Irenäus Eibl-Eibesfeldt es, junto
a Konrad Lorenz, del que es discípulo, el más representativo estudioso
de la Etología humana. En este artículo, el autor parte de una perspectiva
etológica para analizar los procesos de comunicación inter-humanos y abordar
los problemas comunicativos en una sociedad masificada y, a la vez, anónima,
como la actual. Eibl-Eibesfeldt propone el desarrollo de las relaciones
individuales mediante la comunicación para evitar la angustia del anonimato de
masas.
Etología de la Comunicación
Para un
gran número de nuestros semejantes, los contactos humanos resultan difíciles.
Algunos tienen un comportamiento asocial y se alejan de su entorno para
hundirse en la soledad. Otros ahuyentan a sus iguales mediante su
irritabilidad. Da la impresión de que, perdido en una sociedad de masas, el
hombre se ha sobresaturado de comunicaciones y que, por esta razón, se ha hecho
asocial, que rehuye la presencia de otros hombres. ¿Pero es posible
presentar el fenómeno resumiéndolo en una fórmula tan simple? No, ya que los
hombres que presentan un comportamiento poco sociable se lamentan también de su
aislamiento dentro de la masa. Por otra parte, los hombres viven, a veces,
amontonados unos encima de otros sin por ello mostrarse agresivos: apenas se
puede vivir más en contacto, los unos con los otros, en un pueblo bosquimano o
waîka. Sin embargo, esos representantes de pueblos denominados primitivos
no se cansan –y no se cansarán mientras sigan existiendo- de mantener contactos
estrechos con sus semejantes.
Esta
contradicción se explica por el hecho de que los hombres que viven juntos
adoptan comportamientos orientados al establecimiento de contactos, así como
comportamientos con vistas a evitar también tales contactos, y esto
simultáneamente. En este proceso, el conocimiento personal atenúa el efecto de
temor provocado por la percepción de caracteres peculiares de otros individuos.
Esto ya se nos pone de manifiesto con la observación del lactante. A una edad
de seis a ocho meses, los lactantes reaccionan con una ambigüedad manifiesta
ante la aproximación de una persona extraña. Sonríen al extraño y,
simultáneamente, se sienten intimidados por él, lo que desencadena entonces un
reflejo de defensa y la búsqueda de protección junto a la madre. Si a pesar de
esta intimidación evidente, el extraño sigue aproximándose, la intimidación se
transforma en miedo y en rechazo del extraño: el niño llora, se refugia en la
persona que se ocupa de él y, finalmente, hace gestos de repulsa hacia el
extraño, si éste trata de tener un contacto más estrecho. Hemos observado el
desconcierto provocado por una persona extraña en los lactantes de bosquimanos,
de indios Yanomami, de papúes y de otras numerosas poblaciones. Esta reacción
se produce en los contextos más variados y –la cosa está así determinada- sin
que el niño haya tenido previamente experiencias molestas con alguna persona
extraña. Todo se desarrolla, pues, como si a esta edad el niño comenzase, en
virtud de un proceso de maduración, a reaccionar frente a factores que
desencadenan en él el miedo y la defensa, mientras que otros modos de
comportamiento suscitan la simpatía. El conflicto entre esos dos modos de
comportamiento engendra un movimiento pendular, un alternancia entre la
atracción y la repulsión, o aún más, una superposición simultánea de dos modos
de comportamiento.
