluso local. Los militantes son cada vez menos importantes para los líderes. Hoy no hay una preocupación real por su movilización ni los partidos sirven como instancias de educación política. Es cierto que, eventualmente, o continuamente si hablamos del período electoral, se convocan mítines o concentraciones. Pero estos mítines y concentraciones no tienen la finalidad que podían tener en la era de los partidos de masa. Fuera del período electoral, las concentraciones y mítines sirven para no generar en el partido el vacío que surgiría si no hubiese un contacto, aunque fuese esporádico y, hay que decirlo, irreal, con sus líderes. La gente necesita palpar, ver en persona. En período electoral son un instrumento más, especialmente útil para asegurar y consolidar el apoyo no sólo de la militancia sino de los sectores afines al partido, en general. Pero en un mundo en el que reinan los medios de comunicación de masa y en el que la prensa de partido, si no ha desaparecido, no es lo que fue, el partido ya no es un medio de extender el contacto de los líderes con la sociedad, sino una mera maquinaria burocrática de movilización de recursos. Tal vez no sea correcto decirlo, pero el papel esencial que desempeñan hoy los militantes de los diversos partidos es el carteleo.

Fuera de la serie de diversos roles que se pueden resumir en este irónico epígrafe, no interesa la participación de la militancia. Los militantes activos desempeñan fundamentalmente la tarea de funcionarios no retribuidos. Con el aminoramiento de la importancia de la militancia, las elites del partido, entendiendo aquí lo que generalmente se conoce como clase política, tienen un campo reservado para ellos. Es una agudización de la profesionalización de la política que ya surgió con los partidos de masa, debido al número de funciones burocráticas que estos desempeñaban. Así pues, un militante activo, que en los antiguos partidos de masa era algo muy valorado, en los partidos modernos es algo que se intenta evitar, o se le intenta relegar a la condición de funcionario. Antes, aún con las naturales luchas de poder, aquel que dispusiese de tiempo suficiente, no veía cerrado su acceso a los cargos del partido y, sobre todo, se fomentaba que hubiese verdadera vida al interno de los partidos.

Así pues, en lo que es el nivel de las ideas, si bien hay una mayor libertad interna, hay un menor debate ideológico, con lo cual la ortodoxia, aunque, con excepción de unos principios muy básicos, cambie cada pocos años, en el tiempo en que está vigente, no es sólo que sea sostenida con más fuerza, sino que es impuesta en la práctica del partido. Y esto podrá ser más sutil que el que en los partidos de masa hubiese convicciones que resultaban excluyentes en relación a la pertenencia a la militancia del partido, a partir de los cuales cabía un extenso e intenso debate ideológico, pero también supone un mayor cierre.

Curiosamente, el proceso que ha llevado a una disolución ideológica de los partidos de masa, convirtiéndolos en partidos atrapalotodo, es lo mismo que ha llevado a su peculiar ortodoxia ideológica. Para alcanzar a un mayor número de sectores de población, se ha intentado crear un discurso que les alcance, y este discurso, tecnocrático, conservador, demagógico, se impone frente a una crítica procedente de la militancia que no existe porque se la hace callar.

Para alcanzar al máximo de población, en una era de mercadotecnia, se recurre al liderazgo personalista. No se puede acudir al grueso de la población con un discurso denso y complejo. Y esto no es tanto por su nivel cultural, cuanto por una muerte, o, al menos, decaimiento, de las ideas fuertes y el debate apasionado y profundo. Esto se debe fundamentalmente a la moderación social que ha traído la extensión de la clase media. De aquella clase media que, según decía Galdós ya hará un buen siglo, se hace tan grande que amenaza devorarlo todo, en referencia al señor de Bringas. La extensión de la clase media es enormemente positiva en la modernización y normalización política y social de un país. Pero la moderación que se consigue a veces es tanta que hace que desaparezcan las ideas y las convicciones en sentido fuerte, o un debate, asentado en el discurrir profundo, en las ideas, y en una cierta abstracción que intente entender las cosas más allá de la posición propia o de la más inmediata actualidad. El huir de tensiones sociales lleva a que se huya de que se sostengan las propias convicciones en un sentido fuerte, y al mismo tiempo, contradictoriamente, el no atender al pensamiento crítico, al primar lo privado y lo profesional, lleva a que sostengan las propias posiciones sin criticarlas continuamente. Y esta no es la única contradicción. Estamos inmersos en un mar de contradicciones en el que el resultado cierto es que lo público cada vez importa menos frente a lo privado y que el escepticismo está ganando a la convicción, y al mismo tiempo lo acrítico a lo crítico. Esto quizás este relacionado. A mí se me ocurre una manera. La crítica exige de consciencia, y la consciencia genera también convicción. Quizás lo que falte sea esto, consciencia social y política, en el sentido en que sea, en una pluralidad de sentidos, en una vida pública intensa y dinámica, que aunque ya hace tiempo que se demostró que no puede ser la del ágora, ni la del foro, si puede ser la de la deliberación, y la de una ciudadanía crítica, informada, y culta, verdaderamente republicana (no en el sentido de República o Monarquía, sino en el de la Res Publica). No pueden haber Asambleas Populares; además, ya se saben las consecuencias de hacer popular la democracia, las democracias populares, asambleas omnipotentes en las que bajo el escudo de la supuesta participación del pueblo un Estado totalitario aliena y objetiza a sus súbditos. Tener una opinión propia, independiente, formada a través de diversas fuentes, no de un manera unilateral, no callarse, criticar, tener gusto por el debate, atender a la filosofía y a las humanidades (que, lejos de ser abstracciones académicas y pedantes, son intentos de estudiar y entender los asuntos humanos de un modo que quiere ser racional y objetivo), sí que son cosas que se pueden inculcar.

Estamos, en resumen, en una época en la que, si bien no se puede decir que haya desparecido la política, sí que se ha convertido esta en poco más que gestión. Esto es algo terrible, y paralelo a algo igualmente nefasto que ha sucedido en nuestra civilización. El hombre tecnocrático, en busca del consumo y de la producción, y el hombre burgués, que busca evitar cualquier conflicto, en el entendido de que cualquier orden es mejor que el conflicto, han abandonado la búsqueda, el planteamiento, el pensamiento, sobre las grandes cuestiones morales, éticas, políticas, etc. Y el planteamiento de estas cuestiones, como bien supo ver Isaiah Berlin, es parte fundamental, no sólo del hombre, sino de su libertad. Si bien los grandes discursos, en cuanto postulaban una idea determinada del hombre y de la sociedad, corrían el riesgo de devenir totalitarios, un riesgo mucho mayor en el mismo sentido es el que presenta la ausencia de pensamiento. Si no se piensa de modo autónomo, o no se piensa en absoluto, no sólo sobre lo más inmediato y actual, sino también sobre cuestiones más profundas y permanentes, no puede haber en absoluto libertad.

Este es, el peligro del hombre conservador, y, sobre todo, de lo conservador en política.

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Against the Modernity

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