Historia

Cuatro horas en Chatila

Jean Genet


Jean Genet naci� en Par�s en 1910. Abandonado por su madre, ingresa por primera vez en 1920 en un reformatorio, acusado de robo. Marginal, desertor de la Legi�n Extranjera, viajero, marinero y delincuente, Genet redactar� en los a�os 40 sus primeras y magistrales obras (Notre-Dame des Fleurs, Le Miracle de la rose, Haute survillance) en las prisiones francesas, hasta que escritores e intelectuales de su pa�s (Sartre y Cocteau, entre otros) le reivindican como la nueva figura literaria de Francia y logran que le sea concedida la gracia presidencial en 1947. Despu�s vendr� la publicaci�n de L�enfant criminel o Le journal du voluer, en 1949, y nuevos procesos, esta vez por atentado contra la moral. Homosexual declarado y reivindicativo, Genet apoyar� con gran valent�a las causas de los desheredados y de los pueblos: a las Panteras Negras en los propios EEUU, adonde viaja en 1969 para hacer campa�a a favor de la liberaci�n de sus presos; a los palestinos, conviviendo con sus refugiados y guerrilleros en Jordania y el L�bano entre 1970 y 1972, experiencia y compromiso (frente a una izquierda francesa mayoritariamente filosionista) que narrar� en Un captif amoureux. Genet est� en Beirut cuando en septiembre de 1982 entra el Ej�rcito israel� y se producen las matanzas en Sabra y Chatila, por donde pasea a las pocas horas de producidas, cuando los cad�veres a�n no han sido retirados de sus callejuelas. Escribir� "Cuatro horas en Chatila", un testimonio pol�ticamente contundente y de una belleza sobrecogedora que ser� publicado en Francia en la Revue d��tudes Palestiniennes y cuya primera traducci�n al castellano la ha realizado Antonio Mart�nez Castro para CSCAweb. Genet muri� en 1986.


"En Chatila, en Sabra, unos no-jud�os han masacrado a unos no-jud�os, �en qu� nos concierne eso a nosotros?" Menahem Begin, primer ministro de Israel en 1982 ante el Parlamento israel�

Nadie, ni nada, ni ninguna t�cnica narrativa, dir�n lo que fueron los seis meses que pasaron los fedayines. (1) en las monta�as de Yeras y de Ashlun en Jordania, sobre todo en las primeras semanas (2). Otros han dado cuenta de los hechos y han establecido la cronolog�a, los logros y los errores de la OLP. Se podr� describir el aspecto del tiempo y el color del cielo, de la tierra y de los �rboles, mas nunca transmitir la ligera borrachera, la marcha sobre el polvo, el estallido en los ojos, la transparencia de la relaci�n entre fedayines y de �stos con sus jefes. Todo, todos, bajo los �rboles, vibraban, re�an, maravillados por una nueva vida para todos, y en aquellas vibraciones hab�a algo sorprendentemente fijo, al acecho, reservado, protegido como alguien que reza sin decir nada. Todo era de todos. Cada uno en s� mismo estaba solo. Quiz� no. En suma, sonrientes e inquietos. La regi�n jordana donde se hab�an retirado, siguiendo una decisi�n pol�tica, era el per�metro que iba de la frontera siria a As-Salt y estaba delimitado en profundidad por el Jord�n y la carretera de Yeras a Irbid. Alrededor de sesenta kil�metros de largo y una profundidad de veinte en un territorio muy monta�oso cubierto de encinas verdes y villorrios jordanos de cultivos muy pobres. Bajo los bosques y las tiendas camufladas los fedayines hab�an dispuesto unidades de combate y armas ligeras y semipesadas. Una vez en el lugar, dirigida la artiller�a principalmente contra las eventuales operaciones jordanas, los j�venes soldados se ocupaban de las armas, las desmontaban para limpiarlas, engrasarlas y las montaban a toda velocidad. Algunos lograban montar y desmontar las armas con los ojos vendados a fin de entrenarse para la noche. Entre cada soldado y su arma se hab�a establecido una relaci�n amorosa y m�gica. Como los fedayines hab�an dejado hac�a poco la adolescencia, el fusil en cuanto arma era el signo de la virilidad triunfante, y aportaba la certeza de ser. La agresividad desaparec�a: la sonrisa mostraba los dientes.

El resto del tiempo, los fedayines beb�an t�, criticaban a sus jefes y a la gente rica �palestinos y otros�, insultaban a Israel; pero m�s que nada hablaban de la revoluci�n, de aquella que hac�an y de aquella que iban a emprender.

Para m�, est� en un t�tulo, en el cuerpo de un art�culo o en un panfleto, la palabra palestinos evoca inmediatamente a los fedayines de un lugar preciso �Jordania� y en una �poca que podemos datar f�cilmente: octubre, noviembre, diciembre del 70, enero, febrero, marzo, abril de 1971. Entonces y all� es donde conoc� la Revoluci�n palestina. La extraordinaria evidencia de lo que pasaba, la fuerza de esa dicha de ser, tambi�n se denomina belleza (3).

Pasaron diez a�os y no supe nada de ellos, salvo que los fedayines estaban en el L�bano. La prensa europea hablaba de los palestinos despreocupadamente, incluso con desd�n. Y, de repente, Beirut Oeste (4).

* * *

Una fotograf�a tiene dos dimensiones, la pantalla de un televisor tambi�n, ni la una ni la otra pueden recorrerse. De un lado al otro de una calle, doblados o arqueados, los pies empujando una pared y la cabeza apoyada en la otra, los cad�veres, negros e hinchados, que deb�a franquear eran todos palestinos y libaneses. Para m�, como para el resto de la poblaci�n que quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parec�a al juego de la p�dola. Un ni�o muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas, y los muertos tan cuantiosos. Su olor es sin duda familiar a los ancianos: a m� no me incomodaba. Pero cu�ntas moscas. Si levantaba el pa�uelo o el peri�dico �rabe puesto sobre una cabeza, las molestaba. Enfurecidas por mi gesto, ven�an en enjambre al dorso de mi mano y trataban de alimentarse ah�. El primer cad�ver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta a�os. Habr�a tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareci�) no le hubiera abierto el cr�neo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba en el suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado. El cintur�n estaba desabrochado, el pantal�n se sujetaba por un solo bot�n. Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y malvas: �quiz� fue sorprendido por la noche o a la aurora?, �hu�a? Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la entrada del campo de Chatila que est� frente a la embajada de Kuwait. �C�mo los israel�es, soldados y oficiales, pretenden no haber o�do nada, no haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el mi�rcoles por la ma�ana? �Es que se masacr� en Chatila entre susurros o en silencio total?

Las fotograf�as no captan las moscas ni el olor blanco y espeso de la muerte. Tampoco dicen los saltos que hay que dar cuando se va de un cad�ver a otro.

Si miramos atentamente un muerto, sucede un fen�meno curioso: la ausencia de vida en un cuerpo equivale a la ausencia total del cuerpo o m�s bien a su huida ininterrumpida. Aunque nos acerquemos, creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si, lo contemplamos. Pero si hacemos un gesto en su direcci�n, nos agachamos junto a �l, le movemos un brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo.

