¿QUÉ ES UNA NACIÓN? 

U. Moulines



Una primera ojeada a la literatura relevante nos hace ver pronto la gran indigencia teórica con la cual se usa el concepto de nación. Ello lo constatamos incluso en obras de referencia que pretenden establecer cánones de precisión metodológica y gozan de un amplio reconocimiento. Ya hemos visto que el Oxford Dictionary of Politics no contiene ninguna entrada específica para el término «nación» y que este término se usa generalmente ya sea como sinónimo de Estado ya sea como si denotara una entidad mítica. Ninguna de las dos acepciones permite explicar satisfactoriamente un gran número de acontecimientos sociales, culturales y políticos, de los que he dado tres ejemplos recientes (2); podríamos multiplicar los ejemplos hasta la saciedad.

La Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales se toma la problemática de las naciones de manera un poco más seria que el Diccionario de Oxford, veinte años posterior. En efecto, en ella encontramos una larga entrada sobre el término «nación», que empieza con una declaración esperanzadora: «La nación ha llegado a ser considerada como el concepto político fundamental de los tiempos recientes.» (Utilizo la versión en castellano de dicha Enciclopedia, dirigida por Vicente Cervera Tomás.) He aquí una evaluación bastante diferente de la de los politólogos de Oxford. No obstante, si seguimos leyendo, quedaremos algo decepcionados porque el autor del artículo, Dankwart A. Rustow, reconoce una gran ambigüedad en el uso del término «nación», ambigüedad que él mismo no se atreve a resolver: «"Nación" es, o bien sinónimo de un Estado [...], o bien denota un grupo humano ligado por la solidaridad común, un grupo cuyos miembros colocan la lealtad al grupo como totalidad por encima de cualesquiera otras lealtades contrapuestas.» Rustow nos advierte que la segunda interpretación tiene una larga tradición, ya que proviene de John Stuart Mill (si bien éste hablaba de «nacionalidad» en vez de «nación», pero esta diferencia terminológica no es importante aquí). La definición que encontramos en las Consideraciones sobre el gobierno representativo de Mill, publicadas por primera vez en 1861, es, en efecto, la siguiente: «Puede decirse que una parte de la Humanidad constituye una nacionalidad [...] si sus miembros están unidos entre sí por simpatías comunes, que no existen entre ellos y otras personas, lo cual los hace cooperar entre sí de mejor gana que con cualquier otro pueblo, a desear estar sometidos al mismo gobierno y a desear que haya un gobierno integrado exclusivamente por ellos o por una parte de ellos.» (3)

Siempre es bueno regresar a los clásicos. La definición de Mill es más fructífera que las posteriores reducciones negacionistas (4) o paranegacionistas. En cualquier caso, nos permite distinguir claramente entre nación y Estado. Lo que caracteriza una nación, según Mill, no es que ella ya sea un Estado, sino que es algo que quiere tener un Estado, y ello es así porque la esencia de la nación radica en el vínculo de solidaridad y cooperación, el cual es más fuerte entre sus miembros que con los miembros de otras naciones.

La definición de Mill es muy digna de consideración pero tampoco es del todo satisfactoria. En primer lugar, también es reduccionista y, en particular, psicologista (lo cual no debe extrañarnos por parte de Mill): reduce la identidad propia de la nación a los sentimientos de simpatía mutua entre sus miembros. Pero aparte de este fallo de índole metodológica, está la escasa verosimilitud empírica de la reducción psicológica en términos de simpatía. Mucha gente puede sentir profunda antipatía o desprecio hacia sus connacionales y, no obstante, seguirá perteneciendo a la misma nación que ellos. Un caso típico en este sentido es el de los alemanes, quienes incluso han acuñado un término específico para referirse a un sentimiento muy divulgado entre ellos: «Selbsthaß», o sea, «autoodio». Recordemos cómo, incluso desde antes de la Segunda Guerra Mundial, un número considerable de alemanes ha sentido, a priori, más simpatía por un extranjero, sobre todo si éste es europeo occidental o anglosajón, que por la mayoría de sus connacionales. Lo cual no les impide ser alemanes, incluso «muy alemanes», podríamos decir. Otro caso parecido, de origen muy diferente pero de efectos comparables, es el del insalvable desprecio que sienten con frecuencia los estratos «superiores» de las sociedades latinoamericanas por la inmensa mayoría de la población de sus respectivos países; este sentimiento de desprecio no les redime de ser latinoamericanos, incluso «muy latinoamericanos» (aunque prefirieran ser anglosajones, franceses... o incluso españoles —véase el caso de un renombrado novelista peruano—). Basten, pues, estos contraejemplos para descartar la definición de nación como «clase de equivalencia de máximas simpatías mutuas».

