De uno de
los más recientes suicidios en los últimos años no se conocería la verdadera
historia si yo no tuviese el vicio de andar en busca de los raros con la
esperanza -casi siempre superflua- de hallarme con un grande.Todos nosotros
sabemos, qué defectuosas son las estadísticas -digo a propósito defectuosas en
él sentido de insuficientes. Aunque algunos equilibrados vegetantes lamenten con
cara de pavor el crecimiento continuo de las muertes voluntarias, sé bien, por
mi parte, que no todas son registradas. Entre los enfermos y los aparentes
asesinados, los suicidas menudean. Constituyen, quizás, la mayoría. Algo me
impulsa casi a decir que cada muerte es voluntaria. Pero ¿cómo? ¿De qué manera?
¡Ay de mí! ¡De maneras comunes, vulgares, vulgarísimas! Falta de sabiduría,
falta de voluntad .-pocos son los que prevén y pueden-: un arrojarse al
encuentro del destino casi como pájaros dentro de la serpiente o locos -en la
hoguera. Hombres que no han querido vivir y han preferido el breve presente al
largo y cierto porvenir. Leopardi aprobaría: pero quién puede negar que ésas,
son vidas truncadas?.
El suicidio cuyo misterio he sabido no se parece a
ninguno de los conocidos hasta ahora. Ni la historia ni la crónica nos hablan de
otro parecido o igual.
Era difícil encontrar un medio no utilizado por
ninguno. Todos los expedientes menos obvios fueron descubiertos y utilizados:
cada tanto los diarios, hartos ya desde hace mucho de los habituales
pistoletazos y los cotidianos envenenamientos, exponen alguno, como variedad
curiosa, para hacer sonreír agradablemente al lector optimista. Y sin embargo él
lo encontró y lo practicó. Conocí al futuro suicida de una manera curiosa. (Debo
advertir que de las personas que me han sido presentadas habitualmente no
extraje nunca nada de extraordinario). Hurgaba una mañana en un quiosco
ambulante de libros viejos cuando cayó en mis manos el primer volumen de la
traducción francesa de Los demonios, de Dostoievsky. Lo habla leído hacía ya
mucho tiempo y varias veces; además, era el primer tomo solamente y no tenía,
por ello, ninguna intención de comprarlo. Pero sin saber cómo empecé a hojearlo
e instintivamente di en las páginas en las que el ingeniero Kiriloff expone con
tanta simpleza sus ideas sobre el suicidio. Había notado ya en los márgenes
marcas violentas de lápiz rojo pero aquí se hallaban incluso anotaciones.'
Estaban escritas con lápiz negro y eran borrosas. Sin embargo, las descifré.
"Así no. -Está bien: es necesario superar el temor de la muerte y por lo tanto
prepararse para ultimarnos, pero no ,así. -El suicidio con las manos: cosa de
carniceros. No se llega... -Tener presente la idea de mi método. Es necesario
negar, destruir la vida por sí mismo, poco a poco, no destrozar el cuerpo de
golpe: es estúpido..."
Estas pocas líneas, escritas a lo largo de los
márgenes, excitaron mi curiosidad como no me ocurría desde hacía
mucho.
¿Quién podía ser el que habla escrito tales palabras? ¿Y cuál era su
método, su muerte sin morir? Seguí nerviosamente hojeando el volumen. Me
sorprendí: sobre la guarda inicial se hallaba: lo que estaba buscando: un sello
-uno de esos horribles sellos Violetas de uso comercial- con un nombre, un
apellido y una dirección.
Ottoné Kressler
Via delle Ruote, 25. 1º piso
Di unas
monedas al librero y me fui de prisa a casa con el libro en el bolsillo. No bien
estuve en mi cuarto lo examiné detenidamente: había otras notas pero no
agregaban nada más extraño a los que ya había leído antes. Eran suficientes
aquellas, sin embargo, para que no tuviese paz, hasta que no hubiera encontrado
-al dueño del libro. ¿Pero habría sido él el autor de las notas? Y ese nombre
alemán del sello, ¿seria el del último dueño, y el del misterioso glosador? Y si
fuera él, viviría siempre en la misma casa?, por más conjeturas que hiciera, no
había otra solución que ir tras ese hilo -el único. No podía estar como sobre
ascuas. Retomé el libro y el sombrero y volví a salir.
