Economía

Dictadura de la economía
y sociedad mercantilista

Stefano Vaj

La sociedad en que vivimos nuestra existencia conoce hoy como carácter calificativo la situación de unidimensionalidad que se ha venido a llamar “dictadura de la economía” y que puede ser reconducida a la hipertrofia patológica de una función social en el marco de un predominio cultural de los ideales burgueses. A su vez, es característica distintiva de esta hipertrofia en el conjunto de sus efectos secundarios la tendencia a fagocitar sucesivamente las distintas expresiones de la realidad humana. Ya escribía Nietzsche, en una página de Aurora: “Nuestra época que tanto habla de economía es sumamente sofocante; sofoca el espíritu”.

Las tres funciones sociales milenarias de las culturas indoeuropeas, función político-sagrada, función guerrera, función productiva, presuponían, de hecho, un ordenamiento jerárquico de las mismas; ordenamiento que, en particular, suponía un predominio de los valores inherentes a las primeras dos funciones. Ahora, no sólo la función productiva se encuentra hoy dominada por una de sus subfunciones, la economía, sino que esta última, a su vez, está también dominada por su subfunción mercantil. De modo que todo el organismo social está patológicamente sometido a los valores que expresa la función mercantil.

El liberalismo, históricamente, no tiene otro significado que el de haber fijado las bases teóricas para esta usurpación de la soberanía por parte del hecho económico. Ideológicamente, este se configura, de modo similar al propio marxismo, como uno de los variados reduccionismos contemporáneos. Los hombres en el interior de la especulación neoliberal moderna no pueden ser comprendidos a menos que sean reducidos a factores abstractos que intervienen en un mercado: clientes, consumidores, unidad de mano de obra, etc.

Las especificidades culturales, étnicas, políticas, humanas, todo lo que se opone a la intercambiabilidad, constituyen “anomalías provisionales” ante el proyecto que ha de realizarse: el mercado mundial, sin fronteras, sin razas, sin singularidades. Lo que Julius Evola llamaba americanismo, el fin de la historia en una visión comercial planetaria, constituye hoy probablemente la principal amenaza, ya que esta utopía es incluso más extremista que la del igualitarismo “comunista”, y más realizable por cuanto es más pragmática. Se puede decir desde este punto de vista que la sociedad americana es más democrática que comunista la Unión Soviética, y que este democratismo mundialista, en su versión europea, constituye para nosotros verdaderamente el último flagelo.

Por tanto, la nuestra es la “sociedad de los mercaderes”, pero no hay que pensar que esté particularmente basada en el intercambio y en el comercio. Cuando hablamos hoy de “sociedad de mercaderes” nos referimos no sólo y no tanto a estructuras socio-económicas, como a una mentalidad colectiva, un conjunto de valores que caracterizan, más allá de la economía, todas las otras instituciones. Los valores del “mercader”, útiles e indispensables a su nivel, determinan el comportamiento de todas las esferas sociales y del propio Estado.

Con esto, no pretendemos lanzar anatemas contra el dinero y los beneficios y, ciertamente, no somos prisioneros del odio hacia la economía, o promotores de un nuevo reduccionismo opuesto de forma prejuiciosa a la función mercantil en cuanto tal. Simplemente, sostenemos que los valores y la función económica han de ser aceptados, pero en la medida en que estén subordinados a otros valores; es significativo también como el privilegiar sistemáticamente la economía y el bienestar individual lleva a corto plazo, además de a la instauración de un sistema inhumano y a la desculturación de los pueblos, incluso a una mala gestión económica.

“Sociedad de los mercaderes” significa, entonces, sociedad en la que los valores no son más que valores mercantilistas. Para mayor claridad, podemos, con Guillaume Faye, Secretario del Departamento de Estudios e Investigaciones del GRECE, clasificar esquemáticamente en tres grandes divisiones los principios que inspiran estos valores: la mentalidad determinista, el espíritu de cálculo, la sistemática prioridad del bienestar económico individual.

La mentalidad determinista es útil sólo en el terreno económico, por cuanto sirve para maximizar los útiles conectando la propia actividad, como variable dependiente, a algunas reglas y funciones: curvas de precios, leyes de mercado, coyunturas, tendencias monetarias, etc. Pero, adoptada por todo el conjunto de una sociedad tiende inevitablemente a convertirse en una coartada para no actuar, para no arriesgarse. Cuando el conjunto de la economía nacional y, todavía peor el poder político, se someten y se dejan guiar por sistemas teóricos deterministas construidos según las necesidades del momento, renunciando a osar y a buscar soluciones de manera creativa, la sociedad se “gestiona” sólo a corto plazo, y permanece irremediablemente bajo la hegemonía de previsiones económicas pseudocientíficas que se consideran ineluctables ( la mundialización de la competencia internacional, la industrialización progresiva del tercer mundo, la necesaria evolución hacia el “crecimiento cero”, etc). Todo esto mientras, paradójicamente, no se tienen en cuenta las más elementales evoluciones políticas a medio plazo: por ejemplo, el oligopolio de los detentadores del petróleo.

Las naciones mercantilistas renuncian así a su libertad política y las gestiones liberales de los estados no saben más que ir en el sentido de lo que estas creen que se encuentra mecánicamente determinado, por cuanto racionalmente formulado, olvidando que, al final, es el hombre el que establece las reglas del juego. En el siglo de la perspectiva, de la previsión estadística e informática, uno se deja llevar por lo inmediato y se es más ciego que los monarcas de los siglos pasados. Se procede como si las evoluciones sociales, demográficas, geopolíticas no tuviesen ningún efecto. Así la sociedad mercantilista, sometida a las evoluciones y a voluntades externas, por el hecho de creer en el determinismo histórico, hace de los pueblos europeos objetos de la historia.

