Cualquiera sabe qué hace el carpintero, el albañil, el
médico, el maestro, el plomero que repara esos tubos misteriosos por donde
en días de suerte pasa el agua, pero hay oficios que cuesta relacionar con
una ocupación útil, incluso que cuesta ubicar como "oficio". ¿Para qué sirve
la política? ¿Qué tipo de problemas soluciona un político? Por estos lados
de la geografía no se sabe muy bien de qué viven los políticos y a qué ramo
laboral se dedican, fuera de que no producen nada: no construyen casas, no
mejoran ni mantienen los espacios públicos, no hacen efectiva la garantía de
empleo para todos, no controlan la delincuencia, no aseguran que la
población reciba buena educación y buena atención médica, no se ocupan de
que haya bienestar, que reine la paz, o que nos gobiernen los mejores.
Tampoco es que pensemos que los políticos deban tener todas las soluciones
en sus manos, lo que ocurre es que estamos acostumbrados a que traten de
convencernos de que tienen la varita mágica y a la hora del té nos quedamos
con la taza vacía. Porque les cuesta dejar de hacer política (con la p
chiquita) para convertirse en gobernantes dedicados a solucionar problemas,
como la gente espera; el acto de pasar de artífices de la política como
herramienta para ganar el poder a funcionarios con poder obligados a usarlo
para dar respuesta a los problemas es una metamorfosis que tiene poco de
magia (no la magia de las palabras, por lo menos), como algunos tardan en
descubrir.
¿Qué hace un político? Habla, pronuncia discursos, se
sienta en una "mesa de diálogo", asiste a una cumbre y habla y habla, y a
veces pone, o le ponen, por escrito lo que dice, pero siempre habla y confía
en el efecto milagrero de sus palabras. Su éxito depende de lo que dice, de
lo que promete y a veces sólo de cómo lo dice. Su relación con un que hacer
determinado depende de lo que sale de su boca, pero dado que con frecuencia
son tantas las cosas que promete, resulta difícil establecer una relación
unívoca, "una a una", entre la palabra y los hechos, a veces resulta incluso
una tarea engorrosa hacerlo entre una andanada de palabras y otra. Esto
justifica que haya quienes como Edgar Otalvora se
hayan tomado el trabajo de hacer una selección de los deambulares verbales
del político más atacado de facundia que ocupa hoy el primer cargo de
gobierno entre nosotros. Esta recopilación, apareció hace poco con el título
de El Pez, en la onda de aludir a nuestro refranero tan lleno de
sentencias del tipo: "La lengua es el castigo del cuerpo", "El hombre es
esclavo de lo que dice y amo de lo que calla", "Por la boca muere el pez",
que reflejan la vieja sabiduría popular, sobre la que tengo dudas a la hora
de comprobar que el castigo -la esclavitud o la muerte- parece requerir de
dosis de oralidad interminables antes de hacerse efectivo.
En estos días, resurgieron mis dudas sobre el efecto
punitivo de la palabra al releer el discurso de diciembre de 1961 del más
famoso parlanchín superviviente de la fauna ictiológica del Caribe: Fidel
Castro. Esa fue la ocasión en que definió la orientación marxista leninista
de la revolución ante una masa que, seguramente, lo seguía entonces con el
entusiasmo que falta a la resignada disciplina de los que hoy agitan
banderitas frente a la tarima del jefe. En uno de los pasajes de su
inacabable discurso explicaba el líder cubano en aquellos días de esperanza
su insatisfacción con la dirección unipersonal de la revolución y las
ventajas de un gobierno en manos de un partido revolucionario que comparaba
favorablemente con otros sistemas, por ejemplo, las monarquías que:
"tienen
la característica de que un país puede llegar a ser gobernado por un idiota.
Un hijo de un Rey es idiota, y entonces, el país está condenado a que un
idiota lo gobierne cuarenta años, porque si no muere antes puede vivir
cuarenta años y hasta más".
Pues bien, resulta que cuarenta años después el monarca
cubano acaba de nombrar como heredero, a su hermano Raúl, el segundón de
quien no ha dicho que sea idiota pero parece que el único mérito que le ha
reconocido el monarca reinante es experiencia, que nadie le negará con
tantas décadas de aprendizaje. Parece que nuestros peces de la política no
mueren por la boca. Tal vez necesitemos no un texto de ictiología sino un
manual para pescadores expertos. |