En pocos minutos
-tengo las piernas largas y la prisa de los nerviosos- llegué al número
veinticinco de Via delle Ruote.
Llamé a la portezuela sucia de la calle. Una
puerta interior se abrió:
-¿Quién es?
Era una voz de niño. En efecto, una
vez que, subí dos tramos de escalera, vi en el vano a una muchachita pálida de
delantal rojo y pies descalzos:
-¿A quién busca?
-¿Vive siempre aquí el
señor Ottone Kressler?
La chica abrió los ojos y pensó.. Luego, de
pronto:
-¡Mamá! ¡Mamá! Ven.
Se adelantó una mujercita de unos cuarenta
años, rostro despectivo y socia corno la hija. Me miró mal:
-¿Qué,
deseaba?
Repetí el nombre. Advertí que mi pregunta no fe, producía placer
alguno.
-¿Lo conoce? -preguntó, recelosa.
-No lo conozco, pero tengo
necesidad de verlo inmediatamente, por negados.
La mujer estaba dudosa, pero
predominó el temor,
-No vive más con nosotros El lo hizo tres meses que se
fue.
-¿Y dónde está ahora?
-No lo sé.
-¿De veras? ¿Y no hay nadie que
pueda saberlo?
-Intente con el vinero vecino y pregunte por Cechino El le
recibía las cartas.
Saludé y bajé, Había, a dos pasos de la casa, una de
aquellas vinerías de visillos rojos, color de sangre sucia y de vino malo, con
un botellón pintado sobre el cartel a la izquierda, Entre. ¡Qué tufo! Por suerte
no había nadie, ni siquiera un parroquiano al mostrador.
-¿No hay nadie aquí?
-llamé en voz alta.
Oí en la penumbra del fondo un revolver de paja y de
taburetes y vino a mi encuentro una mujer con el rostro encendido que me miró de
pies a cabeza entre confusa y amenazante.
-¡Hay gente! -gritó sin
aproximarse.
Detrás de ella surgió de entre las tinieblas un jovenzuelo rubio
de delantal azul turquí arrollado en torno de la cintura:
-¿Qué
deseaba?
-Disculpe, ¿es usted Cecchino?
-Sí, soy yo,
-¿Conocía a un
señor Ottone Kressler, que vivía acá al lado?
-Claro que sí. Pero se ha
ido.
-¿Y dónde está?
Comprendí que tampoco él tenía deseo alguno de
contestarme. Me miró fijamente y luego me dijo en voz baja:
-Perdón, no es
por nada, pero ¿qué se gana con eso? Porque, a decir verdad, es un pobre
desgraciado y ni siquiera él sabe lo que hace. Ha dejado muchas deudas de poca
monta entre los vecinos y me parecería un pecado mandarle otro acreedor más.
Nunca delaté a nadie, Dios mediante, y vivir, vivo lo mismo...
-Se equivoca:
no necesito nada de él. Antes bien, acaso pueda darle algo y necesito verlo por
un asunto muy importante... No lo he visto nunca hasta ahora.
-Mire, no le
hará mucho caso. ¡Si viera que tipo cómico es! Y parece como si no recordara
nada ni le importara nada de nada. A veces suele hablar de sí mismo... Pero sin
embargo es un buen muchacho y cuando tiene, no es estirado como
tantos.
-Escuche: me dijeron que usted sabe dónde vive ahora; dígamelo. Me
hará un bien a mi y también a él.
El jovencito me miró de nuevo fijamente;
fuego, sea porque se persuadió de que yo no era ni policía ni acreedor, sea
porque le importase poco el secreto, me dijo:
-Si no lo llevaron al hospital
en estos días está en Via della Stufa Nº 2.