El amor y la muerte. Estos dos t�rminos se asocian muy r�pidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo. El cuerpo de un hombre de treinta a treinta y cinco a�os estaba tumbado boca abajo. Como si todo el cuerpo no fuese m�s que una vejiga con forma humana, se hab�a hinchado bajo el sol y por la qu�mica de la descomposici�n hasta inflar el pantal�n, que amenazaba con estallar en las nalgas y en los muslos. La �nica parte de su rostro que pude ver era violeta y negra. Un poco m�s arriba de la rodilla, bajo la tela desgarrada, el muslo mostraba un tajo. Origen del tajo: �una bayoneta, un cuchillo, un pu�al? Unas moscas en la herida y otras alrededor. La cabeza, m�s grande que una sand�a �una sand�a negra�. Pregunt� su nombre, era musulm�n.

� �Qui�n es?

� Palestino �me respondi� en franc�s un hombre de unos cuarenta a�os�. Vea lo que le han hecho.

Tir� de la manta que cubr�a los pies y una parte de las piernas. Las pantorrillas estaban desnudas, negras e hinchadas. Los pies, calzados con botines negros desatados, y los tobillos atados fuertemente con el nudo de una soga �visiblemente resistente� de aproximadamente tres metros de largo, que yo colocaba para que la se�ora S. (americana) pudiese fotografiar con precisi�n. Pregunt� al hombre de cuarenta a�os si pod�a ver la cara.

� Si quiere v�alo, pero usted mismo.

� �Quiere ayudarme a girarle la cabeza?

� No.

� �Lo han arrastrado por las calles con esta cuerda?

� No lo s�, se�or.

� �Qui�n lo ha atado?

� No lo s�.

� �La gente del comandante Haddad (5)?

� No lo s�.

� �Los israel�es?

� No lo s�.

� �Los kataeb (6)?

� No lo s�.

� �Lo conoc�as?

� S�.

� �Lo has visto morir?

� S�.

� �Qui�n lo ha matado?

� No lo s�.

Se alej� del muerto y de m� r�pidamente. De lejos me mir� y desapareci� por una callejuela transversal.

�Qu� calle coger�a ahora? Estaba acosado por hombres de cincuenta a�os, por j�venes de veinte, por dos viejas se�oras �rabes, y ten�a la impresi�n de estar en el centro de una rosa de los vientos cuyos rayos contuvieran cientos de muertos.

Anoto esto ahora, en este punto de mi narraci�n, sin saber del todo por qu�: "Los franceses tienen la costumbre de emplear la sosa expresi�n "trabajo sucio", pues bien, igual que el Ej�rcito israel� ha encargado "el trabajo sucio" a los kataeb, o a la gente de Haddad, los laboristas han hecho rematar "el trabajo sucio" al Likud, Begin, Sharon, Shamir" (7). Cito a R., periodista palestino, todav�a en Beirut, el domingo 19 de septiembre.

En medio, cerca de ellas, de todas las v�ctimas torturadas, mi esp�ritu no puede deshacerse de esta "visi�n invisible": �c�mo era el torturador? �qui�n era? Lo veo y no lo veo. Me arranca los ojos y su forma ser� para siempre la que dibujan las poses, posturas, gestos grotescos de unos muertos devorados al sol por nubes de moscas.

Al irse tan r�pido (�los italianos, llegados en barco con dos d�as de retraso, salieron en aviones H�rcules!), los marines americanos, los paracas franceses y los bersaglieri italianos que constitu�an la fuerza de interposici�n del L�bano, un d�a o treinta seis horas antes de su partida oficial, como si huyeran, en la v�spera del asesinato de Bechir Gemayel, �se equivocan acaso los palestinos al preguntarse si americanos, franceses e italianos hab�an sido advertidos de que hac�a falta largarse para no verse involucrados en la explosi�n de los kataeb? (8)

� Se han ido muy r�pido y muy pronto. Israel se jacta y presume de su eficacia en el combate, de la preparaci�n de sus compromisos, de su habilidad para aprovechar las circunstancias. Veamos: la OLP deja Beirut gloriosamente, en un nav�o griego, con una escolta naval. Bechir, escondi�ndose como puede, visita a Begin en Israel. La intervenci�n de los tres Ej�rcitos (americano, franc�s, italiano) cesa el lunes. El martes Bechir es asesinado. El [Ej�rcito israel�] Tsahal entra en Beirut Oeste el mi�rcoles por la ma�ana. Como viniendo del puerto, los soldados israel�es suben hacia Beirut la ma�ana del entierro de Bechir. Desde el octavo piso de mi casa, con unos gemelos, los vi llegar en fila india: una sola fila. Me extra�� de que no pasase nada puesto que un buen fusil de mira telesc�pica deber�a haberlos abatido a todos. Su ferocidad los preced�a.

Los carros tras ellos. Despu�s los jeeps.

Cansados de una tan larga marcha matutina, se pararon cerca de la embajada de Francia, dejando que los tanques los precedieran, entrando de lleno en Hamra (9). Los soldados espaciados de diez en diez metros, se sentaron en la acera, el fusil apuntado al frente, la espalda apoyada en la pared de la embajada. El torso muy grande, me parec�an boas que tuviesen dos piernas extendidas ante ellos.

"Israel se hab�a comprometido ante el representante americano, Habib (10), a no poner los pies en Beirut Oeste y sobre todo a respetar las poblaciones palestinas de los campos de refugiados. Arafat tiene todav�a la carta en la que Reagan le promete lo mismo. Habib habr�a prometido a Arafat la liberaci�n de nueve mil presos en Israel. El jueves empiezan las matanzas de Chatila y Sabra. �El "ba�o de sangre" que Israel pretend�a evitar aportando orden a los campos!"... me dice un escritor liban�s.

"Ser� muy f�cil para Israel librarse de todas las acusaciones. Ya los periodistas de todos los peri�dicos europeos se ocupan de excusarlos: ninguno dir� que durante las noches del jueves al viernes y del viernes al s�bado se hablaba hebreo en Chatila". Esto me lo cuenta otro liban�s.

La mujer palestina �puesto que yo no pod�a salir de Chatila sin ir de un cad�ver a otro y este juego de la oca conducir�a fatalmente a este prodigio: Chatila y Sabra arrasadas por la batalla de las inmobiliarias con el fin de reconstruir sobre este llan�simo cementerio� la mujer palestina probablemente era mayor, puesto que ten�a el pelo gris. Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me sorprend� por una extra�a trenza de cuerda y tela que iba de una mu�eca a la otra, manteniendo as� los dos brazos abiertos en horizontal, crucificados. La cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta, negra de moscas, con dientes que me resultaron muy blancos, una cara que parec�a, sin que un m�sculo se moviese, o bien hacer muecas o bien sonre�r o proferir un alarido silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido de flores rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado corto, no lo s�, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas. �Eran hematomas o el efecto natural de la putrefacci�n al sol?

� �Le han pegado con la culata?

� Mire, se�or, mire sus manos.

No me hab�a fijado. Los dedos de las dos manos estaban desplegados en abanico y los diez estaban cortados con una cizalla de jardinero. Los soldados, riendo como ni�os y cantando alegremente, se hab�an divertido descubriendo esta cizalla y utiliz�ndola.

� Mire, se�or.

Las puntas de los dedos, las falanges con la u�a, yac�an en el polvo. El hombre joven que me mostraba, con naturalidad, sin ning�n �nfasis, el suplicio de los muertos, recubri� tranquilamente con una tela la cara y las manos de la mujer palestina, y con un cart�n rugoso sus piernas. Yo ya no distingu�a m�s que un mont�n de telas rosas y grises sobrevolado por moscas.