Otra clave interpretativa de la mentalidad mercantilista es el espíritu de cálculo, también adecuado para la función mercantil pero inaplicable a la totalidad de los comportamientos colectivos. El espíritu de cálculo no afirma, como podría parecer, que el dinero se ha convertido en la norma general, sino, de manera más simple, que lo que no se puede medir ya no “cuenta”, tan sólo tiene una “realidad” parcial. Por tanto, hegemonía de lo cuantificable sobre lo cualificable, sustitución sistemática de lo orgánico por lo mecánico, aplicando a todo el único criterio del coste económico teórico. Se pretende “calcular” todo: se programan las horas de trabajo, el tiempo libre, los salarios, la frecuencia de las relaciones sexuales, el consumo, la producción artística. En los datos de siniestralidad laboral se calcula incluso un preciso “coste de la vida humana”, ligado a la hipotética productividad unitaria media a lo largo del arco de la existencia personal.

Pero todo lo que escapa al cálculo de los costes, es decir, desde nuestro punto de vista, las cosas más importantes, se pasa por alto. Los aspectos no cuantificables económicamente de la vida humana y de los hechos socioculturales, como las consecuencias sociales del desarraigo debido a los movimientos migratorios, se convierten en algo indescifrable y, por lo tanto, se consideran insignificantes. El individuo “calcula” la propia existencia pero, perdiendo de vista sus raíces, ya no tiene el sentido de su propia identidad. Los estados no toman en consideración más que los aspectos “calculables” de su acción. ¿Una región muere de anemia cultural? Qué importa, si para el turismo de masas su tasa de crecimiento es positiva.

Esta superficialidad pertenece principalmente a esa “gestión tecnocrática” que constituye la grotesca caricatura mercantilista de la función soberana, y que tiende a asimilar las naciones a grandes sociedades anónimas (auténtica definición de las sociedades de accionistas) de las que los gobiernos constituyen el consejo de administración. Desde esta óptica, toda política exterior que no tenga por finalidad procurar salidas comerciales inmediatas, por ejemplo la defensa, carece de sentido. Incluso la economía se ve dañada en la medida en que este mercantilismo a corto plazo no está ciertamente en condiciones de constituir una verdadera política económica.

Finalmente, el tercer aspecto de la sociedad mercantilista es, como decíamos, la prioridad sistemática del bienestar económico individual que genera directamente un “deterioro político del estado” mediante su transformación en estado-providencia, estado dulcemente tiránico. Arnold Gehlen, define la “dictadura del bienestar individual” como la situación en que el individuo, obligado a entrar en el sistema providencialista del estado, ve desintegrarse su personalidad en el cerco consumista, en el que pierde todo dominio sobre su propio destino. El neoliberalismo lleva a cabo de esta manera un doble reduccionismo: por una parte, no se considera que el estado y la sociedad tengan que responder a otra cosa más que a las necesidades económicas de la gente; por otro lado, estas son reconducidas al “nivel de vida” individual- cosa, por lo demás, muy distinta del concepto de “calidad de vida”. Y de ahí desciende también la preeminencia, en el interior de la función económica misma, de lo “social” y de lo “consumista” por encima de la producción y de la innovación creadora.

En este marco aparece con claridad como, para un liberal, la única desigualdad entre los pueblos y entre los hombres es la diferencia respecto al poder adquisitivo: por lo que será suficiente, para alcanzar la “égalité”, difundir en el mundo la idea mercantilista. He aquí como se reconcilian el humanitarismo universalista y los “negocios”, la justicia y los intereses, “Bible and business”, según una frecuente expresión de Jimmy Carter. El hecho de que los particularismos culturales, étnicos, lingüísticos sean obstáculos para este tipo de sociedad explica el motivo por el cual la ideología moralizadora de los liberalismos políticos impulsa el internacionalismo, la mezcolanza de los pueblos y de las culturas, la integración racial y las diversas formas de centralismo antirregionalista.

La sociedad mercantilista y el modelo americano amenazan, por tanto, a todas las culturas de la tierra. En Europa y en Japón la cultura ha sido reducida precisamente a un way of life, que es exactamente lo contrario de un estilo de vida. La personalidad del hombre es “cosificada”, es decir, absorbida por los bienes económicos poseídos, que son lo único que estructura su individualidad; se cambia de “personaje” cuando cambia la moda y uno ya no está caracterizado ni por sus orígenes (comercializados en el folklore) ni por sus obras, sino sólo por el consumo. En el sistema contemporáneo los tipos dominantes son el consumidor, el asegurado, el asistido, ni siquiera el productor o el empresario, ya que el mercantilismo difunde un tipo de valores para los que vender y consumir resultan más importantes que producir. Y no hay nada más nivelador que la función del consumo: el productor, o el empresario, se diferencia por sus acciones, pone en juego unas capacidades personales; el consumo, en cambio, es la actividad pasiva, la no actividad por excelencia, a la que todos, indiferentemente, pueden acceder. Pero una economía de consumo no puede, al fin y al cabo, resultar más que inhumana porque el hombre es un ser activo, un constructor. En este sentido, hacen sonreír amargamente las acusaciones de resonancia bíblica de cierta izquierda cultural sobre el ser y el tener, sobre la “maldición del dinero” y sobre la “voluntad de poder” de la civilización europea. La sociedad contemporánea, pese a conservar por momentos una vitalidad cancerígena y decadente, para nosotros sólo preocupante, no afirma en absoluto ninguna voluntad, ni a nivel de destino global, como tampoco en el mero plano de una verdadera estrategia económica.

Texto original publicado en:
L'uomo libero

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