Agradecí y salí
rápidamente.
De Via delle Ruote a Via della Stufa no hay mucha distancia y
llegué sin darme cuenta.
El número dos correspondía a uno de aquellos viejos
palacios florentinos de mil cuatrocientos o mil quinientos, con ventanales de
arco redondo ornados de sillares rústicos en piedra marmórea y con la galería
?¡tapiada!? en lo alto. Algo descascarado y bastante sucio; ventanas
semitapiadas, signos de envilecimiento en todas partes.
Había un
portero remendón que sin alzar la cabeza del zapato y sin gesto alguno de
sorpresa contestó a mi pregunta:
-En el último piso, a la derecha.
Subí la
escalinata deshonrada por escupitajos y telarañas vez arriba, llamé. Apareció
otra chiquilla. El señor Kressler estaba en casa y me recibió en el umbral de su
cuarto. Quizás olvidaré al pasar de los años su figura, pero hasta este momento
la conservo nítida, intacta y profundamente grabada en mi mente.
Ottone
Kressler era, como me lo imaginaba, alto y enjuto. Su rostro alargado y estrecho
como si le hubiesen comprimido a la fuerza las mejillas cuando niño parecía la
caricatura de una aparición hoffmanniana. Orbitas profundas, increíblemente
profundas, con dos resplandores en el fondo; nariz larga, curva, espiritual;
boca sinuosa pero no de expresión femenina y voluptuosa sino sarcástica y
amarga; dientes caballunos; mentón casi en punta. La cara, afeitada, era
totalmente roja, pero no de ese rojo sano y natural que se ve en la plenitud de
las mejillas sino de un rojo oscuro, como de sangre revuelta, que invadía todo
hasta llegar al cuello. Estaba mal vestido y llevaba un sobretodo gris apagado y
un sombrerete en la cabeza como si estuviera por salir.
Mi exaltación por
verlo habla sido tan grande que no pensé en las primeras palabras que le diría,
en una excusa razonable de mi visita, Mientras me aproximaba no sabía que
decirle. La necesidad me decidió por la franqueza.
-¿Es usted el señor
Kressler?
El joven indicó que sí. Necesitaría hablarle inmediatamente.
Me
señaló su cuarto y entré. Era una habitación grande y casi vacía que daba a los
tejados. Sobre un largo cajón de embalaje estaba tirado un colchón y sobre el
colchón una alfombra y una almohada. No había sillas: sólo un sillón de junco.
Sobre la pared, suspendidas con cordeles, tablas cargadas de libros y en un
rincón un atril de música, grande y negro, y, por lo que pude apreciar, de
sólida y antigua fabricación. Kressler indicó el sillón y se sentó sobre el
falso lecho, mirándome silenciosamente a los ojos como si esperase de mí todo el
gasto de la conversación.
No perdí mi coraje: extraje del bolsillo el volumen
de Dostoievski y se lo alcancé.
-¿Es suyo este libro?
-Era mío hace un
tiempo. Me lo llevaron con otros libros en la casa donde vivía y vendieron todo
para cobrarse. El segundo tomo lo tengo todavía. La dueña era
ignorante...
-¿Y esta nota marginal es suya? -agregué indicándole las líneas
manuscritas junto al párrafo de Kiriloff.
-Es mía. Pero ¿por qué?
El señor
Kressler era muy tranquilo y parecía insensible a la extravagancia de mi visita
y de mis preguntas.
-Porque -lo
interrumpí abruptamente-, por que he leído estas palabras y vi en ellas la
alusión a un método, a un método nuevo de muerte, a una muerte sin manos, a un
suicidio superior. Me ocupo mucho de esto y tengo algunas ideas... Busco a todos
aquellos que sienten la responsabilidad de la elección y no se deciden a una
salida por una puerta cualquiera. He venido para que me diga si este método
existe, si verdaderamente usted ha encontrado algo y si este algo se
realizará...
A medida que hablaba, mi oyente iba perdiendo algo de su calma.