Tres j�venes me llevaban a una callejuela.

� Pase, se�or, nosotros lo esperamos fuera.

La primera habitaci�n era lo que quedaba de una casa de dos pisos. Habitaci�n muy tranquila, acogedora incluso, un intento de felicidad, quiz� una felicidad lograda con restos, con lo que sobrevivi� de musgo en un trozo de muro destruido, con lo que en un primer momento cre� ser tres sillones, de hecho tres asientos de coche (tal vez un Mercedes de desguace), un sof� con cojines tapizados con una tela de flores de colores chillones y dibujos estilizados, una peque�a radio silenciosa, dos candelabros apagados. Una habitaci�n bastante tranquila, alfombrada de cartuchos gastados... Una puerta bati� como si hubiese una corriente de aire. Avanc� sobre los cartuchos y empuj� la puerta que se abr�a hacia fuera y que tuve que forzar: el tac�n de una bota me imped�a pasar, tac�n de un cad�ver tumbado de espaldas junto a cad�veres de otros hombres tumbados boca abajo, y reposando todos sobre una alfombra de cartuchos. Casi tropiezo varias veces.

Al final de esta habitaci�n otra puerta estaba abierta, sin cerradura, sin pestillo. Saltaba los muertos como si fuesen fosos. La habitaci�n conten�a, amontonados en una sola cama, cuatro cad�veres de hombres, apilados, como si cada uno se hubiese preocupado de proteger al que ten�a debajo o como si hubiesen sido pose�dos por un celo er�tico en descomposici�n. Esta pila de cuerpos ol�a fuerte, pero no mal. El olor y las moscas parec�an habituarse a m�. Yo no molestaba ya a nadie en estas ruinas imperturbables.

� Durante las noches del jueves al viernes, del viernes al s�bado y del s�bado al domingo, nadie los ha velado, pens�.

Sin embargo sent�a que alguien hab�a pasado por all� antes que yo y despu�s de la masacre.

Los tres j�venes me esperaban bastante lejos de la casa y con un pa�uelo en las narices. Fue entonces, saliendo de la casa, cuando tuve un ataque de ligera locura que a poco me hace sonre�r. Me dije que nunca habr�a suficientes planchas y tablas para los ata�des. Pero, �para qu� ata�des? Los muertos y muertas eran todos musulmanes que se envuelven en sudarios. �Cu�ntos metros de tela har�n falta para amortajar a tantos muertos? �Cu�ntas oraciones? Lo que faltaba en este lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones.

� Venga, se�or, venga.

Es tiempo de escribir que esta repentina y moment�nea locura que me hizo calcular metros de tejido blanco dio a mi paseo una viveza casi alegre, y que la caus� quiz� la reflexi�n escuchada la v�spera a una amiga palestina.

� Esperaba que me trajesen mis llaves (�qu� llaves?: las de su coche, las de su casa, s�lo s� la palabra llaves), un viejo pas� corriendo.

� �Ad�nde vas?

� A buscar ayuda. Soy el enterrador. Han bombardeado el cementerio. Todos los huesos de los muertos est�n al descubierto. Hay que ayudarme a recoger los huesos.

Esta amiga creo que es cristiana. Tambi�n me dijo:

"Cuando la bomba de vac�o �llamada de implosi�n� mat� a doscientas cincuenta personas, nosotros s�lo ten�amos una caja. Los hombres cavaron una fosa com�n en el cementerio de la iglesia ortodoxa. Llen�bamos la caja e �bamos a vaciarla. �bamos y ven�amos bajo las bombas, retirando los miembros y cuerpos como pod�amos".

Desde hac�a tres meses las manos ten�an una doble funci�n: por el d�a, coger y tocar, por la noche, ver. Los apagones obligaban a esta educaci�n de ciego, igual que a la escalada bi o tridiaria del acantilado de m�rmol blanco, los ocho pisos de la escalera. Tuvimos que rellenar de agua todos los recipientes de la casa. El tel�fono fue cortado cuando los soldados israel�es y las inscripciones hebraicas entraron en Beirut Oeste. Igualmente lo fueron las carreteras. Los carros [de combate israel�es] Merkaba, siempre en movimiento, vigilaban toda la ciudad a la vez que adivin�bamos el espanto de los ocupantes por no convertirse en blancos fijos. Sin duda tem�an la actividad de los morabitun (11) y de los fedayines que hab�an podido quedarse en Beirut Oeste.

Al d�a siguiente de la ocupaci�n israel� est�bamos prisioneros, pero me pareci� que los invasores eran m�s despreciados que temidos, causaban m�s desagrado que miedo. Ning�n soldado re�a o sonre�a. El tiempo aqu� no era para tirar arroz ni flores.

Desde que las carreteras estaban cortadas, los tel�fonos mudos, privado de comunicaci�n con el resto del mundo, por primera vez en la vida me sent� palestino y odi� a Israel.

En la Ciudad Deportiva, junto a la carretera Beirut-Damasco, en el estadio casi destruido por los bombardeos intensivos de la aviaci�n, los libaneses entregaban a los oficiales israel�es amasijos de armas, al parecer, todas deterioradas voluntariamente.

En el inmueble que habito todos tenemos radio. Escuchamos Radio Kataeb, Radio Morabitun, Radio Amm�n, Radio Jerusal�n (en franc�s), Radio L�bano. Sin duda, todos hacemos lo mismo.

"Estamos unidos a Israel por numerosas v�as: nos traen bombas, carros, soldados, frutas y legumbres, y se llevan a Palestina a nuestros soldados, a nuestros hijos... en un continuo vaiv�n que no cesa, como dicen ellos, estamos unidos desde Abraham, en su descendencia, en su lengua, en un mismo origen..." (un feday�n palestino). "En fin �a�ade� nos invaden, nos ceban, nos asfixian y querr�an besarnos. Dicen ser nuestros primos y estar entristecidos al ver que nos apartamos de ellos. Deben estar furiosos con nosotros y con ellos mismos".

* * *

La afirmaci�n de una belleza propia de los revolucionarios plantea muchas dificultades. Sabemos �supongamos� que los ni�os o adolescentes que viven en medios antiguos y severos, tienen una belleza de rostro, de cuerpo, de movimientos, de mirada, muy pr�xima a la de los fedayines. La explicaci�n tal vez sea �sta: al quebrar el antiguo orden, una nueva libertad aparece a trav�s de la piel de los muertos, y a los padres y abuelos les costar� apagar el estallido de los ojos, el voltaje en las sienes, la alegr�a de la sangre en las venas.

En las bases palestinas, durante la primavera de 1971, la belleza estaba sutilmente difusa en un bosque animado por la libertad de los fedayines. En los campos [de refugiados] la belleza se establec�a como el reino de las madres y los hijos, y era diferente, un poco m�s ahogada. Los campos recib�an un tipo de luz que ven�a de las bases de combate y la explicaci�n de la euforia de las mujeres necesitar�a un largo y complejo debate. M�s a�n que los hombres, m�s a�n que los fedayines en combate, las mujeres palestinas parec�an suficientemente fuertes como para mantener la resistencia y aceptar las novedades de una revoluci�n. Ya hab�an desobedecido a las costumbres: mirada directa aguantando la mirada a los hombres, rehusaban el uso del velo, cabellos visibles y desnudos, voz sin fisuras. La m�s corta y prosaica de sus conquistas era parte de un avance seguro hacia un orden nuevo, por lo tanto desconocido para ellas, pero donde present�an para ellas mismas su liberaci�n como un ba�o y para los hombres como un orgullo luminoso. Estaban dispuestas a convertirse a la vez en esposas y madres de h�roes como lo eran ya de sus hombres.

