NICHOLAS SAID

CRUZANDO EL DESIERTO

La Autobiografía de Nicholas Said es uno de los pocos testimonios de primera mano sobre la Trata Oriental. Nacido en Bornú, Said fue capturado en una razzia esclavista. Aquí relata el penoso cruce del Sáhara, es de señalar que prefiere ser vendido como esclavo antes que hacer el recorrido de vuelta.

   A nuestro arribo a Katchna, nosotros los prisioneros, fuimos distribuidos entre distintos compradores, y en pocos días separados, algunos de nosotros para no encontrarnos nunca más en la tierra.

Yo fui vendido a un hombre medio árabe, medio africano, un individuo del aspecto más feroz y cruel. Yo estaba terriblemente asustado de él al principio, pero luego de un tiempo, descubrí que él no era tan monstruoso como me había parecido.

Él tenía cerca de veinte esclavos de ambos sexos, traídos desde Hausa, Fellatah y Tombuctú. Abd El Kader, mi nuevo amo, permaneció en Katchna unos tres meses, durante cuyo tiempo me pegó muy frecuentemente, porque yo estaba adelgazando con la pena y melancolía por mi hogar. Él trataba de hacerme comer más, evidentemente temiendo que yo muriera y él por lo tanto perdiera su dinero.

Pienso que mi compra le costó una chilaba, (una especie de capa) y un viejo y enmohecido trabuco, ambas cosas que serían compradas por un valor de unos diez dólares en EE.UU.

Este, sin embargo, era un buen precio, siendo que los varones totalmente desarrollados eran vendidos a los comerciantes usualmente por unos tres dólares, y las mujeres jóvenes por un dólar más aproximadamente.

A la expiración del tiempo arriba mencionado, arribó una caravana desde Kano y Sokoko, y uniéndonos a ella, partimos para Zinder, un país tributario de Bornú.

Abd El Kader, poseía cerca de quince camellos y dromedarios, a pesar de lo cual nunca lo vi cabalgar, mientras estábamos de viaje.

El país que atravesábamos era, por un gran trecho, nada más que bosque denso, y el agua era abundante, desde que ahora era el principio de la estación de lluvias, pero tan pronto como tocamos el territorio Zinder, los árboles se volvieron más raros y de pequeña talla, las lluvias cesaron y las nubes fueron dejadas al este y al sur. Habíamos alcanzado el límite norte de las lluvias tropicales; y en consecuencia, encontramos el país estéril e infecundo.

Finalmente nos encontramos en los límites del desierto, donde la vegetación cesó totalmente, y el ojo no encontraba nada sino arena y rocas.

Desde este momento Abd El Kader comenzó a proveernos agua, lo que ocurría tres veces al día.

Nuestra comida consistía de dátiles y mijo crudo, lo que era muy poco. No tuvimos comida luego de dejar Katchna hasta nuestra llegada a Fezzan. Finalmente arribamos al oasis de Ozum, y lo encontramos carente aún de la más miserable agua para proveer a los camellos. Aquí nos quedamos sólo un día, y temprano a la mañana siguiente estábamos nuevamente en camino. Sufrimos mucho por el calor y la sed, y encontramos poco alivio en los pequeños oasis por los que pasamos ocasionalmente.

El primer lugar habitado que alcanzamos fue un pueblo en el oasis de Tibbu. Aquí obtuvimos una cantidad de dátiles y harina de avena, la único alimento que tuvimos de allí en adelante para comer en el viaje.

Los tibbus, al igual que sus vecinos los kindills, son grandes ladrones, y durante el corto tiempo que permanecimos entre ellos, los esclavos teníamos estrictamente prohibido vagar por el campamento porque seríamos raptados.

Después de dejar este, el lugar siguiente al que llegamos, a un día de viaje, era Bulma, impropiamente pronunciado Bilma, la capital del país Tibbu. Es un lugar insignificante, no ocupando el pueblo entero más terreno que uno de los palacios del rey Omar, en Kuka. A la mañana siguiente a nuestra llegada a esta capital en miniatura, sus habitantes, y aquellos de otro pueblo que no estaba en nuestra ruta, estaban en actitud de guerra, siendo la causa que los jefes de dos tribus distintas deseaban a la misma bella mujer por esposa, y concluyeron por resolver la cuestión por medio de la batalla. Para el momento de nuestra partida, sin embargo, los valerosos ejércitos no habían ido a las manos, no sé lo que habrá ocurrido luego.

Los tibbus son negros, con rasgos más regulares que los de los kanuries. Sus costumbres son similares a las nuestras, pero hablan un dialecto ininteligible tanto para nosotros como para los kindills. Este país abunda en pequeñas minas, y en una sustancia, llamada en nuestra lengua kelbu, que tiene el sabor de la soda. Este Kelbu se encuentra en grandes masas, a veces de cuatro o cinco pies de espesor. Los tibbus y kindills esportan esto a Sudán, donde la sal y el kelbu tienen siempre una gran demanda y a cambio, ellos reciben marfil, polvo de oro y esclavos.

Este país es tributario de los kindills, quienes anualmente los visitan, y extraen enormes sumas de los cobardes tibbus, quienes nunca ofrecieron la menor resistencia a estos saqueadores.