Desde el fondo de las órbitas las pupilas se acercaban hacia mí y cada ojo salía
de su cuenca como un animal que se asoma a la boca de su cueva.
-Sí, sí...
¡Es así -exclamó- ¿Puede ser posible que alguien piense seriamente en esto? ¡Y
en Italia! ¿Usted vino a verme por el problema de la verdadera
muerte?
-Solamente por esto.
El señor Kressler se levantó. Parecía
conmovido. Su mano buscó y estrechó la mía. Tuve que decirle mi nombre. Vi
reflejado en su rostro el deseo de abrazarme.
-Podríamos conversar ahora
-agregué-. Pero, ¿usted salía?
-No, de ningún modo. Estoy vestido siempre
así, incluso en casa. No me gusta desvestirme. Con mucho gusto podemos hablar
ahora, en seguida, cuando quiera. Le contaré todo, le diré lo que usted desea.
Antes de morir, la idea será suya. Transfusión y comunicación: no lo había
pensado, no tenía a nadie. ¡Tantas orejas, pero qué pocos cerebros! ¡Y luego,
aquí! Quizás en Alemania... Pero no puedo volver: ¡la miseria! ¡Mire esto!
Y
me señalaba la estancia vacía, las vigas del cielo raso, los vidrios de las
ventanas rotos, emparchados con tiras de papel.
-¿Quiere saber mi historia?
¡Pero si mi historia comienza ahora! El primer capítulo de mi vida será el
último y el epitafio puede servir también como título. Tengo apellido alemán: mi
padre era bávaro; y .emigró a Italia. Pero mi madre es italiana y vive todavía y
no comprende nada -como todas las madres. Hacía como de empleado o escribiente
en un comercio de máquinas. Mi padre era un hombre moderno, de la era
industrial, y con algún toque a lo Bismarck. Cretino, por lo demás, y empeorado
por Goethe y el Chianti, al que se había aficionado en los últimos años. Yo
escribía, copiaba, sumaba y siempre estaba en mi la idea de la vida. Historia
vulgar: usted lo sabrá de memoria. ¿Qué es? ¿Por qué? ¿A dónde vamos? ¿Vale la
pena vivir? etcétera, etcétera. Al anochecer, en vez de salir, lela o preguntaba
a todos los libros aquello que ningún hombre decía. Quería la vida, la más
grande y hermosa vida posible y no la veía a mi alrededor, ni siquiera en
aquellos que, según los demás, estaban bien. Y los ideales de los filósofos no
me persuadían. Traté de seguirlos, uno tras otro, pero fue una carrera de
esperanzas abofeteadas. Y sin embargo, sin un punto de apoyo metafísico,
racional, no sabía vivir. Me parecía ser más despreciable que los perros que
comen de limosna, pasean con bozal y orinan en todas las esquinas. Dejé el
empleo y como consecuencia debí separarme de mi familia. Recorrí el mundo a pie,
casi sin dinero; pedía hospitalidad o daba lecciones donde podía. Fui arrestado
dos veces pero liberado a los pocos días. Llegué a Alemania: tenía nostalgia de
la -patria desconocida. Caminaba poco cada día. No bien encontraba un buen lugar
me detenía y me tiraba sobre la hierba, en los campos, sobre los bancos de
piedra de las pequeñas ciudades tranquilas. Llegaba la noche, surgían las
estrellas, pensaba, dormía. Comía poco; bebía en las fuentes, con la boca en los
pozos o en las zanjas; dormía como podía, en cabañas o en las casas de los
pobres. Y pensaba, pensaba siempre. Pensaba hasta durmiendo. Conocía o adivinaba
todas las respuestas a esas preguntas, y sin embargo la luz me llegó de otro, de
un cura. Era un cura viejo que encontré un día frente a una iglesia campesina
Iba caminando al azar por el prado con la cabeza inclinada y me vio tan cansado
y triste que me saludó y preguntó si quería. beber. Comenzamos a conversar. Le
conté algunas de mis dudas, de mis búsquedas, de mis inquietudes. Y entonces
escuché las palabras que despertaron de pronto mi mente:
"¿Pero no comprende
que el sentido de la vida está en la muerte y solamente en la muerte? ¡Sólo el
que quiera morir, el que esté ya muerto en esta vida desde ahora, sólo éste
gozará y saboreará y conocerá la vida!"