En los bosques de Ashlun, quiz� los fedayines so�aban con chicas, m�s bien cada uno dibuj� sobre s� mismo �o model� con gestos� una chica pegada a �l, de ah� la gracia y la fuerza �entre divertidas risas� de unos fedayines armados. No est�bamos s�lo en las lindes de una pre-revoluci�n, sino tambi�n en las de una indistinta sensualidad. El roc�o, congelando cada gesto, le confer�a su dulzura.

Cada d�a durante un mes, siempre en Ashlun, ve�a una mujer delgada pero fuerte, acuclillada a la fr�a intemperie, acuclillada como los indios de los Andes, o algunos negros africanos, los intocables de Tokio, o los gitanos en un mercado, lista para partir en caso de peligro, bajo los �rboles, frente al puesto de guardia �una s�lida casa peque�a, construida r�pidamente. Descalza, con un vestido negro galoneado en las mangas, esperaba. Su expresi�n era severa pero no de c�lera, agotada pero no cansada. El responsable del comando preparaba una habitaci�n casi vac�a y despu�s le hac�a una se�al. Ella entraba en la habitaci�n. Cerraba la puerta sin llave. Luego sal�a, sin decir nada, sin sonre�r, y con los pies descalzos regresaba directamente a Yeras y al campo de Baqa (12). En la habitaci�n reservada para ella en el puesto de guardia supe que se quitaba las dos faldas negras, desataba todas las cartas y sobres que estaban cosidos, hac�a un paquete y golpeaba suavemente la puerta. Entregaba las cartas al responsable, sal�a, y se iba sin haber dicho una palabra. Al d�a siguiente volv�a.

Otras mujeres, m�s mayores que �sta, se re�an de tener por hogar tres piedras ennegrecidas que llamaban: "nuestra casa". Con qu� voz infantil me mostraban las tres piedras, y a veces con las brasas encendidas, me dec�an riendo: darna (13). Estas mujeres viejas no eran parte ni de la revoluci�n, ni de la resistencia palestina: eran la alegr�a que ya no espera m�s. El sol sobre ellas, continuaba su trayecto. Un brazo o un dedo extendido propon�a una sombra cada vez m�s fina. Pero �qu� suelo? Jordano, por efecto de una ficci�n administrativa y pol�tica decidida por Francia, Inglaterra, Turqu�a, EEUU... "La alegr�a que ya no espera m�s", la m�s jovial puesto que es la m�s desesperada. Todav�a ve�an una Palestina que ya no exist�a cuando ten�an diecis�is a�os, pero por fin ten�an un suelo. No estaban ni debajo ni encima, en un espacio inquietante donde el menor movimiento ser� un falso movimiento. �Era firme la tierra bajo los pies desnudos de estas octogenarias actrices tr�gicas sublimemente elegantes? Cada vez lo era menos. Cuando escaparon de Hebr�n bajo las amenazas israel�es (14), la tierra aqu� parec�a s�lida, cada uno se aligeraba y se mov�a sensualmente al son de la lengua �rabe. Pasado el tiempo, esta tierra experiment� lo siguiente: los palestinos eran cada vez menos soportables, a la vez que estos mismos palestinos, estos campesinos, descubr�an la movilidad, la marcha, la carrera, el juego de las ideas redistribuidas casi a diario como naipes, las armas, montadas, desmontadas, utilizadas. Cada mujer, a su vez, toma la palabra. R�en. Recojo la frase de una de ellas:

� �H�roes! Vaya broma. He parido y azotado a cinco o seis que est�n en el yebel (15). Les he limpiado el culo mil veces. S� lo que valen y puedo parir a m�s.

En el cielo siempre azul el sol continua su trayecto, pero todav�a hace calor. Estas actrices tr�gicas, a la vez recuerdan e imaginan. Con el fin de ser m�s expresivas, apuntan con el �ndice el final de cada periodo y acent�an las consonantes enf�ticas. Si un soldado jordano pasase, estar�a orgulloso: en el ritmo de las frases encontrar�a el ritmo de las danzas beduinas. Sin frases, un soldado israel�, si viese a estas diosas, les disparar�a sobre el cr�neo una r�faga de metralleta.

* * *

Aqu�, en las ruinas de Chatila, ya no queda nada. Algunas mujeres ancianas, mudas, se esconden r�pidamente tras una puerta en la que hay un trapo blanco clavado. Algunos fedayines muy j�venes, a algunos de los cuales reencontrar� en Damasco.

La elecci�n que hacemos de una comunidad concreta, sin contar la nativa, se opera por la gracia de una adhesi�n irracional, no es que la justicia no intervenga, pero es que esta justicia y la defensa de toda una comunidad se hace en virtud de una atracci�n sentimental, incluso sensible, sensual; soy franc�s, pero francamente, sin racionalismos, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho puesto que los amo. �Pero los querr�a si la injusticia no hiciera de ellos un pueblo vagabundo?

Casi todos los edificios de Beirut, en lo que a�n se llama Beirut Oeste, est�n tocados. Se resquebrajan de distintas formas: como un milhojas chafado entre los dedos de un King-Kong monstruoso, indiferente y voraz; otras veces los tres o cuatro �ltimos pisos se inclinan deliciosamente siguiendo un pliegue muy elegante, un pliegue liban�s del edificio. Si la fachada est� intacta, dad la vuelta a la casa, las dem�s caras del edificio est�n acribilladas. Si ninguna de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada del avi�n ha ca�do en el centro y ha hecho un pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor.

En Beirut Oeste, tras la llegada de los israel�es, S. me dice: "Hab�a ca�do la noche y deb�an de ser las siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra, de chatarra. Todo el mundo, mi hermana, mi cu�ado y yo corremos al balc�n. Noche muy negra. De vez en cuando destellos a menos de cien metros. Sabes que frente a nuestra casa hay una especie de puesto de mando israel�: cuatro carros, una casa con centinelas ocupada por soldados y oficiales. La noche. El ruido de chatarra que se aproxima. Los destellos: algunas antorchas luminosas. Y cuarenta o cincuenta ni�os de doce o trece a�os que golpean cadenciosamente peque�os bidones de hierro, con piedras, con martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y acompasados: L� il�h ill� Allah, L� Kataib wa l� yahud (�No hay m�s Dios que Dios, no a los kataeb, no a los jud�os�)."

H. me dice: "Cuando viniste a Beirut y a Damasco en 1928, Damasco estaba destruido. El general Gouraud y sus tropas, destacamentos de tiradores marroqu�es y argelinos, hab�an arrasado y devastado Damasco. �A qui�n acusaba la poblaci�n siria?

Yo:

� Los sirios acusaban a Francia de la destrucci�n y las masacres de Damasco.

�l:

� Nosotros acusamos a Israel de las masacres de Chatila y Sabra. No carguemos estos cr�menes sobre la espalda de sus sicarios, los kataeb. Israel es culpable de haber introducido en los campos dos compa��as de kataeb, de haber dado las �rdenes, de haberlos animado tres d�as y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de beber y de comer, de haber iluminado el campo por la noche.

