MAX NORDAU

 

La situación de los judíos en el siglo XIX

 

(Del discurso pronunciado en el Primer Congreso Sionista)

 

En todas partes donde los judíos se encuentran entre las otras naciones, en concentraciones nume­rosas, impera la miseria judía. No es la miseria co­mún, inexorable destino del género humano sobre la tierra. Es una miseria especifica que los judíos sufren no como hombres sino como judíos, y de la que estarían a cubierto si no fueran judíos.

Esta miseria judía presenta dos formas: una prác­tica y otra ética. En Europa Oriental, en Africa del Norte, en el Medio Oriente, precisamente en los países que alojan a la inmensa mayoría, probablemente a nueve décimos de la población judía mundial, existe la miseria judía en su sentido llano y lite­ral. Es una indigencia física cotidiana; es la pre­ocupación y zozobra por el día de mañana; la an­gustiosa lucha por la mera existencia.

Los países mencionados determinan el destino de más de siete millones de judíos. Todos ellos, con excepción de Hungría, oprimen a los judíos me­diante restricciones de sus derechos cívicos y me­diante la inquina oficial o social, los rebajan a la situación de proletarios y pordioseros, sin dejarles siquiera la esperanza de poder emerger de estos profundos abismos de depresión económica merced a los redoblados esfuerzos del. individuo y de la sociedad.

En Europa Occidental se ha aliviado algo para los judíos la lucha por la existencia, si bien en los últimos tiempos se hace evidente también aquí la tendencia a volver a hacerla más dura y cruel. La cuestión del pan y del techo, la cuestión de la se­guridad de la vida, no les mortifica tanto. Aquí, la miseria es moral. Se expresa en agravios cotidianos que humillan el amor propio y la dignidad de la persona; consiste en la ruda represión de sus impul­sos hacia las satisfacciones espirituales de las que ningún otro pueblo se ve forzado a privarse.

Los judíos de Europa Occidental no están some­tidos a restricción de sus derechos. Disfrutan de la libertad de movimiento y de desarrollo en el mismo grado que sus compatriotas cristianos. Las conse­cuencias económicas de esta libertad de movimiento han sido notables. Las cualidades raciales judías, tales como la diligencia, la perseverancia, la inte­ligencia y la economía, condujeron a una rápida reducción del proletariado judío, que en ciertos paí­ses hasta habría desaparecido del todo si no fuera por el flujo de inmigrantes judíos de Europa Orien­tal. Los judíos occidentales, que lograron la igualdad de derechos, alcanzaron en un plazo relativamente breve un mediano bienestar. De cualquier manera, la lucha por el pan cotidiano no adquiere entre ellos los rasgos dramáticos que se observan en Rusia, Rumania y Galitzia.

Pero entre estos judíos va creciendo la otra mi­seria judía: la miseria moral.

El judío occidental no ve amenazada su vida por el odio del populacho; pero no sólo las heridas cor­porales duelen y sangran. El judío del Oeste consi­deró la emancipación como una verdadera libera­ción y se apresuró a deducir de ella todas las con­clusiones. Los pueblos le demostraron que no había razón de ser tan cándidamente lógico. La ley esta­bleció con toda generosidad la teoría de la igualdad de derechos. Pero el gobierno y la sociedad han re­glamentado la práctica de la igualdad de derechos hasta convertirla en burla y escarnio. En su ingenui­dad dice el judío: “Soy un hombre, y nada de lo humano me es extraño”. Y tropieza con la respues­ta: “Tus derechos humanos han de ser utilizados con cautela; careces del verdadero concepto del ho­nor, del sentido del deber; te faltan prendas morales, amor a la patria, idealismo, y por lo tanto de­bemos separarte de todas las posiciones en las que se requieren tales cualidades”.