"Quizás estas palabras eran el eco de
algún lugar común ascético y carentes, para él, de todo significado profundo.
Quizás las extrajo de algún breviario eclesiástico, de donde las habla copiado
en el seminario, por su apariencia de santa paradoja. No lo sé; para mi fueron
el descubrimiento, la iluminación, el principio de la nueva existencia.
"Esa
misma noche, en la casa parroquial -adonde el cura me habla invitado a comer y a
dormir- las analicé y las trastoqué en todo sentido, las iluminé con todas las
luces de mi pensamiento y desenmarañé lo que podían contener y más todavía. Hoy
esas verdades me son de tal modo familiares que no sé ya casi qué hacer con
ellas y si ahora las recuerdo es para informarle a usted: ¡pero entonces! Que el
secreto de la vida se halle en la muerte era algo que siempre había sospechado,
pero en un sentido negativo y físico y al mismo tiempo tan, arriesgadamente
trascendental y fideístico que mi mente no había querido analizarlo a ningún
costo. Un pistoletazo: ¡bum! y luego la luz, la grande, la eterna, la definitiva
luz. ¡Puede ser! ¡Quizás! ¿Y si luego no fuese? El príncipe Hamlet no era, por
más que digan, un imbécil.
"Pero en las palabras del cura campesino habla
algo más, no ya la ruptura brutal e instantánea del cerebro, de la circulación,
etcétera, para hundirse en el mar esperanzado de las posibilidades sino la
muerte en la vida, la realización presente, actual, inmediata del estado de
muerte en el estado de vida.
"¿No comprende?"
Y el señor Kressler calló un
momento mirándome desde el fondo de sus cuencas iluminadas. No supe qué
contestarle en ese instante y en la pausa de silencio que siguió se oyó que la
puerta se abría bruscamente. Apareció un hombre bajo, lívido, en mangas de
camisa -un hombre vulgarísimo que inconteniblemente me evocó la imagen de un
zapatero vicioso-, el que nos contempló a los dos con arrogancia. No bien lo
vio, Kressler se levantó, corrió hacia él y salió cerrando la puerta detrás de
sí. Inmediatamente estallaron gritos y blasfemias y puñetazos sobre las mesas y
ruidos de sillas arrojadas al suelo... No comprendí una palabra: un confuso
zumbar de rabia plebeya ocupaba penosamente la casa. Luego de tres o cuatro
minutos de silencio, Kressler volvió a abrir la puerta y nuevamente se arrojó
sobre el cajón. Tenía la cara algo más pálida y de un largo arañazo sobre la
frente, justo sobre la ceja izquierda, descendían gruesas gotas de sangre oscura
y densa. El extraño hombre tomó el pañuelo, se lo apretó sobre la pequeña herida
y murmuró como una excusa:
?Quieren echarme de cualquier manera... No tendrán
que esperar mucho...
Advertí que si yo no hubiese estado allí se habría
echado a llorar. Aquella escena imprevista y enigmática me había consternado: me
levanté para irme. Al notarlo, Kressler se levantó también y me tendió la mano.
Olvidé en ese momento mi preocupación y sin pedirlo más le dije dos o tres
palabras de despedida y salí.
