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LA CRÓNICA DE EDGAR C. OTÁLVORA


Caracas, Venezuela 24 de Septiembre, 2000. Edición No.21. Se distribuye semanalmente (...o cuando haga falta)

La Crónica de Edgar C. Otálvora

FERIA 

La Crónica de Edgar C. Otálvora

  

            En esa tradición de feria pueblerina, más Valledupar que Hannover, cada año Mérida se preparaba para sus ferias del sol. En los años sesenta, la feria era en diciembre, dedicada a la católica Virgen de La Inmaculada. Luego, el gobierno construyó un gran plaza de toros, la fecha de la feria se cambió para que coincidiera con el carnaval y se convirtió en una ofrenda al dios pagano Sol.

           Las ferias son cosa seria, que compromete al gobierno de la ciudad, a los sectores representativos, al comercio y la industria. La feria estaba pensada en dos planos: uno que era de consumo interno de la ciudad, y el otro, el importante, para cuando llegaran los turistas coincidiendo con los días de las corridas con mejor cartel.

          Recuerdo que cada barriada se concentra en apoyar a su candidata para el reinado de la feria, hasta la gran noche cuando era seleccionada la prima de algun amigo  como Reina de la Feria del Sol. Después llegaron las plantas de televisión, y convirtieron el reinado en parte de algun programa sabatino de variedades.

          Tema fundamental era el estado del tiempo. Dado que en Mérida llueve (o llovía) mucho, la fecha de la Feria del Sol fue seleccionada siguiendo los pálpitos meteorológicos de los baquianos de la sierra, quienes aseguran que en febrero es cuando hace mejor clima, tardes soleadas, dignas de un par de orejas para el matador. Claro, alguna vez llovía, los baquianos también se equivocan, la arena se mojaba pero la borrachera colectiva que eran las corridas de toros, no tenían ningún inconveniente. En todo caso, los organizadores de las corridas siempre esperaban las predicciones del estado del tiempo, ofrecidos por la Fuerza Aérea Venezolana. No faltaba el aplauso o la pita, cuando hacía su entrada a la tribuna presidencial, el señor Presidente de la República, cualquiera que él fuera.

           Asunto de la mayor importancia era el de la diversión nocturna. En cada barrio y en cada avenida que el municipio permitiera, instalaban lo que se llamaba o llama “templetes”. Cerveza a buen precio, música bailable a todo volumen,  calles intransitables y amplio olor a micciones de quince días.

            El programa cultural no podía faltar e incluía desde los mariachis cucuteños, el carrusel envejecido, alguna exposición trasnochada ofrecida por una embajada, la gran venta de cuadros y lentes “todos a mitad de precios” , un  artesano manco que trabajaba haciendo figuritas de tagua o de vidrio al momento, la Billo´s, los Melódicos y uno que otro artista mexicano que venía a cantar en la gran gala bajo una carpa cercada por paredes prefabricadas de lata.

              Mérida tenía o tiene un ritmo anual, propio de una ciudad donde la mitad de su población es flotante. Por eso, cada agosto y diciembre, cuando los bachilleres de la ULA se habían ido a sus respectivos hogares, las calles de la ciudad se repletaban de caras conocidas. Era el reencuentro de entre los merideños que dos veces al año abandonaban la condición de universitarios, para volver a ser simplemente merideños.

       La otra fecha de cambio de rutina, era o es, febrero. Ese mes la ciudad se llenaba o llena de turistas. Ese turismo que deja pañales desechables (usados, claro) en cualquier puerta de casa, que descargan la vejiga en cada esquina y que anima la economía local comprando una que otra artesanía made in Bolivia mientras apura la lata de cerveza comprada en el templete. Turismo poco aseado que se acepta porque trae reales para la menguada economía de la ciudad, y supuestamente justifica las largas colas y la interrupción de la vida diaria de los merideños.

          Por eso febrero era tiempo de encerrase en casa, o irse montaña arriba a pasar una semana entre el viento helado de la sierra. O comprarse una  torre de libros y quedarse en casa leyendo hasta reventar. Porque aquella feria no era Mérida, era otra cosa, era digamos un producto para exportación.

          En estos días de septiembre del 2000, cuando Hugo I, el dignatario venezolano reúne a los otros dignatarios y jefes de estado socios de la OPEP, dan ganas también de encerrase en casa, o irse montaña arriba a pasar una semana entre el viento helado de la sierra. O comprarse una  torre de libros y quedarse en casa leyendo hasta reventar. Porque esta ciudad no es Caracas, es otra cosa, es digamos un producto para exportación.

Por cierto, la Fuerza Aérea Venezolana pronosticó buen tiempo para la feria, perdón, para la reunión de dignatarios de la OPEP.

Saludos para todos. Nos seguimos hablando... y hasta la próxima vez.          

 

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