Nadie ha tratado jamás de fundamentar con he­chos estas acusaciones. A lo sumo se cita alguna vez, con triunfal regocijo, el caso aislado de algún judío, vergüenza de su pueblo y desecho de la hu­manidad entera. Y contra todos los principios de la lógica y de la inducción se atreven a erigirlo en premisa básica de la cual se desprenden toda clase de conclusiones. Debo decir aquí algo penoso: los pueblos que acordaron a los judíos la igualdad de derechos se engañaron a sí mismos y se equivoca­ron respecto a la índole de sus propios sentimien­tos. Para alcanzar su pleno efecto, debieron haber realizado la emancipación primeramente en sus pro­pios sentimientos, antes de darle vigencia legal. Em­pero no fue éste el caso, sino todo lo contrario. La emancipación de los judíos no es consecuencia del reconocimiento del pecado cometido contra todo un pueblo, de los tormentos infligidos a los judíos, ni de la conciencia de que ha llegado el momento de reparar esta injusticia milenaria; no es más que la resultante del modo de pensar geométrico y recti­líneo del racionalismo francés del siglo XVIII. Ba­sándose meramente en la lógica, sin prestar aten­ción a los sentimientos vivos, estableció este racio­nalismo una serie de principios con firmeza de axiomas matemáticos, y quiso a toda costa imponer estos productos de la razón pura en el mundo de las realidades. La emancipación de los judíos cons­tituye un ejemplo más de aplicación automática del método racionalista. La filosofía de Rousseau y de los Enciclopedistas condujo a la Declaración de los Derechos del Hombre. La lógica inflexible de los gestores de la Gran Revolución llevóles de la De­claración de los Derechos del Hombre a la emanci­pación de los judíos. Propusieron un silogismo re­gular: todo hombre tiene por naturaleza determinados derechos; los judíos son hombres, por consi­guiente tienen los derechos naturales del hombre. Y así fue proclamada en Francia la igualdad de los derechos de los judíos, no por un sentimiento de fraternidad para con ellos, sino sencillamente porque la lógica lo exigía. Es verdad que el sentimiento popular se oponía a esto, pero la Filosofía de la Revolución ordenaba anteponer los principios a los sentimientos. Perdóneseme, pues, la expresión, que no es modo alguno prueba de ingratitud; pero los hombres en 1792 nos emanciparon por puro dog­matismo.

El resto de Europa Occidental siguió el ejemplo de Francia, no a impulso de los sentimientos, sino porque los pueblos civilizados sentían una especie de deber moral de adoptar las conquistas de la Gran Revolución. Todo país que pretendiera ubi­carse en el pináculo de la civilización, se veía obligado a establecer determinadas instituciones y disposi­ciones, creadas, adoptadas o perfeccionadas por la Gran Revolución, tales como la representación del pueblo en el gobierno, la libertad de prensa, el establecimiento de tribunales y jurados, la separación de poderes, etcétera. También la emancipa­ción de los judíos vino a ser uno de estos hermosos implementos imprescindibles para equipar un Estado altamente civilizado. Así, pues, los judíos de Europa Occidental fueron emancipados, no por un impulso interno, sino por seguir una moda política en boga; no porque los pueblos hubieran decidido extender a los judíos una mano fraterna, sino porque los dirigentes de aquella generación habían adoptado un ideal de cultura europea que exigía, entre otras cosas, que en el código figurase también la eman­cipación de los judíos.

La emancipación transformó totalmente la na­turaleza del judío y lo convirtió en una criatura distinta. El judío desprovisto de derechos de la época anterior a la emancipación era un extranjero entre los pueblos, pero en ningún momento pensó en rebelarse contra tal situación. Se sentía miem­bro de una raza totalmente diferente que nada tenía de común con sus coterráneos. Todas las cos­tumbres y modalidades judías tendían inconscien­temente a un solo y único propósito: el de conservar el judaísmo merced al aislamiento del resto de las naciones, fomentar la unidad del pueblo judío y rei­terar incansablemente al individuo judío la nece­sidad de preservar sus características a fin de no verse extraviado y perdido.

Esta era la psicología de los judíos del ghetto. Luego vino la emancipación. La ley aseguró a los judíos que ellos eran ciudadanos cabales de sus respectivos países natales. La ley también ejerció cierta sugestión sobre quienes la habían promulgado, y durante su luna de miel provocó en el sector cristiano estados de ánimo que tuvieron su expresión en un enfoque cálido y cordial de la misma. El judío, ebrio de gozo, se apresuró a quemar sus naves. A partir de allí tenía una patria y no necesitaba más del ghetto; estaba ligado a otra sociedad y ya no necesitaba vincularse exclusivamente a sus correligionarios. Su instinto de conservación adaptóse rápida y totalmente a las nuevas condiciones de existencia. Si antes le impulsaba ese instinto al más severo aislamiento, ahora movíale al extremo acercamiento e imitación. El lugar de la resistencia defensiva fue ocupado por la adaptación ventajosa. Durante una o dos generaciones, según el país, continuó este proceso con notable éxito. El judío se inclinaba a creer que no era más que alemán, francés, italiano, etcétera.