Una vez lejos de la casa y de la calle miré a
mi alrededor como si me hubiera despertado entonces de un sueño. La noche se
acercaba: todas las cosas tenían ese aspecto espiritual e indeciso que sucede a
la puesta del sol y las hace parecer como iluminadas interiormente. Los
comercios se volvían amarillos y blancos bajo los últimos resplandores; en las
calles todavía no oscurecidas las sombras humanas corrían más veloces pero sin
ruido. El profundo sentido de la repetida e infinita inutilidad de todo
esfuerzo, que vuelve al finalizar cada muerte del sol como maldición del
anochecer, penetraba quizás, hasta en el ánimo de los carreteros silenciosos y
de las muchachas furtivas. Caminaba lento y pensativo, siempre avanzando, sin
saber dónde detenerme, tratando de recordar sus facciones y sus palabras como si
las hubiese visto y escuchado mucho tiempo antes. Pero todo me distraía: la
mirada de una mujer, la blasfemia de un muchacho, el cartel luminoso de un
teatro. Y cada toque de campana me hacía estremecer: y las memorias y las
nostalgias oscilaban a porfía pero fatigadas en la oscuridad tumultuosa de mi
mente.
De improviso, sonó a mi lado una voz:
-Por aquí, por aquí.
Estaremos más solos.
Me volví: era Kressler. Kressler, vestido tal como lo
había hallado en su casa, que me miraba como si nada hubiese ocurrido. Me tomó
del brazo y lo acompañé. Había salido tras de mí y me habla seguido. Marchábamos
hacia el río: al fondo del horizonte se vela aún una raya recta, casi blanca.
Las llamas amarillas en doble fila tremolaban a lo largo de la corriente
tranquila.
Kressler retomó la palabra:
-Creo que usted ya lo ha
comprendido.
Yo entendí todo inmediatamente, la primera noche. Observe que
las palabras del cura no hablan sino de un caso especial de una ley que yo creo
y estimo universal. ¡No solamente el secreto de la vida está en la muerte sino
que el secreto de la luz está en las tinieblas, el secreto del bien está en el
mal, el secreto de la verdad está en el error, el secreto del sí se encuentra en
el no! Y entonces, cada Fausto que desea vivir, cada alma ávida que quiere
abrazar la vida como se abraza a una amante para sentirla toda, para besarla
toda, para gozarla toda debe prepararse para morir, debe meterse dentro de la
muerte. Si nosotros logramos en algún momento, vivir intensamente es porque la
vida es un lento morir y porque cada voluntad es uno de los tantos
estremecimientos y estertores de esta larga agonía.
"Desde ese día yo decidí
renunciar a la vida, hacerme un alma de muerto, morir rápidamente. Pero no de
pronto ni con medios externos y materiales. Ser ya un cadáver antes que fuese
necesario el sepelio- y suicidarse de modo que la muerte parezca natural e
involuntaria. He aquí mi descubrimiento: matarse con la voluntad, con la propia
alma y no con las armas, no con las manos, no con venenos. Morir a fuerza de
pensar en querer morir. Eso es lo que estoy haciendo. Esto es lo que quería
saber de mí. ¿Está contento?
Lo miré asombrado porque pronunció estas últimas
palabras casi en un tono de rabia despreciativa. Pero en seguida agregó:
"No
se preocupe: la muerte todavía no está completa. La verdad es que el suicidio
como se practica hoy y se ha practicado siempre me produce repulsión. Esa sangre
de los cuchillos, esas contorsiones de los venenos, esos descuartizamientos de
las caídas, esos pistoletazos me han parecido siempre algo bajo, brutal,
carnicero, innoble. ¿Por qué destruir la obra maestra de nuestro cuerpo con
semejantes tajos brutales y anegar la nobleza del alma en esas matanzas
repugnantes? El alma lo puede todo, el alma es todo, la voluntad es señora del
mundo. Basta con querer morir, pero quererlo seriamente, fuertemente,
constantemente, y la muerte poco a poco se instala en nosotros y nos penetra tan
enteramente que un soplo solo, después, nos puede derribar. Y querer, en este
caso, significa no querer. Para vivir queremos continuamente y para morir es
necesario querer siempre menos y querer solamente no querer. La vida entera está
hecha de esfuerzos: no esforzándose más, por nada, de ninguna manera, la vida se
vacía y se desinfla por sí misma, y la aceptación del todo y la renuncia del
todo se equivalen, se funden, son una sola cosa. Difícil es querer pero más
difícil, sin parangón, es el no querer más. Aún no lo he logrado. Me estoy
matando cada día y cada hora pero de ?tanto en tanto, cuando menos lo espero, el
instinto demoniaco de la resistencia y el impulso loco del deseo vuelven a salir
a flote y me empujan hacia atrás, entre los vivos, entre todos.
