Cuando llegaron las hipertiendas a
Caracas, se volcaron hacia clientes que compraran productos al por mayor.
Diez kilos de pasta de tomate para los restaurantes italianos, paquetes
gigantes de caraotas para los restaurantes criollos, y paquetes
hipergrandes de papel higiénico para oficinas, hoteles, moteles y demás.
Hace algunos años era relativamente fácil
entrar al selecto círculo de compradores de los hipermercados venezolanos.
Total, todos nosotros, pobres miembros de la clase media, hemos registrado
alguna empresa, de maletín (o sólo de papel) es cierto, pero empresa al fin
y al cabo. Los papeles de la empresita creada por si acaso salía algún
proyecto con los organismos multilaterales. Esos papeles de la empresita son
la carta de entrada para que el miembro de la clase media pase a formar
parte de “los afiliados”.
Los afiliados están
obligados a comprar por lo menos una vez cada seis meses, porque de lo
contrario la hipertienda los hundirá en las profundidades del oprobio, lo
retirará de su sistema computarizado y le retirará la tarjeta. Los dueños de
la hipertienda exigen que todo afiliado muestre clara fidelidad. La
traición al juramento de fidelidad será aleccionadoramente punida.
Por ello, los clase media somos bien
juiciosos (como dicen en Bogotá) con nuestra membresía hipercomercial. La
tarjeta de filiación la guardamos celosamente en nuestra cartera, cual
estampita de la Rosa Mística y del Santo Niño. No perdemos oportunidad para
glorificar nuestra membresía ante nuestros semejantes y de noche, mientras
sacamos la cuenta de los gastos de la quincena, la vemos con ojos de ternura
y suspiramos un “que haría yo sin ti”.
Porque ser afiliado nos permite ir a
comprar aquellos paquetes gigantes que antes estaban reservados a los
restaurantes y oficinas. Ahora podemos ir y comprar un paquete con tres
cajotas corn flakes , o una bolsa con seis quilos de espagueti, o una caja
con doce botellas de aceite, o un paquetico de atún ahumado traído de Costa
Rica, que podemos servir como si de tratara de tierno salmón. Después con el
carrito cargado de los hiperpaquetes, los afiliados iremos a la caja para
esperar entre media hora u hora y media. Colas más adecuadas a una tienda
estatal cubana, que para una moderna firma capitalista de alcance global.
Cola lenta porque allí no tienes empacadores, ni muchachos que ayuden con
los paquetes: es más, ni siquiera hay bolsas para empacar las tres botellas
de yogurt de bajas calorías que pudiste comprar, estirandito el sueldo.
Cual taquilla de banco en la caja se
necesita mostrar la cédula. Ya en la puerta de salida, revisan el carrito y
las facturas. Después de esta revisión de tipo eminentemente policial, el
clase media se dispone a empujar el pesado cargamento hasta su vehículo.
Allí en ese carrito de hipermercado lleva su razón de ser, su sentido de
pertenencia a una clase social, su rango de clase media empobrecida pero con
orgullo de los otrora viajes de crucero. Porque en estos tiempos que corren,
para seguir siendo clase media es necesario aceptar las reglas ultrajantes
de los hipermercados, comprar por cuotas a la prima desempleada y hacerse el
loco con la visita semestral de los carajitos al odontólogo.
Por muy suecos y
tecnológicos que sean sus accionistas, esas tiendas han venido prosperando
bajo una filosofía bien vernácula. Es esa filosofía comercial según la cual,
el dueño de la tienda, el mesonero, la cajera del banco, la secretaria de la
jefatura civil o el presidente comandante, nos están haciendo un favor, y
por lo tanto debemos aceptar toda suerte de normas arbitrarias y hasta
vejatorias.
El tema da para
más...pero ya está bueno por hoy. Mañana debemos madrugar para hacer las
compras del mes...ya saben donde!!!
Saludos para todos. Nos seguimos hablando... y hasta la próxima
vez.
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