Pero he aquí que de pronto, hace unos veinte años, estalló en Europa Occidental el antisemitismo que había permanecido adormecido en las profundidades del alma popular durante treinta o sesen­ta años, y reveló ante los ojos espantados del jud­ío la verdadera situación que él había dejado de ver. Todavía se le permitía votar en las elecciones a los representantes del pueblo, pero se vio apar­ado y expulsado, de buenos o malos modos, de todas las asociaciones y reuniones de sus compa­triotas cristianos. Todavía seguía teniendo libertad de movimiento, pero por doquier topábase don inscripciones que rezaban: “Prohibida la entrada a judíos”. Disfrutaba aún del derecho de cumplir con todos los deberes del ciudadano, pero con la sola excepción del derecho general del voto, veíase rudamente desposeído de los otros derechos, de aquellos derechos elevados que acompañan al ta­lento y a la laboriosidad.

Esta es la situación actual del judío emancipado en la Europa Occidental. Ha abandonado su per­sonalidad judía, pero los pueblos le hacen sentir que no ha adquirido la personalidad de ellos. Se separa de sus correligionarios porque el antisemi­tismo se los ha hecho aborrecibles, pero sus pro­pios compatriotas lo rechazan cuando trata de acer­carse a ellos. Ha perdido la patria del ghetto, y su tierra natal se le niega como patria. No tiene te­rreno bajo sus pies, y no está ligado a un grupo al cual pueda incorporarse como miembro bien re­cibido con plenitud de los derechos. Ni sus cualidades ni sus actos son considerados con justicia y menos aún con buena voluntad por sus compatriotas cristianos; por otra parte, ha perdido todo nexo con sus compatriotas judíos. Tiene la sensación de que todo el mundo le aborrece, y no hay lugar donde pueda hallar la actitud cálida y cordial que tanto anhela.

Esta es la miseria moral de los judíos, mucho peor que la física porque castiga a personas más desarrolladas, más orgullosas y más sensibles.

Los mejores judíos de Europa Occidental gimen desoladamente bajo esta miseria, y buscan alivio y escape.

Muchos procuran salvarse huyendo del judaísmo e ingresan fingidamente en la grey cristiana. Es­tos nuevos marranos abandonan el judaísmo con amargura y aborrecimiento, pero en lo más íntimo de su corazón guardan rencor al cristianismo.

Otros esperan el remedio del sionismo, que no es para ellos el cumplimiento de una mística pro­mesa de las Sagradas Escrituras, sino el camino hacia una existencia en la cual el judío habrá de hallar finalmente las simples y primarias condi­ciones de vida, que resultan sobreentendidas a todo no-judío, a saber: un apoyo social seguro, buena voluntad en la sociedad, posibilidad de utilizar sus condiciones para el desarrollo de su verdadera per­sonalidad, en vez de malgastarlas en la represión, tergiversación u ocultamiento de sus cualidades.

Y finalmente están aquellos otros, cuya concien­cia se rebela contra la argucia del marranismo, pero que están demasiado ligados a sus patrias y consideran demasiado duro el renunciamiento que en última instancia impone el sionismo. Se arrojan a los brazos de la revolución más cruel, alimentando la secreta esperanza de que con la destrucción del régimen actual y la erección de una nueva socie­dad, el odio a los judíos no pasará de las ruinas del viejo mundo al mundo nuevo que pretenden construir.

Esta es la fisonomía que presenta el pueblo ju­dío al concluir el siglo XIX. Para decirlo en pocas palabras: Los judíos son en su mayoría un pueblo de mendigos proscritos. Más activo y diligente que el término medio de los hombres europeos, sin ha­blar de los indolentes, asiáticos y africanos, está condenado el judío a la más extrema indigencia proletaria porque se ve impedido de utilizar libre­mente sus fuerzas. Presa de insaciable hambre de cultura, se ve rechazado y expulsado de las fuentes del saber; su cráneo se estrella contra la espesa capa helada de odio y desprecio extendida sobre su cabeza. Es excluido de la sociedad normal, la de sus coterráneos, y condenado a trágica soledad. Se le acusa de intruso; pero si aspira a la superiori­dad es porque se le rehusa la igualdad. Se le echa en cara el sentimiento de solidaridad con todos los judíos del orbe; empero su verdadera desdicha es, que ante la primera palabra amable de la eman­cipación, arrancó de su corazón hasta el último ras­tro de su solidaridad judía, a fin de dejar lugar al imperio exclusivo del amor a sus compatriotas.

La miseria judía ha de ser motivo de preocupa­ción de los pueblos cristianos, no menos que del propio pueblo judío.

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