De nuevo H., profesor de historia. Me dice: "En 1917 el golpe de Abraham se repiti�, o si prefieres, Dios era ya la prefiguraci�n de Lord Balfour (16). Dios, dec�an y dicen todav�a los jud�os, ha prometido una tierra de miel y de leche a Abraham y a sus descendientes, mientras que este territorio no pertenec�a al dios de los jud�os (estas tierras estaban llenas de dioses), este territorio estaba poblado por los cananeos, que tambi�n ten�an sus dioses, y lucharon contra las tropas de Josu� hasta robarles el c�lebre arca de la alianza sin la cual los jud�os no hubieran obtenido la victoria. Inglaterra en 1917 todav�a no pose�a Palestina (esa tierra de miel y leche), puesto que el tratado que le conced�a el Mandato todav�a no hab�a sido firmado".

� Begin pretende haber venido al pa�s...

� Es el t�tulo de una pel�cula: Una ausencia tan larga. A ese polaco, �lo ves heredero del rey Salom�n?

En el campo, tras veinte a�os de exilio, los refugiados so�aban con su Palestina, nadie osaba saber ni decir que Israel la hab�a arrasado de cabo a rabo, que en el lugar del campo de cebada hay un banco, una central el�ctrica en el lugar de una vi�a trepadora.

� �Cambiaremos la cerca de la granja?

� Har� falta reconstruir una parte del muro junto a la higuera.

� Todas las cacerolas estar�n oxidadas: habr� que comprar bayetas.

� �Por qu� no ponemos tambi�n electricidad en la cuadra?

� Ah, se acabaron los vestidos bordados a mano: me dar�s una m�quina de coser y una de bordar.

La gente mayor de los campos de refugiados viv�a miserablemente, quiz� tambi�n en Palestina, pero la nostalgia funcionaba all� de un modo m�gico y pod�a quedar presa de los desgraciados encantos de los campos. No es seguro que esta parte de los palestinos los deje con a�oranza. En este sentido, una extrema miseria es adictiva. El hombre que la haya conocido, al mismo tiempo que la amargura habr� conocido una alegr�a extrema, solitaria, incomunicable. Los campos de refugiados de Jordania, adosados a pendientes pedregosas, est�n desnudos, pero en sus periferias hay desnudeces m�s desoladas: barracones, tiendas agujereadas habitadas por gente cuyo orgullo es luminoso. Negar que el hombre puede ligarse a miserias visibles y enorgullecerse de ellas y que este orgullo es posible porque la miseria visible tiene por contrapeso una gloria escondida, supone desconocer el alma humana.

La soledad de los muertos, en los campos de Chatila, era m�s sensible porque ten�an gestos y poses de las que no se hab�an preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campo, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responder�n.

� �C�mo comunic�rselo a los parientes que se han ido con Arafat confiando en la promesa de Reagan, de Mitterrand, de Pertini, de no tocar a las poblaciones civiles de los campos (17)? �C�mo decir que han dejado masacrar a los ni�os, a los ancianos, a las mujeres, y abandonado los cad�veres sin oraciones? �C�mo informarles de que se ignora d�nde est�n enterrados?

Las masacres no se perpetraron en silencio y en la oscuridad. Alumbrados por los cohetes luminosos israel�es, los o�dos israel�es estaban, desde el jueves por la tarde, a la escucha en Chatila. Qu� fiestas, qu� juergas han tenido lugar all� donde la muerte parec�a participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al Ej�rcito israel�, que escuchaba, miraba, animaba, reprend�a. No he visto al Ej�rcito israel� escuchando y mirando. He visto lo que hizo.

Al argumento: "Qu� ganaba Israel con asesinar a Bechir (18): entrar en Beirut, restablecer el orden y evitar el ba�o de sangre."

� �Qu� ganaba Israel con la masacre de Chatila? Respuesta: "�Qu� ganaba con entrar en el L�bano? Bombardear durante dos meses a la poblaci�n civil: expulsar y destruir a los palestinos. �Qu� que quer�a ganar en Chatila? Destruir a los palestinos."

Mata hombres, mata muertos. Derriba Chatila. No est� ausente de la especulaci�n inmobiliaria que se har� en el terreno: vale cinco millones de francos antiguos el metro cuadrado de terreno arrasado. Pero �cu�nto valdr� limpio y saneado?...

Escribo en Beirut donde, tal vez debido a la vecindad de la muerte que todav�a aflora, todo es m�s verdadero que en Francia: todo parece suceder como si, cansado, abatido de ser ejemplar, de ser intocable, de explotar lo que cree haber llegado a ser, la santa inquisitorial y vengativa Israel hubiera decidido dejarse juzgar fr�amente.

Gracias a una metamorfosis sabia pero previsible, helo aqu� tal cual se preparaba desde hace tiempo: un poder terrenal execrable, colonizador sin l�mites, transformado en Instancia Definitiva tanto por su larga maldici�n como por elecci�n propia.

Muchas preguntas quedan planteadas:

Si los israel�es s�lo han iluminado el campo, escuchado y o�do los disparos efectuados por todas las municiones cuyos cartuchos he pisado (decenas de miles) �Qui�n dispar� realmente? �Qui�n arriesg� su piel asesinando? �Los falangistas? �Los haddad�es (19)? �Qui�nes? �Cu�ntos?

�D�nde han ido las armas que han causado todos estos muertos? �Y d�nde aquellas de los que se defendieron? En la parte del campo de refugiados que he visitado, s�lo he visto dos armas anti-carro no utilizadas.

�C�mo se introdujeron los asesinos en el campo de refugiados? �Estaban a todos los efectos los israel�es encargados del campo? En cualquier caso, ya estaban el jueves en el hospital de Acca, frente a la puerta del campo.

Se ha escrito en los peri�dicos que los israel�es entraron en el campo de Chatila en cuanto supieron de las masacres, y que las hicieron cesar al momento, es decir, el s�bado. �Qu� hicieron con los autores de la masacre? �D�nde est�n?

Tras el asesinato de Bechir Gemayel y de veinte de sus compa�eros, tras las masacres, cuando supo que yo regresaba de Chatila, la se�ora B., de la alta burgues�a de Beirut, vino a verme. Subi� �sin electricidad� los ocho pisos del inmueble �la encuentro mayor, elegante pero mayor.

� Antes del asesinato de Bechir, antes de las masacres, tuvo usted raz�n al decirme que lo peor estaba en marcha. Lo he visto.

� Ante todo no me diga lo que vio en Chatila, se lo ruego. Mis nervios son muy fr�giles, no debo fatigarlos para poder soportar lo peor, que a�n no ha llegado.

Vive sola con su marido (setenta a�os) y su sirvienta en un gran apartamento de Ras Beirut. Es muy elegante. Muy cuidado. Sus muebles tienen buen estilo, creo que Luis XVI.

� Sabemos que Bechir hab�a ido a Israel. Se equivoc�. Cuando uno es jefe de Estado electo no frecuenta a esa gente. Estaba segura de que acaecer�a una desgracia. Pero no quiero saber nada. No debo fatigar mis nervios para soportar los golpes que todav�a no han llegado. Bechir tuvo que haber devuelto aquella carta en la que Begin le llamaba "querido amigo".

La alta burgues�a, con sus sirvientes mudos, tiene su propia forma de resistir. La se�ora B. y su marido "no creen en absoluto en la metemps�cosis". �Que pasar�a si renaciesen en el cuerpo de un israel�?

