El precio que se debe pagar, para poder
formar parte de la clase media, parece que es alto.
En aquellos lejanos años de estudiante,
mi profesor de Macroeconomía nos intentaba mostrar con gráficos y datos,
una realidad incuestionable. Después que las personas han adquirido cierto
nivel de ingreso y por lo tanto cierto nivel de consumo, es sumamente
difícil abandonar esos hábitos de consumo, cuando los ingresos comienzan a
bajar. Esa es una verdad científica, de la ciencia que inventó Adam Smith
en 1776, y que se ha hecho muy popular hoy en día. Tan popular es esa
ciencia que desde 1959 ofrece Premios Nóbel para sus mejores cerebros. Tan
popular es la Economía, que cada uno de nosotros, se siente un economista
incomprendido.
La verdad científica en cuestión, se resume en una
expresión, a la cual poco a poco nos hemos ido acostumbrando los
habitantes de este país: “Es que yo soy mal pobre”. Como “mal pobre” nos
auto-calificamos con no poca actitud de auto-consuelo. “Es que soy mal
pobre”, decimos cuando en el supermercado nos atrevemos a comprar unos
gramitos de salami o de quesito parmesano, “para la pasta, tú sabes”.
Salami y parmesano made in Venezuela, nada de productos importados, pero
en todo caso, salami y parmesano “para darse un gustico”, dice la señora
que tengo a un lado mientras una veintena de clases media hacemos la fila
frente a la nevera del supermercado. Hacemos la cola, con el papelito con
el número que nos tocó para atendernos.
Seguir siendo de la clase media tiene sus costos. No
es fácil seguir dándose el gustico de consumir los productos que hacen la
diferencia entre un chusma plato de comida y un socialmente aceptable
plato de comida. No es fácil meterse en la cabeza que ya no se puede
comprar agua francesa para los teteros, mermelada inglesa para la merienda
y vinagre francés para la ensalada.
Pero la perseverante clase media se las ingenia para
navegar en este mar de infelicidad. Pese a las tormentas, pese a las
imposiciones de la implacable realidad económica, pese a las terribles
reglas de las cadenas y tiendas, la clase media marcha adelante, con la
frente un poquito caída, pero adelante.
Unas semanas atrás, día sábado para mayor precisión,
me encontraba arreglando las luces de la sala que sirve de taller a mi
esposa. Me habían hablado de una hipertiendas dedicadas a cosas de
ferretería. En las cuales se encuentra cualquier perolito que usted
busque, y lo fundamental, a buen precio. Me fui hasta allá y descubrí que
estaba repleta de gente. Pura clase media, casi toda en parejas, de todas
las edades, pero clase media al fin y al cabo. Me adentré en el mundo de
la hipertienda de ferretería estilo caraqueño, y descubrí que el tipo de
cable que necesita y la lámpara halógena no existían en existencia. Luego
de deambular por los pasillos, me decidí a comprar un reflector y un hueso
para el perro. Luego de una cola de diez minutos llegué finalmente a la
caja... pagué y me dirigí hacia la puerta de salida. Otra cola en esa
puerta, una cola de todos los que procuraban salir. Resulta que para salir
de aquel templo del mercadeo ferretero se debe mostrar a un señor mal
encarado y peor hablado, el contenido de la bolsita que llevas debajo del
brazo. Supuse que los dueños de la tienda, suponen que la clase media
suele robar en los establecimientos y por eso es bueno revisarla antes que
se dé a la fuga.
Por recomendación de un empleado de la
hiperferretería, y siendo casi las siete de la noche, me fui a una súper
tienda de productos eléctricos. Allí las imposiciones policiales
comenzaron al entrar. Un agente privado del orden público, es decir, un
vigilante con revolver 38 en el cinto, me obligó a estacionar mi carro de
retroceso, de espaldas a la pared. En caso de contrariar la medida, no
podría dejar el carro en el estacionamiento de aquella moderna tienda. Ya
dentro, mientras solicitaba mis diez metros de cable número 16 y una
lamparita halógena, vino otro vigilante y me reclamó el hecho de no haber
dejado mi koala con el personal de la entrada. Me enteré en ese momento
que está terminantemente prohibido que los clientes (sospechosos ladrones
de la clase media) entren en aquel templo del comercio eléctrico, portando
bolsos y similares. Fui a la caja, pagué y me disponía a salir de la
tienda. A pocos pasos de la caja, otro vigilante revisó mi bolsita,
confirmó que el cable número 16 que yo portaba había sido efectivamente
medido y pagado. Después de esta requisa pude finalmente salir a la
libertad de la calle.
En otra oportunidad hablaremos de las hiper tiendas
que castigan con el látigo del desprecio a la clase media buscadora de
ofertas y paquetes tamaño familiar. Por ahora, sólo nos queda recapitular
sobre el tema. De verdad, es difícil seguir siendo clase media...
Saludos para todos. Nos seguimos
hablando... y hasta la próxima vez. |