Estando cerca del centro del gran Sáhara, nunca llueve en este país, pero el agua puede ser obtenida de pozos que no exceden cinco o diez pies de profundidad. Sin embargo, el agua es salobre, debido a la abundancia de sal y kelbu, que en mayor o menor medida impregnan al agua. La extensión de Tibbu, de norte a sur, es de cuatro días de viaje, pero de este a oeste no puedo decirlo. La apariencia general del país es montañosa, y en los valles existen inmensos bosques de palmeras datileras. Ellos parecen subsistir principalmente de dátiles y harina de avena, que cultivan mediante irrigación, y carne de cabra y carnero. Después de dejar el país de los tibbus, entramos en una región donde la entera superficie de la tierra estaba cubierta con piedras afiladas. Con hambre, sed, pies sangrantes, y calor insoportable sufrimos intensamente, y yo estuve frecuentemente a punto de caer desvanecido a un costado del camino. No se nos permitía cabalgar, y las sandalias de cuero de camello sin curtir, provistas por nuestro amo, no duraban lo suficiente como para protegernos. No teníamos casi nada que comer, y nos daban solamente tres pintas de agua, a cada uno, por día.

En el siguiente lugar de abastecimiento de agua, cuyo nombre olvidé, encontramos a un pobre hombre enfermo, que había sido abandonado por su cruel amo, un tibbu. Él suplicó lastimosamente por comida y bebida, pero, en lugar de proveer sus necesidades, el inhumano Abd El Kader le habría disparado, a no ser por uno de la partida, de nombre Abu Tunsy, quien por piedad o avaricia lo rescató y le dio alimento. El pobre tipo luego se recobró, y la humanidad de Abu Tunsy fue recompensada por el dinero que recibió por él, cuando lo vendió en Murzuk.

Luego de dejar este oasis, nos encontramos en el medio del gran Sáhara. Este océano de arena ardiente ha sido tan frecuentemente descrito por escritores más gráficos que yo, que no intentaré pintarlo con palabras. De hecho, un cuadro perfecto, en palabras o en lienzo, es imposible. El Sáhara debe ser sentido para ser comprendido. A todo lo lardo de nuestra ruta encontramos gran número de esqueletos, esqueletos humanos, completamente disecados por los ardientes rayos del sol nunca nublado. El calor es tan grande que la carne se vuelve tan seca como el hueso, antes de que pueda ser disuelta. Aquí no se encuentran hienas, ni buitres para hacer presa del muerto, y los comerciantes nunca entierran a quien cae en el desierto. Los cuerpos yacen hasta que son inhumados por las abrasadoras tormentas de arena, o hasta que se pulverizan. Se dice que los comerciantes dejan estos cuerpos expuestos para atemorizar a sus caravanas de esclavos y hacerlas andar más de prisa.

El calor era tan intenso que frecuentemente éramos compelidos a descansar durante el día y viajar de noche. En estas ocasiones, viajábamos toda la noche, cuando asomaba la luna, y hasta cerca del mediodía del día siguiente, cuando erigíamos tiendas, y yacíamos en ellas hasta la caída del sol.

Las noches en el Sáhara son deliciosamente frescas.

Luego de lo que me pareció un espacio de tiempo interminable, pasado en esta horrible jornada, el creciente frescor de la noche nos dio noticia de que nos estábamos aproximando a la costa de este mar infernal, y una jornada de pocas semanas nos condujo a las fronteras de Fezzán. El primer pueblo que alcanzamos en el pachalato de Fezzán, fue, pienso, El Kaheni, un pequeño lugar amurallado, con cerca de tres mil habitantes. Aquí, para mi gran sorpresa, casi todos podían hablar mi lengua vernácula. Este es otro problema para que resuelvan los etnólogos. En nuestro viaje desde Kaheni hasta Murzuk, pasamos por una pequeña aldea llamada Abu Harish, a unos dos días de viaje de Murzuk; y entonces mi ansiedad por llegar al fin del viaje era tan intensa que difícilmente podía contenerme de echar a correr: Abd El Kader nos había prometido abundancia de carnero, miel y cuscús cuando llegáramos a Murzuk; y creyendo cada palabra que decía, yo estaba casi fuera de mí de alegría, con la perspectiva de buena comida abundante y descanso.

Pero tuve una gran desilusión, porque, luego de sólo dos o tres días de descanso, mi amo me envió a su granja, a unas tres millas de Murzuk, para sacar agua de un pozo y echarla en el canal de irrigación, que la conducía a todas las partes del campo.

Mi compañero en esta labor inusual y dificultosa era un sirviente árabe, llamado Hassán, que me pegaba y me hacía hacer todo el trabajo. Entre mi limitada comida de tallos de nabo y dátiles hervidos, y el abuso de Hassán, pasé un momento miserable, y así se lo dije a Abd El Kader cuando vino a vernos; y también le dije que yo era el hijo de Barca Gana. Él pareció sorprendido cuando mencioné el nombre de mi padre, y dijo que había estado una vez con él en una expedición. Me llevó de vuelta al pueblo con él ese día, y me trató con más benevolencia y consideración de allí en adelante, prometiendo incluso enviarme de vuelta a Bornú. Sin embargo, yo estaba sin deseos de recruzar el inhóspito Sáhara, le pedí que me vendiera a los turcos, de quienes había oído que eran muy buenos amos. En consecuencia, luego de que estuve con él unos cuatro meses, finalmente me vendió a un joven oficial, un Aga del ejército del Pachá, llamado Abdy.

Fuente: Said, Nicholas The Autobiography of Nicholas Said; a Native of Bornou, Eastern Soudan, Central Africa. Shotwell & Co., Publishers, Memphis, 1873.

Traducción: Luis César Bou

 

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