"Pero, ahora
estoy más cerca de la muerte, y por lo mismo, de la felicidad, entre tantos que
buscan en la vida lo que la vida no podrá dar nunca. Apenas haya muerto, la vida
volverá a cogerme como a su hijo preferido y no me será negado nada de lo que el
sol ilumina y colora. Y ahora, ya mismo, saboreo de antemano estás alegrías.
Para los demás, no significa nada -no como, no leo, no me divierto, no amo, no
juego, no gano dinero: estoy ya semimuerto. Apenas si respiro y me muevo... Y
?sin embargo, no daría estos días por todas las hermosas mujeres de Londres y
todas las cajas fuertes de América, Lo que para los otros es el cielo para mí es
una ventana, y toda la tierra, con sus océanos, es un peldaño sobre una torre y
nada más, y en el silencio de la noche las músicas que llegan a mi oído son más
voluptuosamente dolorosas que las de Chopin y más místicamente solemnes que las
de Bach. Ninguna mujer puede ser tan perfecta como aquella que me ama en mi
pensamiento y que creo cada día, de la cabeza a los pies, como el buen Dios de
la Biblia, y todos los sistemas y los conceptos de los profundos maníacos que
usted y yo conocemos son aros de papel y cometas sin hilo frente al dominio
directo de la realidad fuera de las rejas del espacio y de las horas del
tiempo..."
Kressler calló de pronto, como antes, cuando el hombre amenazante
había aparecido en el vano de la puerta. Miró a su alrededor tratando de escapar
a mi mirada. Me pareció que se arrepentía de haberme hablado y que casi se
avergonzaba.
-Déme su dirección -agregó-; le avisaré cuando sea llegado el
momento. No venga más a visitarme.
Le di mi tarjeta y nos separamos
fríamente. - No he visto nunca cara más triste que la suya en aquel
anochecer.
Durante cuatro meses no supe nada de él. Hace pocas semanas una
mujer vino a buscarme de parte suya.
-¿Qué pasa? -pregunté- ¿Está mal? ¿Se
muere?
-Parece que sí.
Corrí a Via della Stufa. Lo hallé en una auténtica
cama y entre las sábanas. Una señora vieja estaba sentada junto a él y lo
miraba. Habla enflaquecido más pero el rojo oscuro del rostro no había sido
cubierto por la palidez final. Me acerqué al lecho.
-Yo tenía razón -me
susurró en voz baja-; he logrado el descubrimiento. La voluntad ha sido vencida.
Estoy muerto ya. Dentro de pocas horas o pocos días la última apariencia de vida
cesará... Nadie me ha matado... Yo solo... sin las manos... ¡Qué felicidad!
Ninguna lengua humana podría decir.. estoy muerto... yo mismo me he matado...
basta con quererlo... -cualquiera puede imitarme, usted sabe mi secreto... Este
es el verdadero camino -el único...
La señora, en tanto Kressler hablaba,
estaba inquieta: parecía que sufría horriblemente por mi
presencia.
Finalmente, no pudo resistir:
-¡Fuera de aquí -me gritó-; fuera
de aquí, asesino.
Creo que estaba celosa de mí o quizás me creía uno de
aquellos que, según ella, habían hecho enloquecer y morir a su hijo. Kressler no
intentó desmentirla y entrecerró los ojos como si no quisiera saber más nada. No
pensé ni en discutir ni en persuadirla y salí de allí con el corazón
trastornado.
Dos días más tarde Kressler moría en el sentido humano y
científico de la palabra. Detrás de la carroza fúnebre de segunda clase el coche
de la madre se bamboleaba cerrado y lento como un remordimiento.