Ibn Batuta

A través del Islam.

 

ISLAS MALDIVAS

 

Resolví entonces dirigirme a Díbat al-Mahal [Islas Maldivas], de las que ya había oído halar. Dibat se pronuncia como el nom­bre «loba», en árabe (di’ba). A los diez días de habernos embar­cado en Calicut, llegamos a estas islas, que son una de las maravi­llas del mundo. Hay unas dos mil islas, de las cuales un centenar, o poco menos, están agrupadas en círculo, como formando un anillo, de modo que los navíos sólo pueden entrar allí por una especie de puerta. Cuando un barco llega a una de ellas, tiene que contratar a un guía indígena, si quiere ir a las otras islas; están tan cerca que, cuando sales de una, ya ves aparecer las copas de las palmeras de la otra. Si el barco marra el camino, no puede entrar en estas islas y el viento le lleva a la costa de Coromandel o a Ceilán.

Los habitantes de las Maldivas son todos musulmanes, hombres religiosos y de buenas costumbres. Están divididas estas islas en regiones, cada una de las cuales tiene al frente un valí, que ellos llaman kurduw  y que son las siguientes: Pálipúr; Kannalús; Mahal, nombre por el que se conoce a todas las islas y región donde habitan sus sultanes; Taládib; Karáydú; Taym; Taladummatí; Hala­dummati, que sólo se diferencia de la anterior por la letra hache; Baraydü; Kandakal; Mulúk y Suwayd, que es la más lejana. No hay ningún tipo de cultivo en las Maldivas, excepto en Suwayd, donde se da un cereal parecido al anfl [especie de mijo], que llevan de aquí a la región de Mahal. La alimentación de los isleños consiste fundamentalmente en un pescado parecido al lirun, que ellos llaman qulb al-mas [bonito negro] y que tiene la carne roja, sin nada de grasa, aunque huele como la carne de cordero; al acabar la pesca, los cortan en cuatro trozos que cuecen un poco; poniéndolos después en unos cestos de palmas, colgados encima del humo de la lumbre. No lo comen hasta estar completamente seco, y llevan esta mojama a la India, a China y al Yemen.

 

Mención de los árboles de las Islas Maldivas

 

La mayor parte de los árboles que hay en estas islas son cocoteros, que, junto con el pescado que acabamos de describir, constituyen la base de la alimentación de los malvideños. Los coco­teros son árboles de naturaleza admirable, pues llegan a producir doce racimos por año, o sea, uno por mes; pequeños unas veces, grandes otras, secos o verdes, y así continuamente. Del coco hacen leche, aceite y miel, tal y como hemos contado en la primera parte de nuestro viaje; con la miel hacen dulces, que comen junto con la nuez de coco seca.

Esta alimentación, a base de pescado y productos del cocotero, da un vigor maravilloso y sin igual en la coyunda: los maldiveños son extraordinarios en esto. Yo tuve en estas islas cuatro mujeres, aparte de las esclavas, y a todas les hacía la ronda diaria, pasando luego la noche con la que le correspondía por turno; y esto, durante el año y medio que estuve allí.

Los otros árboles y plantas de las Maldivas son yambos, toronjos, limoneros y ñames. De las raíces de estos últimos hacen harina, con la que preparan una especie de fideos que cuecen en leche de coco: es uno de los mejores platos que conozco, del que comí abundantemente, pues me gustaba muchísimo.

 

 

De la gente de estas islas y de algunas de sus costumbres, seguido de la descripción de sus viviendas

 

Los maldiveños son gente religiosa, de buenas costumbres, fe sincera y recta intención; comen alimentos lícitos y sus plegarias son atendidas. Al encontrarse, se saludan de esta guisa: «Dios es mi señor y Mahoma mi profeta. Y yo soy un pobre ignorante». Son débiles de cuerpo y no son duchos en combates ni guerras, pues no tienen más armas que sus oraciones. Estando en estas islas, mandé un día cortar la mano de un ladrón y algunos de los que estaban en la sala de audiencia se desmayaron. Los piratas hindúes, sin embargo, no les atacan ni les causan espanto, pues ya han comprobado que a quien roba algo a estas gentes le sobre­viene de inmediato alguna calamidad; cuando los barcos enemigos se acercan por esta zona, arramblan con lo que pueden coger a los forasteros, pero a los maldiveños no les hacen ningún mal. Si un infiel hurta cualquier cosa, aunque sea un limón, su jefe le escar­mienta mandándole azotar atrozmente, por miedo al castigo que puede caerles encima. A no ser por esto, serían presa fácil de quienes quisieran atacarles, debido a su débil naturaleza.

En todas las islas hay hermosas mezquitas y casi todas las viviendas son de madera.

Estos isleños son gente limpia, que no aguanta la suciedad; la inmensa mayoría se lava dos veces diarias, para mantenerse lim­pios, debido a la calor tan rigurosa que hace aquí y a lo mucho que se suda. Usan abundantes ungüentos aromáticos, como el aceite de sándalo y otros, y se untan con algalia, que traen de Mogadiscio. Las mujeres suelen llevar a su marido o a su hijo, tras el rezo de la madrugada, una alcoholera, agua de rosas y unto de algalia, para que se alcoholen los ojos y se acicalen el cutis con el agua de rosas y el aceite de algalia,. a fin de que les desaparezca la palidez del rostro.

Se visten con diversos paños: se atan un lienzo en la cintura, a modo de zaragüelles, y se ponen en la espalda unos paños que llaman al-wilyán; es decir, algo así como los alharim [indumentaria sacra de los peregrinos en La Meca]. Unos se tocan con turbante y otros con un pequeño pañuelo. Cuando se encuen­tran con el cadí o el jatib, se quitan el paño de los hombros y le acompañan hasta su casa con la espalda descubierta. Otra de sus costumbres es que cuando un hombre se casa y se dirige a la morada de su esposa, ésta le alfombra con lienzos de algodón el espacio entre la puerta de la calle y la de la alcoba, colocando además puñados de conchas a ambos lados de este camino. La mujer le espera de pie en el umbral de la alcoba y, cuando se acerca, le echa en los pies un paño, que recogen los criados del marido. Si es la mujer la que va a la casa del esposo, también alfombran la mansión y ponen conchas, pero es siempre la mujer quien, al acercarse, le echa el paño a los pies del hombre. Obser­van este mismo ritual para saludar al sultán, de manera que han de llevar siempre un paño en estas ocasiones, como ya diremos.

