Heterodoxos

Ernst Jünger

Artículo: "Sobre el nihilismo y la rebeldía en la obra de Ernst Jünger" Ricardo Andrade Ancic
Artículo: "Breve tratado de la Rebelión" Robert de Herte
Artículo: "La sombra del mal en Ernst Jünger y Miguel Delibes" Vintila Horia
Artículo: "Ernst Jünger: yo soy la acción" José Luis Ontiveros
Artículo: "La mirada de Ernst Jünger. Apuntes para una metapolítica" Lourdes Quintanilla Obregón
Artículo: "A vuelallanto. En la muerte de E. Jünger" Fernando Sánchez Dragó
Artículo: "La guerra como experiencia interior. Análisis de una falsa polémica" Laurent Schang
Enlaces: Ernst Jünger en la Red. Obras, trabajos y páginas.
Bibliografía de Ernst Jünger según el ISBN


Sobre el nihilismo y la rebeldía en la obra de Ernst Jünger

Ricardo Andrade Ancic

Ernst Jünger (1895-1998), autor de diarios claves sobre lo que se llamó la estética del horror, así como de un importante ensayo -El Trabajador- acerca de la cultura de la técnica moderna y sus repercusiones, está considerado, incluso por sus críticos más acerbos, como un gran estilista del idioma alemán, al que algunos incluso ponen a la altura de los grandes clásicos de la literatura germánica. Fue el último sobreviviente de una generación de intelectuales heredada de la obra de Oswald Spengler, Martin Heidegger, Carl Schmitt y Gottfried Benn. Apasionado polemista, nunca estuvo ajeno de la controversia política e ideológica de su patria; iconoclasta paradójico, enemigo del eufemismo, "anarquista reaccionario" en sus propias palabras, abominador de las dictaduras (fue expulsado del ejército alemán en 1944 después del fracaso del movimiento antihitlerista) y las democracias (dictaduras de la mayoría, como las llamó Karl Kraus, líder espiritual del círculo de Viena). En 1981, Jünger recibió el premio Goethe en Frankfurt, máximo galardón literario de la lengua germana. Sus obras, varias de ellas de carácter biográfico, giran sobre el eje de protagonistas en cuyas almas el autor intenta plasmar una cierta soledad y desencantamiento frente al mundo contemporáneo; al tema central, intercala disquisiciones acerca del origen y destino del hombre, filosofía de la historia, naturaleza del Estado y la sociedad. Por sobre esto, sus obras constituyen un llamado de denuncia y advertencia ante el avance incontenible y abrasador del nihilismo como movimiento mundial, a la vez que se convierten en guías para las almas rebeldes ante este proceso avasallador.

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Pero, ¿qué es el nihilismo? Jünger, en un intercambio epistolar con Martin Heidegger, expuso sus conceptos sobre el nihilismo en el ensayo Sobre la línea (1949). Basándose en La voluntad de poder de F. Nietzsche, lo define, en primer término, como una fase de un proceso espiritual que lo abarca y al que nada ni nadie pueden sustraerse. En sí mismo, es un proceso determinado por "la devaluación de los valores supremos", en que el contacto con lo Absoluto es imposible: "Dios ha muerto". Nietzsche se caracteriza como el primer nihilista de Europa, pero que ya ha vivido en sí el nihilismo mismo hasta el fin. De esto Jünger recoge un Optimismo dentro del Pesimismo característico de este proceso, en el sentido de que Nietzsche anuncia un contramovimiento futuro que reemplazará a este nihilismo, aun cuando lo presuponga como necesario. También recoge síntomas del nihilismo en el Raskolnikov de Dostoievski, que "actúa en el aislamiento de la persona singular", dándole el nombre de ayuntamiento, proceso que puede resultar horrible en su epílogo, o ser la salvación del individuo luego de su purificación "en los infiernos", regresando a su comunidad con el reconocimiento de la culpa. Entre las dos concepciones, Jünger rescata un parentesco, el hecho de que progresan en tres fases análogas: de la duda al pesimismo, de ahí a acciones en el espacio sin dioses ni valores y después a nuevos cometidos. Esto permite concluir que tanto Nietzsche como Dostoievski ven una y la misma realidad, sí bien desde puntos muy alejados.

Jünger se encarga de limpiar y desmitificar el concepto de nihilismo, debido a todas las definiciones confusas y contradictorias que intelectuales posteriores a Nietzsche desarrollaron en sus trabajos, problema para él lógico debido a la "imposibilidad del espíritu de representar la Nada". Como problema principal, distingue el nihilismo de los ámbitos de lo caótico, lo enfermo y lo malo, fenómenos que aparecen con él y le han dado a la palabra un sentido polémico. El nihilismo depende del orden para seguir activo a gran escala, por lo que el desorden, el caos serían, como máximo, su peor consecuencia. A la vez, un nihilista activo goza de buena salud para responder a la altura del esfuerzo y voluntad que se exige a sí mismo y los demás. Para Nietzsche, el nihilismo es un estado normal y sólo patológico, por lo que comprende lo sano y lo enfermo a su particular modo. Y en cuanto a lo malo, el nihilista no es un criminal en el sentido tradicional, pues para ello tendría que existir todavía un orden válido.

El nihilismo, señala Jünger, se caracteriza por ser un estado de desvanecimiento, en que prima la reducción y el ser reducido, acciones propias del movimiento hacia el punto cero. Si se observa el lado más negativo de la reducción, aparece como característica tal vez más importante la remisión del número a la cifra o también del símbolo a las relaciones descarnadas; la confusión del valor por el precio y la vulgarización del tabú. También es característico del pensamiento nihilista la inclinación a referir el mundo con sus tendencias plurales y complicadas a un denominador; la volatización de las formas de veneración y el asombro como fuente de ciencia y un "vértigo ante el abismo cósmico" con el cual expresa ese miedo especial a la Nada. También es inherente al nihilismo la creciente inclinación a la especialización, que llega a niveles tan altos que "la persona singular sólo difunde una idea ramificada, sólo mueve un dedo en la cadena de montaje", y el aumento de circulación de un "número inabarcable de religiones sustitutorias", tanto en las ciencias, en las concepciones religiosas y hasta en los partidos políticos, producto de los ataques en las regiones ya vaciadas.

Según lo expresado en Sobre la línea, es la disputa con Leviatán -ente que representa las fuerzas y procesos de la época, en cuanto se impone como tirano exterior e interior-, es la más amplia y general en este mundo. ¿Cuáles son los dos miedos del hombre cuando el nihilismo culmina? "El espanto al vacío interior, obligando a manifestarse hacia fuera a cualquier precio, por medio del despliegue de poder, dominio espacial y velocidad acelerada. El otro opera de afuera hacia adentro como ataque del poderoso mundo a la vez demoníaco y automatizado. En ese juego doble consiste la invencibilidad del Leviatán en nuestra época. Es ilusorio; en eso reside su poder". La obra de Jünger trastoca el tema de la resistencia; se plantea la pregunta sobre cómo debe comportarse y sostenerse el hombre ante la aniquilación frente a la resaca nihilista.

"En la medida en que el nihilismo se hace normal, se hacen más temibles los símbolos del vacío que los del poder. Pero la libertad no habita en el vacío, mora en lo no ordenado y no separado, en aquellos ámbitos que se cuentan entre los organizables, pero no para la organización". Jünger llama a estos lugares "la tierra salvaje", lugar en el cual el hombre no sólo debe esperar luchar, sino también vencer. Son estos lugares a los cuales el Leviatán no tiene acceso, y lo ronda con rabia. Es de modo inmediato la muerte. Aquí dormita el máximo peligro: los hombres pierden el miedo. El segundo poder fundamental es Eros; "allí donde dos personas se aman, se sustraen al ámbito del Leviatán, crean un espacio no controlado por él". El Eros también vive en la amistad, que frente a las acciones tiránicas experimenta sus últimas pruebas. Los pensamientos y sentimientos quedan encerrados en lo más íntimo al armarse el individuo una fortificación que no permite escapar nada al exterior; "En tales situaciones la charla con el amigo de confianza no sólo puede consolar infinitamente sino también devolver y confirmar el mundo en sus libres y justas medidas". La necesidad entre sí de hombres testigos de que la libertad todavía no ha desaparecido harán crecer las fuerzas de la resistencia. Es por lo que el tirano busca disolver todo lo humano, tanto en lo general y público, para mantener lo extraordinario e incalculable, lejos.

Este proceso de devaluación de los valores supremos ha alcanzado, de algún modo, caracteres de "perfección" en la actualidad. Esta "perfección" del nihilismo hay que entenderla en la acepción de Heidegger, compartida por Jünger, como aquella situación en que este movimiento "ha apresado todas las consistencias y se encuentra presente en todas partes, cuando nada puede suponerse como excepción en la medida en que se ha convertido en el estado normal." El agente inmediato de este fenómeno radica en el desencuentro del hombre consigo mismo y con su potencia divina. La obra de Jünger, en este sentido, da cuenta del afán por radicar el fundamento del hombre.

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Uno de los síntomas de nuestra época es el temor. Aquel temor que hace afirmar al autor que toda mirada no es más que un acto de agresión y que hace radicar la igualdad en la posibilidad que tienen los hombres de matarse los unos a los otros. A lo anterior, hay que agregar la inclinación a la violencia que desde el nacimiento todos traemos, según lo señalado en su novela "Eumeswil" (1977). . Por eso el mundo se torna en imperfecto y hostil. Su historia no es sino la de un cadáver acechado una y otra vez por enjambres de buitres. Esta visión lúgubre de la realidad, en la que se encuentra una reminiscencia schopenhaueriana, fue sin duda alimentada por la experiencia personal del autor, testigo del horror de dos guerras implacables que no hicieron más que coronar e instaurar en el mundo el culto a la destrucción, al fanatismo y la masificación del hombre. El avance de la técnica, a pesar de los beneficios que conlleva, a juicio de Jünger tiene la contrapartida de limitar la facultad de decisión de los hombres en la medida en que a favor de los alivios técnicos van renunciando a su capacidad de autodeterminación conduciendo, luego, a un automatismo generalizado que puede llevar a la aniquilación. La pregunta que surge entonces es cómo el hombre puede superarlo, a través de que medios puede salvarse. La respuesta de Jünger, en boca de uno de sus personajes principales, el anarca Venator: la salvación está en uno mismo. El anarca, que nada tiene que ver con el anarquista, expulsa de sí a la sociedad, ya que tanto de ésta como del Estado poco cabe esperar en la búsqueda de sí mismo. El no se apoya en nadie fuera de su propio ser; su propósito es convertirse en soberano de su propia persona, porque la libertad es, en el fondo, propiedad sobre uno mismo.

Aparecen en este momento dos afirmaciones que pueden aparecer como contradictorias: el hombre inclinado a la violencia desde su nacimiento, y el hombre que debe penetrar en un conocimiento interior con el fin de descubrir su forma divina. Jünger afirma que la riqueza del hombre es infinitamente mayor de lo que se piensa. ¿Cómo conciliar esto con el carácter perverso que le atribuye al mismo? Al responder esto, el escritor apela a una instancia superior a la que denomina Uno, Divinidad, lo Eterno, según lo que se colige sobre todo en su obra posterior a 1950. La relación entre el hombre y lo Absoluto, expuesta por el maestro alemán, se entiende del siguiente modo: el ser, forma o alma de cada uno de nosotros ha estado, desde siempre, es decir, antes de nacer, en el seno de la Divinidad, y, después de la muerte, volverá a estar con ella. Antes de nacer, es tal el grado de indeterminación de esa unidad en lo Uno que el hombre no puede tener conciencia de la misma. Sólo cuando el nacimiento se produce, el hombre se hace consciente de su anterior unidad y busca desesperadamente volver a ella, al sentirse un ser solitario. Es allí cuando debe dirigirse hacia sí mismo, penetrar en su alma que es la eterna manifestación de lo divino. En el conócete a ti mismo, el hombre puede acceder a la forma que le es propia, proceso que para Jünger es un "ver" que se dirige hacia el ser, la idea absoluta. Señala en El trabajador que la forma es fuente de dotación de sentido, y la representación de su presencia le otorga al hombre una nueva y especial voluntad de poder, cuyo propósito radica en el apoderamiento de sí mismo, en lo absoluto de su esencia, ya que el objeto del poder estriba en el ser-dueño... En consecuencia, en ese descubrimiento de ser atemporal e inalterable que le confiere sentido, el hombre puede hacerse propietario de éste y convertirse en un sujeto libre. En caso contrario, quien no posea un conocimiento de sí mismo es incapaz de tener dominio sobre su ser no pudiendo, por tanto, sembrar orden y paz a su alrededor. En conclusión, esta inclinación a la violencia que surge con el nacimiento del hombre, en otras palabras, con su separación de lo Uno en la identidad primordial y primigenia dando lugar a la negación de la Divinidad, puede ser dominada y contrarrestada en la medida que el hombre se convierta en dueño de sí mismo, para lo cual es fundamental el conocimiento de la forma que nos otorga sentido.

