El
otro día fui a un supermercado que forma parte de una hipertienda, muy
moderna ella, que hasta pertenece a una cadena internacional. Era una de
esas compras de última hora para un almuerzo dominguero que ofrecíamos en
casa. Cuando salía del supermercado chic me detuvo un vigilante y con tono
golpeadito me dijo “¡el ticket!”. Ingenuamente supuse que se trataba del
ticket del estacionamiento, y que aquel señor de uniforme se había
percatado que no me lo habían sellado, pues lo más lógico dado lo chic del
supermercado, era que él se preocupara por este detalle.
Le entregué el ticket
del estacionamiento y aquel señor de uniforme, ofendido y bramando me
preguntó si yo estaba jugandito con él. “Mire amigo, el ticket de la caja, y
déjese de esos jueguitos y respete a la autoridad”. Aquel señor vigilante me
hizo entrar en conciencia. Primero, por muy refinado que sea el
supermercado-tienda por departamentos, allí también revisan las bolsitas del
mercado para impedir que la clase media se dé a la fuga con alguna latica de
anchoas en el bolsillo. Segundo. El vigilante, sabedor del pensamiento de
sus patrones, me trataba como si él y yo fuéramos compinches de botiquín.
Pero aparte de la
defensa a la propiedad privada, ante los probables ataques de nosotros los
empobrecidos clases media, el cuento viene a colación para referirme a un
personaje imprescindible en la vida de esta ciudad, que ahora han dado en
llamarla Gran Caracas.
Me refiero al ticket o
al tiquete.
Guardias armados aparte, en la puerta de todas las panaderías de la ciudad
que tienen puertas (en algunas zonas de alta concentración de votos
bolivarianos, ya atienden a través de barrotes), ahora han colocado a un
personaje epicentral en el hecho económico que constituye la compra de dos
canillas y un litro de jugo de naranja. Se trata del encargado de entregar
un ticket a todo consumidor que entre al sitio. Usted pide sus dos canillas,
la jovencita las pesa y pide “...el ticket!”. Allí anota las claves de la
compra de las dos canillas. El joven que atiende la nevera coloca sobre el
mostrados el litro de naranja (60 por ciento de legítimo jugo artificial
concentrado) y sin levantar la vista exige “el ticket...!”. Usted va hasta
la caja y la señora pide gruñe “el ticket...”, y antes de Usted superar el
marco de la puerta estará allí el guardián que exigirá “el ticket”.
Porque
ya el ticket no es la factura para pedir descuento en el impuesto sobre la
renta, o para mandar al muchacho de la casa para que “le cambien esas
canillas que deben ser de ayer porque están tiesas”. No. Ahora el ticket es
la prueba de que por esta vez, el clase media no se atrevió a irse sin pagar
el pastelito de queso y el cafecito marrón. Es decir, el ticket ya no es una
factura sino un salvoconducto para que el guardián de la puerta permita que
uno salga en libertad, después de haber osado poner en riesgo la propiedad
del portugués de la esquina.
Concluí que si quería ahorrarme la revisión policial a la salida de la
tienda por departamentos o de la panadería, sería conveniente hacer las
compras en un camioncito que se estaciona los viernes en la mañana cerca del
edificio donde vivo. El dueño del camioncito, por lo menos, saluda con
“buenos días...” y no pide ticket. El problema es que el camionero sólo
vende verduras y algunas frutas que trae de la Colonia Tovar. Pero en serio,
que maravilla es poder comerse unos duraznos cuya compra no ameritaron el
susodicho ticket.
Saludos para todos. Nos seguimos hablando...
y hasta la próxima vez. |