Sus construcciones son de madera y, para prevenir humedades, aquí muy abundantes, levantan el piso de las casas a cierta dis­tancia del suelo. Empiezan tallando piedras de dos o tres codos de largo y colocándolas en varias hileras, extendiendo por encima, a continuación, troncos de cocotero; luego alzan las paredes a base de tablones, demostrando un gran oficio en todo ello. En el zaguán construyen una habitación, que llaman malam, donde se reúne el dueño de la casa con sus amigos y que tiene dos puertas:

una hacia el zaguán, por la que entra la gente, y otra que da a la casa, por donde entra el anfitrión. Al lado de este malam hay una tinaja llena de agua, con un cazo llamado walanl, hecho de corteza de coco y con un mango de dos codos de largo, mediante el cual sacan agua de los pozos, pues éstos son poco profundos. Los maldiveños, ya sean plebeyos o gente alta, van todos descalzos y sus callejas están barridas, limpias y sombreadas por árboles, de modo que quien anda por ellas es como si fuera por un jardín. Aún así, todo el que entra en una casa tiene antes que lavarse los pies con el agua de la tinaja cercana al malam, secándoselos en una esterilla grosera hecha de fibra de cocotero allí dispuesta para tal uso, haciendo también lo mismo para entrar en las mezquitas.

Cuando llega un barco, los isleños suelen ir a su encuentro montados en kunduras, o sea, barquichuelas, llevando hojas de betel y karanbas, que son cocos verdes. Cada cual ofrece estas cosas al tripulante del barco que más le place, quedando éste convertido en huésped del isleño y trasladándose a su casa con todos sus enseres, como si fuera uno de sus parientes. Si algún recién venido quiere casarse, lo hace, y, cuando llega el momento de irse, repudia a su mujer, pues las maldiveñas no salen de su país. A aquél que no se casa, la mujer de la mansión donde se aloja le sirve y le hace la comida, preparándole, además, el viático necesario el día en que se va, y se contenta, a cambio, con cualquier insignificante regalo. Las ganancias del erario, que aquí dicen bandar, consisten en poder comprar un lote de cada tipo de mercancías del barco por un precio fijo, tanto si los géneros valen eso como si valen más: a esto llaman «ley del puerto» . Para la administración de este bandar, habilitan en todas las islas una casa de madera, llamada balansár, donde el kurduri, es decir, el valí, junta toda la mercancía que puede comprarse y venderse. Cuando traen piezas de cacharrería, los isleños las pagan en gallinas: un puchero se vende aquí por cinco o seis de estas aves.

Los barcos se llevan de estas islas el pescado del que hemos hablado, nueces de coco, tejidos, los paños dichos wilyan y turban­tes de algodón; también se llevan vasijas de cobre, de las que hay muchas aquí, conchas y qanbar, que es como llaman a la fibra del coco. Este qanbar lo curten en hoyos abiertos en la playa, lo machacan con barras de hierro y luego las mujeres hilan las fibras, con las que hacen cuerdas para unir el maderamen de los barcos; estas sogas se llevan a China, la India y el Yemen, pues el qanbar es mejor que el cáñamo. Con estas cuerdas están ligados los tablones de los barcos indios y yemeníes, pues este mar abunda en arrecifes, y si las maderas estuvieran clavadas con puntas de hierro, el barco se haría trizas al chocar contra los escollos, pero el hecho de ir atadas con cuerdas le da mayor elasticidad a la nave, que de este modo no se rompe.

En las Maldivas utilizan como moneda las conchas de un molusco que recogen en el mar y meten en hoyos cavados en la misma orilla, hasta que se le consume la carne y queda sólo un hueso blanco. Un centenar de estas conchas recibe el nombre de siyah y a un total de setecientas le llaman fal; doce mil constituyen un kuttá y cien mil, un bustus. Comercian con ellas sobre la base de cuatro bustus por dinar de oro, aunque a veces valen menos, ya que llegan a  cambiarse diez bustus por un solo dinar. Con ellas compran arroz en Bengala, pues también en este país las usan como moneda; los yemeníes las aceptan igualmente, porque las emplean para lastrar sus barcos, en lugar de arena. Estas conchas son, asimismo, la moneda utilizada en el país de los negros: yo he visto en Malí y en Yawyaw [Gao, junto al Níger] canjear mil ciento cincuenta de estas piezas por un dinar de oro.

 

Acerca de las malvideñas

 

Las mujeres de las Islas Maldivas, incluida la sultana, llevan la cabeza descubierta y los cabellos peinados y recogidos a un lado. Casi todas se visten con un solo paño, que les llega del ombligo a los pies, quedando desnudo el resto del cuerpo, y de esta guisa andan por los zocos y demás sitios. Cuando fui designado para el cadiazgo de estas islas, me esforcé en cortar tal costumbre, orde­nando a las mujeres que se vistieran, pero no pude conseguirlo; todo lo más que logré fue que, cuando vinieran a yerme para pre­sentar una querella, entraran completamente vestidas. Algunas lle­van, además del dicho paño, unas camisas de mangas cortas y an­chas. Yo tenía unas jóvenes esclavas que vestían como las mujeres de Delhi y llevaban cubierta la cabeza, pero esto las afeaba mas que embellecerlas, ya que no estaban acostumbradas a ello.

Se aderezan con brazaletes, de los que se ponen varios en cada brazo, desde la muñeca hasta el codo; estas pulseras suelen ser de plata: sólo las llevan de oro las mujeres del sultán y de su parentela. Llevan también ajorcas, que aquí dicen báyl, y collares de oro, lla­mados basdarad, que les caen sobre el pecho.

Una de sus raras costumbres consiste en ponerse a servir a sueldo en las casas por una cantidad fija que no pasa de los cinco dinares, aparte de la manutención, que corre a cargo del patrón. En modo alguno ven esto como una vergüenza, y casi todas las mucha­chas lo hacen; puedes encontrarte en casa de un hombre rico hasta con diez o veinte de ellas. El valor de todas las vasijas que rompan, se les descuenta del salario: si alguna quiere salir de una casa para entrar en otra, la nueva familia le paga la deuda que tenga con los anteriores amos, pasando la muchacha, de esta manera, a estar em­peñada con los nuevos señores. La principal labor que desempeñan estas asalariadas es hilar el qanbar.