La sustancia histórica, señala Jünger, radica en el encuentro del hombre consigo mismo. Ese encuentro con el ser supratemporal que le dota de sentido lo simboliza con el bosque. En su obra El tratado del rebelde afirma: "La mayor vigencia del bosque es el encuentro con el propio yo, con la médula indestructible, con la esencia de que se nutre el fenómeno temporal e individual". Es, entonces, el lugar donde se produce la afirmación de la Divinidad, al adquirir el sujeto la conciencia misma como partícipe de la identidad con lo Eterno.

El Verbo, entendido como "la materia del espíritu", es el más sublime de los instrumentos de poder, y reposa entre las palabras y les da vida. Su lugar es el bosque. "Toda toma de posesión de una tierra, en lo concreto y en lo abstracto, toda construcción y toda ruta, todos los encuentros y tratados tienen por punto de partida revelaciones, deliberaciones, confirmaciones juradas en el Verbo y en el lenguaje", enuncia en El tratado del rebelde. El lenguaje es, en definitiva, un medio de dominación de la realidad, puesto que a través de él aprehendemos sus formas últimas, en la medida en que es expresión de la idea absoluta. En una época tan abrumadoramente nihilista como la contemporánea, el propio autor describe como el lenguaje va siendo lentamente desplazado por las cifras.

En la obra de Jünger, el hombre que no acepta el "espíritu del tiempo" y se "retira hacia sí mismo" en busca de su libertad, es un rebelde. A partir de un ensayo de 1951, Jünger había propuesto una figura de rebelde a las leyes de la sociedad instalada, el Waldgänger que, según una antigua tradición islandesa, se escapa a los bosques en busca de sí mismo y su libertad. Posteriormente, el autor desarrolla la figura del rebelde en la novela Eumeswil, publicada en 1977, definiendo la postura del anarca, tipo que encarnaría el distanciamiento frente a los peores aspectos del nihilismo actual; o como el único camino digno a seguir para los hombres de verdad libres.

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Como en Heliópolis, en Eumeswil, Jünger nos presenta un mundo aún por llegar: se vive allí el estado consecutivo a los Grandes Incendios -una guerra mundial, evidentemente- y a la constitución y posterior disolución del Estado Mundial. Un mundo simplificado, en que aparecen formas semejantes a las del pasado: los principados de los Khanes, las ciudades-estados. El autor marca el carácter postrero del ambiente que da a su novela, comparándola a la época helenística que sigue a Alejandro Magno, una ciudad como Alejandría, ciudad sin raíces ni tradición. De modo análogo, en la sociedad de Eumeswil las distinciones de rangos, de razas o clases han desaparecido; quedan sólo individuos, distinguidos entre ellos por los grados de participación en el poder. Se posee aún la técnica, pero como algo más bien heredado de los siglos creadores en este dominio. La técnica permite, por ejemplo -siendo esto otro rasgo alejandrino-, un gran acopio de datos sobre el pasado, pero este pasado ya no se comprende.

Se enfrentan en Eumeswil dos poderes: el militar y el popular, demagógico, de los tribunos. Del elemento militar ha salido el Cóndor, el típico tirano que restablece el orden y, con él, las posibilidades de la vida normal, cotidiana, de los habitantes. Pero se trata de un puro poder personal, informe, que ya no puede restaurar la forma política desvanecida. Por lo demás tampoco en Eumeswil se tiene la ilusión de la gran política; no se trata siquiera de una potencia, viviendo como vive bajo la discreta protección del Khan Amarillo. En suma, son las condiciones de la civilización spengleriana, las de toda época final en el decurso de las culturas. "Masas sin historia", "Estados de fellahs", como señala Jünger.

El protagonista y narrador de la novela es Martín Venator, "Manuelo" en el servicio nocturno de la alcazaba del Cóndor. Es un historiador de oficio: aplica al pasado sus cualidades de observador, y de allí las reflexiones sobre el tiempo presente. Su modelo es, sin duda, Tácito: senador bajo los Césares, celoso del margen de libertad que aún puede conservar, escéptico frente a los hombres y frente al régimen imperial. Venator también es camarero, barman en la alcazaba: como en las cortes de otra época, el servicio personal y doméstico al señor resulta ennoblecido. El camarero suele ser asimismo un observador, y en este terreno se encuentra con el historiador.

El historiador se retira voluntariamente al pasado, donde se encuentra en realidad "en su casa", y en este modo se aparta de la política. La derrota, el exilio, han sido a veces la condición de desarrollo de una vocación historiográfica -Tucídides en la Antigüedad, por ejemplo-, pero en otras ocasiones el historiador ha tomado parte activa de las luchas de su tiempo. En la novela, tanto el padre como el hermano del protagonista también son historiadores, pero, a diferencia de éste, están ideológicamente "comprometidos": son buenos republicanos, liberales doctrinarios, cautos enemigos del Cóndor más ajenos al mundo de los hechos que éste representa. Ellos deploran que "Manuelo" haya descendido a tan humilde servicio al tirano. Servicio fielmente prestado, pero en ningún caso incondicional. Entre los enemigos del Cóndor están los anarquistas: conspiran, ejecutan atentados... nada que la policía del tirano no logre controlar. De ellos se diferencia claramente Venator: no es un anarquista, es un anarca.

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La mejor definición para la posición del anarca pasa por su relación y distinción de las otras figuras, las otras individualidades que se alzan, cada una a su modo, frente al Estado y la sociedad: el anarquista, el partisano, el criminal, el solipsista; o también, del monarca absoluto, como Tiberio o Nerón. Pues en el hombre y en la historia hay un fondo irrenunciable de anarquía, que puede aflorar o no a la superficie, y en mayor o menor grado, según los casos. En la historia, es el elemento dinámico que evita el estancamiento, que disuelve las formas petrificadas. En el hombre, es esa libertad interior fundamental. De tal modo que el guerrero, que se da su propia ley, es anárquico, mientras que el soldado no. En aparente paradoja, el anarquista no es anárquico, aunque algo tiene, sin duda. Es un ser social que necesita de los demás; por lo menos de sus compañeros. Es un idealista que, al fin y al cabo, resulta determinado por el poder. "Se dirige contra la persona del monarca, pero asegura la sucesión".

El anarca, por su parte, es la "contrapartida positiva" del anarquista. En propias palabras de Jünger: "El anarquista, contrariamente al terrorista, es un hombre que en lo esencial tiene intenciones. Como los revolucionarios rusos de la época zarista, quiere dinamitar a los monarcas. Pero la mayoría de las veces el golpe se vuelve contra él en vez de servirlo, de modo que acaba a menudo bajo el hacha del verdugo o se suicida. Ocurre incluso, lo cual es claramente más desagradable, que el terrorista que ha salido con bien siga viviendo en sus recuerdos...El anarca no tiene tales intenciones, está mucho más afirmado en sí mismo. El estado de anarca es de hecho el estado natural que cada hombre lleva en sí. Encarna más bien el punto de vista de Stirner, el autor de El único y su propiedad ; es decir, que él es lo único. Stirner dice: "Nada prevalece sobre mí". El anarca es, de hecho, el hombre natural". No es antagonista del monarca, sino más bien su polo opuesto. Tiene conciencia de su radical igualdad con el monarca; puede matarlo, y puede también dejarlo con vida. No busca dominar a muchos, sino sólo dominarse a sí mismo. A diferencia del solipsista, cuenta con la realidad exterior. No busca cambiar la ley, como el anarquista o el partisano; no se mueve, como éstos en el terreno de las opciones políticas o sociales. Tampoco busca trasgredir la ley, como el criminal; se limita a no reconocerla. El anarca, pues, no es hostil al poder, ni a la autoridad, ni a la ley; entiende las normas como leyes naturales.

No adhiere el anarca a las ideas, sino a los hechos; es en esencia pragmático. Está convencido de la inutilidad de todo esfuerzo ("tal vez esta actitud tenga algo que ver con la sobresaturación de una época tardía"). Neutral frente al Estado y a la sociedad, tiene en sí mismo su propio centro. Los regímenes políticos le son indiferentes; ha visto las banderas, ya izadas, ya arriadas. Jünger afirma, además, que aquellas banderas son sólo diferentes en lo externo, porque sirven a unos mismos principios, los mismos que harán que " toda actitud que se aparte del sistema, sea maldita desde el punto de vista racional y ético, y luego proscrita por el derecho y la coacción." No obstante, el anarca puede cumplir bien el papel que le ha tocado en suerte. Venator no piensa desertar del servicio del Cóndor, sino, por el contrario, seguir lealmente hasta el final. Pero porque él quiere; él decidirá cuando llegue el momento. En definitiva, el anarca hace su propio juego y, junto a la máxima de Delfos, "conócete a ti mismo", elige esta otra: "hazte feliz a ti mismo".

La figura del anarca resplandece verdaderamente, como la del hombre libre frente al Estado burocrático y a la sociedad conformista de la actualidad. Incluso aparece en algunas ocasiones en forma más bien mezquina, a la manera del egoísmo de Stirner: "quien, en medio de los cambios políticos, permanece fiel a sus juramentos, es un imbécil, un mozo de cuerda apto para desempeñar trabajos que no son asunto suyo". "(El anarca) sólo retrocede ante el juramento, el sacrificio, la entrega última". "Sólo cabe una norma de conducta" -dice Attila, médico del Cóndor, anarca a su modo- "la del camaleón..."

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La cuestión es si el anarca se constituye en una figura ejemplar para cierto tipo de hombres que no se reconozcan en las producciones sociales últimas. Pues si el anarca es la "actitud natural" -"el niño que hace lo que quiere"-, entonces nos hallamos ante simples situaciones de hecho que no tienen ningún valor normativo ni ejemplar. Desde siempre los hombres han querido huir del dolor y buscar lo agradable; por otro lado, apartarse de una sociedad decadente y que llega a ser asfixiante es una cosa sana. Venator invoca a Epicuro como modelo; debería referirse más bien a Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates y fundador de la escuela hedonista, quien proponía una vida radicalmente apolítica, "ni gobernante ni esclavo", con la libertad y el placer como únicos criterios. Jünger reconoce, y muy de buena gana, que el tipo de anarca se encuentra, socialmente hablando, en el pequeño burgués, piedra de tope de más de una corriente de pensamiento: es ese artesano, ese tendero independiente y arisco frente al Estado. La figura del anarca es más familiar al mundo anglosajón, especialmente al norteamericano, con su sentido ferozmente individualista y antiestatal: del cowboy solitario o del outlaw al "objetor de conciencia". Están en la mejor línea del anarca y el rebelde contra la masificación burocrática. Se sabe, por supuesto, en qué condiciones sociales han florecido estos modelos.

Pero las sociedades "posmodernas" actuales se distinguen por el más vulgar hedonismo; su tipo no es el del "superhombre", sino el del "último hombre" nietzscheano, el que cree haber descubierto la felicidad. El tipo del "idealista" y del "militante" pertenecen a etapas ya superadas; hoy, es el individuo de las sociedades "despolitizadas", soft, que toma lo que puede y rehusa todo esfuerzo. ¿Cuál es la diferencia de este tipo de hombre con el anarca? La respuesta radica en que el segundo está libre de todas las ataduras sentimentales, ideológicas y moralistas que aún caracterizan al primero. En verdad, la figura de Venator está históricamente condicionada: aparece en una de esas épocas postreras en la cuales nada se puede ya esperar. Lo que hay que esclarecer es si efectivamente nuestra propia época es una de ellas. Pero lo dicho sobre el anarca tiene un alcance mucho más universal: en cualquier tiempo y lugar se puede ser anarca, pues "en todas partes reina el símbolo de la libertad".

La senda del anarca termina en la retirada. Venator ha estado organizando una "emboscadura" temporal -según lo que el mismo Jünger recomendaba en Der Waldgang (1951)-, para el caso de caída del Cóndor. Al final, seguirá a éste, con toda su comitiva, en una expedición de caza a las selvas misteriosas más allá de Eumeswil: una emboscadura radical, o la muerte, no se sabe el desenlace. Del mismo modo, en Heliópolis, el comandante Lucius de Geer y sus compañeros se retiran en un cohete, con destino desconocido. Pero eso sí, después de haber luchado sus batallas, al igual que los defensores de la Marina en Sobre los Acantilados de Mármol no buscan refugio sino después de dura lucha con las fuerzas del Gran Guardabosques. Pero ¿de qué se trata esta "emboscadura"?

El anarca hace lo que Julius Evola, el gran pensador italiano, recomienda en su libro Cabalgar el tigre: "La regla a seguir puede consistir, entonces, en dejar libre curso a las fuerzas y procesos de la época, permaneciendo firmes y dispuestos a intervenir cuando el tigre, que no puede abalanzarse sobre quien lo cabalga, esté fatigado de correr". Lo que Evola llama "tigre", Jünger lo denomina "Leviatán" o "Titanic".