Esta ambivalencia en las relaciones entre los hombres se prolonga hasta
la edad adulta. He visto, dentro de las culturas más variadas, adolescentes y
mujeres jóvenes que testimoniaban en el momento de los contactos visuales
exactamente los mismos conflictos entre reacciones de atracción y reacciones de
repulsión. Este síndrome comportamental se conoce con el nombre de comportamiendo
de turbación. A primera vista, parece extremadamente variable. Una
jovencita aturdida (o flirteando) puede dirigir una mirada y una sonrisa a su
interlocutor, bajar luego los ojos o volver la cabeza, para buscar enseguida un
nuevo contacto visual, y así sucesivamente, en una alternativa cíclica de
atracción y de repulsión. Los comportamientos que expresan esta disposición a
aceptar el contacto y a rechazarlo también pueden superponerse: la jovencita
sonríe y reprime al mismo tiempo esa sonrisa (sonrisa embarazosa) o se aleja de
la mano tendida hacia ella. También puede reprimir más enérgicamente esta
sonrisa mordiéndose el labio inferior. Pero esta superposición puede expresarse
igualmente por el hecho de que la jovencita desvía la parte superior de la
cabeza y del cuerpo, dando casi la espalda a su interlocutor pero
estableciendo, al mismo tiempo, un contacto visual mediante la sonrisa.
Se ve claramente que esta gran riqueza de
posibles variantes no es en realidad sino la superposición de un pequeño número
de comportamientos-tipo. Aquí entran en juego dos conjuntos de modos de
comportamiento susceptibles de combinarse simultánea o sucesivamente. Se trata
de modos de comportamiento de inclinación (movimientos de orientación y
movimientos de expresión) y de modos de comportamiento de aquello que se ha
convenido en llamar el sistema “agonístico”, que engloba la repulsión
(huída), la defensa y la agresividad. Los componentes de huída o de escabullida
(el hecho de esconderse, o de darse la vuelta) propios del sistema agonístico,
generalmente son activados más fuertemente que los componentes de agresividad,
que se traducen de forma muy sutil en modos de comportamiento tales como
morderse las uñas, morderse los labios, patalear y otros síntomas. Dado que los
modos de comportamiento que caracterizan a uno y otro sistema son idénticos en
todas las culturas, comprendemos inmediatamente el por qué de esta expresión,
incluso en personas que pertenecen a otras culturas.
No se conocen más que parcialmente las señales
de nuestros semejantes frente a las que reaccionamos por medio de la aprensión.
Sabemos, por ejemplo, que reaccionamos de manera ambivalente ante los contactos
visuales. Ciertamente, nos sentimos obligados a dirigir una mirada a otros para
indicar que estamos listos para comunicarnos. Pero al hacer esto, no se nos
está permitido mantener durante mucho tiempo el contacto visual; si no, este contacto
se convierte en una mirada fija, susceptible de ser interpretada como
amenazadora y dominadora. La persona que habla evita normalmente tal evolución,
no cesando de romper el contacto visual automáticamente. No obstante, existen
otras características que determinan una acción ambivalente, como señales de
tipo olfativo, cuyo estudio no ha hecho, sin embargo, más que comenzar. Ahora
bien, todos los hombres son portadores de tales señales, incluso la madre del
niño. No obstante, ésta no desencadena ninguna –o, más exactamente, casi
ninguna- aprensión. Y es que el conocimiento personal atenúa en el hombre, en
gran medida, el efecto de las señales que desencadenan el miedo. Ello facilita,
en aras de la confianza, el comportamiento del interlocutor. La necesidad que
siente el hombre por crear relaciones personales, forma parte de las
disposiciones que le son innatas. Bowlby, en 1959, habló de una
“monotropía” del lactante y diversos análisis bastante recientes en los que
hemos participado, demuestran, igualmente, que el recién nacido está ya
“programado” con vistas al establecimiento de tales contactos.
Estas normas de reacción –de por sí sencillas-
determinan totalmente la vida en común de los hombres. Favorecen la asociación
de individuos en pequeños grupos en los que todos sus miembros se conocen
personalmente, y la verdad es que, a lo largo de casi toda la historia, los
hombres han vivido dentro de grupos de este tipo, en el seno de los cuales
todas las relaciones se basaban en una confianza que venía de antaño. Las
personas extrañas no jugaban un rol importante en la vida diaria. Pero la
situación se ha modificado de forma decisiva con el desarrollo de las grandes
sociedades. Esta evolución se caracteriza por un anonimato creciente en las
relaciones entre los hombres.