Casarse en estas islas es fácil, por lo exiguo del acidaque y lo agradable que resulta el trato carnal con las mujeres de aquí. La mayoría de los hombres ni siquiera mencionan el acidaque, sino que pronuncian la saháda [profesión de fe musulmana] y entregan la dote estrictamente legal. Cuando atracan los barcos, sus tripulantes se casan con las isleñas y, a la hora de partir, las repudian, pues ellas no salen nunca de su país; es decir, que se trata de una especie de casamiento de placer. No he visto en el mundo mujeres mejores que éstas, en lo que se refiere a cohabitar con ellas. La maldiveña no encomienda a nadie el cuidado del marido, sino que ella misma le pone la mesa y se la quita, le lava las manos, le trae el agua para las abluciones y le tapa los pies cuando duerme. Tienen la costumbre de no sentarse a la mesa con su esposo, para que éste no sepa lo que come su mujer. Yo me casé en las Maldivas con varias mujeres: algunas comieron conmigo, después de engatusarlas, pero otras no lo hicieron y no conseguí verlas comer, por más artimañas que urdí.

 

 

Relato del motivo por el que los habitantes de estas islas abrazaron el Islam y mención de los genios malignos que les causaban daño todos los meses

 

Gente de aquí, digna de toda confianza, como el alfaquí Isá al-Yamani [el Yemení 1, el maestro y alfaquí Ali, el cadí Abdallh y algunos otros me contaron que los isleños eran antes infieles y que todos los meses se les aparecía un genio maligno por el lado del mar, que asemejaba un barco lleno de linternas. Habían tomado la costumbre, cuando le avistaban, de coger a una moza virgen y lle­varla engalanada a una budjana, o sea, un templo de ídolos que se alzaba en la costa, con una ventana que daba al mar; la dejaban allí toda esa noche y, al volver a la mañana siguiente, la hallaban desflo­rada y muerta. Así pues, todos los meses echaban a suertes entre ellos y a quien le tocaba, tenía que entregar a su hija. En esto, llegó a las Maldivas un magrebí, llamado Abü-l-Barakát al-Barban [el Beréber] que sabía de memoria el excelso Corán, y que se alojó en casa de una vieja de la isla de Mahal. Un día que fue a visitar a la vieja, vio cómo ésta había reunido a la familia y cómo las mujeres lloraban como plañideras en un funeral; preguntó qué les pasaba y no le contestaron. Llegó entonces un trujamán, que le hizo saber que ese mes, al echar suertes, le había tocado a la vieja, la cual sólo tenía una hija que habría de morir en manos del demonio. Abú­l-Barakát dijo a la vieja: «Yo iré esta noche, en lugar de tu hija», pues era completamente imberbe. Le llevaron allí esa noche, le metieron en la budjana, después de haber hecho las abluciones, y se puso a recitar el Corán, cosa que siguió haciendo cuando vio apare­cer al demonio por la ventana. Este, al oír lo que estaba cantu­rreando El Beréber, se hundió en el mar, de modo que, al amanecer, el marroquí continuaba leyendo el Corán. Llegaron entonces, de una parte, la vieja con su familia, y de otra, los demás habitantes de la isla para llevarse a la muchacha e incinerarla, según su costumbre, y hallaron al marroquí en plena salmodia. Le condujeron a su rey, que se llamaba Sanuráza, y le dieron noticia de lo ocurrido, que­dando el monarca maravillado. El marroquí quiso entonces persua­dirle para que se convirtiera al Islam y le instó a ello, pero el rey le dijo: «Quédate aún otro mes con nosotros y, si vuelves a hacer lo que has hecho y te libras del demonio, me haré musulmán». Abü­l-Barakát se quedó allí y Dios abrió el pecho del rey para que pudiera complacerse en la fe islámica, de modo que se hizo musul­mán antes de terminar el mes, así como su familia e hijos y la gente de su corte. Ya entrado el mes siguiente, llevaron al marroquí a la budjana y se puso a recitar el Corán hasta el alba, pero el demonio no apareció. Llegó el sultán con una gran cantidad de gente y le encontraron enfrascado en la lectura del Corán, así que destrozaron los ídolos y demolieron la budjana. Los indígenas de Mahal se hicie­ron musulmanes y difundieron la noticia por las demás islas, cuyos habitantes abrazaron también el Islam. El marroquí quedó allí, siendo muy venerado por los isleños, los cuales siguieron su es­cuela, que era la del imán Málik, a quien Dios tenga en su santa gloria. Aún hoy en día, los maldiveños tienen en gran estima a los marroquíes, a causa de Abú-l-Barakát, el cual llegó a construir una mezquita que lleva su nombre. Yo he leído una inscripción en madera, sobre la macsura de la aljama, que dice: «El sultán Ahmad Sanúráza se hizo musulmán de la mano de Abü-l-Barakát el Beré­ber, el Marroquí». Este sultán asignó un tercio de los tributos de las islas como limosna para los viajeros, ya que habíase convertido al Islam por uno de ellos; el nombre actual de esta cantidad guarda todavía relación con tal hecho.

A causa del mentado genio maligno, muchas de las islas queda­ron despobladas, antes de su conversión al Islam. Cuando entramos en las Maldivas, yo no sabía nada de este asunto y, mientras estaba una noche ocupado en mis cosas, oí que la gente voceaba el tahlil y el takbir  y vi que los niños llevaban en las cabezas ejemplares del Corán y que las mujeres golpeaban aljofainas y vasijas de cobre. Quedé pasmado ante semejante conducta y les pregunté: «¿Qué os pasa?». «¿No has visto lo que hay en el mar?», me respondieron. Miré y percibí algo así como un gran barco lleno de lámparas y antorchas. «Es el demonio —me dijeron—, que suele aparecer una vez por mes, pero cuando hacemos lo que has visto, se aleja y no nos causa daño alguno».

 

Mención de la sultana de las islas Maldivas

 

Otra de las maravillas de estas islas es que tienen por sultán a una mujer, Jadiya, hija del sultán Yalal ad-Din Umar hijo, a su vez, del sultán Salál ad-Dín Sálih alB anyálí [El Bengalí]. El reino perteneció primero a su abuelo y luego a su padre, que al morir se lo dejó en herencia a su hijo Siháb ad-Din, hermano de Jadiya. Este Siháb ad-Dín era aún muy joven y el visir Abdalláh b. M. al­Hadrami [de Hadramawt] se casó con su madre y le tuvo dominado. El dicho Abdalláh casó también con la sultana Jadiya, cuando murió su primer marido, el visir Yamál ad-Dín, como ya relataremos. Cuando Siháb ad-Dín llegó a la mayoría de edad, expulsó a su padrastro, el visir Abdalláh, y le desterró a las islas de Suwayd, quedándose con todo el poder; nombró entonces visir a uno de sus clientes, llamado Ali Kalakí, al que destituyó al cabo de tres años, desterrándole también a Suwayd. Se decía de este sultán que frecuentaba por las noches los harenes de sus notables y gente de su corte, por lo que fue destronado y deportado a la región de Haladutani, donde mandaron después a un indivi­duo que le eliminó.

