Perfiles
Henry de Montherlant o la expiación del vacío (1896-1972) José Antonio Hernández El 21 de abril de 1996 Henry de Montherlant habría cumplido cien años, igual que el multicelebrado André Breton; su aniversario, sin embargo, pasó casi inadvertido. Esto es explicable porque Montherlant nunca buscó formar parte de ninguna vanguardia y entendió el oficio literario como una forma de cultivo del espíritu y de dominio de sí, que puede muy bien prescindir de la fama e, incluso, de los lectores. Su consigna existencial, llegar hasta el extremo de sí mismo, la forjó en la aleación de su voluntad y la perfección estilística, en la fusión de los espacios ajenos a su individualidad y su concepción agónica del arte. Desde su interior, Montherlant emprendió el trabajo de escritor como un destino y como una disciplina de la vida activa, no como elucubración erudita sino como algo que es, con plenitud, también la vida misma. Mientras los surrealistas indagaban y experimentaban por caminos ignotos la expresión formal del lenguaje, Montherlant se resguarda en los clásicos, especialmente en el mundo romano y en las situaciones límite de los conflictos. Los mitos y los símbolos tradicionales son fundamentales para entender la mayor parte de la producción literaria montherlanteana. Nacido justo el día en que el toro zodiacal inicia su periplo solar y que coincide también con la fecha más aceptada de la fundación de Roma Montherlant tendrá una vinculación permanente con la fiesta brava, que no se limitara a la mera exaltación de la belleza profunda que recrea el misterio de la muerte, la sangre y el Sol. Durante su juventud, Montherlant incursionará como aprendiz y torero práctico y será un gran amigo de Juan Belmonte, quien inaugura formalmente las faenas modernas. Ese vínculo orgánico no se circunscribe a su nacimiento y al Canto de Minos; se suicidará el 21 de septiembre de 1972, día del equinoccio de otoño, con lo que señala su subordinación a los ciclos cósmicos y a los ritmos del universo. Montherlant, a pesar de ser un autor teatral prolífico que frecuentemente trataba con rigor pascaliano muchos de los conflictos de la fe, mantuvo incólume su posición nihilista, que se edifica a partir de la alternancia. Epígono francés de Nietzsche, heredero y admirador de Maurice Barrés y de Gabriel D'Annunzio, asume su propia existencia como un complejo donde coexisten sistemas de valores contradictorios. El eterno retorno a lo idéntico se traduce en el código de valores de Montherlant en una visión unificadora de la alternancia, en que los absolutos están en rotación alrededor de ellos mismos y la vida transcurre con su carga de paradojas e intermitencias. Quizá por eso ve en la vida activa la resolución superior, sin fisuras e incondicionada, de axiologías incompatibles en sus formas pero solidarias en su fondo. Alban Bricoule, personaje central de el trilogía novelística dedicada a la acción (Los bestiarios, Los muchachos, El sueño) encarna precisamente la confrontación con el mundo real y la necesidad intínseca de reflexionar y cantar, en consonancia con los mitos, el sometimiento del destino personal a las fuerzas y desavenencias del mundo y a la convivencia humana. También es el epítome de la soledad del mundo pero sin la angustia existencial kirkegaardiana, pues Montherlant plantea la necesidad de un retorno fundacional y no de una apertura abismal y desasida hacia lo incierto. Su nihilismo está preñado de la nobleza frontal y desafiante del romano, en donde existen algunos resquicios que permiten adivinar la existencia del espíritu, así se encuentre bajo una coraza de hierro o simulada con un máscara funeraria. Es un nihilismo que difiere de la decepción estercolizada de Cioran, pero que tampoco convoca a un desasimiento absoluto; es, ante todo, una expiación del vacío. Le concede a Dios una suerte no lejana a la del hombre; en ese sentido participa de la definición de Tertuliano: «Dios es la soledad en la inmensidad». En sus Cuadernos deja muchas pistas acerca de la asíntota de su sentimiento religioso y de su perspectiva de vacío. Allí, se autonomina como un escritor nihilista que ha escrito dramas profundamente cristianos (como Port-Royal o El cardenal de España) y agrega que, por eso: «Montherlant no cree en Dios; pero me parece que Dios, después de escribir esas obras, sí debería de creer en Montherlant». La obra donde el propio autor se presenta con mayor transparencia es la novela El caos y la noche, cuyo personaje central es un anarquista que, a su manera, logra conciliar su fervor religioso con la tradición senecista de la España romana, a la que suma el desencanto anárquico por la modernidad.