Anonimato creciente
Hoy, lo
que predomina es el contacto con “extraños”, que hace que todas las señales de
nuestros iguales que desencadenan la escapatoria y la aversión se produzcan más
fuertemente que dentro de un grupo muy restringido.
Así, el comportamiento se encamina hacia la
desconfianza. Esto se constata, más que en ninguna otra forma del proceso, al
observar el comportamiento de los habitantes de las grandes ciudades. Estos dan
prueba, en primer lugar, de modos de comportamiento que, de manera evidente,
aspiran a evitar los contactos. Se sustraen especialmente al contacto visual
con personas extrañas. El fenómeno es bien conocido para todos aquellos que se
observan y observan a los demás en el ascensor de un hotel. Se evita mirar con
insistencia a los semejantes. Goffman, en 1963, habló a este respecto de
una “desatención cortés”. Esta adquiere un cariz menos cortés cuando se
traduce en el hecho de que los hombres, al encontrarse con una situación
difícil, pasan por delante de uno de sus semejantes, sin prestar atención
alguna.
Además, en la agitación febril de una sociedad
anónima, los individuos enmascaran sus impresiones. Fingen autodominarse y no
traicionan sus sentimientos. Es una especie de autoprotección engendrada por la
desconfianza: se piensa que un extraño podría utilizar, en beneficio propio, la
disposición de ánimo que uno manifiesta. Es por ello, por lo que en sociedad
nos esforzamos, sobre todo, por no dar la cara y por no revelar debilidad
alguna. Esto puede convertirse en un hábito tan profundamente arraigado, que
incluso dentro del círculo familiar, algunos individuos no consiguen
desembarazarse de su máscara y se ven, finalmente, obligados a recurrir a la
ayuda de terapeutas de la comunicación.
Enseguida nos percatamos, particularmente en
los representantes del sexo masculino, de una tendencia creciente al anonimato
en los contactos humanos: se esmeran en hacer la menor ostentación posible de
aquello que les distingue de los otros. Se aprecia una homogeneización de las
mímicas y, en cierta medida, de sus vestimentas. Nuestra tesis según la cual el
sistema de evitación de los contactos recibe impulsos más fuertes en una
sociedad de masas anónima que en grupos fuertemente individualizados, ha sido,
por otra parte, corroborada por la constatación siguiente (que ha sido objeto
de un estudio, en 1976, en la revista Nature): los ciudadanos caminan
tanto más rápido por las calles de su ciudad, a medida que su número de
habitantes es más elevado (Bornstein, 1976). En las sociedades de masas
nuestros semejantes se convierten, otro tanto, en factores de stress.
Sin embargo, ese no debería de ser ineluctablemente el caso, ya que el hombre
realiza, asimismo, numerosas tentativas por establecer contactos con extraños.
También le gustaría encontrar en la sociedad de masas un círculo de amigos y de
conocidos, porque se echa en falta una institución. La tan ponderada movilidad
de estas sociedades tiene por efecto el romper constantemente los lazos
familiares y relacionales. Y ni los urbanistas, ni los hombres políticos, hacen
nada para remediar esta situación.
Una opinión aún muy extendida según la cual el
ser humano carece de predisposiciones innatas, parece considerar también que el
hombre es susceptible de adaptarse a cualquier circunstancia. Es por ello por
lo que se siguen construyendo inmuebles con zonas de juego al aire libre,
insuficientes para los niños, del mismo modo que se siguen taladrando calles a
través de los centros aún intactos de las ciudades, como si no se admitiera la
necesidad de tales lugares de encuentro. En Baviera, no hace mucho tiempo, se
disolvió, por razones administrativas, un gran número de pequeñas comunas, y
últimamente se ha discutido mucho acerca de la tendencia a la creación de
grandes complejos escolares con clases de efectivos cambiantes. En el fondo, se
hace todo lo posible para reforzar el anonimato.