El anarca se retira hacia sí mismo porque debe esperar su hora; el mundo debe ser cumplido totalmente, la desacralización, el nihilismo y la entropía deberán ser totales: lo que Vintila Horia llama "universalización del desastre". Jünger enfatiza que emboscarse no significa abandonar el "Titanic", puesto que eso sería tirarse al mar y perecer en medio de la navegación. Además: "Bosque hay en todas partes. Hay bosque en los despoblados y hay bosque en las ciudades; en éstas, el emboscado vive escondido o lleva puesta la máscara de una profesión. Hay bosque en el desierto y hay bosque en las espesuras. Hay bosque en la patria lo mismo que lo hay en cualquier otro sitio donde resulte posible oponer resistencia... Bosque es el nombre que hemos dado al lugar de la libertad... La nave significa el ser temporal; el bosque, el ser sobretemporal...". En la figura del rebelde, por tanto, es posible distinguir dos denominaciones: emboscado y anarca. El primero presentaría las coordenadas espirituales, mientras el segundo da luces sobre su plasmación en el "aquí y ahora". Jünger lo define más claramente: "Llamamos emboscado a quien, privado de patria por el gran proceso y transformado por él en un individuo aislado, está decidido a ofrecer resistencia y se propone llevar adelante la lucha, una lucha que acaso carezca de perspectiva. Un emboscado es, pues, quien posee una relación originaria con la libertad... El emboscado no permite que ningún poder, por muy superior que sea, le prescriba la ley, ni por la propaganda, ni por la violencia".

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El nihilismo y la rebeldía... La figura del anarca es la de quien ha sobrevivido al "fin de la historia" ("carencia de proyecto: malestar o sueño"). El último hombre no puede expulsar al anarca que convive junto a él. Su poder radica en su impecable soledad y en el desinterés de su acción. Su sí y su no son fatales para el mundo que habita. El anarca se presenta como la victoria y superación del nihilismo. Las utopías le son ajenas, pero no el profundo significado que se esconde tras ellas. "El anarca no se guía por las ideas, sino por los hechos. Lucha en solitario, como hombre libre, ajeno a la idea de sacrificarse en pro de un régimen que será sustituído por otro igualmente incapaz, o en pro de un poder que domine a otro poder".

El anarca ha perdido el miedo al Leviatán, en el encuentro con la médula indestructible que le dota de sentido para luego proyectarse y reconocerse en el otro, en la amada, en el hermano, en el que sufre y en el desamparado, puesto que Eros es su aliado y sabe que no lo abandonará...

La actitud del anarca puede ser interpretada desde dos perspectivas, una activa y otra pasiva. Esta última verá en la emboscadura, y en el anarca que la realiza, la posibilidad de huir del presente y aislarse en aquella patria que todos llevamos en nuestro interior; al decir de Evola, la que nadie puede ocupar ni destruir. Pero no debe confundirse la actitud del anarca como una simple huida: "Ya hemos apuntado que ese propósito no puede limitarse a la conquista de puros reinos interiores". Mas bien se trata de otro tipo de acción, de un combate distinto, "donde la actuación pasaría entonces a manos de minorías selectas que prefieren el peligro a la esclavitud". Minorías que entiendan que emboscarse es dar lucha por lo esencial, sin tiempo y acaso sin perspectivas. Minorías que, como el propio Jünger lo expresa, sean capaces de llevar adelante la plasmación de una "nueva orden", que no temerá y, por el contrario, gustará de pertenecer al bando de los proscritos, pues se funda en la camaradería y la experiencia; orden que pueda llevar a buen término la travesía más allá del "meridiano cero", y se prepare a dar una lucha en el "aquí y ahora"...

"En el seno del gris rebaño se esconden lobos,
es decir, personas que continúan sabiendo lo
que es la libertad. Y esos lobos no son sólo
fuertes en sí mismos: también existe el peligro
de que contagien sus atributos a la masa,
cuando amanezca un mal día, de modo que el
rebaño se convierta en horda. Tal es la
pesadilla que no deja dormir tranquilos a los
que tienen el poder".
Ernst Jünger

BIBLIOGRAFÍA
1.-Acerca del Nihilismo; Sobre la línea, Ernst Jünger; Hacia la pregunta del ser, Martin Heidegger, Ediciones Paidós, Barcelona, 1994.
2.-Tratado del rebelde, Ernst Jünger, Editorial Sur, Buenos Aires, 1963.
3.-Eumeswil, Ernst Jünger, Editorial Seix Barral, España, 1977.
4.-Juegos africanos, Ernst Jünger, Editorial Guadarrama, Madrid, 1970.
5.-Visita a Godenholm, Ernst Jünger, Editorial Alianza, Madrid, 1983.
6.-Diario de guerra y ocupación, Ernst Jünger, Editorial Plaza y Janés, Barcelona, 1972.
7.-Tempestades de acero, Ernst Jünger, Editorial Fermín Uriarte, Madrid, 1965.
8.-Conversaciones con Ernst Jünger, Julien Hervier, Fondo de Cultura Económica, 1990.
9.-Cavalcare la tigre, Julius Evola, Editorial Vanni Scheiwiller, Milano, 1973.

Texto extraído de  Bajo los Hielos




Breve tratado de la rebelión

Robert de Herte

Ernest Jünger escribió en 1951 en el Tratado del Rebelde:

"Para el rebelde son indispensables dos cualidades. Rechaza dejarse prescribir las leyes del poder, ya sea que usen la propaganda o empleen la violencia. Su decisión es defenderse". Dominique Venner agregó: aquello que los rebeldes han tenido en común en todos los tiempos "es el hecho de haber descubierto, por diversas vias, una incompatibilidad absoluta entre su propio ser y el mundo en que les tocaba vivir".

El rebelde rechaza, con su conducta, el orden en que está dado el mundo en el que fue arrojado. Lo rechaza en nombre de una legitimidad que se encuentra mas allá de la legalidad. Lo rechaza porque encuentra la legitimidad y la norma en sí mismo; no porque lo recalque sobre lo que el es sino porque sabe aquello que es, y al mismo tiempo, es también el punto de manifestación de una norma que lo trasciende. Su rechazo es total. El rebelde es aquel que no cree, desprecia a aquellos que buscan deslumbrarlo haciendole ver: honores, intereses, privilegios, reconocimientos. En la mesa de juego, es aquel que no juega: el espíritu del tiempo resbala sobre él como el agua sobre las piedras. Espíritu libre, hombre libre, no coloca nada por encima de la libertad de la mente y de la persona. El mismo es expresión de libertad. "Es rebelde, quien está inmerso en la libertad, ley de su propia naturaleza" escribió Jünger.

No es solamente un hombre que rechaza el someterse. Ciertamente, como el que resiste, o el disidente, el rebelde es la prueba de que una alternativa es siempre posible, rebelión no solo ligada a las circunstancias ; es de orden existencial. El rebelde siente físicamente la impostura, la siente instintivamente. Disidente se hace, rebelde se nace. El rebelde es rebelde porque cualquier otro modo de ser le es imposible. El resistente deja de combatir cuando carece de instrumentos. Pero el rebelde aún en prisión, continua su rebelión, por ello puede ser considerado un perdedor, sin embargo , no es vencido jamas. Los rebeldes no siempre pueden cambiar el mundo, pero el mundo nunca ha logrado cambiarlos.

Ante un mundo hacia el cual siente desprecio o disgusto, el rebelde no puede considerar satisfactoria la indiferencia, que es demasiado cercana a la neutralidad. El rebelde está hecho para la lucha, aunque la misma sea sin esperanza. No es un renunciante. El rebelde se siente extraño en el mundo que habita, sin todavía desear dejar de habitarlo: sabe que se puede nadar contra la corriente a condición de no abandonar el lecho del río.

Pertenece a esa minoría que en todas las épocas prefirió el peligro a la esclavitud, sabe que el respeto de si siempre debe ser conquistado. Su alejamiento , puramente interior, no impide el contacto, dado que tal contacto es necesario para la lucha. Si "recurre al bosque", no lo hace para refugiarse — si bien a menudo es un proscripto — sino para retomar la fuerza vital. "El bosque siempre esta presente", prosigue Jünger. "Existe el bosque en el desierto como en la ciudad, donde el Rebelde vive escondido bajo la mascara de cualquier profesión. Existen bosques en la propia patria, así como sobre cualquier suelo donde pueda expresar su resistencia. Pero sobre todo existen bosques detras de las líneas enemigas."

El revolucionario persigue un objetivo; no necesariamente es así para el rebelde. El rebelde puede luchar para afirmar un estilo. Lucha porque no puede hacer otra cosa que luchar. El revolucionario entiende llegar a un objetivo, mientras el rebelde encarna, ante todo, un estado de ánimo. El rebelde desprecia el juego de dejarse arrastrar por la ola extremista y la manipulación presuntamente eficaz de los "slogans". No se encuentra entre aquellos que se limitan a anunciar el Apocalipsis, sin tener el mínimo medio para ponerle remedio. Antigona es extraña al narcisismo de la radicalidad.

En el "curso de la historia", en compensación, el rebelde reconoce el instante y lo atrapa. Para romper el cerco, para tentar introducir un grano de arena en la maquina, razona sobre situaciones concretas. Determina la estrategia en relación con lo que ve transcurrir bajo sus ojos, no recurre a modelos superados. El rebelde es antes que nada móvil. Moviliza el pensamiento y lo hace móvil. No es soldado, si guerrillero. No conduce operaciones regulares, lanza golpes de mano. No está detrás de una línea del frente, pero atraviesa todos los frentes, el rebelde puede ser activo o contemplativo, hombre de conocimiento o de acción. En el plano estratégico puede ser quebracho o rosal, lobo o león. Los hay de diversos géneros. En el ámbito del pensamiento, fueron rebeldes Péguy, Bernanos, Orwell, y mas recientemente Jack Keourac, Dominique de Roux, Burroughs, Pasolini, Mishima, Jean Cau ...Tambien Guy Deborb lo fue, si bien su obra es, recién hoy, objeto de una revalorización póstuma, signo de que nos encontramos mas allá del espectáculo. En el ámbito de la acción , después de tantos "despertadores de pueblos" , podemos citar al sub-comandante Marcos, que, sin cometer ningún atentado, defiende de modo ejemplar la libertad de los indígenas de Chiapas. De Robin Hood a los zapatistas, la filiación es una sola.-

Los rebeldes siempre existieron, pero el mundo actual les reserva un rol del todo particular Durante la modernidad, el rebelde aparecía rechazado respecto del revolucionario: se estimaba que estaba privado de una clara conciencia ideológica y que prefería el juego desordenado de las reacciones instintivas a las estrategias largamente meditadas. Hoy que la modernidad esta concluyéndo, ellos reencuentran el puesto que les corresponde.

La globalizacion hace de la Tierra un mundo privado de exterior, privado de otra parte, que no es posible atacar partiendo de un punto mas allá de si mismo. Un mundo de este tipo no es impulsado a la explosión, sino mas bien a una depresión implosiva. El rebelde es apto para este mundo porque anima redes y propaga sus ideas de forma viral. Desde este punto de vista, es también una figura posmoderna, pero figura antagonista. De un modo siempre mas homogéneo encarna la singularidad. Es un punto opaco en un mundo lanzado a la transparencia totalitaria, un sujeto en un mundo de objetos virtuales, un sedicioso por excelencia en un mundo civilizado devenido en policíaco. Un extraño que puede ser en buen derecho excluido en nombre de la lucha contra la exclusión, si no fuera que preventivamente el mismo se excluyó.

He aquí por qué, en un cierto sentido, el futuro pertenece al pensamiento rebelde, al pensamiento que diseña inéditos frentes de batalla, esboza una nueva topografía, prefigura otro mundo. Porque la historia siempre queda abierta.

Jünger dice llamar Rebelde a aquél "que aislado y privado de la patria por la marcha del universo, se ve entregado a la nada" y escribe "Cuando un pueblo entero se prepara a pasar al bosque, se convierte en una temible potencia."

Traducción: C.A. y M.P. Falchi - 5.10.01 -

Texto extraído de  La Editorial




La sombra del mal en Ernst Jünger y Miguel Delibes

Vintila Horia

De dónde viene esto, cómo ha ocurrido, hasta dónde puede extenderse su hechizo. Todos lo vemos o lo intuimos de alguna manera, pero no basta leer libros o asistir a películas -que lo ponen en evidencia. Habría que actuar, intervenir, pasar de la constatación a la resistencia. Y ni siquiera esto bastaría en el momento amenazador en que nos encontramos. Habría que reconocer y definir abiertamente el mal y acabar con él. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, y de un modo más o menos comprometido, está implicado en el mal, gozando de sus favores, para vivir y hacer vivir. Aun cuando lo reconocemos y estamos de acuerdo con los escritores que lo delatan, algo nos impide protestar, nuestro mismo beneficio cotidiano, nuestra relación con su magnificencia. «La cuestión es saber si la libertad es aún posible —escribe Jünger—, aunque fuese en un dominio restringido. No es, desde luego, la neutralidad la que la puede conseguir, y menos todavía esta horrorosa ilusión de seguridad que nos permite dictar desde las gradas el comportamiento de los luchadores en el circo.»

O sea se trata de intervenir, de arriesgarlo todo con el fin de que todo sea salvado.

