Había una vez
un hombre llamado Frederick; se dedicaba a tareas intelectuales y poseía una
amplia extensión de conocimientos. Sin embargo, no todos los conocimientos
significaban lo mismo para él, ni apreciaba cualquier actividad intelectual.
Tenía preferencia por un cierto tipo de pensamiento, desdeñando y detestan.do
los otros. Sentía un profundo amor y respeto por la lógica -ese método
admirable- y, en general, por lo que él llamaba "ciencia"."Dos y dos son
cuatro -acostumbraba a decir-. Esto es lo que creo; y el hombre debe construir
su pensamiento sobre la base de esta verdad."
No ignoraba, sin duda, que
existían otras clases de pensamiento y cultura; pero no los consideraba como
"ciencia", y tenía una pobre opinión de ellos. Aunque librepensador, no era
intolerante con la religión. La religión estaba fundada en un tácito acuerdo
entre científicos. Durante varios siglos su ciencia había abarcado casi todo lo
que existía sobre la tierra y era digno de conocerse, con una sola excepción: el
alma humana. Con el transcurso del tiempo, se convirtió en costumbre abandonar
esta materia a la religión, y permitir sus especulaciones sobre el alma, aunque
sin considerarlas seriamente. Según esto, Frederick era también tolerante en lo
referente a la religión; no obstante, todo lo que significaba superstición le
era profundamente odioso y repugnante. Pueblos lejanos, incultos y retrasados
podían recurrir, a ella; en la remota antigüedad podía admitirse el pensamiento
místico o mágico; pero con el nacimiento de la ciencia y de la lógica esas
anticuadas' y dudosas herramientas carecían de sentido.
Eso es lo que decía y
lo que pensaba. Cuando aIgún vestigio de superstición aparecía ante él, se
encolerizaba Y sentía como sí hubiese sido atacado por algo hostil.
No
obstante, lo que más le irritaba era hallar tales, vestigios entre hombres de su
propia clase, educados y versados en los principios del pensamiento científico.
Y nada le era tan doloroso e intolerable como el concepto escandaloso -que había
oído recientemente formulado mulado y discutido incluso por hombres de gran
cultura-, la idea absurda de que el "pensamiento científico" no era
posiblemente, un hecho supremo, independiente del tiempo, eterno, preordinado e
inexpugnable, sino sólo uno de tantos, una transitoria manera de pensar, no
impenetrable al cambio y a la decadencia. Esa creencia irreverente, destructiva
y venenosa se extendía; ni el propio Frederick era capaz de negarlo; había
surgido al azar como resultado de la angustia originada en todo el mundo por la
guerra, la revolución, y el hambre, a la manera de un aviso, como espiritual
escritura de una blanca mano sobre un blanco muro.
Mientras más sufría
Frederick por la existencia de esa idea y por lo profundamente que lograba
afligirle, más apasionadamente la atacaba, tanto a ella como a aquéllos a
quienes sospechaba sus secretos defensores, Hasta entonces sólo muy pocas
personas verdaderamente cultivadas habían proclamado abierta y francamente su fe
en la nueva doctrina, que parecía destinada, de lograr difusión y fuerza, a
destruir todos los valores espirituales sobre la tierra y a provocar el caos.
Pero la situación no había llegado aún a tal extremo, y los dispersos
mantenedores, eran tan pocos en número, que cabía considerarlos como casos
singulares y excéntricos, elementos peculiares. Pero una gota del veneno, una
emanación de esa idea, podía ser percibida en cualquier momento. De un modo u
otro podían surgir entre el pueblo y los medios cultivados una serie de nuevas
doctrinas esotéricas, con sus sectas y discípulos; el mundo estaba lleno de
ellas, por doquier se veía amenazado por la superstición, el misticismo, los
cultos espirituales, y otras fuerzas misteriosas, a las cuales era necesario
combatir, pero la ciencia, por un particular sentimiento de debilidad, les había
concedido hasta el presente vía libre.
Un día, Frederick visitó a uno de sus
amigos, con quien frecuentemente había investigado, Hacía algún tiempo desde la
última vez que le vio. Mientras iba, subiendo por la escalera de la casa,
intentó recordar cuándo y dónde había estado por última vez en compañía de su
amigo, pero, aunque se enorgullecía de su excelente memoria, no lo conseguía.
Imperceptiblemente molesto y malhumorado, mientras aguardaba ante la puerta de
su amigo, intentó liberarse de esta sensación.