El d�a del asesinato de Bechir es tambi�n el d�a de la entrada del Ej�rcito israel� en Beirut Oeste. Las explosiones se aproximan al edificio en el que estamos; al fin, todo el mundo baja a protegerse en un s�tano. Embajadores, m�dicos, sus mujeres, sus hijos, un representante de la ONU en el L�bano, sus trabajadores dom�sticos.

� Carlos, tr�eme un coj�n.

� Carlos, mis gafas.

� Carlos, un poco de agua.

Los sirvientes, puesto que tambi�n hablan franc�s, est�n admitidos en el refugio. Quiz� tambi�n hace falta protegerlos: sus heridas, su transporte al hospital o al cementerio, �qu� faena!

Hay que saber que los campos de Chatila y Sabra son kil�metros y kil�metros de callejuelas estrechas �las callejuelas son tan angostas, tan esquel�ticas que dos personas no pueden avanzar a no ser que uno de ellos se ponga de perfil� obstruidas por escombros, bloques, ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por la noche, bajo la luz de los cohetes israel�es que alumbraban el campo, quince o veinte francotiradores, aun bien armados, no hubieran logrado hacer esta carnicer�a. Los asesinos participaron en gran n�mero y probablemente tambi�n escuadras de verdugos que abr�an cabezas, tull�an muslos, cortaban brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados con una cuerda, a gente agonizando, hombres y mujeres que viv�an a�n porque la sangre ha chorreado abundantemente de sus cuerpos, hasta el punto de que no he podido saber qui�n, en el pasillo de una casa, hab�a dejado ese riachuelo de sangre seca, desde el fondo del pasillo donde estaba el charco hasta el umbral donde se perd�a en el polvo. �Era un palestino? �Era una mujer? �Un falangista del que hab�an evacuado el cuerpo?

Desde Par�s, sobre todo si se ignora la topograf�a de los campos de refugiados, se puede dudar de todo. Se puede permitir a Israel afirmar que los periodistas de Jerusal�n fueron los primeros en dar la noticia de las masacres. �C�mo se la dieron a los pa�ses �rabes y en lengua �rabe? �Y c�mo en lengua inglesa y en franc�s? �Y en qu� momento? �Cuando se piensa en las precauciones que se toman en Occidente en cuanto se constata una muerte sospechosa, las huellas, el impacto de las balas, las autopsias y los expertos! En Beirut, nada m�s conocer la masacre, el ejercito liban�s tomaba inmediatamente bajo su mando los campos de refugiados y enseguida borraba tanto las ruinas de las casas como las de los cuerpos. �Qui�n orden� esta precipitaci�n? Despu�s de que esta afirmaci�n recorriese el mundo: cristianos y musulmanes se han matado entre ellos; despu�s de que las c�maras hubieran registrado la ferocidad de la matanza.

El hospital de Acca ocupado por los israel�es, frente a la entrada de Chatila, no est� a doscientos metros del campo, sino a cuarenta. �Nada visto, nada o�do, nada comprendido?

Es lo que declara Begin en la Knesset [parlamento israel�]: "Unos no-jud�os han masacrado a unos no- jud�os, �en qu� nos concierne eso a nosotros?".

Interrumpida un momento, debo terminar mi descripci�n de Chatila. He aqu� los �ltimos muertos que vi, el domingo, hacia las dos del mediod�a, cuando la Cruz Roja entraba con sus bulldozers. El hedor cadav�rico no sal�a de una casa ni de un suplicio: mi cuerpo, mi ser parec�a emitirlo. En una estrecha callejuela, en el saliente en forma de espina de una pared, cre� ver un boxeador negro sentado en el suelo, sonriente, sorprendido por estar KO. Nadie hab�a tenido el coraje de cerrarle los p�rpados, sus ojos desorbitados, de azulejo muy blanco, me miraban. Parec�a vencido, el brazo levantado, adosado al �ngulo de la pared. Era un palestino muerto desde hac�a dos o tres d�as. Si primero lo confund� con un boxeador negro, fue porque su cabeza era enorme, hinchada y negra, igual que todas las cabezas y todos los cuerpos, tanto a la sombra de las casas como al sol. Pas� junto a sus pies. Recog� del polvo una muela superior y la coloqu� en lo que quedaba del alf�izar de una ventana. La concavidad de la palma de su mano tendida hacia el cielo, la boca abierta, la abertura de su pantal�n donde faltaba el cintur�n: cu�ntas colmenas donde se alimentaban las moscas.

Franque� otro cad�ver, luego otro. En este espacio de polvo, entre los dos muertos, hab�a un objeto muy vivo, intacto en esa carnicer�a, de un rosa transl�cido, que todav�a pod�a servir: la pierna artificial, aparentemente de pl�stico, calzada con un zapato negro y un calcet�n gris. Mirando mejor, estaba claro que la hab�an arrancado brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas que habitualmente la sujetaban al muslo estaban todas rotas.

Esta pierna pertenec�a al segundo muerto. Aqu�l del que s�lo hab�a visto una pierna y un pie calzado con un zapato negro y un calcet�n gris.

En la calle perpendicular a aquella donde hab�a dejado los tres muertos, hab�a otro. No taponaba completamente el paso, pero estaba tumbado al principio de la calle, por lo que tuve que adelantarlo para girarme y ver este espect�culo: sentada en una silla, rodeada de j�venes mujeres y hombres callados, sollozaba una mujer �vestida de �rabe� que me pareci� ten�a diecis�is o sesenta a�os. Lloraba a su hermano cuyo cuerpo casi cortaba la calle. Me acerqu� a ella. Mir� mejor. Ten�a un pa�uelo anudado bajo el cuello. Lloraba, lamentaba la muerte de su hermano que estaba a su lado. Su rostro era rosa �un rosa infantil, casi uniforme, muy dulce, tierno� pero sin cejas ni pesta�as, lo que cre� rosa no era la epidermis sino la dermis ribeteada por un poco de piel gris. Ten�a toda la cara quemada. No pude saber por qu�, pero s� por qui�n.

Con los primeros muertos, me hab�a esforzado en contarlos. Llegado al duod�cimo y al decimotercero, envuelto por el olor, por el sol, tropezando en cada ruina, no pod�a m�s, todo se embrollaba.

Casas reventadas de las que salen edredones y edificios derrumbados, he visto muchos con indiferencia, pero al ver los de Beirut Oeste y de Chatila encontr� el horror. De los muertos, que generalmente me son familiares, incluso amigos, al ver los de los campos no distingu� m�s que el odio y el alborozo de los que los hab�an matado. Hab�a tenido lugar una fiesta b�rbara: rabia, borrachera, danzas, cantos, juramentos, quejas, gemidos, en honor de los espectadores que re�an en el �ltimo piso del hospital de Acca (20).

* * *

Antes de la guerra de Argelia, en Francia, los �rabes no eran guapos, su aspecto era pesado, arrastrado, el morro ladeado, pero de repente la victoria los embelleci�, pero ya, un poco antes de que fuera cegadora, cuando m�s de medio mill�n de soldados franceses se extenuaban y agotaban en los Aur�s y en toda Argelia, un curioso fen�meno se hizo perceptible, modificando la cara y el cuerpo de los obreros �rabes: algo como la cercan�a, el presentimiento de una belleza todav�a fr�gil pero que nos deslumbrar�a cuando las escamas hubiesen por fin ca�do de su piel y de nuestros ojos. Hab�a que aceptar la evidencia: se hab�an liberado pol�ticamente para aparecer como deb�an ser vistos, muy guapos. Del mismo modo, escapados de un campo de refugiados, escapados de la moral y del orden de los campos, escapados a una moral impuesta por la necesidad de sobrevivir, escapados a la vez de la verg�enza, los fedayines eran muy guapos; y esta belleza era nueva, ingenua, inocente, fresca, tan viva que descubr�a inmediatamente lo que la pon�a de acuerdo con todas las bellezas del mundo arranc�ndose la verg�enza.