Noctium phantasmata
Montherlant-escritor es un ícono trágico del siglo XX. Por su
temática, por su pasión por la vida activa, por su gusto por la tragedia clásica y lo
marcial, muchos han visto en él a un representante de la estética fascista. La ambigua
relación de la política de entreguerras con su obra y su postura individual y poco
gregaria hacia los movimientos artísticos, dificultan aún más el escudriñamiento de su
visión de la política. Algunos de sus libros fueron prohibidos durante la ocupación
alemana, y él personalmente vivió esa época con el temor de que la Gestapo lo
detuviese, al punto que durante varios años llevó en su cuello una dosis de cianuro;
esto le produjo una terrible decepción años después, cuando se enteró que la sustancia
que atesoraba era más inofensiva que cualquier pastilla para el dolor de cabeza. A pesar del entusiasmo que le despertó la exultación militante y
nacionalista de DAnnunzio, sus personales opiniones políticas prefería
relacionarlas con la antigüedad clásica. De allí el título de una de sus obras: El
XIII César. De acuerdo con su perspectiva peculiar del tiempo y de la historia como
«un camino que anda» (que por otro lado es también su premisa del «corredor de
fondo», mucho antes que Sillitoe publicara su narración introspectiva), el imperio
inaugurado por los césares no ha terminado de colapsarse. Vivimos la época del XIII
César, no como encarnación individual sino como símbolo de una época, en donde el
materialismo ha terminado por cimentar una especie de hombre débil que busca
permanentemente escamotear a la muerte. Este libro es una puesta a punto del mundo de
mitad del siglo XX de cara al estoicismo, un poco a la manera en que Yukio Mishima
contrastó al Japón moderno con la ética samurai en su libro Introducción al
Hagakure. Para Montherlant, la vida se lleva siempre como forma de prueba. Vivimos una era fantasmal en el más prístino sentido de la palabra:
la noctium phantasmata, de la que nos revela uno de sus sentidos en la novela de
guerra El sueño. Al igual que en Los bestiarios, el protagonista, Alban
Bricoule, vive la tensión del mundo de la lucha y la muerte paralelamente a un conflicto
amoroso, como si se tratara de pruebas iniciáticas secularizadas. Reconoce, desde luego,
el valor metafísico de la existencia difícil y la riqueza ontológica de vivir
peligrosamente; para ello, recuerda uno de los pensamientos de Pascal: «no mostramos
nuestra grandeza con estar en un extremo, sino tocando los dos a la vez». Anota que el drama esencial de esta centuria es el despertar de las
fuerzas titánicas y fáusticas sin que, por contraparte, opere una nueva axiología
acorde con esas fuerzas. Es decir, con la irrupción de la técnica y el imperio de la
energía mecanizada e impersonal, Montherlant no advierte un desarrollo ético que no
desnaturalice al hombre y que, por el contrario, lo afiance como centro de la voluntad del
mundo. Parece redescubrir, en el estoicismo de Séneca y en la vitalidad hirviente de la
herejía jansenista, así como en el mundo de los samurai y en la indoblegable permanencia
de los mitos, elementos que podrían coadyuvar a formular esa nueva altura ética,
posición en la que parece coincidir con Ernst Jünger, quien recuerda con nostalgia,
cuando se suicida su propio hijo, a Montherlant: «el suicidio es parte del capital de la
humanidad». La anterior es la diferencia básica que separa a Montherlant de otros
escritores de acción, como Hemingway (con quien comparte la afición por la tauromaquia)
o Antoine de Saint-Exupéry, pero que lo hacen más cercano a literatos como Drieu la
Rochelle, Ernst von Salomon o Dionisio Ridruejo. La primer influencia literaria decisiva en su obra la proporciona una
novela histórica basada en hechos de fe y en acciones incontenibles del imperio: Quo
Vadis del premio Nobel Enrique Sinkwiewicz. Entrando apenas a la adolescencia, escribe
su primer obra novelada, Pro una terra, texto en el que ya se trazan algunos rasgos
que posteriormente encontraremos en el resto de sus obras: el mundo latino como telón de
fondo; la tensión dramática de personajes que, solitarios, combaten por internarse en
los laberintos del sentido último del mundo; la acción como argumento indivisible e
inapelable de lo humano; el destino como operador de la voluntad; la violencia como
condición enriquecedora de las perspectivas humanas. Posteriormente se sumará un tema obligado y sobre el que escribirá
una tetralogía que suscitó, en su momento, las más variadas reacciones: Las Jóvenes.