Apenas había saludado a Erwin,
su amigo, cuando .advirtió en su cordial semblante una cierta, aunque reprimida
sonrisa, que le pareció advertir por primera vez. Apenas vio aquella sonrisa, en
cierto modo burlona u hostil pese a su apariencia amistosa; recordó
inmediatamente lo que estuvo buscando infructuosamente en su memoria, su último
y anterior encuentro con Erwin. Recordó que se habían separado sin haber
discutido, desde luego, pero con una sensación de discordia interna y disgusto,
porque Erwin, había prestado entonces muy escaso apoyo a sus ataques contra los
dominios de la superstición.
Era extraño. ¿Cómo podía haber olvidado aquello
por completo? Comprendió también que ésa era la única razón de haber evitado a
su amigo durante tanto tiempo, simplemente ese descontento, y que desde el
principio había sido consciente de ello, aunque se inventó una multitud de
excusas para el repetido aplazamiento de esta visita.
Ahora se enfrentaban el
uno al otro; Frederick sintió que la pequeña grieta de aquel día había
experimentado un tremendo ensanchamiento. Intuyó que algo fallaba entre él y
Erwin, que hasta entonces siempre estuvo presente, un aura de solidaridad, de
espontánea comprensión de afecto incluso. Ahora existía un vacío. Se saludaron;
hablaron del tiempo, de sus conocidos, de su salud y -Dios sabe por qué- a cada
palabra Frederick tuvo la molesta sensación de que no comprendía bien a su
amigo, de que Erwin no le conocía realmente, de que sus palabras estaban errando
el blanco, de que no era posible hallar ninguna base común para una verdadera
conversación. Con mayor motivo por cuanto Erwin exhibía aún en su rostro aquella
amistosa sonrisa, que Frederick estaba empezando casi a odiar.
Durante una
pausa en la laboriosa conversación, Fredcrick miró en tomo suyo al estudio que
conocía tan bien y vio una hoja de papel clavada con un alfiler en la pared.
Esta imagen le conmovió extrañamente despertando antiguos recuerdos: hacía mucho
tiempo, en su s años de estudiante, Erwin tenía ese hábito, a veces, para
conservar el dicho de un pensador o el verso de un, poeta frescos en su mente.
Se levantó y se dirigió hacia la pared para leer el papel.
Allí, en la bella
escritura de Erwin, leyó las siguientes palabras: "Nada está fuera, nada está
dentro; pues lo que está fuera está dentro".
Pálido, permaneció inmóvil
durante un momento. ¡Allí estaba! ¡Eso era lo que temía! En otra ocasión habría
ignorado aquella hoja de papel, la habría tolerado caritativamente como una
genialidad, como una debilidad inocente a la que cualquiera estaba expuesto,
quizá como un frívolo sentimentalismo que pedía indulgencia. Pero ahora era
diferente. Sintió que esas palabras no habían sido escritas, por un fugaz
impulso poético; no era por capricho que Erwin hubiera vuelto después de tantos
años a la práctica de su juventud. ¡Aquella frase era una confesión de
misticismo!
Lentamente se volvió para mirarle al rostro, cuya sonrisa era de
nuevo radiante.
-¡Explícame esto! -exigió.
Erwin hizo un gesto afirmativo
con la cabeza, lleno de amistad.
-¿Nunca has leído este
dicho?
-¡Naturalmente! -gritó Frederick-. Claro que lo conozco. Es
misticismo, es gnosticismo. Quizá sea poético, pero... ¡De todas formas,
explícamelo, y dime por qué lo has puesto en la pared!
-Con mucho gusto -dijo
Erwin-. El dicho es una primera introducción a una epistemología que he estado
investigando últimamente, y que me ha proporcionado ya muchas
satisfacciones.
Frederick reprimió su arrebato. Preguntó:
-¿Una nueva
epistemología? ¿Qué es? ¿Cómo se llama?
-¡Oh -contestó Erwin-, únicamente es
nueva para mí. Es ya muy antigua y venerable. Se llama magia.
La palabra
había sido pronunciada. Asombrado y sobrecogido por tan cándida confesión,
Frederick, comprendió con un estremecimiento, que se hallaba enfrentado cara a
cara con el archienemigo, en la persona de Erwin. No sabía si estaba más cerca
de la rabia o de las lágrimas; le poseía un amargo sentimiento de irreparable
pérdida. Durante una larga pausa permanecio callado.