Muchos de los macarras argelinos que cruzaban Pigalle por la noche, utilizaban su situaci�n en provecho de la revoluci�n argelina. La virtud estaba ah� tambi�n. Es, creo, Hannah Arendt (21) quien distingue las revoluciones seg�n que persigan la libertad o la virtud �es decir, el trabajo. Har�a falta tal vez reconocer que las revoluciones y liberaciones se dan �en el fondo� con el fin de encontrar o reencontrar la belleza, es decir, lo impalpable, lo que s�lo se puede designar por este t�rmino. O m�s bien no: por belleza entendemos una insolencia reidora a la que desaf�an la miseria pasada, los sistemas y los hombres responsables de la miseria y de la verg�enza, pero una insolencia reidora que percibe que el estallido, lejos de la verg�enza, era f�cil.

Esta p�gina deb�a tratar sobre todo de esto: una revoluci�n lo es cuando ha hecho caer de los rostros y los cuerpos la piel muerta que los reblandec�a. No hablo de una belleza acad�mica, sino de la impalpable �inefable� alegr�a de los cuerpos, de las caras, de los gritos, de las palabras que dejan de ser mortecinas, quiero decir una alegr�a sensual y tan fuerte que quiere desterrar todo erotismo.

* * *

De nuevo en Ashlun, en Jordania, despu�s en Irbid. Retiro lo que creo que es uno de mis cabellos blancos ca�do en mi jersey y lo dejo en la rodilla de Hamza, que est� sentado a mi lado. Lo coge entre el pulgar y el dedo coraz�n, lo mira, sonr�e, lo introduce en el bolsillo de mi blus�n negro, y apoya su mano diciendo:

� Un pelo de la barba del Profeta vale menos que esto.

Respira largamente y retoma:

� Un pelo de la barba del Profeta no vale m�s que esto.

S�lo ten�a veintid�s a�os, su pensamiento volaba �gil muy por encima de los palestinos de cuarenta a�os, pero ya se encontraban en �l los signos �en �l: en su cuerpo, en sus gestos� que lo ataban a los viejos.

Antes los labriegos se sonaban en los dedos. Un chasquido r�pido enviaba el moco a las zarzas. Se pasaban bajo las narices su manga de terciopelo con flecos que, al cabo de un mes, estaba cubierta de un ligero n�car. Igual los fedayines. Se sonaban como aspiraban el rap� los marqueses, como los prelados: un poco encorvados. Hice lo mismo que ellos, que me lo ense�aron sin pensarlo.

�Y las mujeres? Bordar noche y d�a los siete vestidos (uno por cada d�a de la semana) del ajuar de bodas ofrecido por un marido generalmente viejo y elegido por la familia, deprimente despertar. Las j�venes palestinas se volvieron muy bellas cuando se rebelaron contra el padre y rompieron las agujas y las tijeras de coser. En las monta�as de Ashlun, de As-Salt y de Irbid, en los bosques mismos se hab�a depositado toda la sensualidad liberada por la revuelta y los fusiles, no olvidemos los fusiles: eso bastaba, todos estaban hartos. Los fedayines, sin darse cuenta ��de verdad?� encarnaban una belleza nueva: la viveza de los gestos y el cansancio visible, la velocidad del ojo y su brillo, el timbre de la voz m�s clara se aliaban a la prontitud de la r�plica y a su brevedad. Y a su precisi�n tambi�n. Las frases largas, la ret�rica sabia y voluble, las hab�an desechado.

En Chatila, muchos han muerto, y mi afecto y amistad por sus cad�veres pudri�ndose era grande tambi�n porque los conoc�a. Ennegrecidos, inflados, podridos por el sol y la muerte, segu�an siendo fedayines.

Hacia las dos de la tarde, domingo, tres soldados del Ej�rcito liban�s, apunt�ndome con el fusil, me condujeron a un jeep donde dormitaba un oficial. Le pregunt�:

� �Habla franc�s?

� Ingl�s.

La voz era seca, tal vez porque acababa de despertarlo con un sobresalto. Mir� mi pasaporte. Dijo en franc�s:

� �Viene de all�? (su dedo apuntaba a Chatila).

� S�.

� �Ha visto?

� S�.

� �Va a escribirlo?

� S�.

Me devolvi� el pasaporte. Me hizo una se�al para que me fuese. Los tres fusiles se bajaron. Hab�a pasado cuatro horas en Chatila. En mi memoria quedaban alrededor de cuarenta cad�veres. Todos �digo todos� hab�an sido torturados, probablemente bajo la embriaguez, entre cantos, risas, el olor de la p�lvora y de la carro�a.

Sin duda estaba solo, quiero decir que era el �nico europeo (con algunas ancianas palestinas aferradas todav�a a un pa�uelo blanco desgarrado; con algunos j�venes fedayines desarmados) pero, si estas cuatro o cinco personas no hubieran estado all� al descubrir yo esta ciudad abatida, los palestinos horizontales, negros e hinchados, me hubieran vuelto loco. �D�nde estaba? Esta ciudad hecha migas y derribada que he visto o cre�do ver, recorrida, zarandeada y arrasada por el olor de la muerte, todo eso, �hab�a tenido lugar?

S�lo hab�a explorado, y mal, una veinteava parte de Chatila y Sabra, nada de Bir Hassan, y nada de Burj el Barajne (22).

* * *

No es por mis inclinaciones por lo que he vivido la �poca jordana como un cuento de hadas. Los europeos y los �rabes norteafricanos me hablaron del sortilegio que sintieron all�. Viviendo esta larga presi�n de seis meses, apenas te�ida de noche durante doce o trece horas, conoc� la ligereza del acontecimiento, la excepcional calidad de los fedayines, pero present�a la fragilidad del edificio. En todos los sitios de Jordania donde el Ej�rcito palestino se reagrup� �cerca del Jord�n� hubo puestos de control donde los fedayines estaban tan seguros de sus derechos y de su poder que la llegada de un visitante, de d�a como de noche, a uno de los puestos, era ocasi�n para preparar t�, para hablar entre estallidos de risa y dar besos fraternales (aquel que abrazaban se iba esa noche, cruzaba el Jord�n para poner bombas en Palestina, y frecuentemente no regresaba). Los �nicos islotes de silencio eran los pueblos jordanos: los sorteaban. Todos los fedayines parec�an ligeramente elevados del suelo como por un vaso de vino o la calada de un poco de hach�s. �Qu� era? La juventud despreocupada de la muerte y que pose�a, para disparar al aire, armas checas y chinas. Protegidos por armas que alcanzaban tan alto, los fedayines no tem�an nada.

