Los bancos venezolanos andan
en la moda de la confusión, llamada por los expertos y los medios como
fusiones.
Personalmente he vivido
intensamente la confusión del banco donde mantengo una cuenta corriente
desde el siglo pasado.
Cuatro meses atrás, el banco
informó que de forma urgente, todos los clientes debíamos actualizar
nuestros datos. A casa llamaron cinco veces, pidiendo confirmar los datos
por esa vía, o solicitando que me dirigiera a mi respectiva sucursal. Por
aquello de no dar información por teléfono, me embarqué en una de esas colas
típicas de El Paraíso y cumplí mi responsabilidad.
Ya a mediados de enero, por
radio y TV, el banco conminó a todos sus clientes a cambiar su tarjeta. Caso
contrario, el primero de febrero el cliente que no cambiara su tarjeta,
amanecería en ese limbo del no ser, del no estar: el limbo de no poder
ordeñar al cajero automático ni pedir el saldo vía fax desde la comodidad de
su hogar.
Por supuesto que recibí el
primero de febrero con mi nueva tarjeta en el bolsillo. Ya me habían
advertido la señorita que me atendió en el banco, que las tarjetas viejas
fenecían el 31 de enero, pero las nuevas sólo funcionarían el cinco de
febrero. Después en la televisión vi que las tarjetas empezarían a funcionar
el día doce de febrero y más tarde anunciaron que las nuevas tarjetas
valdrían el día diez.
Viendo como el banco hacía un
brindis que hasta con ministro contó, viendo que el banco hasta compró la
portada de varios diarios para anunciar su confusión, también veía que los
días pasaban y mi tarjeta seguía muerta.
Luego del gran día de la
confusión, sin tarjeta activada, y ya clausurada la oficina que usualmente
usaba, me han señalado que debo reunirme con una asesora financiera para
dilucidar el problema de mi tarjeta. He visitado media docena de oficinas
del banco. En cada una de ellas encuentro filas de decenas de clientes y
clientas esperando su turno para la reunión con la asesora financiera. Fila
que me niego a hacer porque yo, al contrario de esos clientes y clientas, yo
sí cumplí con mi responsabilidad de cambiar a tiempo mi tarjeta. Apelando a
esa tradición del padrinazgo, abordé a un subgerente de sucursal, le
expliqué mi caso, y él muy amablemente imprimió un resumen de los
movimientos de mi humilde cuenta, pero igualmente me manifestó que para el
asuntico de la tarjeta sólo las señoritas asesoras financieras me podían
atender.
He llamado a
todos los teléfonos que ofrece el banco. He gastado una fortuna en teléfono
conectándome a Internet para visitar la página del banco que ofrece
soluciones para todo. Hasta ahora, en los albores del nuevo mes sigo sin
tarjeta. A los efectos bancarios no soy nadie, y por ello cada vez que Olga
me pide que compre alguna cosa para completar el almuerzo, debo hacer cola
en el banco para cobrar un cheque. Porque para más vaina, ahora los bancos
no conforman cheques por montos pequeños, y para comprar medio kilo de
merluza esta mañana debí pasar una hora ante la taquilla del banco,
esperando para cobrar un chequecito.
Saludos para todos. Nos seguimos
hablando... y hasta la próxima vez.
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