Luego, con tina
pretendida decisión en su voz, atacó:
-¿Así que deseas ahora convertirte en
un mago?
-Sí -contestó Erwin sin vacilar.
-Una especie de aprendiz de
brujo, ¿eh?
-Ciertamente.
Hubo tanta quietud que podía oírse el tic?tac de
un reloj en la habitación contigua.
Frederick agregó después:
-Esto
significa que abandonas toda relación con la ciencia seria, y por lo tanto toda
relación conmigo.
-Espero que no sea así -Contestó Erwin-. Pero si no hay
otro remedio, ¿qué puedo hacer?
-¿Qué puedes hacer? -estalló Frederick-.
¡Toma, rompe, rompe de una vez por todas con esa puerilidad, con esa vil y
despreciable creencia en la magia¡ Eso puedes hacer, si deseas conservar mi
respeto.
Erwin sonrió un poco, aunque también su alegría se había
desvanecido.
-Hablas como si... -Murmuró, tan suavemente que a través de sus
quedas palabras la irritada voz de Frederick aún parecía resonar por toda la
habitación-, hablas como si eso estuviese dentro de mi voluntad, como si me
quedara elección, Frederick. No es ése el caso. No tengo, ninguna elección. No
fui yo quien escogió la magia: ella me escogió a mí.
Frederick suspiró,
profundamente.
-Entonces, adiós -dijo hastiadamente, y se levantó, sin
ofrecerle su mano.
-¡Así,no¡ -exclamó Erwin-. No debes separarte de mí de ese
modo. Imagina que uno de nosotros yace en su lecho de muerte -¡y en verdad que
así es!-, y que debemos decirnos adiós.
-¿Pero quién de nosotros va a morir,
Erwin?
-Hoy probablemente yo, amigo mío. Cualquiera que desee nacer de nuevo,
debe estar preparado para morir.
Una vez más Frederick se dirigió a la hoja
de papel y leyó el dicho.
-Muy bien -admitió al fin-. Tienes razón, no sirve
para nada separarnos con ira. Haré lo que deseas; imaginaré que uno de nosotros
se está muriendo. Antes de irme, quiero pedirte una última cosa.
-Me alegro
-repuso Erwin-. Dime, ¿qué atención puedo demostrarte en nuestra
despedida?
-Repito mi primera pregunta, y ésta es también mi petición:
explícame ese dicho lo mejor que puedas.
Erwin reflexionó un momento y luego
dijo:
-Nada está fuera, nada está dentro. Conoces el significado religioso
de esto: Dios está en todas partes.
Está en el espíritu, y también en la
naturaleza. Todo es divino, porque Dios es todo. Antiguamente esto recibía el
nombre de panteismo. En lo que concierne al significado filosófico, estamos
acostumbrados a separar el dentro del fuera en nuestro pensamiento; sin embargo,
esto no es necesario. Nuestro espíritu es capaz de superar los límites que hemos
fijado para él, en el Más Allá. Más allá del par de antítesis que constituye
nuestro inundo, comienza un nuevo y diferente conocimiento... Pero, mi querido
amigo, debo confesarte que, desde que mi pensamiento ha cambiado, ya no existen
para mí palabras ambiguas ni dichos: cada palabra tiene decenas, centenares de
significados. Y ahí empieza lo que temes... la magia.
Frederick. frunció las
cejas y estuvo a punto de interrumpirle. Pero Erwin le miró de forma desarmante
y continuó, hablando más distintamente:
-Déjame darte un ejemplo. Llévate
algo mío, cualquier objeto, y examínalo un poco de cuando en cuando. Pronto el
principio del dentro y el fuera te revelará uno de sus muchos
significados.
Dio una ojeada en tomo a la habitación, tomó una pequeña
estatuilla de arcilla de un anaquel, y se la dio a Frederick, diciendo:
-Toma
esto como regalo de despedida. ¡Cuando este objeto que coloco en tus manos cese
de estar fuera de ti y está dentro de ti, ven a mí de nuevo! ¡Pero si permanece
fuera de ti, tal como está ahora, para siempre, entonces esta separación tuya de
mí será también para siempre!
Frederick quiso hablar todavía, pero Erwin
tomó su mano, la estrechó, y se despidió de él con una expresión que no admitía
réplica.
Frederick se retiró; descendió la escalera (¡qué largo le pareció el
tiempo desde que la había subido!); se dirigió a través de las calles a su casa,
perplejo y angustiado, con la pequeña figura de barro en la mano.