Lo que nos amenaza es la técnica y lo que ella implica en los campos de la moral, la política, la estética, la convivencia, la filosofía. Y la rebeldía que hoy sacude los fundamentos de nuestro mundo tiene que ver con este mal, al que llamo el mayor porque no conozco otro mejor situado para sobrepasarlo en cuanto eficacia. Ya no nos interesa de dónde proviene y cuáles son sus raíces. Estamos muy asustados con sus efectos, y buscar sus causas nos parece un menester de lujo, digno de la paz sin fallos de otros tiempos. Sin embargo hay un momento clave, un episodio que marca el fin de una época dominada por lo natural —tradiciones, espiritualidad, relaciones amistosas con la naturaleza, dignidad de comportamiento humano, moral de caballeros, decencia, en contra de los instintos—, episodio desde el cual se produce el salto en el mal. Este momento es, según Ernst Jünger, la Primera Guerra Mundial, cuando el material, obra de la técnica, desplazó al hombre y se impuso como factor decisivo en los campos de batalla de Europa, luego del mundo, luego en todos los campos de la vida. Fue así como el hombre occidental universaliza su civilización a través de la técnica, lo que es una victoria y una derrota a la vez.

Este proceso, definido desde un punto de vista moral, ha sido proclamado como una «caída de los valores», o desvalorización de los valores supremos, entre los cuales, por supuesto, los cristianos. Nietzsche fue su primer observador y logró realizar en su propia vida y en su obra lo que Husserl llamaba una reducción o epoché. En el sentido de que, al proclamarse en un primer tiempo «el nihilista integral de Europa», logró poner entre paréntesis el nihilismo, lo dejó atrás como él mismo solía decirlo, y pasó a otra actitud o a otro estadio, superior, y que es algo opuesto, precisamente, al nihilismo. Desde el punto de vista de la psicología profunda, esta evolución podría llamarse un proceso de individuación. Pero tal proceso, o tal reducción eidética, no se realizó hasta ahora más que en el espíritu de algunas mentes privilegiadas, despertadas por los gritos de Nietzsche. Las masas viven en este momento, en pleno, la tragedia del nihilismo anunciada por el autor de La voluntad del poder. Aun los que, como los jóvenes, se rebelan contra la técnica caen en la descomposición del nihilismo, ya que lo que piden y anhelan no representa sino una etapa más avanzada aún en el camino del nihilismo o de la desvalorización de los valores supremos. Esta exacerbación de un proceso de por sí aniquilador constituye el drama más atroz de una generación anhelando una libertad vacía, introducción a la falta absoluta de libertad.

Todo esto ha sido intuido y descrito por algunos novelistas anunciadores, como lo fueron Kafka, Hermann Broch en sus Sonámbulos o en sus ensayos, Roberto Musil en su Hombre sin atributos, Rilke en su poesía o Thomas Mann. Pero fue Jünger quien lo ha plasmado de una manera completa, en cuanto pensador, en su ensayo El obrero, publicado en 1931, y en el ciclo Sobre el hombre y el tiempo, o bien en sus novelas.

En opinión de Jünger, escritor que representa, mejor que otros, el afán de hacer ver y comprender lo que sucede en el mundo y su porqué, y también de indicar un camino de redención, hay unos poderes que acentúan la obra del nihilismo, desvalorizándolo todo con el fin de poder reinar sobre una sociedad de individuos que han dejado de ser personas, como decía Maritain, y estos poderes son hoy lo político, bajo todos los matices, y la técnica. Y hay, por el otro lado, una serie de principios resistenciales, que Jünger expone en su pequeño Tratado del rebelde y también en Por encima de la línea, que indican la manera más eficaz de conservar la libertad en medio de unos tiempos revueltos, como diría Toynbee, ni primeros ni últimos en la historia de la humanidad. Tanatos y Eros son los elementos que nos ayudan en contra de las tiranías de la técnica o de lo político. «Hoy, igual que en todos los tiempos, los que no temen a la muerte son infinitamente superiores a los más grandes de los poderes temporales.» De aquí la necesidad, para estos poderes, de destruir las religiones, de infundir el miedo inmediato. Si el hombre se cura del terror, el régimen está perdido. Y hay regiones en la tierra, escribe Jünger, en las que «la palabra metafísica es perseguida como una herejía». Quien posee una metafísica, opuesta al positivismo, al llamado realismo de los poderes constituidos, quien logra no temer a la muerte, basado en una metafísica, no teme al régimen, es un enemigo invencible, sean estos poderes de tipo político o económico, partidos o sinarquías.

El segundo poder salvador es Eros, ya que igual que en 1984, el amor crea un territorio anímico sobre el cual Leviatán no tiene potestad alguna. De ahí el odio y el afán destructor de la policía, en la obra de Orwell, en contra de los dos enamorados, los últimos de la tierra. Lo mismo sucede en Nosotros, de Zamiatín. Al contrario, según Jünger, el sexo, enemigo del amor, es un aliado eficaz del titanismo contemporáneo, o sea, del amor supremo y resulta tan útil a éste como los derramamientos de sangre. Por el simple motivo de que los instintos no constituyen oposición al mal, sino en cuanto nos llevan a un más allá, en este caso el del amor, única vía hacia la libertad.

El drama queda explícito en la novela Las abejas de cristal. En este libro aparecen los principios expuestos por Jünger en El obrero, comentados por Heidegger, en Sobre la cuestión del Ser. El personaje principal de Jünger es un antiguo oficial de caballería, Ricardo, humillado por la caída de los valores, es decir, por el tránsito registrado por la Historia, desde los tiempos del caballo a los del tanque, desde la guerra aceptable o humana a la guerra de materiales, la guerra técnica, fase última y violenta del mundo oprimido por el mal supremo. El capitán Ricardo evoca los tiempos en que los seres humanos vivían aun los tiempos caballerescos que habían precedido a la técnica y habla de ellos como de algo definitivamente perdido. Es un hombre que ha tenido que seguir, dolorosamente, conscientemente incluso, el itinerario de la caída. Se ha pasado a los tanques no por pasión, sino por necesidad, y ha traicionado unos principios, y seguirá traicionándolos hasta el fin. Porque no tiene fuerzas para rebelarse. Su mujer lo espera en casa y todo el libro se desarrolla en tomo a un encuentro entre el ex capitán sin trabajo y el magnate Zapparoni, amo de una inmensa industria moderna, creadora de sueños y de juguetes capaces de hundir más y más al hombre en el reino de Leviatán. Símbolo perfecto de lo que sucede alrededor nuestro. Zapparoni encargara a Ricardo una sección de sus industrias, y este aceptará, después de una larga discusión, verdadera guerra fría entre el representante de los tiempos humanos y el de la nueva era, la del amo absoluto y de los esclavos deshumanizados. Zapparoni sabía lo que se traía entre manos. «Quería contar con hombres-vapor, de la misma manera en que había contado con caballos-vapor. Quería unidades iguales entre sí, a las que poder subdividir. Para llegar a ello había que suprimir al hombre, como antes el caballo había sido suprimido». Las mismas abejas de cristal, juguetes perfectos que Zapparoni había ideado y construido y que vuelan en el jardín donde se desarrolla la conversación central de la novela, son más eficaces que las naturales. Logran recoger cien veces más miel que las demás, pero dejan las flores sin vida, las destruyen para siempre, imágenes de un mundo técnico, asesino de la naturaleza y, por ende, del ser humano.

Hay, sí, un tono optimista al final del libro. La mujer de Ricardo se llama Teresa, símbolo ella también, como todo en la literatura de Jünger, de algo que trasciende este drama, de algo metafísico y poderoso en sí, capaz de enfrentarse con Zapparoni. Teresa representa el amor, aquella zona sobre la que los poderes temporales no tienen posibilidad de alcance. Es allí donde, probablemente, Ricardo y lo que él representa encontrará cobijo y salvación. Porque, como decía Hólderlin en un poema escrito a principios del siglo pasado, “Allí donde está el peligro, está también la salvación”.

En cambio, no veo luz de esperanza en Parábola del náufrago, de Miguel Delibes, novela de tema inédito en la obra del escritor castellano, una de las más significativas de la novelística española actual. El mal lo ha copado todo y su albedrío es sin límites. Lo humano puede regresar a lo animal, sea bajo el influjo moral de la técnica y de sus amos, sea con la ayuda de los métodos creados a propósito para realizar el regreso. Quien da señales de vida humana, o sea, de personalidad, quien quiere saber el fin o el destino de la empresa —símbolo ésta de la mentalidad técnica que está envolviendo el mundo— esta condenado al aislamiento y esto quiere decir reintegración en el orden natural o antinatural. Uno de los empleados de don Abdón, el amo supremo de la ciudad —una ciudad castellana que tiene aquí valor de alegoría universal—, ha sido condenado a vivir desnudo, atado delante de una casita de perro y, en poco tiempo, ha regresado a la zoología. Incluso acaba como un perro, matado por un hortelano que le dispara un tiro, cuando el ex empleado de don Abdón persigue a una perra y están escañando el sembrado. Y cuando Jacinto San José trata de averiguar lo que pasa en la institución en que trabaja y donde suma cantidades infinitas de números y no sabe lo que representan, el encargado principal le dice: «Ustedes no suman dólares, ni francos suizos, ni kilovatios-hora, ni negros, ni señoritas en camisón (trata de blancas), sino SUMANDOS. Creo que la cosa está clara.» Y, como esto de saber lo que están sumando sería una ofensa para el amo, el encargado «... le amenaza con el puño y brama como un energúmeno: «¿Pretende usted insinuar, Jacinto San José, que don Abdón no es el padre más madre de todos los padres?» Y, puesto que Jacinto se marea al sumar SUMANDOS, lo llevan a un sitio solitario, en la sierra, para descansar y recuperarse. Le enseñan, incluso, a sembrar y cultivar una planta y lo dejan solo entre peñascales en medio del aire puro.

Sólo con el tiempo, cuando las plantas por él sembra­das alrededor de la cabaña, crecen de manera insólita y se transforman en una valla infranqueable, Jacinto se da cuenta de que aquello había sido una trampa. Igual que las abejas de cristal de Jünger, un fragmento de la naturaleza, un trozo sano y útil, ha sido desviado por el mal supremo y encauzado hacia la muerte. Las abejas artificiales sacaban mucha miel, pero mataban a las plantas, la planta de Delibes, instrumento de muerte imaginado por don Abdón, es una guillotina o una silla eléctrica, algo que mata a los empleados demasiado curiosos e independientes. Cuando se da cuenta de que el seto ha crecido y lo ha cercado como una muralla china, ya no hay nada que hacer. Jacinto se empeña en encontrar una salida, emplea el fuego, la violencia, su inteligencia de ser humano razonador e inventivo, su lucha toma el aspecto de una desesperada epopeya, es como un naufrago encerrado en el fondo de un buque destrozado y hundido, que pasa sus últimas horas luchando inútilmente, para salvarse y volver a la superficie. Pero no hay salvación. Más que una. La permitida por don Abdón. El híbrido americano lo ha invadido todo, ha penetrado en la cabaña, sus ramas han atado a Jacinto y le impiden moverse, como si fuesen unos tentáculos que siguen creciendo e invadiendo el mundo. El prisionero empieza a comer los tallos, tiernos de la trepadora. No se mueve, pero ha dejado de sufrir. Come y duerme. Ya no se llama Jacinto, sino jacinto, con minúscula, y cuando aparecen los empleados de don Abdón y lo sacan de entre las ramas, lo liberan, lo pinchan para despertarlo, «jacintosanjosé» es un carnero de simiente.

"Los doctores le abren las piernas ahora y le tocan en sus partes, pero Jacinto no siente el menor pudor, se deja hacer y el doctor de más edad se vuelve hacia Darío Esteban, con una mueca admirativa y le dice:

-¡Caramba! Es un espléndido semental para ovejas de vientre -dice. Luego propina a Jacinto una palmada amistosa en el trasero y añade-: ¡Listo! »

Así termina la aventura del náufrago, o la parábola, como la titula Delibes. Fábula de clara moraleja, integrada en la misma línea pesimista de la literatura de Jünger y de otros escritores utópicos de nuestro siglo. En el fondo Parábola del náufrago es una utopía, igual que Las abejas de cristal, o La rebelión en la granja, de Orwell; Un mundo feliz o 1984. Encontramos la utopía entre los mayores éxitos literarios de nuestro siglo, porque nunca hemos tenido, como hoy, la necesidad de reconocer nuestra situación en un mito universal de fácil entendimiento. La utopía es una síntesis contada para niños mayores y asustados por sus propias obras, aprendices de brujo que no saben parar el proceso de la descomposición, pero quieren comprenderlo hasta en sus últimos detalles filosóficos. Con temor y con placer, aterrorizados y autoaplacándose, los hombres del siglo XX viven como jacinto, aplastados, atados a sus obras que les invaden y sujetan, los devuelven a la zoología, pero ellos saben encontrar en ello un extraño placer. El mal supremo es como el híbrido americano de Delibes, que invade la tierra, la occidentaliza y la universaliza en el mal. Quien quiere saber el porqué de la decadencia y no se limita a sumar SUMANDOS arriesga su vida, de una manera o de otra, está condenado a la animalidad del campo de concentración, a la locura contraida entre los locos de un manicomio, donde se le recluye con el fin de que la condenación tenga algo de sutileza psicológica, pero el fin es el mismo Campo o manicomio, el condenado acabará convirtiéndose en lo que le rodea, a sumergirse en el ambiente, como Jacinto. Y de esta suerte quedará eliminado. O bien no logrará encontrar trabajo y se morirá al margen de la sociedad. O bien como el capitán Ricardo, aceptará un empleo poco caballeresco y perfeccionará su rebeldía en secreto, al amparo de un gran amor anticonformista, sobre el cual podrá levantarse el mundo de mañana, conservado puro por encima del mal. El rebelde, que lleva consigo la llave de este futuro de libertad, es el que se ha curado del miedo a la muerte y encuentra en «Teresa» la posibilidad metafísica de amar, o sea, de situarse por encima de los instintos zoológicos de la masa, que son el miedo a la muerte y la confusión aniquiladora entre amor y sexo. Es así como el hombre del porvenir vuelve a las raíces de su origen metafísico.

