Siempre pensé que la santidad era una de esa ilusas ilusiones
humanas. Equivocadamente pensaba que en todo caso, la santidad era asunto de
seres especiales, iluminados, escogidos por el Santísimo.
Aceptar que existe la santidad implica dos ideas igualmente
difíciles de manejar. En primer lugar, la santidad supone que existe algo
que pueda llamarse de "santo". En estos días de cambio de milenio, entre
palitos de incienso, afiches de angelitos y muebles country no pareciera
descabellado pensar en cosas santas. Pero cosas santas del más allá, porque
(y esa es la segunda idea) la sola suposición de santos del "mas acá" es por
lo menos, discutible.
Esfuerzos supremos ha hecho su Santidad Juan Pablo II para
demostrarnos que aún hoy existen santos. Algunos quizá sospechosos de
favoritismo político por los lados del Opus Dei, otros con indiscutible
acento nacionalista, para recordar a polacos o venezolanos que por esas
tierras también se produce santidad. Aparte del impulso papal a la causa de
la santidad, la opinión generalizada pone en duda cualquier posibilidad de
un renacer de la santidad.
Estoy cada vez más convencido que la santidad está en camino de
convertirse en poco menos que una epidemia. Estamos a las puertas de una
masiva explosión de santidad, en los cuatro costados de nuestro planeta
neoliberal y globalizado. Pese a los peores augurios de los escépticos o
ateos, la santidad pronto estará de moda. Me pongo como ejemplo.
Bastó que una mañana mi tensión arterial llegara a 200,
juntándose al reciente descubrimiento de una hernia hiatal, para que con la
humildad del caso comenzara mi camino hacia la santidad.
Ya el gastroenterólogo había señalado el fin de mis días de
tomador de jugo de naranja. Debo confesar que mi odontólogo-periodontista me
había exigido el uso de pitillo para tomar el cítrico jugo para así evitar
la retracción de las encías. Pero el gastroenterólogo fue más severo: nada
de naranja, piña, limón, gaseosas, cerveza, y un traguito de whisky sólo de
vez en cuando. Además de mandarme a colocar unos ladrillos en las patas
superiores de la cama, el gastroenterólogo retiró de mi dieta todo tipo de
salsas, café y cigarrillos. Estos últimos, en un acto premonitorio de clara
inspiración divina, ya habían sido retirados de mi ingesta diaria, algunos
años antes.
Volviendo al cardiólogo. El listado de exámenes a los cuales fui
sometido parecía una verdadera lista de mercado. De mercado como los que se
hacían antes, quiero decir. Después de múltiples exámenes para precisar las
causas de la hipertensión, se concluyó que no hay causas. Es decir, tengo
una hipertensión reflexiva, que se explica por sí sola: un verdadero
portento ontológico, en otras palabras.
Con hipertensión autojustificada, los cardiólogos se han dado el
placer de entregarme cada uno de ellos, su lista de productos que poco a
poco han abandonado mi plato y mi vaso. Y como en los últimos cuatro años he
mudado tres veces de ciudad, he recibido por lo menos cinco o seis listas de
productos prohibidos. Nada de licores, nada de comidas pesadas, cero grasas,
cero triglicérido, cuidado con el aguacate, cero colesterol del malo, nada
de mariscos y de chuletas de cochino. Fin de la mantequilla, la mayonesa,
las morcillas y el caviar. A comer sin sal, poco azúcar porque no debe
engordar, sólo leche desnatada y cuidado con los quesos madurados. Es bueno
que procure tranquilidad, busque situaciones de armonía, como ir a misa o
escuchar música clásica. Para mayor colmo, tomarse diariamente unas
sospechosas pastillitas y comenzar a hacer ejercicio de forma organizada. Y
digo sospechosas porque según algunos de mis amigos, las famosas pildoritas
al parecer tienden a bajarnos el "ánino" a nosotros los varones (ojo...no es
mi caso,) . Y con el "ánimo" bajo y con la tensión alta, cuidado con ingerir
viagra, porque va a ir derechito al hueco del cementerio.
Así que ya pueden ver. Entre las listas de los cardiólogos y de
los gastroenterólogos, usted mi estimado lector, podrá ir descubriendo su
propia vía hacia la santidad. Sin tragos, sin cigarros, sin macarrones con
salsa, escuchando sólo música clásica y la misa de las seis de la tarde, con
la cama hecha un tobogán y con el "ánimo" en peligro de caerse (según mis
amigos...), el camino de la santidad claramente está abierto para todos
nosotros.
Salvo la envidia, todos los pecados capitales parecieran
debidamente compensados por esta nueva avanzada de la santidad, vía las
listas de productos prohibidos por los médicos.
Saludos para todos. Nos seguimos hablando... y hasta la próxima
vez.
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