Si alg�n lector ha visto el mapa de Palestina y de Jordania, sabe que el terreno no es una hoja de papel. El terreno, en las riberas del Jord�n, es muy monta�oso. Todo este desatino deber�a haber llevado como subt�tulo El sue�o de una noche de verano, a pesar del mal gesto de los cuarentones. Todo esto era posible gracias a la juventud, al placer de estar bajo los �rboles, de jugar con las armas, de estar lejos de las mujeres, es decir, de escamotear un problema dif�cil, de ser el punto m�s luminoso por ser el m�s agudo de la revoluci�n, de tener el asentimiento de la poblaci�n de los campos de refugiados, de ser fotog�nicos en todo lo que se haga, y quiz� de presentir que este cuento de hadas de contenido revolucionario ser�a dentro de poco devastado: los fedayines no quer�an el poder, ya ten�an la libertad.

A la vuelta de Beirut, en el aeropuerto de Damasco, encontr� j�venes fedayines escapados del infierno israel�. Ten�an diecis�is o diecisiete a�os: re�an, eran parecidos a los de Ashlun. Morir�n igual que ellos. El combate por un pa�s puede llenar una vida muy rica, pero corta. Es la elecci�n, recu�rdese, de Aquiles en la Il�ada.

NOTAS

(1)Guerrilleros palestinos. En �rabe el plural es fedayin y su singular, fedai. Pese a ello, mantenemos feday�n, plural fedayines, por su uso m�s corriente en castellano.

(2) En febrero de 1970 estallan los enfrentamientos armados entre el Ej�rcito jordano del rey Husein y la resistencia palestina, s�lidamente asentada en Jordania desde el fin de la guerra �rabe-israel� de 1967. Estos enfrentamientos alcanzar�n su m�xima intensidad en septiembre y conducir�n a la salida de los combatientes palestinos y de la direcci�n de la OLP de Jordania hacia el L�bano en menos de un a�o. Aquellos sucesos, que causar�an la muerte a millares de civiles palestinos, se recordar�n desde entonces como Septiembre Negro, nombre que tomar� una organizaci�n armada palestina creada por Al-Fatah. Genet habla de los lugares de reasentamiento de los fedayines en Jordania antes de su expulsi�n definitiva a L�bano.

(3) Genet narra su experiencia palestina en Jordania y L�bano en Un captif amoureux (Un cautivo enamorado), obra publicada p�stumamente en Francia en 1986 por Gallimard y de la que existe una versi�n en castellano editada por Editorial Debate en 1988.

(4) La capital libanesa, Beirut, estaba dividida en los sectores occidental y oriental desde el principio de la guerra civil, en 1976. Beirut Oeste era el sector bajo control nacionalista liban�s y palestino, de mayor�a musulmana. El 6 de junio de 1982 Israel invadi� L�bano utilizando como excusa la tentativa de asesinato de su embajador en Londres dos d�as antes. En realidad, la invasi�n de L�bano (bautizada Paz para Galilea) hab�a sido preparada con mucha antelaci�n por el gobierno israel� de Begin, que inicialmente ten�a previsto ocupar una franja de 40 kil�metros a fin de desalojar a la resistencia libanesa y palestina de la frontera norte de Israel. En 1978 Israel ya hab�a invadido y ocupado el sur del pa�s. La nueva invasi�n de 1982 fue dirigida por el ministro de Defensa Ariel Sharon, actual primer ministro de Israel, quien decidi� proseguir su avance hasta la capital, Beirut, ciudad a la que somete a un cruel asedio a partir del 18 de junio, que ocasion� 18.000 muertos y 30.000 heridos, la mayor�a civiles.

(5) El comandante Saad Haddad dirig�a la milicia llamada ej�rcito del Sur de L�bano (ESL), aliada de Israel y que controlaba el sur liban�s ocupado por Israel desde 1978. En 1982, el ESL sigui� al ej�rcito israel� en su avance hacia Beirut. Haddad muri� en 1984, sucedi�ndole al frente del ESL el general Antoine Lahad.

(6) En �rabe, falangistas. El Partido Kataeb o Falange, formaci�n de la extrema derecha cristiana maronita aliada de Israel, fue creado por Pierre Gemayel en 1936 tras un viaje por la Europa fascista. El nombre deriva, de hecho, de la Falange espa�ola. Fueron las milicias falangistas (hegem�nicas dentro de la estructura militar unificada de las organizaciones pol�ticas de la derecha cristiana libanesa, las denominadas Fuerzas Libanesas, FL) las que perpetraron las matanzas de Sabra y Chatila. Las FL estaban dirigidas por el menor de los hijos de Gemayel, Bechir, elegido presidente de L�bano el 23 de agosto de 1982 con el apoyo de Israel y EEUU. Bechir Gemayel fue asesinado el 14 de septiembre, excusa de las matanzas de Sabra y Chatila, perpetradas durante los d�as 16 y 18 de septiembre, tras la entrada del ej�rcito israel� en Beirut Oeste esa misma madrugada.

(7) El 17 de mayo de 1977 el Likud gana las elecciones en Israel y Menahem Begin se convierte en primer ministro. Ariel Sharon es designado ministro de Defensa.

(8) Tras dos meses de combates y asedio, el mediador norteamericano del presidente Reagan, Philip Habib, logra el compromiso de la OLP de abandonar Beirut Oeste a cambio de garantizar la protecci�n internacional para la poblaci�n palestina de los campamentos de refugiados situados en la periferia sur de la ciudad, los de Sabra y Chatila, por medio del despliegue de una fuerza multinacional de soldados italianos, franceses y norteamericanos. Los combatientes palestinos abandonan la capital libanesa el 1 de septiembre, y el 10 de septiembre lo hace la fuerza multinacional desplegada. Tras el asesinato �nunca esclarecido�, ese mismo 14 de septiembre, del reci�n elegido nuevo presidente liban�s, Bechir Gemayel, el ej�rcito israel� ocupa Beirut Oeste en contra de lo pactado con EEUU.

(9) Calle principal beirut�.

(10) V�ase la nota 8.

(11) Milicianos naseristas (nacionalistas libaneses) aliados de los palestinos, junto a los que combatieron activamente durante el asedio de Beirut.

(12) Campamento de refugiados palestino en Jordania.

(13) En �rabe, "nuestra casa".

(14) Referencia al �xodo palestino de la guerra de 1967.

(15) En �rabe, monte.

(16) Lord Arthur James Balfour, ministro brit�nico de Asuntos Exteriores, escribi� el 2 de noviembre de 1917 una carta al representante de los jud�os brit�nicos en la que expresaba que el gobierno se mostraba favorable a la creaci�n de un "hogar nacional para el pueblo jud�o en Palestina", compromiso que se considera clave del inicio del problema palestino. Genet se�ala m�s abajo que Gran Breta�a a�n no era entonces potencia mandataria sobre Palestina.

(17) Jefes de gobierno o presidentes de los pa�ses comprometidos en la fuerza de interposici�n desplegada en Beirut (v�ase la nota 8).

(18) Genet recoge aqu� la hip�tesis de que Gemayel fuera asesinado por sus propios aliados israel�es a fin de justificar un control definitivo de Israel sobre L�bano o, al menos, la entrada de su ej�rcito en Beirut Oeste a fin de aniquilar definitivamente a la resistencia palestina que a�n pudiera permanecer all� y a sus aliados libaneses. En cualquier caso, su asesinato no ha sido nunca esclarecido.

(19) De Haddad, v�ase la nota 5.

(20) Los israel�es, all� situados.

(21) Fil�sofa alemana (1906-1975).

(22) Campamentos de refugiados palestinos cercanos a Beirut.

Texto extra�do de:
Colectivo Resistencia

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