«Desde que unas porciones de nosotros mismos como la voz o el aspecto físico pueden entrar en unos aparatos y salirse de ellos, nosotros gozamos de algunas de las ventajas de la esclavitud antigua, sin los inconvenientes de aquella», escribe Jünger en Las abejas de cristal. Todo el problema del mal supremo está encerrado en estas palabras. Somos, cada vez más, esclavos felices, desprovistos de libertad, pero cubiertos de comodidades. Basta mover los labios y los tiernos tallos de la trepadora están al alcance de nuestro hambre. Sin embargo, al final de este festín está el espectro de la oveja o del perro de Delibes. La técnica y sus amos tienden a metamorfosearnos en vidas sencillas, no individualizadas, con el fin de mejor manejarnos y de hacernos consumir en cantidades cada vez más enormes los productos de sus máquinas. Creo que nadie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad, pero espero que alguien lo haga un día, basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras.

Sería, creo, esclarecedor desde muchos puntos de vista establecer lazos de comparación entre Parábola del náufrago y Rayuela, de Julio Cortázar, en la que el hombre se hunde en la nada por no haber sabido transformar su amor en algo metafísico o por haberlo hecho demasiado tarde y haber aceptado, en un París y luego en un Buenos Aires enfocados como máquinas quemadoras de desperdicios humanos, una línea de vida y convivencia instintual, doblegada por las leyes diría publicitarias de un existencialismo mal entendido, laicizado o sartrianizado, que todo lo lleva hacia la muerte. La tragedia de la vida de hoy, situada entre el deseo de rebelarse y la comodidad de dejarse caer en las trampas de don Abdón y de Zapparoni, trampas técnicas, confortables, o bien literarias, políticas y filosóficas, inconfortables pero multicolores y tentadoras, es una tragedia sin solución y la humanidad la vivirá hasta el fondo, hasta alcanzar la orilla de la destrucción definitiva, donde la espera quizá algún mito engendrador de salvaciones.

Vintila Horia, nacido en Rumanía, diplomático en Roma y Viena, estuvo prisionero en los campos de concentración nazis de Krummhübel y Maria Pfarr hasta su liberación en 1944. Ganó en premio Goncourt en 1960 por su obra Dios ha nacido en el exilio. Novelista y ensayista, fue profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM hasta su incorporación como Catedrático a la Universidad de Alcalá de Henares.

Texto extraído de  Especulo. Revista de estudios literarios de la Universidad Complutense de Madrid




Ernst Jünger: yo soy la acción

José Luis Ontiveros

En torno a la obra del escritor alemán Ernst Jünger se ha producido una polémica semejante a la que perocupó a los teólogos españoles en relación con la existencia del alma de los indios. De alguna manera, el hecho de que se le haya discutido en medios intelectuales mundiales con asiduidad, y el que una nueva política literaria tienda a revalorizarlo, le otorga, como lo hizo a los naturales el Papa Paulo III, la posibilidad de una lectura conversa; ya no traumatizada por su historia maldita, absolutoria de su derecho a la diferencia, y exoneradora de un pasado marcado por la gloria y la inmundicia.

La polémica sobre Jünger que en medio de lamentaciones previsorias sobre su “ceguera histórica” ha reconocido la posibilidad de que también poseía un alma personal, se ha mantenido, sin embargo, en los límites del conocimiento de su obra. Pareciera que profundizar en Jünger puede indicar de alguna manera una proclividad secreta, una oscura complicidad con este peligroso ”junker”, intelectual orgánico de los desarraigados, al que se suele evocar como el cazador y animal de presa, que en la adolescencia se enrola en la Legión Extranjera francesa, testimonio que deja en Juegos Africanos; se le presenta como situado ”de pronto a la sombra de las espadas” (1), y esta exaltación hecha tipología se presenta como el truco con que se evade el contenido de su obra. Por ello debe partirese de un principio: Jünger sigue siendo el mismo, es un réprobo permanente y resuelto, una conciencia erguida y soberana: ”yo siempre he tenido las mismas ideas, sólo que la perspectiva ha cambiado con los años” (2). En Jünger hay una sola línea ascendente, un impulso de creación unívoco que arranca en 1920 con Tempestades de Acero, se afirma en Juegos Africanos, obra intermedia, que precede a En los acantilados de mármol (1939), Heliópolis (1940), y Eumeswil (1977).

Resulta entonces necesariopara llegar a Heliópolis y a un acercamiento a su comprensión, hacer referencia a un problema histórico. Jünger en la línea de Saint-Exupéry y de Henry de Montherlant ama la acción como el supremo valor de la vida: no existe una renuncia a las pompas del mal, a los frutos concretos de la acción. Hay, al contrario, a lo largo de su obra, un reflejo centelleante que nace de la negación deliberada de la bondad; un aliento nietzscheano de que ”no encontraremos nada grande que no lleve consigo un gran crimen”. Por ello es que debe ahorrarse la gratuidad de perdonarlo, de ver en Jünger al intelectual víctima de sus demonios. De esta forma si Jünger ha padecido un Nuremberg simbólico, la actitud rectora de su creación ha permanecido firme sobre la marejada, sobre los prejuicios políticos y aún sobre la ”conmiseración” que nunca ha necesitado. No hay en su obra, como producto de la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial, una disociación de un antes y un después; una versión suavizada del mal, que habría retrocedido de su estado agudo a su estado moderado.

Por ello, si su texto La Guerra, nuestra madre escrito en 1934 ha recorrido una suerte semejante a Bagatelas para una masacre de Louis Ferdinand Céline, en el sentido de que ambos son unánimemente ”condenados” y prácticamente inencontrables a excepción de fragmentos; el joven escritor alemán, que afirmaba que: ” la voluptuosidad de la sangre flota por encima de la guerra como una vela roja sobre una galera sombría” (3), es el mismo que canta el poder de la sangre, treinta y un años después de cieno, fuego y derrota: ”los gigantescos cristales tienen forma de lanzas y cuchillos, como espadas de colores grises y violetas, cuyos filos se han templado en el ardiente soplo de fuego de fraguas cósmicas” (4).

El nuevo intelectual

El viejo ”junker”, ha nacido como hijo de la burguesía industrial tradicional, en Heidelberg, el 29 de marzo de 1895, ha permanecido a sus 93 años de edad como un fiel artesano de sus sueños, un celoso guardían de sus obsesiones, un claro partidario de la acción. Por otra parte, se presenta el problema histórico. Jünger, herido siete veces en la I Guerra Mundial, portador de la Cruz de Hierro de primera clase y de la condecoración ”Pour le Mérite” (la más alta del Ejército Alemán); miembro juvenil de los ”cascos de acero” y de los ”bolcheviques nacionales”; y ayudante del gobernador militar de París durante la ocupación alemana, es un nuevo intelectual, que rompe con el molde tradicional que tiene de la función intelectual la Ilustración y la cultura burguesa. En cierta medida corresponde a los atributos que describe Gramsci del ”nuevo” intelectual: ”el modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia motora, exterior y momentánea, de los efectos y de las pasiones, sino que el intelectual aparece insertado activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, persuasivo permanentemente” (5). En este sentido Jünger va más allá de la ”elocuencia motora”, de la relación productiva y mecánica de una condición económica precisa.

Puede decirse entonces que si bienJünger tiene atributos de ”junker” prusiano, teniendo parentesco con la ”casta sacerdotal militar que tiene un monopolio casi total de las funciones directivas organizativas de la sociedad política” (6), esta relación funcional y productiva está rota en el caos, en el nihilismo y la decepción que acompañan a la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial. Jünger, que quizá en la época guillermina del orgulloso II Reich, hubiera podido reproducir las características de su clase, se encuentra libre de todo orden social como un intelectual del desarraigo, de la tribu de los nómadas en el poderoso grupo disperso de los solitarios que han luchado en las trincheras.

Detengámonos en el análisis de este estado espiritual y de esta circunstancia histórica, cuya trascendencia se manifiesta en toda su narrativa, especialmente en el carácter unitario de su obra y en su posición ideológica, lo que a su vez nos permitirá comprender la clave de una de sus novelas más significativas del período de laúltima postguerra: Heliópolis, cuyos nervios se hallan ya entre el tumulto que sobrecoge al joven Jünger, como un brillante fruto de la acción interna que sujetará su espíritu.

Así podremos apreciar cabalmente a este autor central de la literatura alemana del siglo XX, para determinar cuál es el rostro que se ha cincelado, en la multiplicidad de espectros que lo reflejan con caras distintas. ¿Acaso es Jünger, como quiere Erich Kahler, al que ”incumbe la mayor responsabilidad por haber preparado a la juventud alemana para el estado nazi, aunque él mismo nunca haya profesado el nazismo?” (7). ¿Se trata del escéptico autor de la ”dystopía” o utopía congelada que se expresa en su relatoEumeswil? ¿Quién es entonces este contardictorio anarquista autoritario?

La trilogía del desarraigo

Podemos intentar responder con un juego de conceptos en los que se articulase su radiografía espiritual, con su naturaleza compleja y una historia convulsionada y devoradora. Esta visión nos dará un Jünger revelado en una trilogía: se trata del demiurgo del mito de la sangre, del cantor del complejo de inferioridad nihilista de la cultura alemana, del emisario del dominio del hombre faústico y guerrero. Sólo así podremos entender cómo Jünger pudo dirigir desde ”fuera de sí” un pelotón de fusilamiento, certificar la estética del dolor con una ”segunda conciencia más fría” o experimentar los viajes místicos del LSD o de la mezcalina. Requerimos verlo en su dimensión auténtica: la del ”condottiero” que huye hacia delante en un mundo ruinoso.

Memorias de un condottiero

La aventura de Jünger cobra el símbolo de una organicidad rotunda enla relación social del intelectual con la producción de una clase concreta; se trata fundamentalmente de una personalidad que de alguna manera expresa Drieu la Rochelle: ”(es) el hombre de mano comunista, el hombre de las ciudades, neurasténico, excitado por el ejemplo de los fascios italianos, así como por el de los mercenarios de las guerras chinas, de los soldados de la Legión Extranjera” (8). Se verdadera patria son las llamas, la tensión del combate, la experiencia de la guerra. Su conformación íntima se encuentra manifestada en otro de aquellos que vivieron ”la encarnación de una civilización en sus últimas etapas de decadencia y disolución”, así dice Ernst Von Salomon en Los proscritos: ”sufríamos al sentir que en medio del torbellino y pese a todos los acontecimientos, las fatalidades, la verdad y la realidad siempre estaban ausentes” (9). Es este el territorio en que Jünger preparará la red invisible de su obra, recogiendo las brasas, los escombros, las banderas rotas. Cuando todo en Alemania se tambalea: se cimbran los valores humanitarios y cristianos, la burguesía se declara en bancarrota y los espartaquistas establecen la efímera República de Münich, aparecen los elementos vitales de su escritura, que atesorará como una trinchera imbatible heredera del limo, con la llave precisa que abrirá las puertas de la putrefacción a la literatura.

Es la época en que Jünger, interpretando la crisis existencial de una generación que ha pretendido disolver todos sus vínculos con el mundo moribundo, toma conciencia de sí con un poder vital que no quiere tener nada que deber al exterior, que se exige como destino: ”nosotros no queremos lo útil, práctico y agradable sino lo que es necesario y que el destino nos obliga a desear”. Participa entonces en las violentas jornadas de los ”cascos de acero”. Sin embargo, pese a ser un colaborador radical del suplemento Die Standart, ógano de los ”Stahlhelm”, se mantendrá siempre con una altiva distancia del poder. Llegará a compartir páginas incendiarias en la revista Arminius con el por entonces joven doctor en letras y ”bolchevique nacional” Joseph Goebels y con el extraño arquitecto de la Estonia germana, Alfred Rosenberg.

Cuando Jünger escribe en 1939 En los acantilados de mármol (que se ha interpretado como una alegoría contra el orden nacionalsocialista), han pasado los días ácratas en que ”los que volvían de las trincheras, en las que por largos años habían vivido sometidos al fuego y a la muerte, no podían volver a las escuálidas vivencias del comprar y el vender de una sociedad mercantilista” (10). Ahora una parte considerable de los excombatientes se ha sumado a una revolución triunfante, en que la victoria es demasiado tangible. Jünger decide separarse en el momento del éxito. Hay un brillo superlativo, una atmósfera de saciedad, una escalera ideológica para arribar a la prosperidad de un nuevo orden.