Así, no quedaron de la familia real más que las tres hermanas del muerto: Jadiya, la mayor; Maryam y Fátima. Los maldiveños proclamaron sultana a Jadiya, que estaba casada con el jatib Yamál ad-Dín, el cual se convirtió en visir y se hizo con el poder, nom­brando como sustituto suyo en el cargo de jatib a su hijo Muham­mad. De todas formas, los decretos se promulgan siempre en nom­bre de Jadiya, y se escriben en hojas de palma con un hierro curvo, parecido a un cuchillo, pues no emplean el papel más que para los ejemplares del Corán y los libros de ciencia. El jatib menciona a la sultana en el sermón del viernes y algún otro día más, diciendo:

«Dios mío, asiste a tu comunidad, a la que has elegido, en tu sabi­duría, entre los demás pueblos, y a cuya cabeza has puesto, como prueba de misericordia para con todos los musulmanes, a la sultana Jadiya, hija del sultán ‘alál ad-Dín, hijo del sultán Salál~ ad-Din».

Cuando un algarivo llega aquí y se dirige al salón del consejo, que dicen dár, ha de llevar consigo dos trozos de paño, pues ésta es la costumbre. Al acercase a presentar sus respetos por el lado de la sultana, le echa un paño a los pies, y luego, al saluda al visir, que es Yamál ad-Dín, el marido de Jadiya, le tira el otro trapo.

Las tropas de esta sultana están formadas por unos mil hombres, casi todos extranjeros, aunque hay algunos nativos. Todos los días van al dar, ofrecen sus servicios y se retiran. La soldada se la pagan en arroz, que les reparten todos los meses en el bandar; a fin de mes, se presentan en el dar, saludan y le dicen al visir: «Haz llegar a la sultana nuestros respetos y hazle saber que hemos venido a pedir nuestra soldada». Y entonces, sin dilación alguna, se dan las órde­nes necesarias para ello. El cadí y los funcionarios, que aquí se llaman visires, también van todos los días al dar, ofrecen sus servicios, presentan sus respetos por medio de los eunucos y se retiran.

 

De los funcionarios y sus cometidos

 

Los maldiveños llaman kalaki al gran visir, al lugarteniente de la sultana, y al cadí le dicen fandayarqalu. Todos los pleitos van a parar al cadí, que es el personaje más respetado por esta gente: acatan su autoridad tanto como la del sultán, o aún más. Se sienta en una alfombra, en el mismo dár, y posee tres islas, en las que recauda por su cuenta los tributos, según una antigua costumbre implantada por el sultán Ahmad Sanúráza. Al jatib le dicen handiyari; al canciller del diván, fama/dan; al jefe de obras públicas, mafakalu; al jefe de policía, fitnayak; y al almirante de la flota, münayak. Todos ellos reciben el nombre de visires.

En estas islas no hay cárceles, así pues los criminales son ence­rrados en las casas de madera donde se guardan los bultos de los mercaderes, aprisionándoles a cada uno en una canga, como hace­mos nosotros con los cautivos rumíes.

 

De mi llegada a estas islas y de las mudanzas de mi fortuna en ellas

 

Cuando llegué a las Maldivas, desembarqué en la isla de Kannalüs, hermosa y con muchas mezquitas. Me alojé en casa de un hombre muy piadoso y luego me convidó a ir a su morada el ilustre alfaquí Ali, que tiene varios hijos dedicados al estudio de las ciencias. Encontré en Kannalús a un individuo llamado Muhammad, oriundo de Zafár al-Ijumüd [en Yemen], que me hospedó y me dijo: «Si entras en la isla de Mahal, el visir te retendrá en ella, pues no tienen cadí». Mi propósito, sin embargo, era salir de las Maldivas hacia China, pasando por la costa de Coromandel, Ceilán y Bengala. Yo había llegado a estas islas en el barco del patrón Umar al-Hinawri, virtuoso peregrino, que, tras diez días de estancia en Kannalus, alquiló una kundura para diri­girse a la isla de Mahal, con un presente para la sultana y su marido. Quise ir con él, pero me dijo: «Tú y tus compañeros no cabéis en la kundura: si quieres venir tú solo, puedes hacerlo». Rehusé su ofrecimiento y se hizo a la mar, pero el viento le gastó una buena jugada y tuvo que volver a Kannalús al cabo de cuatro días, después de haber sufrido diversas calamidades. Se disculpó conmigo y me conminó a que le acompañara, junto con mis amigos.

Partimos por la mañana temprano y desembarcamos a eso del mediodía en una de las islas, de la cual salimos para pernoctar en otra. A los cuatro días de navegación, llegamos a la región de Taym, cuyo kurduu’i. llamado Hilál, me mandó saludos, me hos­pedó y vino a mi encuentro con cuatro individuos, dos de los cuales cargaban a hombros un palo del que colgaban cuatro galli­nas, mientras los otros dos llevaban una estaca parecida, en la que habían atado unas diez nueces de coco. Me extrañé del aprecio que hacían de cosas tan desdeñables y me dijeron que obraban así en señal de respeto y estima. Salimos de Taym y al sexto día desem­barcamos en la isla de Utmán, hombre excelente, de los mejores que he conocido, que nos hospedó y trató con toda consideración. Al octavo día, llegamos a la isla de un visir que le dicen at­Talamdi.