Se puede
achacar a una teoría tan ingenua acerca del medio la negligencia con la que se
procede. Ciertamente, cada vez con más frecuencia, se lee en las revistas de
psicología y de sociología que la herencia juega un rol importante en el
comportamiento humano, pero no son más que proposiciones en el aire, pues
inmediatamente después se afirma que el ser humano posee facultades ilimitadas
para determinar él mismo (o según el deseo de otros) su comportamiento y que no
depende para ello más que de los límites que le imponen sus facultades
corporales. En este sentido, se expresó V. Reynolds, en 1976, en Biology
of Human Action. Por supuesto, esta tesis es exacta en un aspecto: por
medio de la educación, el hombre puede modificar todo programa de
comportamiento al que está pre-programado por su herencia. Puede llegar incluso
a eliminarlo en una medida considerable. Pero esto no quiere decir que el
hombre que venga al mundo sea comparable a una hoja de papel sobre la que nada
se ha escrito. Más bien, tenemos que esperar que este ser humano dé prueba de
una cierta resistencia en contra de numerosos esfuerzos de educación, mientras
que acepta fácilmente otros como si correspondiesen a su naturaleza. Lo que no
significa, ciertamente que, por consiguiente, se deba dispensar siempre una
educación “conforme a la naturaleza”. Puede suponerse que bastantes
facultades adaptativas, transmitidas a través de la herencia y de la historia,
ya no responden a los criterios de integración dentro de las sociedades de gran
envergadura. Si tal fuera el caso, sería forzoso, por otra parte, el poner al
día los procesos educativos que contradicen nuestras pulsiones innatas.
En este sentido, Freud también tiene
razón cuando estima que la civilización es represiva. Con todo, no lo es
siempre, y cuando lo es, deberíamos plantearnos la pregunta acerca de en qué
medida debe ser represiva para acometer las tareas que le han sido adjudicadas.
Para el hombre es verdaderamente bueno que los programas de educación tengan en
cuenta, en la medida de lo posible, el factor “naturaleza humana”, con
el fin de evitar a los hombres frustraciones inútiles (por falta de acumulación
de experiencias vividas).
Intencionadamente, al inicio de mi tema de
estudio, he puesto de relieve una disposición mental relativamente simple.
Existe toda una serie de disposiciones análogas que determinan el
comportamiento entre los hombres de múltiples maneras (ver a este propósito mi
artículo aparecido en Gruppendynamik, 4, 1980). M. Spiro ha
consagrado a este tema un artículo absolutamente notable. Muy al principio de
los años cincuenta estudió un kibutz israelí que había sido fundado en
los años veinte. En aquel entonces, Spiro era, como lo confiesa él
mismo, un adepto de la teoría tradicional del medio que ocupaba un lugar de
preeminencia dentro de los círculos americanos sociológicos y de los
partidarios del behaviorismo.
En su obra Gender and Culture, Kibutz Women
Revisited, publicado en 1979, Spiro da cuenta de su segunda
investigación efectuada una veintena de años después de la primera visita. Para
gran sorpresa suya, constató que a la revuelta feminista de la generación de
los fundadores, le siguió una “contrarrevolución femenina”. Mientras que
la generación de los fundadores había intentado llevar a cabo la emancipación
de la mujer mediante la introducción de actividades femeninas en
las profesiones hasta entonces reservadas a los hombres, así como por medio de
una educación colectiva de los niños –se esperaba romper la dependencia de la
mujer de cara al hombre y la de la madre de cara a los niños-, la generación de
mujeres nacidas en el kibutz se ha apartado de este ideal. Aunque hayan
sido educadas colectivamente en un medio pedagógico igualitario y favorable a
este filosofía, las mujeres se retiraron, en gran medida, de la vida política
así como de sectores de la vida profesional que habían compartido con los
hombres, con el fin de consagrarse cada vez más al cuidado de sus hijos. Se
vistieron como mujeres, y el matrimonio, que antes apenas sí había sido
tolerado por la comunidad –constituyendo el individualismo algo un tanto
sospechoso-, recuperó su calidad de institución social reconocida.