Allí, revisa con gran visión la condición femenina, no sin ciertos sesgos
hipervirilizantes que hicieron que se le calificara como un escritor chauvinista. Esa
acusación la revirtió fácilmente, pues en su libro Las Olímpicas, obra
compuesta en diversos estilos (epístolas, poemas, viñetas, descripciones líricas,
introspecciones), reivindica e iguala las proezas de los atletas olímpicos en el terreno
incontestable del estadio; en ese espacio sagrado, como en el paraíso cristiano forjado a
la sombra de las espadas, los hombres y las mujeres asumen su presencia y su fuerza
sin los condicionamientos artificiales de la sociedad moderna, en que se vive con la
«siniestra broma del insensato optimismo, con la confianza automática, como la del
fonógrafo que sigue sonando sobre el puente del barco que se hunde». La trama de esta última novela que es una mezcla de personajes cervantinos y dostoyevskianos constituye también una crítica a la pérdida de la centralidad del ser humano en virtud del marasmo de la razón. Exupère, hombre tímido y aislado tanto por la aridez del clima norafricano como por su trabajo en una biblioteca poco frecuentada, comienza a leer obras de Freud y a psicoanalizarse a sí mismo; es decir, comienza a desposeerse. En un mundo de apariencias, donde lo cerca y lo lejos definen siempre la visión personal de los acontecimientos y de los problemas, Montherlant recuerda a Lucrecio: «En el Campo de Marte, los jinetes caracolean alrededor de los ejércitos. Y sin embargo, existe un paraje en lo alto de las montañas desde donde parece que estuvieran quietos, desde donde no se advierte sino una resplandeciente mancha, inmóvil en el llano». Esa perspectiva es la que le sugiere tener presente a los dioses y a los héroes del panteón latino pues, a final de cuentas, los planteamientos morales suelen estar asociados a la cercanía o lejanía con la que se vive la intensidad del momento. Esta ética de intensidades y finita no riñe con la perspectiva temporal e histórica del mundo de los mitos; la identidad entre momento y eternidad se presenta en el hombre mismo, cuya carne se corrompe en el momento en que abraza la muerte. Ese trenzamiento fatal es, sin duda, el único atisbo de eternidad del que podemos dar cuenta. Poseerse entraña también la virtud del temple («es preciso que las cosas exteriores lleguen enfriadas a nosotros, como si antes de alcanzarnos hubieran atravesado una vasta masa de agua»), pues a la luz de la concepción montherlanteana del mundo y de la vida, los hombres pueden ser tan semejantes que, como prescribe su maestro Barrés, no hay que odiarlos tanto pero tampoco amarlos mucho. Otro aspecto de esta ética de la propia posesión es saber desdeñar y despreciar, jerarquizar los afectos y las preferencias, lo carnal y lo espiritual, pues «siempre existe, gracias a Dios, un último lugar». Y añade con una expresión paradójica: «Sed, pues, de lo temporal, ya que el prurito de serlo es tan poderoso en vosotros; pero sedlo con reserva y negligencia; para decirlo todo, sedlo como un eterno ausente». Se trata de perder todo lo que está a nuestro alrededor para volver incólumes sobre nosotros mismos. En ocasiones, se trata de no optar por nada, porque el juicio que un hombre tiene acerca de la civilización es distinto si está en su escritorio o inmerso en una trinchera con una máscara antigás. Su visión no es excluyente, porque el mundo es un escenario en el que se necesitan toda clase de hombres para hacer un universo feliz. El hombre, como el universo, es también tan rico y tan extenso, que sería una verdadera lástima que no pudiera darles expresión a todas sus bellas posibilidades, y que el que es rudo tuviera que renunciar a la ternura, el racionalista a la poesía, el cínico a los sublimes absurdos del alma y el ateo a Dios. Montherlant de puño y letraEn Los bestiarios, Montherlant pone al descubierto el maridaje entre la locura y la prudencia, entre el peligro y la fe religiosa, única, esta última, capaz de permitirnos soportar cualquier finalidad inescrutable. El peligro no es privativo de la fiesta de los toros o de los deportes olímpicos. Hasta antes de que padeciera de una ceguera casi total, Montherlant gustaba conducir su automóvil a grandes velocidades para experimentar el vértigo y la posibilidad inmediata de morir. Cada final de aventura, incluso las amorosas, es un renacimiento. Así, señala: Para aquellos que sienten con fuerza la vocación del espíritu, en el sentido religioso de esta expresión, existen los claustros: buscan refugio en Dios. Para aquellos que sienten la vocación del espíritu, en el sentido humano de la expresión, hay otros claustros: los poetas, los pensadores, los sabios, los escritores, los artistas, se refugian en sus obras y resurgen en ellas, como los amantes se refugian y vuelven a resurgir en las criaturas a las cuales aman. Sin embargo, la filosofía de la acción no la concibe como un en sí; la contempla siempre como una epifanía, como una revelación de designios míticos supremos. Alban Bricoule, en El sueño, es un soldado que asiste a la gran ceremonia funeraria de la especie, sin que nada pueda evitar el dolor, la lejanía y la muerte. En Los bestiarios, el mismo Bricoule es el artífice de la tauromaquia que, cuando pisa el centro de la arena, reconoce cómo estaba actuando un poder soberano, el único capaz de ese desprendimiento matizado casi de desdén. Todos vieron la soberanía del hombre. Ya no era un combate; era un encantamiento religioso que se elevaba de aquellos puros ademanes, más hermosos que los del amor. La unión de la acción y el mito engendra las distintas formas del heroísmo. Nuestra época desconoce ese estado del ser que siempre es necesario para proporcionarle hondura y sustancia a la existencia. Montherlant, héroe insumiso de la suya propia, encontró su final por sus propios medios. Un balazo en la sien y la ingestión de una pastilla de cianuro aseguraron que hasta el último segundo se poseyera a sí mismo. Una reflexión acerca del fútbol en Las Olímpicas parece coincidir con su final: Es correcto, es saludable, sentir que mañana podemos o nos pueden matar. En las manos de la vida amenazada podemos encontrar un cuerno de la abundancia. Mirar, amar, poseer siempre como si fuese la última vez. «¡Más tarde!» murmura la esperanza, que es la voluntad de los débiles. Pero no hay un más tarde y por ello se hacen las cosas. Hay un instante. ¡Que sea mío! Página principal /  Inicio de página |