Por fin, a la décima jornada, llegamos a la isla de Mahal, donde residen la sultana y su marido, y anclamos en el puerto. Tienen aquí la costumbre de que no pueda nadie desembarcar en el puerto, a no ser con su permiso. Nos lo concedieron y quise entonces dirigirme a alguna mezquita, pero los sirvientes que estaban en el muelle me lo impidieron, diciendo: «Hay que visitar antes al visir». Yo había recomendado al patrón que, cuando le preguntaran por mí, dijera no conocerme, por miedo de que me retuvieran allí; pero ignoraba que, a la sazón, habían recibido ya una carta de un entrometido, dándoles noticias mías y contando que había sido cadí en Delhi. Cuando llegamos al dár, es decir, a la sala de audiencia, nos acomodamos en unas bancas orilla de la tercera puerta; el cadí Isá al-Yamani vino a saludarme y yo, por mi parte, saludé al visir. Llegó entonces el patrón Ibráhím con diez piezas de paño y presentó sus respetos a la sultana, echándole a los pies uno de los lienzos y haciendo luego lo mismo con el visir, hasta que tiró todos los paños. Le preguntaron por mí y dijo que no me conocía. A continuación, nos sacaron hojas de betel y agua de rosas, que entre ellos es señal de gran respeto, y nos alojaron en una casa, donde nos enviaron luego una comida consistente en una gran fuente llena de arroz y rodeada de pequeñas zafas con carne cocida en adobo, gallinas, manteca y pescado.

Al día siguiente, fui con el patrón del barco y el cadí Isá al-Yamani a visita una zagüía que había construido el virtuoso jeque Nayib, en una punta de la isla; volvimos por la noche y, apenas entrada la mañana, el visir me mandó un vestido y un banquete de huésped, en el que había arroz, manteca, carne en adobo, nueces de coco y miel de este mismo fruto, que aquí dicen qurbáni o sea, «agua de azúcar». Trajeron también mil conchas para mis gastos. A los diez días llegó un baco de Ceilán, donde venían faquires árabes y persas que me conocían y hablaron de mí a los criados del visir, lo que hizo aumentar el júbilo de éste por mi llegada. Me mandó llamar al comenzar el mes de Ramadán y me encontré allí con los otros visires y emires; sirvieron la comida en mesas, sentándonos a cada una de ellas un grupo de convida­dos. El visir me mandó sentar a su lado, en compañía del cadí Isá, del visir famaldári [canciller del diván] y de Umar el visir dahard. que quiere decir el «almocadén de las tropas». La comida de estos isleños suele consistir en arroz, gallinas, manteca, pescado, carne en adobo y plátanos cocidos; al final, beben miel de coco mezclada con especias, pues facilita la digestión.

El noveno día del mes de Ramadán, murió el yerno del visir; su hija había estado ya desposada con el sultán Siháb ad-Din pero ninguno de sus maridos había consumado el matrimonio con ella, debido a su corta edad. Su padre, el gran visir Yamál ad-Din, la recogió otra vez en su casa y me entregó a mí la de la viuda, una de las más bellas mansiones de Mahal. Le pedí permiso para da en ella un banquete a los faquires que vinieran de visitar el Pie de Adán [en la isla de Ceilán], y no sólo me lo concedió, sino que me envió, además, cinco corderos, animales muy estimados por los isleños, pues han de traerlos de las costas de Coromandel y Mala­bar o de Mogadiscio. Mandóme también arroz, gallinas, manteca y especias. Hice que lo llevaran todo a casa del visir Sulaymán, el manayak [almirante de la flota], el cual ordenó que me lo cocina­ran con esmero, aumentando la cantidad por su cuenta, además de enviarme tapices y vasijas de cobre. Rompimos el ayuno, como de costumbre, en la mansión de la sultana, junto con el visir, a quien pedí autorización para que asistieran a mi banquete algunos de los otros visires, contestándome entonces que él también iría. Le di las gracias, me retiré y, al llegar a mi casa, ya estaba allí Yamál-ad-Din con los otros visires y notables del Estado. Sentóse el visir en alto, en un pabellón de madera, y todos los emires y visires que iban llegando le saludaban y tiraban un trozo de lienzo sin coser, de modo que se juntaron unos cien paños, que recogieron los faqui­res. Sirvióse enseguida la cena y comimos; los almocríes salmodia­ron algunos trozos del Corán con sus bellas voces y, acto seguido, los faquires se pusieron a cantar y baila. Hice preparar una buena hoguera y los faquires entraron en ella, pateándola con los pies desnudos; algunos se comían los tizones encendidos, como quien come dulces, hasta que el fuego se fue apagando.

 

Mención de algunos favores que me hizo el visir Yamal ad-Din

 

Al final de la noche, como el visir se retirara, le acompañé; pasamos por un jardín perteneciente al erario y me dijo: «Este jardín es tuyo. Te construiré aquí una casa, para que habites en ella». Le agradecí su buena acción y le bendije. Al día siguiente, me envió una joven esclava con un criado suyo, que me dijo: «El visir te manda decir que puedes quedarte con esta muchacha, si te agrada; si no, te enviará una esclava marhata». Las jóvenes marha­tas me gustaban mucho, así que respondí: «Quiero la joven mar­bata». Me mandó una, llamada Qul Istán, o sea «Flor del Jardín», la cual conocía el persa y me agradó mucho. Los maldiveños hablan una lengua que no conseguí aprender.

Al otro día, me envió una joven esclava del Coromandel, llamada Anbarí [Ambarina], y, la noche siguiente, después del último rezo, vino él mismo a yerme, con un grupo de amigos. Entró en casa con dos pequeños esclavos, le saludé y me preguntó cómo estaba; le contesté bendiciéndole y dando las gracias por todo. En esto, uno de los esclavos le puso delante una luqsa [o buqia] es decir, una especie de sabaniyya [velo negro de crespón] y él sacó de allí unas telas de seda y una cajita llena de perlas y alhajas. Diómelo todo, diciendo: «Si te hubiera enviado todo esto con la esclava, ella hubiera dicho: “Esto es mío, lo he traído de la casa de mi amo”. Ahora que es tuyo, puedes regalárselo a ella». Volví a bendecirle y a darle las gracias, pues bien sabe Dios que se lo merecía.