Un autor reciente, que ha hecho un verdadero esfuerzo por acotar el concepto de nación, distinguiéndolo claramente del de Estado, es Luis Villoro. En su reciente obra sobre el tema (5), sin pretender dar una definición formal, postula cuatro condiciones necesarias que ha de cumplir un grupo humano para que se le pueda aplicar el rótulo de «nación»: 1) comunidad de cultura; 2) conciencia de pertenencia; 3) proyecto común; 4) relación con un territorio. En muchos aspectos, me reconozco plenamente en las ideas desplegadas por Villoro en esta obra, que representa el tratado más sistemático y ponderado que conozco sobre el tema. Además, es uno de los pocos autores relevantes en este contexto que no culmina su análisis en un alegato puro y duro contra el nacionalismo (aunque probablemente Villoro no aceptaría ser etiquetado como «nacionalista», etiqueta con la que yo, por mi parte, no tengo ningún problema). No obstante, creo tener que diferir en cuanto a los fundamentos conceptuales de su enfoque, por razones que espero quedarán claras más abajo. De momento baste notar que las cuatro condiciones «necesarias» de pertenencia a una nación que él propone son bastante problemáticas: o bien se las entiende de una manera tan vaga y amplia que prácticamente cualquier par de personas tomadas al azar acabarían perteneciendo a la misma nación, o bien, si se las restringe un poco es fácil encontrar numerosos contraejemplos, con lo cual su carácter de «condiciones necesarias» resulta espurio.

Pasemos lista brevemente a estos problemas. La noción de «comunidad cultural» puede estirarse tanto que el profesor de filosofía Villoro, pongamos por caso, y un agente bursátil japonés acaben por pertenecer a la misma comunidad cultural (la de la «modernidad», por ejemplo); o bien, si se dan criterios más estrictos, muy pronto el mismo profesor de filosofía Villoro dejará de pertenecer a la misma comunidad cultural que su compatriota de la esquina, vendedor de «tacos». Mutatis mutandis vale para lo del «proyecto común». En cuanto a la «conciencia de pertenen cia», los ejemplos ya citados de los alemanes, o de las élites latinoamericanas, nos conminan a andarnos con mucho cuidado con esa idea; además, muchas personas no son conscientes de que pertenecen a una nación sino en circunstancias especiales (por ejemplo, debido a que han tenido que emigrar o a que se ven enfrentados a una inmigración masiva de personas de otra nación). Al igual que el burgués gentilhombre de Molière, que no sabía que hablaba en prosa hasta que se lo dijeron, mucha gente sólo se entera de que pertenece a la nación tal o cual hasta que alguien los hace conscientes de ello; pero eso no implica que antes no pertenecieran ya a esa nación. Finalmente, la «relación privilegiada con un territorio» es sin duda una condición frecuente de nacionalidad pero en absoluto necesaria (baste recordar el caso de la nación judía durante casi dos milenios o el de la nación gitana desde hace un milenio).

En cualquier caso, el primer mérito fundamental del enssayo de Villoro, implícito ya en el enfoque de Mill, es establecer claramente que el concepto de nación no tiene nada que ver con el de Estado. El término «Estado» denota una entidad jurídico-administrativa, casi siempre definida por una Constitución y unas Leyes Fundamentales, y siempre asociada a un territorio con fronteras físicas bien definidas (aunque puedan cambiar con el tiempo). En cambio, el término «nación» no pertenece al orden jurídico sino al político o etnológico. Las naciones no están bien delimitadas por fronteras geográficas; como acabo de indicar mediante dos contraejemplos, ni siquiera es necesario para su existencia estar vinculadas a un territorio determinado. Mucho menos pueden identificarse las naciones con una Constitución política, que puede cambiar cada docena de años, sin que por ello deje de existir la nación como tal. En resumen: aún no sabemos bien lo que es una nación, pero seguro que no es una entidad idéntica a un Estado.