Spiro
opina que estos fenómenos demuestran que los factores determinantes “preculturales”
juegan un papel esencial en la diferenciación psíquica del rol desempeñado por
el sexo. Como buen sociólogo, evita emplear el término “biológico” pero
señala, a este respecto, que en el kibutz, los niños y las niñas,
imitaban roles femeninos, y solamente roles en los que las mujeres se ocupaban
de sus hijos, si bien, niños y niñas habían sido educados en un único y mismo
lugar de enseñanza. Lo que echa por tierra totalmente las conclusiones sacadas
de las observaciones culturales comparativas que hemos realizado de los pueblos
“primitivos”.
La
interpretación de tales experiencias de sociedad, del mismo modo que las
comparaciones entre culturas, el estudio de la evolución de la juventud y, en
fin, la comparación con primates que no pertenecen a la especie humana,
muestran que nuestro comportamiento social ha sido, en una medida considerable,
elaborado por facultades adaptativas [Nota de Amnesia: la etología, como
ciencia profana, no puede liberarse de ciertas hipótesis como el evolucionismo]
desligadas del patrimonio hereditario e histórico. Fenómenos como la
emulación con vistas a la mejora de categoría, la personalidad inherente a la
tierra, el contacto con la pareja, se manifiestan, ciertamente, a través de
diversas expresiones culturales, pero no dejan de ser por ello fenómenos
universales vinculados directamente al comportamiento de primates que no
pertenecen a la especie humana.
Debemos
reconocer totalmente estos datos, si se quiere adaptar con éxito el comportamiento
humano a las necesidades de los tiempos modernos. Somos libres de dar a nuestra
vida la forma que queramos pero esta libertad supone el conocimiento de las
bases de nuestro comportamiento. A la vida no se le podrá dar, dentro de la
sociedad del anonimato, una forma soportable, más que si conseguimos
desarrollar las relaciones individuales entre sus miembros. Sólo en las
sociedades humanas se desarrolla el sentimiento de amor al prójimo y, por
consiguiente, el sentido de la responsabilidad de cara a las comunidades más
extendidas. El anonimato significa la muerte del amor.
M.H. Bornstein y H.G. Bornstein, The Pace of Life, en “Nature”, 1976,
259, 557-558.
J. Bowlby, Attachment and Loss, Hogarth Press, Londres,
1959
I. Eibl-Eibesfeldt, Human Ethology. Concepts and Implications for the
Sciences of Man, en “The Behavioral and Brain Sciences”, 1972, 2, 1-57
-- Ritual
and Ritualization from a Biological Perspective, en D. Ploog (ed.), Human
Ethology. Glaims and Limits of a New Discipline, Maison des Sciences de
l’homme y Cambridge University, 1979, 3-93)
-- Liebe und Hass. Zut
Naturgeschichte elementarer Verhaltensweisen, Piper, Munich, 1970.
E.
Goffman, Behavior in Public Places, Free Press, 1966;
V. Reynolds,
The Biology of Human Action, Freeman and Co., Nueva York, 1976.
M.
Spiro, Gender and Culture. Kibbutz Women Revisited, Duke University
Press, Durham, 1979.
L. A. Sroufe, Wariness of Stranger and the Study
of Infant Development, en “Child Development”, 1977, 48, 731-746.
Irenäus
Eibl-Eibesfeldt, nacido en Viena en 1928, filósofo y zoólogo, es,
junto a Konrad Lorenz, uno de los máximos exponentes de la disciplina conocida
como Etología Comparada. Desde 1970 dirige el Centro de Investigación de
Etología Humana del Instituto Max Planck. Sus obras han sido traducidas
a numerosos idiomas; en nuestro país cabe citar El hombre preprogramado,
Etología, Guerra y Paz y Amor y Odio. El artículo reproducido en estas
páginas ha sido publicado también por las revistas Gruppendynamik. Zeitschrift fûr angewandte Sozialwissenschaft (Stuttgart, 13, 1982) y Nouvelle Ecole (París,
33, 1987).
Extraído de "Amnesia"
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