 

Del cambio de actitud de este visir, de mi voluntad de marchar de las Islas Maldivas y de cómo me quede en ellas

 

El visir Sulaymán, el manáyak, me ofreció a su hija en matri­monio, por lo que pedí autorización para casarme al visir Yamál ad-Dín. Pero el mensajero volvió diciendo; «No le agrada el asunto, pues quiere casarte con su hija cuando haya expirado el plazo legal para sus nuevas nupcias». Yo rechacé esta proposición por temor al mal agüero de la hija de Yamál ad-Din, pues ya se le habían muerto dos maridos sin haber llegado a desflorarla. Entre­tanto, caí enfermo de fiebres: parece que todo el que entra en esta isla, debe padecerlas. Resolví entonces, de una vez por todas, irme de allí; cambié algunas alhajas por conchas y alquilé un barco para dirigirme a Bengala, pero, cuando iba a despedirme del visir, salió a mi encuentro el cadí y dijo: «El visir te manda decir que, si quieres irte, antes de partir has de devolvernos lo que te hemos dado». «He comprado conchas —le respondí— con algunas alha­jas, así pues haced lo que os parezca». Volvió más tarde, dicién­dome: «El visir dice que te hemos dado oro, y no conchas», a lo cual le repliqué: «Pues las venderé y os daré el oro». Mandé, pues, que me negociaran con los mercaderes la compra de las conchas, pero el gran visir ordenó que no lo hicieran, ya que, con todo esto, trataba de conseguir que no me fuera de Mahal. Envióme luego a uno de su privanza, a decirme: «El visir quiere que permanezcas con nosotros y tendrás cuanto desees». «Estoy bajo su autoridad —me dije para mis adentros—. Si no quedo de buen grado, será por las malas: mejor será quedar por mi gusto». «De acuerdo —contesté al mensajero—, me afincaré aquí». Corrió a decírselo a Yamal ad-Dín, quien se alegró mucho y me hizo llamar.

Cuando fui a verle, se levantó y, abrazándome, dijo: « ¡Quere­mos tenerte cerca y tú, sin embargo, quieres alejarte de noso­tros!». Le presenté mis disculpas, que aceptó, y le dije: «Si queréis que me quede, os impondré mis condiciones». «Las aceptaremos —replicó— ¡Acuérdalas!». «No puedo pasear a pie», le respondí. La costumbre de estas islas es que nadie, salvo el visir, vaya montado, así que cuando cabalgué el caballo que me dieron, la gente me seguía asombrada, tanto chicos como grandes, de tal modo que hube de quejarme al visir. Mandó que tocaran la dun­qura y que pregonaran entre la gente que no me siguiera nadie. La dunqura es una especie de aljofaina de cobre que golpean con un hierro, y cuyo sonido se escucha desde muy lejos; cuando dejan de tocarla, echan el pregón ante el público. «Puedes ir en palan­quín, si quieres —me dijo Yamál ad-Din—; si no, tenemos un alazán y una yegua, a tu elección». Escogí la yegua y me la trajeron al instante, así como un vestido.

Dije luego al visir: «¿Qué hago con las conchas que he com­prado?». «Manda a uno de tus compañeros a Bengala, para que te las venda allí», me contestó. «Pero entonces —le dije— tienes que enviar con él a alguien que le ayude». «De acuerdo», replicó. Así pues, mandé para Bengala a mi amigo Abú M. b. Farlián, en compañía de un hombre llamado Alí el Peregrino. Mas aconteció que espantóse el mar y tuvieron que tira todo lo que llevaban en el barco, incluido el mástil, las provisiones, el agua y los odres; estuvieron dieciséis noches a la deriva, sin velamen, timón ni nada, hasta que avistaron la isla de Ceilán, tras haber pasado hambre, sed y otras calamidades. Mi amigo Abú M. se presentó ante mí al cabo de un año, habiendo visto el Pie de Adán, que volvió más tarde a visitar conmigo.

 

Relato de la fiesta a la que asistí con estos isleños

 

Al finalizar el mes de Ramadán, el visir me envió un vestido y fuimos a la musalla[lugar de oración]. El camino entre su casa y la mu.alla había sido engalanado alfombrando el suelo con telas y disponiendo a derecha e izquierda montones de doce mil conchas cada uno. Todos los emires y notables cuyas casas daban a este camino, habían plantado junto a la fachada pequeños cocoteros, palmas de areca y plátanos y habían colgado cocos verdes en unos cordeles tendidos de un árbol a otro. El amo de la casa estaba parado en la puerta y cuando pasaba el visir, le echaba a los pies una pieza de seda o algodón, que los esclavos de Yamál ad-Dín recogían, así como las conchas amontonadas en el camino. El visir iba a pie, vestido con un mantelete egipcio de pelo de cabra, tocado con un gran turbante y con un pañuelo de seda al cuello; llevaba sandalias y cuatro sombrillas le protegían la cabeza. Todos los demás iban descalzos. Los albogues, añafiles y atabales abrían la marcha y el visir estaba en medio de los soldados, que iban gritando: « ¡Dios es grande! » hasta que llegaron a la musalla. Una vez rezada la zalá, el hijo de Yamál ad-Dín pronunció el sermón y luego trajeron un palanquín, al que subió el gran visir. Los emires y visires le hicieron la venia, echándole piezas de paño, según su costumbre. Era la primera vez que el visir subía aquí al palanquín, pues esto sólo lo hacían los reyes.

Acabado el saludo, unos hombres alzaron el palanquín, yo monté en mi alfaraz y entramos en el alcázar, donde el gran visir sentóse en sitio elevado, rodeado de los visires y emires. Los esclavos permanecieron en pie, armados de adargas, espadas y bastones. Trajeron luego la comida y, al final, nueces de areca, hojas de betel y sándalo en una pequeña zafa; algunos de los que terminaban de comer, se frotaban con este sándalo. En el almuerzo vi algunos platos de sardinas, saladas y crudas, traídas como regalo de Kawlam, pues dicho pescado es muy abundante en la costa de Malabar. El visir cogió una sardina y se puso a comerla, diciéndome: «Come este pescado, pues carecemos de él en nues­tro país». «¿Cómo voy a comerme estas sardinas, si están cru­das?», le respondí. «No, están cocidas», dijo él. «Las conozco de sobra —dije—, pues hay muchas en mi país».

 

De mi casamiento y designación para el cadiazgo

 

El segundo día del mes de Sawwal convine con el visir Su­laymán Mánáyak en casarme con su hija y le pedí al visir Yamál ad-Din que presidiera en su alcázar la ceremonia de matrimonio. El gran visir aceptó y dispuso el sándalo y las hojas de betel, según la costumbre. La gente ya había llegado y como el visir Sulaymán se demorara, se le mandó llamar, pero no vino; se le requirió una segunda vez y se disculpé diciendo que su hija estaba enferma. El gran visir me dijo, a solas: «Eso es que su hija se niega a casarse, y es dueña de sus actos. Pero, ya que la gente ha venido a la boda, ¿por qué no te casas con la madrastra de la sultana, viuda de su padre?». La hija de esta mujer estaba casada con el hijo de Yamál ad-Din, así que acepté la alianza. Convocó al cadí y a los testigos, se recité la saháda y el visir pagó el acidaque. Me trajeron a la desposada, que era una de las mejores mujeres que he conocido, al cabo de unos días. Era muy agradable cohabitar con ella, hasta el punto de que me daba masajes y me perfumaba las ropas con incienso; estaba siempre sonriente, sin sufrir cambios de humor.