En el momento en que Jünger ha decidido replegarse, abandonar el signo de los tiempos, batirse a contracorriente, encuentra, una vez más, la salida frente a la organización del poder en la permanente rebeldía y en la conciencia crítica. Mas esta fuga no es una deserción: hasta el crepúsculo wagneriano sigue vistiendo el uniforme alemán. Su revuelta se manifiesta en la creencia en las ”situaciones privilegiadas”, es decir, en los instantes en que la vida entera cobra sentido mediante un acto definitivo. Resuelve así, en la rápida decisión que impone la guerra, retornar a una selva negra personal con la desnudez irrenunciable de sus cicatrices, aislado del establecimiento y de la estructura del poder.

El color rojo, emblema del ”condottiero”, baño de fuego sobre la bandera de combate se ha vuelto, finalmente, equívoco: ”la sustancia de la revuelta y de los incendios se transformaba con facilidad en púrpura, se exaltaba en ella” (11); Jünger, mirando las olas de la historia restallar sobre los acantilados de mármol, asistiendo al naufragio de la historia alemana, desolado en el retiro de las letras, exalta en la acción la única emergencia que no se descompone, ”el juego soberbio y sangriento que deleita a los dioses”.

El tambor de hojalata

Hemos mencionado que una parte significativa del materail de sueños que forma su novela Heliópolis, se encuentra en el poderoso torrente de la aventura en que Jünger se desenvuelve desde sus años juveniles. En realidad, de sus dos grandes novelas de la última postguerra, quizá Heliópolis sea más profundamente Jüngeriana que Eumeswil en el sentido en que su universo estámás nítidamente plasmado, de que no existe el ”pathos” de una mala conciencia parasitaria, y de que, a diferencia del usufructo de la fácil politización en que la literatura se manipula como una parábola social o histórica , retine un poder metapolítico, esto es, un orbe estético que se explica a sí mismo, que se sustenta como un valor para sí.

No está de más subrayar que, independientemente de la opinión de una gran parte de la crítica sobre En los acantilados de mármol y sobre Eumeswil como un mensaje críptico antihitleriano, la primera, y como una denuncia contra el totalitarismo, la segunda, su interés real sobrepasa la circunstancia política, concediendo que ésta haya sido la intención del autor. Intencionalidad difícil de mantener en un análisis que busque la esencialidad de Jünger, por encima del escándalo y del criterio convencional.

Heliópolis reconquista la tensión narrativa, el libre empleo de una simbología anagógica, el espacio de expresión que se ha purificado de lo inmediato y de las presiones externas del quehacer literario. Ello quizá se explique por razones propiamente literarias y en este caso también históricas. Usamos la palabra ”reconquista” como aquella que designa un esfuerzo que surge de la derrota, que se elava sobre la postración, que recupera el valor existencial de la experiencia.

De alguna manera, y luego de un sordo y pertinaz silenciamiento, el universo de Jünger ha recobrado su sentido original, su autónomo impulso poético. Más allá de la tramposa equivalencia entre sus imágenes y una determinada concepción de la realidad. Si bien ha manifestado ya ”que no existe ninguna fortaleza sobre la tierra en cuya piedra fundamental no esté grabada la aniquilación”, trátese de un mito, de un movimiento social o de una organización del poder. Heliópolis encarna la idea de que si los edificios se alzan sobre sus ruinas, ”también el espíritu se eleva por encima de todos los torbellinos, también por encima de la destrucción” (12).

Esta es, entonces, una de las características fundamentales de la novela: el tiempo histórico siguiendo su cauce se ha absorbido. Lo ocurrido (su propia participación en la historia alemana contemporánea) se ha filtrado entre las simas de los heleros como un agua nueva e incontaminada. Su escritura se ha librado del lastre y ha retomado un vuelo límpido, en el que narra la épica y eclipse de La ciudad del Sol, como la crónica del reino de Campanella, más distinta a la construcción intelectual de la utopía. Hallamos en Heliópolis nuevamente al Jünger de siempre, al artista independiente, que ha sepultado con el relámpago de su lenguaje, las bajas nubes sombrías del rapsoda de la eficacia militar y despiadada.

Notas y bibliografía
1.- Michael Tournier, Ernst Jünger Libreta Universitaria nº 58 UNAM, Acatlán, 1984.
2.- Nigel Jones, Una visita a Ernst Jünger, La Gaceta del FCE nº 165.
3.- Roger Caillois, La cuesta de la guerra, Tres fragmentos de la Guerra Nuestra Madre, Ed. FCE breviarios nº 277, México.
4.- Ernst Jünger, Heliópolis, Ed. Seix Barral, Barcelona.
5.- Antonio Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura, Jaun pablos Edr. México.
6.- Antonio Gramsci. Obra cit.
7.- Erich Kahler, Los alemanes Ed. FCE breviarios nº 165, México.
8.- Pierre Drieu La Rochelle, Notas para comprender el siglo.
9.- Ernst Von Salomon, Los proscritos Ed. L. De Caralt, Barcelona.
10.- Carlos Caballero, Los Fascismos desconocidos, Ed. Huguin.
11.- Ernst Jünger. Obra cit.
12.- Idem.

Texto publicado en la revista Fundamentos para una nueva cultura nº 11, Madrid, 1988.




La mirada de Ernst Jünger. Notas para una metapolítica

Jünger advierte ya en 1932 que la movilización total de la técnica abariría las fronteras, aumentaría sensiblemente la acaeleración y el movimiento, los estados nacionales desaparecerían paulatinamente y se perfilaría ya el estado mundial. Los trabajadores disponen de los medios técnicos y establecería "un vínculo auténtico y originario y, por lo tanto, una responsabilidad". La figura del trabajador, la más querida de Jünger, es un nuevo titán portador de valores en un mundo que se hunde y que se adelanta al porvenir

Lourdes Quintanilla Obregón

Ernst Jünger (1895-1998) fue un testigo excepcional del siglo XX. En dos guerras mundiales "he visto, dice, más cosas de las que deseaba ver. Y ante la muerte fallan los medios históricos, filosóficos o morales. Hemos de menester otras armas". El camino de Jünger va surcado por el dolor y el tiempo indisolublemente amalgamados en la creación imperfecta que hemos de aceptar tal cual es. Parece que un demiurgo distraído cometió muchas equivocaciones. Estamos sujetos al poder del tiempo, el límite preciso, al que nadie puede escapar. Sin embargo, toma la vida orgullosamente entre sus manos y trata de mantener la serenidad en medio de las dificultades inevitables.

A lo largo de sus escritos hay algo misterioso, intemporal, invisible, que nos introduce a una dimensión distinta, metapolítica. Su mirada extremadamente subjetiva consigue retroceder hasta estratos primordiales para luego avanzar y plasmar espléndidas imágenes. El ser de las cosas sólo es accesible a un nivel más profundo con la doble percepción visual microscópica y macroscópica para escrutar el mundo y escrutarse a sí mismo. Ver, solamente ver y mantener la mirada.

"Dos ojos, afirma Jünger, nos han sido dados, uno corporal y otro espiritual. Con ambos contemplamos la fisonomía del mundo". En El corazón aventurero, habla de la mirada estereoscópica: "uno y varios objetos se contemplan a través de un solo sentido que observa la mutación de tonos y colores. Al tomar las cosas con antenas interiores se aprehende su secreta armonía". Percepción espiritual que capta el contenido en sus contradicciones internas y permite la unidad de las mutaciones que pueden ser infinitas. El escritor busca la unidad de la cara diurna y la cara nocturna; la muerte y la vida; el sueño y la vigilia; el pensamiento y el corazón; el caos y el orden. Sólo el Denker/Dichter, "pensador y poeta", posee la llave mágica que abre las puertas de la imagen a su profundidad oculta, originaria y a su metamorfosis.

Las ciencias naturales tienen una gran importancia para Jünger que es un apasionado de la entomología. Su colección de escarabajos es su tesoro más preciado. En la "escritura de los insectos" se observa la larva que significa "máscara" y oculta su "imago": nombre científico del insecto que muestra al fin su forma definitiva. Las observaciones científicas del escritor reciben el nombre estético de "cazas sutiles". Mirada que percibe simbólicamente el futuro todo entero en el presente disfrazado, no codificado, en un orden disperso. La botánica es otra de sus preferencias: las plantas y sus metamorfosis y la riquísima gama de colores, como si el mundo pudiera contemplarse en un jardín. Habla de aves y de reptiles. Su mirada es lenta, quieta, sin prisas.

Los titanes luchan con los dioses desde los tiempos míticos. Jünger prefiere el "Dios se retira" de Leon Bloy al "Dios ha muerto" de Nietzsche. Hölderlin esperaba el regreso de los dioses. Para Heidegger había que preparar el pensamiento y la poesía para la aparición del dios o para su ausencia en el ocaso. Hoy los dioses pierden prestigio y parecen ya anacrónicos. La modernidad pertenece a los titanes que actúan y viven en el tiempo.

Para Jünger el sueño es una actividad cognoscitiva de índole superior. Los símbolos se suceden en una forma anárquica que ordena intuitivamente con su mirada estereoscópica y se entrelazan en una red profundamente subjetiva. Pero el sentimiento de despertar en una claridad deslumbrante a pesar de la oscura región donde se encuentra sumergida la conciencia, parece una suerte de iniciación. La osadía de despertar es una rebelión contra el sueño pero también contra vivencias anteriores. En El viaje a Godenholm, Jünger habla de la intrepidez para romper el lado oscuro, llegar hasta la ruptura y emprender la marcha siempre difícil hacia la luz, es decir, hacia sí mismo.

En sus diarios titulados Radiaciones, "palabra casi metafísica como emanación... indica un modo de transmitirse de la energía, tanto en sentido material como en sentido espiritual". Hay radiaciones claras y oscuras y nos las proporcionan los múltiples objetos a menudo contradictorios; también las recibimos de los seres humanos. El siglo XX es el que crea para el escritor la iluminación propia "hasta en lo más profundo de sus sueños" y su historia ha sido desgarradora. Jünger lo ha vivido y lo ha pensado en el vértigo y exige mucho de su Mitleser, el "hermano lector" del que hablara Baudelaire. Hay que aprender a abrir las cerraduras de las imágenes para que nos entreguen sus secretos.

Jünger mira el siglo XX como un mundo figural. Figura o gestalt es una dimensión de rango superior "que se ofrece a unos ojos que captan que el mundo articula su estructura no por la ley causal sino en tanto representación de una realidad suprema que otorga sentido". En la figura descansa un todo que es más que la suma de sus partes. En el momento en que los ojos se abren de un modo nuevo, "el mundo aparece como un escenario de figuras". Y la propiedad fundamental de la figura: es y ese ser se muestra, se oculta, se modifica, crece. Es una suerte de concepto orgánico que despliega vida propia.

Cuatro figuras que se metamorfosean en circunstancias diversas nos permiten seguir la mirada de Jünger. Al nihilismo activo corresponde la figura del soldado desconocido de la primera guerra europea y aparece en Tempestades de acero. El guerrero se transforma en El trabajador, escrito en 1932 y tal vez el libro más polémico de Jünger. De clara influencia nitzscheana, ataca severamente la décadence y cree posible la creación de nuevos valores en ese mundo nuevo regido por la movilización de la técnica a escala planetaria. En la posguerra se presenta la figura del emboscado cuando el nihilismo se encuentra en su estado normal. Y en el tercer milenio de la era cristiana, época de nihilismo consumado, aparece el anarca que conoce las reglas del juego y sabe que vive en un plano inclinado. Ver las cosas hoy a través de la mirada metapolítica de Jünger es toda una experiencia no sólo libresca sino existencial.

El soldado desconocido es una figura elemental y carece de rasgos personales, no es un sujeto. Bebe en la cercanía de la muerte con una inmensa voluntad de vivir. La guerra destruye y purifica y los sobrevivientes ya no podrán aceptar los viejos valores que han enterrado junto con sus muertos. Renacerá la vida en ese punto cero desde el fondo del dolor. En Tempestades de acero, los símbolos se ordenan a la manera jüngueriana: microscópica y macroscópica es la mirada y desde el pathos de la distancia. No es un relato de la primera guerra europea y el escritor se deja de aspectos patéticos, es la guerra y nada más –el Polemos de Heráclito como padre de todas las cosas–, como si desde lo alto se contemplara a los hombres cual hormigas matándose entre ellas. El sello y la impronta del combate marcará a esa generación zarandeada por fuerzas oscuras y las heridas no cicatrizarán fácilmente pues se ha interiorizado el sufrimiento. Nadie contará sus hazañas. "La guerra arrojó al fuego y sin la menor protección a centenares de millones de hombres y encierra en sí misma una de las grandes sentencias de muerte jamás firmadas".

Y la figura del soldado desconocido se metamorfosea en El trabajador. Jünger percibe cómo termina un siglo de progreso y dos de Ilustración. En medio del torrente del periodo de entreguerras, el escritor guarda distancia, abandona los conceptos tradicionales de masa e individuo. Ante la movilización de la técnica el discurso del siglo XIX ya es obsoleto.

El trabajador, el nuevo titán, se descubrirá cuando sepa ejercer el dominio. No es una lucha de clases. La figura es otra cuando se da cuenta que la libertad significa dominio pero también servicio y triunfo de lo elemental frente al cálculo y la seguridad. El trabajador cobra conciencia de sí mismo llenando todo el espacio del poder para destruir y crear nuevos valores. Nihilismo activo, a la manera de Nietzsche, dimensión espiritual, constructiva, sentimiento de audacia, de aventura superior en esta figura prometeica. Como proeza de valor sólo queda la fuerza organizadora, el dominio, la sensación de mando como afirmación del mundo.