Se detuvo
frente a su morada, apretó fieramente el puño sobre la estatuilla durante un
momento, y sintió un irresistible impulso de romper el ridículo objeto contra el
suelo. Nunca se había sentido tan agitado, tan movido por emociones
antagónicas.
Buscó un lugar para el obsequio de su amigo, y puso la figura en
la parte superior de un estante de su librería. Por el momento la dejó
allí.
Ocasionalmente, según fueron pasando los días, la miró, meditando sobre
ella y sus orígenes, considerando el. significado que tan disparatado objeto iba
a tener, para él. Se trataba de una pequeña figura que representaba un hombre, o
un dios, o un ídolo , con dos rostros, como el dios, romano Jano, modelada más
bien toscamente en arcilla y cubierta con un tostado y algo. cuarteado barniz.
La pequeña imagen tenía un aspecto grosero e insignificante; no era desde luego
una obra griega o romana; probablemente se trataba del trabajo de alguna raza
inferior y primitiva de Africa o de los Mares del Sur. Los dos rostros, que eran
exactamente iguales, mostraban una sonrisa apática, indolente y débilmente
burlona; el pequeño gnomo prodigaba su estúpida sonrisa de modo en especial
desagradable?.
Frederick no pudo acostumbrarse a la figura. Le resultaba
totalmente inestética y ofensiva, se interponía en su camino, le turbaba. Ya al
día siguiente la tomó para dejarla sobre la estufa, y pocos días después la
trasladó a un aparador. Pero una y otra vez aparecía en el campo, de su visión,
como si le estuviese imponiendo su presencia; se reía de él fría y
estúpidamente, se daba tono, exigía atención. Tras unas cuantas semanas la puso
en la antecámara, entre las fotografías de Italia y los recuerdos triviales que
jamás miraba nadie. Ahora, al menos, sólo veía al !dolo al entrar o al salir
pasaba junto a él rápidamente, sin prestarle atención. Pero, también allí el
objeto le fastidiaba, aunque no quiso admitirlo.
Con aquel juguete, con
aquella monstruosidad de dos caras, la vejación y el tormento habían entrado en
su vida.
Un día, meses más tarde, regresó de un corto viaje. Emprendía ahora
tales excursiones de cuando en cuando, como si algo le empujase secretamente.
Entró en su casa, atravesó la antecámara, fue saludado por la criada, y leyó las
cartas que le aguardaban. Pero seguía intranquilo, como si hubiera olvidado algo
importante; ningún libro te tentaba, ningún sillón era cómodo. Empezó a torturar
su mente, ¿cuál era la causa? ¿Había descuidado algo importante? ¿Comido algo
que pudiese trastornarle? Al reflexionar, descubrió que esta sensación de
inquietud había aparecido al entrar en el apartamento. Volvió a la antecámara e
involuntariamente su primera mirada buscó la figura de arcilla.
Un extraño
terror se, apoderó de él al no ver al ídolo. Había desaparecido. No estaba. ¿Se
habla marchado caminando con sus pequeñas piernas de barro? ¿Había volado?
¿Desapareció por artes mágicas?
Frederick recobró la calma, y sonrió ante su
nerviosismo. Luego empezó a buscar tranquilamente por toda la habitación. Al no
encontrar nada, llamó a la criada. Parecía turbada, y admitió en seguida que se
le había caído el objeto mientras limpiaba.
-¿Dónde está?
Ya no estaba en
ninguna parte. Tan sólido, como aparentaba ser el pequeño objeto; ella lo tuvo a
menudo en sus manos. Sin embargo, se había roto en mil pedazos. Llevó los
fragmentos a un taller, donde simplemente se rieron de ella. Luego los había
tirado.
Frederick despidió a la criada. Sonrió. Se sentía contento. ¡Qué poco
le importaba el ídolo! La abominación había desaparecido; ahora tendría paz.
¿Por qué no habría deshecho el objeto a golpes desde el?primer día? ¡Cómo había
sufrido todo aquel tiempo! ¡De qué forma indolente, extraña, astuta, perversa,
diabólica le había sonreído el ídolo! Ahora que había desaparecido, podía
admitir la verdad: había temido verdadera y sinceramente a aquel dios de barro.