Casado ya con esta mujer, el visir me forzó a aceptar el cadiazgo. Me eligió a mí porque yo le había echado en cara al cadí que se quedase con el diezmo de las sucesiones, cuando las repar­tía entre los herederos, diciéndole: «Tú debes cobra solamente una tarifa, acordada de antemano con los herederos». Este juez no hacía nada a derechas. Una vez nombrado cadí, empleé todos mis esfuerzos en hacer cumplir las prescripciones de la ley, teniendo en cuenta, además, que aquí los pleitos no se llevan de la misma manera que en nuestro país. La primera mala costumbre que cambié fue la que tenían las mujeres divorciadas de permanecer en la casa del que las había repudiado, de modo que cada una de ellas seguía habitando en la morada de su antiguo marido, hasta casa de nuevo: zanjé este asunto, sin admitir excusas. Me trajeron a unos veinticinco hombres que se habían comportado así y les hice azotar, exponiéndoles a la vergüenza pública en los zocos, mientras a las mujeres las obligué a salir de las casas. Me mostré inflexible en el cumplimiento de los rezos y mandé a los hombres que corrieran a los zocos y callejas al acaba la zalá del viernes: al que hallaban sin haber rezado, le mandaba azotar y le sacaba a la vergüenza. A los imanes y almuédanos que disfrutaban de sueldo, obligué a que hicieran siempre su trabajo y escribí a las otras islas, dictando estas cosas. Me esforcé también en vestir a las mujeres, pero esto no pude conseguirlo.

 

Mención de la llegada del visir Abdallah b. M. al-Hadrami que había sido desterrado a Suwayd por el sultán Sihab ad-Din, y de lo que pasó entre nosotros

 

Me había casado con la hijastra de este Abdalláh hija de su actual mujer. Como, además, yo quería muchísimo a esta esposa mía, cuando el gran visir mandó por él y le hizo volver a la isla de Mahal, le envié unos obsequios, fui a recibirle y le acompañé al alcázar de la sultana. Saludó allí al visir Yamál ad-Din, que le alojé en una muy buena casa, donde yo fui a visitarle alguna vez. Luego aconteció que pasé el mes de Ramadán en retiro espiritual y todo el mundo vino a visitarme, menos Abdalláh Acompañé al visir Yamál ad-Din cuando éste vino a yerme, pero sólo por pura casualidad, de modo que un sentimiento de desagrado nació entre nosotros. Por otra parte, al salir de mi retiro, los tíos maternos de mi mujer, la hijastra de Abdalla, se acercaron a presentarme una queja. Resulta que eran hijos del visir Uamál ad-Din as~Sinjrai, el cual había nom­brado albacea suyo al visir Abdallah; pues bien, éste retenía aún en sus manos los bienes de los herederos, a pesar de que ya habían salido, según la ley, de la edad de tutela. Así pues, me pidieron que compareciera a juicio. Yo acostumbraba citar a los litigantes en­viándoles un trozo de papel, escrito o en blanco; al recibirlo debían apresurarse a comparecer ante el tribunal de justicia, pues si no, les castigaba. Esto mismo hice, siguiendo mi costumbre, con Abdalláh, por lo que montó en cólera y me aborreció, pero ocultó su enemistad y encargó a uno que hablara en su lugar, llegándome así, de su parte, palabras vergonzosas.

Los de Mahal, tanto la gente baja como la alta, solían saludar a Abdallah del mismo modo que al visir Yamál ad-Din, a saber, to­cando el suelo con el dedo índice, besándoselo y llevándoselo a la cabeza. Mandé al pregonero que vocea en el palacio del sultán, ante testigos, que aquel que hiciera la venia al visir Abdalláh de la misma guisa que al gran visir, sufriría un duro castigo, y le encargué no dejar a la gente actuar así. La enemistad de Abdallah contra mí aumentó aún más.

Yo, entonces, tomé otra esposa, hija de un visir muy respetado por los isleños, cuyo abuelo había sido el sultán Dáwúd, nieto, a su vez, del sultán Ahmad Sanúráza. Más tarde casé también con una mujer que había sido esposa del sultán Siháb ad-Dín, y cons­truí tres casas en el jardín que me donara el gran visir. Mi cuarta mujer, la hijastra del visir , la esposa que yo más quería, vivía en su propia casa. Cuando hube emparentado con estos que he dicho, el gran visir y la gente de la isla me temieron y respeta­ron, pues se sentían más débiles que yo. A partir de entonces me calumniaron repetidas veces ante Yamál ad-Din, encargándose de ello, sobre todo, el visir Abdalláh, hasta que consiguieron enemis­tarle conmigo.

 

 

De cómo me separé de la gente de Mahal y de los motivos que hubo para ello

 

Cierto día acaeció que la esposa de un antiguo esclavo del sultán Yalál ad-Din fue a quejase al visir de que su marido cometía adulterio con una mujer que fuera concubina del dicho sultán, afirmando, además, que en ese mismo momento estaba con ella. El visir envió a sus testigos, que entraron en casa de la concubina y encontraron al criado durmiendo con ella en la misma cama, por lo que les metieron a los dos en la cárcel. La noticia me llegó al amanecer del día siguiente y acudí a la sala del consejo, sentándome en mi sitio, como de costumbre, pero no dije ni una palabra del asunto en cuestión. Entonces, se acercó uno de los notables y me dijo: «El visir te pregunta si necesitas algo». «No», respondí. Él esperaba que yo hablara del tema de la concubina y el esclavo, pues mi costumbre era no deja ningún pleito sin juzgar, pero como estábamos enemistados y distanciados, decidí abste­nerme de intervenir en esta causa. Pasado un rato, volví a mi casa y me senté a dictar sentencias; de pronto, llegó uno de los visires y me dijo: «El gran visir me manda notificarte que ayer ha ocu­rrido esto y lo otro en el asunto de la concubina y el esclavo, así que júzgales a ambos según la ley». «Esta causa —le contesté— no procede se juzgue más que en la misma casa del sultán». Torné, pues, allí y, estando ya reunida la gente, comparecieron la concu­bina y el esclavo; mandé azotarles a ambos, soltando luego a la mujer, mientras que retuve al hombre en prisión. Hecho esto, volví a mi casa, donde el visir me envió a unos cuantos de sus grandes, para convencerme de que soltara al esclavo. «Intercedéis ante mí —les dije— en favor de un esclavo negro que ha manci­llado la honra de su amo y, sin embargo, ayer destronásteis y matásteis al sultán Siháb ad-Din por haber entrado en casa de uno de sus criados». Acto seguido, mandé azotar al esclavo con varas de bambú, cuyos golpes son más duros que los de los azotes, y le saqué a la vergüenza por toda la isla, con una cuerda al cuello.