Ahora bien, como ya advertía Mill, aunque las naciones no son idénticas a los Estados, es característico de ellas que deseen disponer de un Estado propio, en tanto instrumento jurídico-político para defender su identidad nacional y desarrollarla. Y, justamente cuando no lo logran, generalmente debido a coacciones externas, suele manifestarse, al menos en una porción considerable de sus miembros, la intensa emoción que conduce al nacionalismo combativo. Cualquier forma de amor, y en particular el amor a la patria, cuando es constantemente frustrado, puede volvernos «locos de amor». Cuando a un individuo se le cortan las posibilidades de desarrollo de un modo que considera injusto o arbitrario, no hay por qué extrañarse si se enoja y reacciona con violencia. Lo mismo pasa con las naciones, cuyo desarrollo es percibido por muchos de sus miembros también como condición de posibilidad de su propio desarrollo individual o el de familiares y amigos. He aquí el origen evidente de un gran número de conflictos políticos y militares en el mundo. Esta constatación, naturalmente, es una trivialidad. Pero una trivialidad que el negacionista, al negar la realidad de las naciones, no puede comprender. Según un informe del Departamento de Estudios sobre la Paz de la Universidad de Uppsala, de los 111 conflictos armados en curso durante el año 1988 (o sea, antes de que se empezara a hablar tanto del llamado «resurgimiento de los nacionalismos»), sólo 12 consistían en enfrentamientos entre los ejércitos regulares de Estados soberanos diferentes; el resto de los combates, o sea 90 % (!), provenían de conflictos violentos dentro de un mismo Estado (6). La inmensa mayoría de estos conflictos eran intra-estatales pero inter-nacionales en el sentido genuino de la palabra, es decir, enfrentamientos entre dos o más naciones dentro de un mismo Estado. Eso era hace más de diez años. No dispongo de una estadística más reciente, pero no hay duda de que, desde entonces, el número y la virulencia de este tipo de luchas ha aumentado drásticamente. Basta tener presente todo lo que en la última década del milenio ha pasado y sigue pasando en el seno de la ex Unión Soviética, de la antigua Yugoslavia, del África subsahariana, de prácticamente todo el Asia excepto Japón, de algunos países de América Latina (México, Perú) e incluso de Europa Occidental. Puede tacharse a estos sucesos de «irracionales», pero con ello no explicaremos nada. No podemos prescindir del concepto de nación si queremos entender algo de lo que pasa en el mundo.

Ahora bien, sería un error (o una infamia) concluir que es sólo para dar cuenta de situaciones de violencia que es pertinente el concepto de nación. Hay muchos otros procesos socioculturales que resultan más inteligibles si admitimos que son la manifestación de la constitución de una nación o de la diferenciación entre naciones. Con frecuencia, estos procesos son previos al proyecto político de constitución de un Estado nacional. Por ejemplo, en la rápida difusión del protestantismo en la región geográfica llamada ahora «Alemania», desempeñó sin duda un gran papel la autopercepción más o menos consciente, por parte de amplios sectores de la población, de una identidad nacional claramente diferenciada del Sur latino. Más evidente aún es que el Risorgimento italiano de fines del siglo XVIII, como movimiento literario, fue precursor de la constitución de un Estado unitario en Italia. Finalmente, el notable florecimiento de la música culta checa, eslovaca y húngara en el seno del Imperio Austro-Húngaro puede considerarse premonitorio de la independencia estatal de estas naciones medio siglo después.

Mi argumento en pro del uso del concepto de nación es un caso de lo que en la terminología metodológica técnica se llama un argumento abductivo: si admitimos la existencia de naciones, podremos explicar una serie de fenómenos políticos y culturales importantes que de otro modo quedarían muy mal explicados. Claro que el negacionista será reacio a aceptar este argumento abductivo. Lo único que vemos, nos dirá, es que, en determinadas regiones del planeta, determinados grupos de personas toman las armas y empiezan a matarse entre sí, o bien cambian unos ritos religiosos por otros o desarrollan nuevas formas melódicas, etc. Pero yo no veo en todo eso ninguna nación, nos objetará. He aquí el problema básico del negacionista: para decirlo de una vez, el negacionista representa, en la explicación de los fenómenos político-culturales, una metodología clásicamente positivista o empirista radical. Para él, los únicos conceptos sociales o políticos que tienen sentido son aquellos que se refieren a entidades accesibles directamente a los órganos de los sentidos, conceptos que se refieren a cosas como seres humanos y la conducta que manifiestan, las lenguas que hablan, la música que tocan, los monumentos que construyen y quizás incluso los códigos jurídicos que redactan, porque éstos al menos se ven escritos negro sobre blanco. Pero, ¿quién ha visto, oído o tocado jamás una nación?