Realidades nuevas exigen valores nuevos. El mundo se halla convertido en un inmenso taller y en un museo de antigüedades a nombre de la cultura. Allí, la figura del trabajador "actúa con leyes propias, sigue su vocación propia y participa de una libertad especial". Percibe que pertenece a una "capa de señores" porque, insiste Jünger, "en el momento en que el ser humano se autodescubra como un señor, esto es, como portador de una libertad nueva, cambiarán las circunstancias". El solo vocablo trabajo necesita ser visto con nuevos ojos. Dominio y servicio son sinónimos. La figura del trabajador no se ha despojado de su uniforme de soldado: la estrategia, la planificación, la disciplina son sus armas y aportará valores elementales ahora semiolvidados y que la seguridad burguesa ha pretendido suplantar con convenciones que ya han demostrado su fragilidad.

Jünger advierte ya en 1932 que la movilización total de la técnica abatiría las fronteras, aumentaría sensiblemente la aceleración y el movimiento, los estados nacionales desaparecerían paulatinamente y se perfilarìa ya el estado mundial. Los trabajadores disponen de los medios técnicos y establecerían "un vínculo auténtico y originario y, por lo tanto, una responsabilidad". La figura del trabajador, la más querida de Jünger, es un nuevo titán portador de valores en un mundo que se hunde y que se adelanta al porvenir.

En La emboscadura, el escritor presenta a la persona singular, aquélla que verdaderamente ha individualizado el sufrimiento y que se retira al bosque: lugar de sabiduría, espiritual, metapolítico, el lugar más profundo de todos, no para escapar ni permanecer neutral; en el bosque hay riesgos y peligros, pero allí uno se convierte en su propio juez, su propio médico y su propio sacerdote. Está decidido el emboscado a luchar y defender su libertad. Sabe que es un hombre libre tal y como fue creado por Dios.

El hombre moderno moldeado por el nihilismo sólo busca seguridad. "La Iglesia puede brindar asistencia pero no existencia", dice Jünger. Tal y como lo anunciaba Nietzsche, el nihilismo es ya un estado normal. ¿Cómo impedir entonces que el desierto avance? En su sentido más profundo, visto como figura, el ser humano es imperecedero, pertenece a la eternidad y el escritor piensa que el emboscado vencerá al tiempo y expulsará a la nada de la caverna.

Porque el emboscado es un hombre de acción, libre, soberano, independiente y concreto, que resiste. No necesita teorías ni falsos consuelos. Y como ha llegado al fondo de sí mismo puede reconocerse en el otro. Dice Jünger: "en cualquier situación y frente a cualquier hombre puede convertirse la persona singular en prójimo, en eso delata su rasgo inmediato, su rasgo principesco". Para preservar su soberanía, en plena reducción nihilista, el emboscado posee una fuerza interior inquebrantable y no tiene miedo. Resiste y elige la libertad que no es nueva, "es originaria aunque cambie de traje y triunfará pese a las tretas del espíritu del tiempo". El solo hecho de resistir lleva al emboscado por el buen camino y su aura la perciben todos. El oasis se encuentra en el centro de la persona singular. Le han prestado ayuda el arte, la filosofía y la teología, "ciencia de la abundancia, el enigma de las fuentes eternas, las cuales son inagotables y están siempre cerca".

El emboscado se metamorfosea en la figura del anarca. Aparece en Eumeswil, ciudad que es la metáfora del nihilismo consumado, en un espacio y tiempo propios y situada entre el desierto sin límites, el bosque y próxima al mar. Los símbolos hablan por sí mismos: el mar representa lo originario, lo peligroso, la vida. El nombre de Eumeswil viene de Eumenes –diádoco de Alejandro Magno– y sugiere el símil de la decadencia. Aparentemente el nihilismo consumado es un estado de salud y fortaleza. Los ciudadanos sólo quiere vivir bien y disfrutar el presente.

La figura del anarca está representada por Manuel Venator, historiador que trabaja al mismo tiempo como camarero de noche en la alcazaba donde reside el Cóndor, el tirano de Eumeswil. No es casual que Jünger llame Venator al anarca, la actividad venatoria es una imagen muy querida del escritor y se refiere al arte de la montería. Conoce las reglas que se necesitan para las "cazas sutiles".

Venator sabe que la historia se ha vaciado y el lenguaje ya no comunica nada. Una mirada sin valores recorre el tiempo y sólo siente dolor y tristeza por lo irreparable. El anarca quiere dar vida a los muertos pero sólo puede poner flores en sus tumbas. Recurre a la historia no en demanda de consuelo como si fuera un simple conservador, busca lo digno de creerse. Pasa las horas en el luminar–aparato casi mágico gracias al salto cualitativo de la técnica– que le permite ir del presente al pasado a voluntad y contemplar lo evidente, es decir, lo intemporal. La historia aparece entonces como un bloque magmático donde han quedado algunas burbujas. El conjuro histórico intenta liberarlas y el fósil puede escupir fuego y liberar su energía mineral, originaria. Jünger busca en los hechos su carácter modélico no su utilidad.

El anarca trabaja por la noche próximo a la tiranía, manifestación originaria, al igual que la guerra, y responde a las expectativas del nihilismo consumado. El Cóndor lo sabe y se rodea de servidores eficientes. Venator mira al poder in situ, los modos y las maneras como se desenvuelve, atraviesa los gestos y las palabras. Como emboscado se afirma y se oculta pero comprende que el tirano es su igual, los dos son soberanos. Uno ejerce el poder sobre los otros y el jüngueriano sólo aspira a dominarse a sí mismo.

El anarquista quiere destruir el orden prevaleciente para crear otro que le favorezca. El anarca, por lo contrario, no se hace ilusiones respecto al poder. El tirano garantiza pan y circo y los demagogos hablan y ofrecen, lo único que cambia es el estilo. El emboscado convertido en anarca no sacrifica su libertad por las teorías. Sus conocimientos históricos han ampliado su mirada: "los carteles de propaganda pasan, pero el muro en que se pegan permanece". Venator recuerda las reflexiones de Shakespeare sobre el poder: "ha descrito con pinceladas maestras el tema y debería tenérsele en cuenta de una vez y para siempre".

El padre y el hermano del historiador son liberales a ultranza y le critican por prestar sus servicios al Cóndor. Pero Venator es un camaleón y está fascinado mirando al poder y no espera nada mientras prepara su viaje al bosque. Tampoco sueña con transformar la sociedad. "Al hombre, dice Jünger, no se le explica ni se le sublima, se le mira directamente a los ojos". Contempla la decadencia la poderosa mirada del anarca y sabe que no se juega volcando el tablero. No pierde su autonomía ni su libertad, es un emboscado.

Ernst Jünger es un maestro de la metapolítica y nos invita a mirar el mundo de otra manera. Al cumplir cien años en 1995, el escritor expresó que no tenía una idea feliz y positiva del próximo siglo: "los actos serán más importantes que la poesía que los canta y que el pensamiento que los refleja, será una edad muy propia para la técnica, pero desfavorable para el espíritu y para la cultura".

Todo está en manos de los titanes venideros. Tal vez, como gustaba decir el escritor, "la tierra está cambiando de piel". Los dioses se han retirado y parece muy lejano su regreso.

Lourdes Quintanilla Ortíz es Doctora en ciencia política por la UNAM, la autora es profesora de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y de su División de Estudios de Posgrado. Ha publicado varios libros acerca de la historia de México del siglo XIX y sobre temas de filosofía política.

Texto extraído de  Nueva Derecha




La guerra como experiencia interior. Análisis de una falsa polémica

Laurent Schang

«Para el soldado —escribe Philippe Masson en L'Homme en Guerre 1901-2001 (Editions du Rocher, 1997)—, para el verdadero combatiente, la guerra se identifica con extrañas asociaciones, una mezcla de fascinación y horror, humor y tristeza, ternura y crueldad. En el combate, el hombre puede manifestar cobardía o una locura sanguinaria. Se encuentra sujeto entre el instinto por la vida y el instinto mortal, pulsiones que pueden conducirle a la muerte más abyecta o al espíritu de sacrificio».

* * *

Hace algunos meses apareció la última edición francesa de La Guerre comme Expérience Intérieure [La guerra como experiencia interior], de Ernst Jünger, con prefacio del filósofo André Glucksmann, en la casa editora de Christian Bourgois, editorial que de unos años para acá se ha especializado en la traducción de la obra jüngeriana. Un texto verdaderamente importante, que viene a completar oportunamente los escritos bélicos ya aparecidos del escritor alemán, Orages d'Acier [Tempestades de acero], Boqueteau 125 [El bosquecillo 125], y Lieutenant Sturm [Teniente Surm], obras de juventud que los especialistas de su poliédrico legado consideran a la vez como los más vindicativos, pasos iniciales de sus ulteriores posiciones políticas y, al mismo tiempo, anunciadoras del Jünger metafísico, explorador del Ser, confidente de la intimidad cósmica.

Voluntario desde el primer día en el que se desencadenaron las hostilidades en 1914, herido catorce veces, titular de la Cruz de Hierro de Primera Clase, Caballero de la Orden de los Hohenzollern, y de la Orden «Pour le Mérite», distinción suprema y nada habitual, Ernst Jünger publica a partir de 1920, por cuenta suya y, como él se jactará en más de una ocasión, «sin intención literaria alguna», In Stahlgewittern [Tempestades de acero] que le lanzan súbitamente, frente a las memorias lacrimógenas de los Barbusse, Remarque, von Unruh o Dorgelès, como un náufrago inclasificable, un coleccionista tanto de revelaciones ontológicas como de heridas psíquicas y morales. André Gide y Georges Bataille creyeron al genio.

Una teoría del guerrero emancipado

Considerando no haber alcanzado completamente su objetivo, en 1922 publicó Der Kampf als inneres Erlebnis [La guerra como experiencia interior], que dedicó a su hermano Friedrich Georg, también destacado combatiente y escritor: «A mi querido hermano Fritz en recuerdo de nuestro reencuentro en el campo de batalla de Langemarck». Divide su manuscrito en trece pequeños capítulos, marcados por los recuerdos de su guerra, a los que titula sin rodeos: Sang [Sangre], Honneur [Honor], Bravoure [Bravura], Lansquenets [Lansquenetes], Feu [Fuego] o incluso Veillée d'armes [Velada de armas]. Ni una sola evasiva en la pluma de Jünger, ni un solo arrepentimiento: «Hay tiempo suficiente. Para toda una franja de la población y sobre todo de la juventud, la guerra surge como una necesidad interior, como una búsqueda de la autenticidad, de la verdad, de la conquista de uno mismo (...) una lucha contra las taras de la burguesía, el materialismo, la banalidad, la hipocresía, la tiranía». Estas líneas de W. Deist, extraídas de su ensayo «Le moral des troupes allemandes sur le front occidental à la fin de 1916» (en Guerre et Cultures, Armand Colin, 1994), nos descubren lo esencial del Jünger recién concluida la Gran Guerra.

La lectura del prefacio de André Glucksmann deja traslucir su escepticismo con respecto a la legitimidad de la novela. «El manifiesto, de nuevo reeditado, es un texto loco, pero en absoluto la obra de un loco. Una historia llena de ruido, de furor y de sangre, la nuestra». Aferrándose a los triviales clásicos del género, el filósofo relega el pensamiento de Jünger a una simple prefiguración del nacional-socialismo, construyendo una artificiosa comparación entre Der Kampf... y Mein Kampf. Y si anota acertadamente que el lansquenete de esta obra anuncia al Trabajador de 1932, no deja de restringir la obra de Jünger a la exaltación de la radicalidad, del nihilismo revolucionario (citando embarulladamente a Malraux, a Breton y a Lenin), a la unión del proletariado y de la raza sin distinguir la distancia jüngeriana de la sed de sangre y del odio que nutrirán al fascismo, al nacional-socialismo y al bolchevismo. Al pretender moralizar una obra esencialmente situada más allá de toda moral, Glucksmann acaba por desnaturalizar a Jünger y pasar de largo con respecto a su mensaje profundo.

El enemigo, espejo de la propia miseria

Allá donde Malraux percibe lo «fundamental», Jünger advierte «lo elemental». El adversario, el enemigo, no es el combatiente que se esconde en la trinchera de enfrente, sino el mismo Hombre, sin bandera, el Hombre solo frente a sus instintos, a lo irracional, despojado de todo intelecto, de todo referente religioso. Jünger levanta acta de esta cruel realidad y la hace suya, se conforma y retrata en sus páginas aquellos valores nuevos que emergen, terribles y salvíficos, en la línea de un espíritu muy próximo a Teilhard de Chardin cuando escribía: «La experiencia inolvidable del frente, a mi parecer, es la de una inmensa libertad». Homo metaphysicus, Jünger canta la tragedia del frente de batalla y pone poesía al imperio de la bestialidad donde siglos de civilización vacilante sucumben ante el peso de los asaltos en oleada y el fracaso de los bombardeos. «Y las estrellas que nos rodean se ennegrecen en su hoguera, las estatuas de los falsos dioses acaban en pedazos de arcilla, y de nuevo todas las formas prefiguradas se funden en mil hornos incandescentes, para ser refundidas en forma de valores nuevos».