Los mensajeros volvieron a informar de todo esto al gran visir, que soliviantóse y encolerizóse hasta el punto de que reunió a los visires y jefes de la tropa y me mandó llamar. Yo tenía costumbre de hacerle una reverencia, pero esta vez, al llegar, sólo le dije: «Salam ‘alaykum» [«La paz sea contigo»], al tiempo que me dirigía a los presentes con estas palabras: «Sois testigos de que renuncio al cadiazgo, ante la imposibilidad de ejercer mis funciones». Como el visir me hablara, subí y sentéme frente a él, respondiéndole groseramente; en este instante, el almuédano llamó al rezo vesper­tino y el visir entró en su casa, refunfuñando: «Dicen que soy un gobernante y he aquí que mando llama a este hombre para demostrarle mi cólera, y resulta que es él quien se irrita conmigo». De todas formas, la razón principal de ini poderosa influencia sobre esta gente estribaba en que conocían a ciencia cierta la posición que yo ocupaba en la corte del sultán de la India, al que, a pesar de la distancia, temían en lo más hondo de sus corazones. Una vez en su casa, Yamál ad-Din me envió al cadí destituido —que era hombre lenguaraz— a decirme: «Nuestro señor manda que te pregunte por qué le has faltado al respeto delante de testigos y por qué no le has hecho la venia». «Yo le saludaba —respondíle— cuando mi corazón estaba a bien con él, pero puesto que nuestros sentimientos han cambiado, he dejado de hacerlo. Además, el saludo musulmán consiste solamente en la palabra salám [paz], y eso es lo que yo he dicho». El visir volvió a enviarme más tarde a este mismo hombre, que añadió: «Tú lo que tramas es irte de aquí. Paga el acidaque de tus mujeres y las deudas que tengas con la gente y, entonces, vete si quieres». Antes estas palabras, hice una inclinación de cabeza, fui a casa y saldé mis deudas. Días atrás, el visir me había regalado un ajuar completo, consistente en alfombras, vasijas de cobre y otras cosas; antes me daba todo lo que le pedía, pues me amaba y estimaba, pero su ánimo había cambiado, ya que habían conseguido que me temiese.

Cuando supo que había cancelado mis deudas resuelto a marchar, arrepintióse de lo que había dicho y demoró el permiso para el viaje, pero yo hice los más solemnes juramentos de que no tenía más remedio que partir. Llevé mis pertenencias a una mez­quita en la costa y repudié a una de mis mujeres. Otra estaba preñada, así que le fijé un plazo de nueve meses, al cabo de los cuales yo debería volver, o si no, ella quedaría libre para hacer lo que quisiera. Me llevé conmigo a la mujer que había estado casada con el sultán Siháb ad-Dín, para entregársela a su padre, en la isla de Mulúk, y a mi primera esposa, la madrastra de la sultana.

Por otra parte, convine con Umar, el visir almocadén de las tropas, y con el visir Hasan, almirante de la flota, que me dirigiría a la costa de Coromandel, cuyo rey era cuñado mío, y que volvería con tropas para someter las islas a su autoridad, gobernando yo en nombre suyo. Acordamos, como señal entre nosotros, que yo izaría banderas blancas en los barcos y que ellos, al verlas, se sublevarían en tierra. Yo no me hubiera propuesto nunca semejante cosa, a no ser por el cambio de actitud del visir Yamál ad-Dín para conmigo. Éste me temía y decía a la gente:

«Este hombre quiere, a toda costa, apoderase del visirato, ya sea en vida mía, o tras mi muerte». Se informaba continuamente de mis actos y afirmaba: «He oído que el rey de la India le ha mandado dinero para sublevase contra mí». No quería que em­prendiera viaje, por temor a que volviera con tropas del Coro­mandel y me indicó que permaneciese en la isla hasta equipar un barco, a lo cual, naturalmente, me negué.

La hermana consanguínea de la sultana se quejó a ésta de que su madre se fuera conmigo; Jadiya quiso entonces impedírselo, pero no pudo lograrlo, así que cuando vio que esta esposa mía estaba decidida a emprender viaje, le dijo: «Todas las alhajas que tienes provienen del tesoro del erario. Si no tienes testi­gos de que Yalal ad-Din te las dio, has de devolverlas». Aunque el valor de estas alhajas era muy elevado, mi mujer las restituyó.

Estando yo en la mezquita, los visires y jefes de la tropa vinieron a pedirme que volviera a la ciudad, pero les dije: «Re­gresaría, mas he jurado irme». Entonces me contestaron: «Véte a otra isla, para mantener tu juramento, y vuelve luego». «De acuerdo», les dije para contentarles. Cuando llegó la noche de la salida, fui a despedirme del visir, que me abrazó y lloró tanto que sus lágrimas regaron mis pies. Toda esa noche la pasó en vela, vigilando él mismo la isla, por temor de que mis parientes y compañeros se sublevaran contra él.

Por fin, emprendí viaje y llegué a la isla del visir Ali. Allí, mi mujer sufrió de grandes dolores, por lo que quiso volverse, de modo que la repudié y la dejé en la dicha isla, comunicándoselo por carta al visir Yamál ad-Din, pues esta mujer era madre de su nuera. Asimismo, repudié a la mujer a la cual concediera un plazo por estar preñada y mandé a por una joven esclava que me gustaba mucho. Estuvimos luego viajando por estas islas, de región en región.

 

De las mujeres que tienen una sola teta

 

En una de estas islas vi una mujer con una sola teta. Tenía dos hijas, una de las cuales tenía también una sola, corno su madre, mientras que la otra tenía dos: una, grande y con leche, y otra, pequeña y seca. Me dejó pasmado la condición de estas mujeres.

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