¿No era el emblema él símbolo de todo cuanto le era repugnante e intolerable de
todo cuanto reconoció siempre como pernicioso, hostil, y digno de supresión, un
estandarte de todas las supersticiones, de todas Ias tinieblas, de toda coerción
de la conciencia y el espíritu? ¿No representaba horrible fuerza que se siente a
veces bramando en las entrañas de la tierra, ese lejano terremoto, esa próxima
extinción de la cultura, ese naciente caos? ¿No le había robado aquella
despreciable figura a su mejor amigo, es más, no robado, sino convertido en
enemigo? Ahora el objeto había desaparecido. Desvanecido. Roto en mil pedazos.
Acabado. Era mucho mejor que si lo hubiera destruido por sí mismo.
Eso pensó,
o dijo. Y volvió a sus asuntos como antes.
Pero la maldición persistió.
Justamente cuando habla conseguido acostumbrarse más o menos a aquella ridícula
figura, precisamente cuando verla en su lugar habitual en la mesa de la
antecámara se le había hecho gradualmente familiar y nada importante, era cuando
su ausencia empezó a atormentarle. Sí, la echaba a faltar cada vez que cruzaba
aquella estancia; veía constantemente el espacio vacío donde había estado, y el
vacío emanaba de aquel lugar y llenaba la habitación entera.
Malos días y
peores noches empezaron para Frederick. Ya no podía atravesar la antecámara sin
pensar, en el ídolo de las dos caras, sin echarlo a faltar; sintiendo que sus
pensamientos estaban unidos a él. Una, agónica obsesión creció en su interior. Y
no era simple. mente al cruzar aquel cuarto cuando se sentía prisionero de su
obsesión. De la misma forma en que el vacío y la desolación irradiaban del ahora
vacío lugar en la mesa de la antecámara, aquella idea obsesiva irradiaba dentro
de él, empujaba todo lo demás a un lado, enconándole y llenándole de extrañeza y
desolación.
Una y otra vez imaginó la figura con suma claridad, para
demostrarse a sí mismo lo absurdo de afligirse por su pérdida. Pudo verla en
toda su estúpida fealdad y barbarie, con su vacua pero astuta sonrisa, con sus
dos caras; impulsado como por una coacción, lleno de odio y con la boca torcida,
se descubrió a sí mismo intentando reproducir aquella sonrisa. Le incomodaba la
duda de si las dos caras eran en realidad exactamente iguales. ¿No tenía una de
ellas, quizá simplemente por una pequeña aspereza o cuarteo en el barniz, una
expresión algo distinta? ¿Algo raro? ¿Algo enigmático? ¡Qué peculiar era el
color de aquel barniz ! El verde, y el azul, y el gris, pero también el rojo, se
mezclaban en él, un barniz que ahora hallaba a menudo en otros objetos, en una
reflexión del sol de la ventana o en los reflejos ,de un húmedo
pavimento.
Cavilaba mucho sobre aquel barniz, incluso por la noche. Le
extrañó igualmente lo extraña. rara, malsonante, poco Familiar, casi maligna que
era la palabra "barniz". La analizó; Regó hasta invertir el orden de sus,
Jetras. Entonces lela "zinrab". Pero, ¿de dónde demonios tomaba su sonido
aquella palabra? Conocía la palabra "zinrab", por supuesto que sí; además, era
una palabra hostil y mala, una palabra con perversas e inquietantes
implicaciones. Durante mucho tiempo le atormentó esa pregunta. Finalmente dio
con la respuesta: "zinrab" le recordaba un libro que había comprado y leído
hacía muchos años durante un viaje, y que le había aterrado, atormentado, pero
fascinado secretamente; se titulaba Princesa Zinraka. Era como una maldlción:
todo lo relacionado con la estatuilla -el barniz, el azul, el verde, la sonrisa-
significaba hostilidad, eran sinónimos de torturas y venenos. ¡De qué forma tan
peculiar en otro tiempo Erwin, su amigo, había sonreído mientras ponía el ídolo
en su mano ! Una forma muy peculiar, muy significativa, muy hostil.
Frederick
resistió valientemente -y muchos, días no sin éxito- la tendencia obsesiva de
sus pensamientos. Presentía el peligro claramente: ¡volverse loco! No, era mejor
morir. La razón es necesaria, la vida no. Y se le ocurrió que quizá eso era la
magia, que Erwin, con la ayuda de aquella figura, le había encantado en cierto
modo, y que debería sucumbir en un sacrificio como el defensor de la razón y la
ciencia contra aquellos funestos poderes, Sin embargo, de ser as!, si eso era
posible, la magia existía, la hechicería existía. ¡No, mejor era morir!
