En esa tradición de feria pueblerina, más Valledupar que Hannover, cada año Mérida se preparaba para sus ferias del sol. En los años
sesenta, la feria era en diciembre, dedicada a la católica Virgen de La
Inmaculada. Luego, el gobierno construyó un gran plaza de toros, la fecha de
la feria se cambió para que coincidiera con el carnaval y se convirtió en
una ofrenda al dios pagano Sol.
Las ferias son cosa seria, que compromete al gobierno de la
ciudad, a los sectores representativos, al comercio y la industria. La feria
estaba pensada en dos planos: uno que era de consumo interno de la ciudad, y
el otro, el importante, para cuando llegaran los turistas coincidiendo con
los días de las corridas con mejor cartel.
Recuerdo que cada barriada se concentra en apoyar a su candidata
para el reinado de la feria, hasta la gran noche cuando era seleccionada la
prima de algun amigo como Reina de la Feria del Sol. Después llegaron las
plantas de televisión, y convirtieron el reinado en parte de algun programa
sabatino de variedades.
Tema fundamental era el estado del tiempo. Dado que en Mérida
llueve (o llovía) mucho, la fecha de la Feria del Sol fue seleccionada
siguiendo los pálpitos meteorológicos de los baquianos de la sierra, quienes
aseguran que en febrero es cuando hace mejor clima, tardes soleadas, dignas
de un par de orejas para el matador. Claro, alguna vez llovía, los baquianos
también se equivocan, la arena se mojaba pero la borrachera colectiva que
eran las corridas de toros, no tenían ningún inconveniente. En todo caso,
los organizadores de las corridas siempre esperaban las predicciones del
estado del tiempo, ofrecidos por la Fuerza Aérea Venezolana. No faltaba el
aplauso o la pita, cuando hacía su entrada a la tribuna presidencial, el
señor Presidente de la República, cualquiera que él fuera.
Asunto de la mayor importancia era el de la diversión nocturna.
En cada barrio y en cada avenida que el municipio permitiera, instalaban lo
que se llamaba o llama “templetes”. Cerveza a buen precio, música bailable a
todo volumen, calles intransitables y amplio olor a micciones de quince
días.
El programa cultural no podía faltar e incluía desde los
mariachis cucuteños, el carrusel envejecido, alguna exposición trasnochada
ofrecida por una embajada, la gran venta de cuadros y lentes “todos a mitad
de precios” , un artesano manco que trabajaba haciendo figuritas de tagua o
de vidrio al momento, la Billo´s, los Melódicos y uno que otro artista
mexicano que venía a cantar en la gran gala bajo una carpa cercada por
paredes prefabricadas de lata.
Mérida tenía o tiene un ritmo anual, propio de una ciudad
donde la mitad de su población es flotante. Por eso, cada agosto y
diciembre, cuando los bachilleres de la ULA se habían ido a sus respectivos
hogares, las calles de la ciudad se repletaban de caras conocidas. Era el
reencuentro de entre los merideños que dos veces al año abandonaban la
condición de universitarios, para volver a ser simplemente merideños.
La otra fecha de cambio de rutina, era o es, febrero. Ese mes la
ciudad se llenaba o llena de turistas. Ese turismo que deja pañales
desechables (usados, claro) en cualquier puerta de casa, que descargan la
vejiga en cada esquina y que anima la economía local comprando una que otra
artesanía made in Bolivia mientras apura la lata de cerveza comprada en el
templete. Turismo poco aseado que se acepta porque trae reales para la
menguada economía de la ciudad, y supuestamente justifica las largas colas y
la interrupción de la vida diaria de los merideños.
Por eso febrero era tiempo de encerrase en casa, o irse montaña
arriba a pasar una semana entre el viento helado de la sierra. O comprarse
una torre de libros y quedarse en casa leyendo hasta reventar. Porque
aquella feria no era Mérida, era otra cosa, era digamos un producto para
exportación.
En estos días de septiembre del 2000, cuando Hugo I, el dignatario
venezolano reúne a los otros dignatarios y jefes de estado socios de la
OPEP, dan ganas también de encerrase en casa, o irse montaña arriba a pasar
una semana entre el viento helado de la sierra. O comprarse una torre de
libros y quedarse en casa leyendo hasta reventar. Porque esta ciudad no es
Caracas, es otra cosa, es digamos un producto para exportación.
Por cierto, la Fuerza Aérea Venezolana pronosticó buen tiempo para la feria,
perdón, para la reunión de dignatarios de la OPEP.
Saludos para todos. Nos seguimos hablando... y hasta la próxima
vez. |