Y en este universo de planificado furor, el más débil debe «perecer», bajo el aplauso de un Jünger darwinista convencido que contempla cómo renace el hombre en su condición primigenia de guerrero errante. «Así será, y para siempre». En la lucha paroxística que libran los pueblos bajo el mandato hipnotizador de las leyes eternas, el joven teniente de los Stoßtruppen [grupos de asalto] advierte la aparición de una nueva humanidad, consciente de la medida de su propia fuerza, terrible: «una raza nueva, la energía encarnada, cargada al máximo de fuerza».

Jünger lega al lector algunas de las más bellas páginas sobre esos hombres que, como él, se saben en libertad condicional, y no dejan de sentirse vivos cada vez que amanece: «Todo esto imprimía al combatiente de las trincheras la marca de lo bestial, la incertidumbre, una fatalidad elemental, una circunstancia donde pesaba, como en los tiempos primitivos, una permanente amenaza (...) En cada embudo de no man’s land, un grupo de dicharacheros acababa siendo una brusca carnicería, una centelleante orgía de fuego y sangre (...) ¿Salud en todo ello? Contaba para todos aquellos que esperaban una larga vejez (...) Cada día que respiro es un don, divino, inmerecido, del que es necesario gozar de forma embriagadora, como si se tratase de un vino excelente». Así, sumergido en el torbellino de una guerra sin precedentes, total, de masas, en el que el enemigo no lo es tanto en la medida en que defiende una patria adversaria, sino como obstáculo a la realización propia —espejo de la propia miseria, de la propia grandeza— el joven Jünger, de facto, cuestiona la herencia de la Aufklärung [Ilustración], su sentido de la historia, su mito del progreso, para barruntar una posguerra que se batirá en torno al ideal un unos pocos, reitres nietzscheanos hijos de los hoplitas de Salamina, de las legiones de Roma y de las mesnadas medievales a los que se añade la ética de la moderna caballería, «el martillo que forja los grandes imperios, el escudo sin el que civilización alguna sobrevive».

Un sentido del Hombre más elevado que el que confiere la nación

Jünger conoce del horror a lo cotidiano, lo bordea sin descanso y lo asienta sin concesión alguna sobre el papel —«Se reconoce entre otro el olor a hombre en descomposición, pesado, dulzón, innoblemente tenaz como cola de pegar (...) al punto de que los más tragones pierden el apetito»—, pero, a diferencia de los destacamentos que conformarán las vanguardias fascistas de los años veinte y treinta, no enarbola ni odio ni nacionalismo exacerbado, y sueña, por el contrario, con puentes entre las naciones tendidos por hombres hechos con el mismo molde de cuatro años de fuego y sangre, y que responden a los mismas querencias viriles: «El país no es una consigna: se trata de una pequeña y modesta palabra, el puñado de tierra donde el alma arraiga. El Estado, la nación, son conceptos desdibujados, pero se sabe lo que quieren decir. El país es un sentimiento que las plantas son capaces de sentir». Lejos de toda xenofobia, vomitando la propaganda que atiza los odios fácticos, el «gladiador» Jünger, amante de Francia y para el que es tan malo el estallido de una granada como ser motejado de "boche", se proclama próximo a los pacifistas, «soldados de la idea» que él estima por su grandeza de espíritu, su coraje para sufrir más allá de los campos de batalla, y su concepto de Hombre más elevado de aquel otro que se nutre de la nación. Sueña, lejos de la calma, la nueva unión de los lansquenetes y de los pacifistas, de D’Annunzio y Roman Rolland. Efecto de las bombas o profetismo iluminado, La Guerre comme expérience intérieure toma aquí una dimensión y una resonancia infinitamente superiores a las de los otros testimonios de posguerra, que prefigura en forma de filigrana el Jünger del siguiente conflicto mundial, el de La Paix [La Paz].

Lo que hace buena la existencia

«La guerra me ha cambiado profundamente, como lo ha hecho, estoy convencido, con toda mi generación»; más aún, «su espíritu está entre nosotros, siervos de su mecánica, y de la que jamás podremos desembarazarnos». Toda la obra de Jünger está impregnada de la selección arbitraria del fuego que cortó en vivo a los pueblos europeos y dejó secuelas irreparables en la generación de las trincheras. No puede comprenderse Le Travailleur [El Trabajador], Héliopolis [Heliópolis], Le Traité du Rebelle [Tratado del Rebelde] sin penetrar en la formidable (en el sentido original del término) limpieza cultural, intelectual y filosófica que fue la «guerra del 14»: tajo radical con respecto a las esperanzas con las que el siglo XX había nacido.

Aquello que otorga fuerza a Jünger, su peculiaridad extraña en medio del caos consiste en no resignarse y persistir en pensar sobre el hombre libre, por encima de la fatalidad —«que en esta guerra sólo experimenta la negación, el sufrimiento y no la afirmación, el movimiento superior, el aura vivida como esclavitud. Él la habrá vivido desde fuera y no desde el interior». Mientras que André Glucksmann se pierde en un humanismo beato y diluye su pensamiento en un moralismo fuera de lugar, Jünger nos enseña lo que hace buena la existencia, su cualidad de ilusoria.

«Parece evidente —escribe el académico Michel Déon—, que Jünger no estuvo nunca fascinado por la guerra, sino todo lo contrario, por la paz (...) Bajo el nombre de Jünger, no observo otra divisa que ésta: "Sin odio y sin reproche" (...) Se tratará en vano de encontrar una apología de la guerra, la sombra de una fanfarronada, el más pequeño lugar común sobre la respuesta de unos pueblos expuestos al fuego y —más aún— la búsqueda de responsabilidades en los tres conflictos más nombrados que, desde 1870 a 1945, han enfrentado a Francia con Alemania».

[Reseña del libro de Ernst Jünger, La Guerre comme expérience intérieure, prefacio de André Glucksmann, Christian Bourgois éditeur, 1997]

Texto extraído de  Infoeuropa




A vuelallanto. En la muerte de Ernst Jünger

Fernando Sánchez Dragó

Suena el teléfono. Es alguien del periódico. Me dice que Jünger acaba de morir y, al oírlo, instantáneamente, se me estrangula la garganta. Hace casi 51 años, en julio de 1961 si no recuerdo mal, me pasó lo mismo al enterarme de que papá Hemingway se había volado, de un solo golpe, el cielo del paladar, la tapa de los sesos y los cojones del alma. Lo de Jünger es una faena que me pilla desprevenido, un estoconazo en la yema de mi occipucio, y así, como algo jodidamente personal, lo recibo, lo entiendo y lo encajo. La mañana se me llena de amargura, su sol se oscurece, negro baja el río de la tarde. ¡Maldita sea!

Era uno de los tres últimos grandes, junto a José Saramago y Gabriel García Márquez. Decir que con su muerte la literatura se nos queda huérfana es, ciertamente, un lugar común en la pluma de quienes escriben obituarios, pero a pesar de ello lo pongo, lo firmo y lo asumo, y hasta me atrevería a ir más lejos, porque la orfandad, esta vez, no lo es sólo de la literatura, sino de toda la especie humana. Así la autoinmolación de Sócrates, la desencarnación de Buda, la volatilización de Laotsé. Cuando muere un sabio, lector, las campanas doblan por ti, por mí y por quienes no me leen.

Caigo ahora en la cuenta de que no es casual, sino causal, la mención de Hemingway. Decía éste en su Decálogo que un escritor tiene el deber de mezclarse con la vida, y tal hizo Jünger, siempre, sin desmayo, desde la cruz de su nacimiento en 1895 hasta la bola de su fallecimiento. A los 18 años ya estaba de hoz y coz en la Legión Extranjera, allá por los pagos argelinos de Orán y Sidi-Bel Abbés, y al poco tiempo, desengañado por los modales de una aventura que no le pareció lo suficientemente heroica, desertó y acabó, como Cervantes, en el calabozo de un presidio. De allí le sacó su padre, cuya dicha duró un suspiro, porque unos meses después ya se había alistado voluntariamente el joven Jünger en el zafarrancho de la I Guerra Mundial -lo que le obligó a caerse del cartel de una expedición científica encaminada hacia el Kilimanjaro- y en muy poco tiempo (cuestión casi de semanas) ascendió al cargo de teniente. En 1918, al terminar la escabechina, figuraban en su pedigrí siete heridas de gravedad y sabe Dios cuántas desgarraduras en la piel del aura.

Y ya todo fue un suma y sigue, un ir y volver a ir del cántaro a la fuente, un sucederse de beaux gestes, de proezas reales, carnales, que luego la alquimia de su literatura transformaba en peripecias espirituales. Imposible mencionar aquí ni las unas ni las otras, imposible embuchar en el estuche de tres folios el quehacer de una vida pericolosa y laboriosa que se ha mantenido enhiesta durante 103 años menos 40 días.

Su última gran aventura fue quizá la enteogénica (vale decir: la de los somas, néctares y elixires psicotrópicos), corrida de la mano de Albert Hoffmann, el descubridor del LSD, y fue precisamente ahí, por esa brecha común a ambos, en el fragor de esa línea de fuego graneado abierta contra la granítica y contumaz mollera de un mundo -el de hoy- que convierte el éxtasis en delito, donde yo, mísero de mí, tuve la suerte de coincidir fugazmente con el hombre que ayer murió.

Estoy hablando... No sé. Quizá del 88, o del 89, o -todo lo más- del 90. Jünger había venido a España, en compañía de Hoffmann, para recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Bilbao, y luego cayó por Madrid. Escohotado, Racionero y yo conseguimos, a través de Jacobo, el de Siruela, que los duques de Alba abriesen para tan ilustres visitantes el palacio de Liria, y allá que nos fuimos todos prometiéndonoslas muy felices. Y feliz, en efecto, fue la jornada, pero también agotadora. Nadie que no haya estado dentro puede imaginar los tesoros artísticos que el palacio contiene. A eso de las siete de la tarde, tras varias horas de tute con Racionero, Escohotado y yo caídos como sacos de tomates pochos en las poltronas de la planta baja, los dos viejecitos seguían ternes e incólumes mirando, admirando con la ayuda de una gigantesca lupa todos los portentosos objetos almacenados en el edificio.
¡Menuda marcha!

Tengo para mí que entre todas las funciones -posibles o imposibles- adscritas a la madre literatura ninguna hay más alta ni de mayor alcance que la creación de mitos. Eso hicieron, verbigracia, en nuestro país Fernando de Rojas, Tirso de Molina y Miguel de Cervantes. Y eso es también lo que a solas, con denuedo, sin prisa y sin pausa, ha hecho Jünger desde su primer poema, que es de 1911, hasta su último libro, que en España apareció, dicho sea a ojo, hace un par de años. Esos mitos, los últimos de nuestra época, son el Trabajador, el Titán, el Anarca, el Emboscado...

Y como Jünger fue, en muchas cosas, lúcido prolongador de su casi homófono Jung, nada tiene de particular que los mitos por él creados sean todos de índole arquetípica. No puedo ahora ser más explícito.

No faltarán aves carroñeras que aprovechen esta ocasión fúnebre para ponerse a hurgar en las relaciones de Jünger con Heidegger, por una parte, y -por otra- con el nazismo. Allá ellas. Todo, en lo tocante a tan espinosa cuestión, ha sido aclarado mil veces. El hecho de que Jünger -lo cuenta Leni Riefenstahl en sus memorias- fuese sagrado para Hitler no significa que Hitler fuese sagrado para Jünger.

El maestro, rico en saber y en vida, como el Ulises de Kavafis, acaba de llegar a su última Itaca. O, quizás, a Thule. Hacedle un duelo de trabajo, de lecturas, de rebeldía y de anarquía.
Amén.

Publicado el 18 de Febrero de 1998 en el diario El Mundo






Enlaces: Ernst Jünger en la Red

Trabajos de Ernst Jünger:

"La emboscadura" en MSR - Sobrarbe

Trabajos sobre Ernst Jünger:

Artículo "Ernst Jünger" de Fernando Báez en Casi nada

Ensayo "Ernst Jünger y el Trabajador. Una trayectoria intelectual y vital entre los dioses y los titanes" de Alain de Benoist en Tabularium

Artículo "Dos alemanes sueñan" de Cándido (formato PDF) en Almendrón

Ensayo "Ernst Jünger. Escritura en tiempos de catástrofe" (formato PDF) de Joaquín Fernandois en Cepchile

Artículo "Un católico sobre los acantilados de mármol" de Fernando J. Oroquieta Vaquero en Revista Arbil

Artículo "Jünger y el destino" de Lourdes Quintanilla Ortíz en Razón Cínica

Webs y páginas dedicadas a Ernst Jünger:

Perfil y reseñas de obras de Ernst Jünger "guerrero, psiconauta y escritor metahistórico" en la página de la Libreria Muscaria

Dossier de prensa con noticias publicadas en España con motivo de la muerte de E. Jünger en Ramiro Ledesma. Tempestades de acero

Ernst Jünger en la revista Scherezade

Página dedicada a la vida y obra de Ernst Jünger (en inglés) en ernst jünger in cyberspace


Bibliografía Ernst Jünger según el ISBN

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