Un
doctor le recomendó paseos y baños. A veces, en busca de distracción, pasaba la
noche en una posada. Pero no le sirvió de nada. Maldecía a Erwin y se maldecía a
sí mismo.
Una noche, como solía hacer ahora con frecuencia, se retiró
temprano y estuvo inquieto en la cama, imposibilitado de dormir. Se sentía
indispuesto e intranquilo. Deseaba meditar, deseaba hallar tranquilidad, decirse
cosas reconfortantes, tranquilizadoras, frases de recta serenidad y claridad.
"Dos y dos son cuatro". Nada vino a su mente; en un estado casi de delirio
musitó sonidos y sílabas para sí. Gradualmente las palabras se formaron en sus
labios, y varias veces, sin comprender su ?significado, repitió la misma frase
para sí, como si hubiese tomado forma en él de algún modo. La murmuró una y otra
vez, como si absorbiese una droga, como si en ella buscase a tientas su camino
hacia el sueño que le eludía en el estrecho sendero que bordeaba el
abismo.
Pero súbitamente, al levantar un poco la voz, las palabras que estaba
musitando penetraron en su conciencia. Las conocía: "¡Sí, ahora estás dentro de
mí!" E instantáneamente comprendió. ¡Supo lo que significaban, que se referían
al ídolo de arcilla, que entonces, en aquella hora gris de la noche, se había
cumplido puntual y exactamente la profecía que Erwin le había hecho un espantoso
día, que la figura que sostuvo desdeñosamente en sus dedos ya no estaba fuera de
él sino dentro de él! "Pues lo que está fuera está dentro".
Incorporándose de
un salto, experimentó como si le estuvieran haciendo una transfusión de hielo y
fuego. El mundo vacilaba a su alrededor, los planetas le miraban fija y
alocadamente. Encendió la luz, se puso algunas ropas, abandonó su casa y corrió
en plena noche hacia,la de Erwin. Vio una luz encendida en la ventana del
estudio que conocía tan bien; la puerta de la casa ,estaba abierta: todo parecía
estar esperándole. Subió precipitadamente la escalera. Penetró con paso inseguro
,en el estudio de Erwin, y se apoyó con temblorosas manos sobre la mesa. Erwin
se hallaba sentado junto a la lámpara, bajo su suave luz, pensativo y
sonriente.
Cortésmente Erwin se puso en pie.
-Has venido. Eso está
bien.
-¿Has estado esperándome? ?preguntó Frederick.
-He estado
esperándote, como sabes, desde el momento en que te fuiste de aquí con mi
pequeño obsequio. ¿Ha sucedido lo que dije entonces?
-Ha sucedido -admitió-.
El ídolo está dentro de mí. Ya no puedo soportarlo más.
-¿Puedo ayudarte?
-preguntó Erwin.
-No Io sé. Haz lo que quieras. ¡Explícame más acerca de tu
magia. Dime si el ídolo puede salir de mí otra vez.
Erwin puso su mano sobre
el hombro de su amigo. Le condujo hacia un sillón y le obligó a sentarse en él.
Luego dijo cordialmente, en un casi fraternal tono de voz:
-El ídolo saldrá
de ti otra vez. Ten confianza en mí. Ten confianza en ti mismo. Has aprendido a
creer en él. ¡Ahora aprende a amarlo! Está dentro de ti, pero continúa muerto,
es aun un fantasma para ti. ¡Despiértalo, háblale, pregúntale! ¡Pues es tú
mismo! ¡No le odies, no le temas, no le atormentes! ¡Cómo has atormentado a ese
pobre ídolo, que sin embargo eras tú mismo! ¡Cómo te has atormentado a ti
mismo!
-¿Es ése el camino de la magia? -preguntó Frederick. Se hallaba
profundamente hundido en el sillón, como si hubiera envejecido, y su voz era
débil.
-Ese es el camino -contestó Erwin-, y quizá has dado ya el paso más
difícil. Has hallado por experiencia que el fuera puede convertirse en el
dentro. Has estado más allá del par de antítesis. ¡Te pereció el infierno;
aprende ahora amigo mío, qué es el cielo!. Porque es el cielo el que te espera.
Mira, esto es la magia: intercambiar el fuera y el dentro o, no por el impulso,
ni con la angustia, como tú lo has hecho, sino libremente, voluntariamente.
Llama al pasado, llama al futuro: ¡ambos se hallan en ti! Hasta hoy has sido el
esclavo del dentro. Aprende a ser su dueño. Eso es la magia