Pues bien, si algo hemos aprendido del desarrollo de la filosofía de la ciencia del siglo xx es que la epistemología positivista o empirista radical es definitivamente insostenible, y que la metodología que la acompaña, el operacionalismo, tomada al pie de la letra, conduce a desastres me todológicos. El operacionalismo fue inventado por dos físicos, Ernst Mach y P. W. Bridgman, quienes temían que la metafísica se colara dentro de la física. Para ellos, cualquier término científico debía venir definido por configuraciones directamente observables y controlables de cuerpos macroscópicos. Afortunadamente, los propios físicos no les hicieron caso, y siguieron introduciendo y utilizando conceptos no definibles en términos observacionales, desde «electrón» hasta «quark», pasando por «curvatura del espaciotiempo» y «flujo de entropía». De hecho, los físicos clásicos ya habían tomado una actitud bastante despreocupada respecto al supuesto carácter observacional de las entidades sobre las que hablaban (aunque en sus «sermones» divulgatorios hicieran gala de un empirismo a ultranza): conceptos tales como «fuerza de gravedad», «energía» o «campo de gravitación» no cumplen, ni con la mejor buena voluntad, los criterios operacionalistas. Todos estos conceptos son ejemplos de lo que, en la terminología particular de la filosofía de la ciencia, se denomina «conceptos teóricos».

Lo característico de los conceptos teóricos (en el sentido en el que aquí usamos esta terminología) es que se refieren a entidades no-observables, en cualquier sentido razonable de «observable»; se refieren a entidades determinadas por medios puramente teóricos. La existencia de tales entidades se presupone en la teoría a fin de comprender o «controlar» los fenómenos observables. La asunción de la existencia de entidades teóricas no es una característica exclusiva de las teorías de la física. Otras disciplinas han hecho, a partir de cierto grado de desarrollo, el mismo género de supuestos: los genes en biología, los estados mentales en psicología, la gramática profunda de una lengua en linguística, el mercado en economía —todos ellos y muchos ejemplos más que podrían añadirse, representan casos de entidades teóricas admitidas en diversos campos de la experiencia para explicar mejor lo que «se ve y se toca»—. En algunos casos, el desarrollo de la disciplina conduce en definitiva a abandonar la hipótesis de la existencia de dichas entidades (el caso del calórico en termodinámica y del flogisto en química son paradigmáticos en este sentido); en otros casos, la entidad asumida acaba por ser «reducida» a otra u otras mejor entendidas, es decir, el término que la denotaba puede ser realmente definido en función de otros términos observacionales o teóricos («valencia» en química es un claro ejemplo de ello; menos claro es si «gen» también corresponde hoy en día a este caso). No obstante, ni lo primero ni lo segundo representan la regla general. No hay razón para suponer que el decurso de la ciencia conduce progresivamente a un abandono de las entidades teóricas en favor de las observacionales; la tendencia va más bien en sentido contrario.

Situémonos en esta constatación: el análisis tanto diacrónico como sincrónico del discurso científico en general muestra que, a partir de cierto grado de desarrollo conceptual y metodológico, la ciencia acepta la existencia de entidades teóricas no directamente observables por los sentidos, ni siquiera con la ayuda de instrumentos tales como telescopios y microscopios. Se admite que lo que sí es detectable por los sentidos son los efectos de la presencia de dichas entidades. Ahora bien, los efectos observables constituyen un criterio epistémico no unívoco, no siempre exacto y con frecuencia incierto, de la presencia de las entidades teóricas en cuestión. Nadie puede ver pasar un electrón, pero si la aguja de cierto aparato se desplaza de determinada manera, o bien si dentro de una cámara de burbujas se condensan unas gotitas de determinada forma, entonces es probable que por allí haya pasado un electrón, aunque siempre podremos equivocarnos. Los conceptos teóricos no son reducibles a los observacionales, y los criterios empíricos para detectar las entidades que ellos denotan no son unívocos ni completamente confiables. He aquí la gran lección de la filosofía de la ciencia del siglo XX; una lección que ha hecho insostenible la metodología operacionalista, y por lo tanto el positivismo y el empirismo radical, que constituyen su premisa epistemológica .

No quiero ni puedo entrar aquí en la compleja discusión acerca del estatuto ontológico y epistemológico general de las entidades teóricas en comparación con las observacionales, discusión que ha marcado y sigue marcando la filosofía de la ciencia de los últimos decenios. Éste no es el lugar para defender una posición determinada respecto a esta gran cuestión -por ejemplo, defender que el referente de un término teórico es «más real» o «igual de real» o «menos real» que el de un término observacional-; no se trata de decidir mediante una argumentación general si, por ejemplo, la realidad está constituida más bien por electrones y campos electromagnéticos que por mesas y árboles, o por ambos tipos de entidades a la vez, o en fin más bien por mesas y árboles solamente. El argumento que defiendo aquí en favor del estatuto ontológico de las naciones y en contra del negacionismo debería ser independiente de la posición que uno adopte frente a la cuestión epistemológica general de las entidades teóricas. Dicho de una manera abrupta: en la medida en que los electrones sean reales, también lo son las naciones. Y ambos conceptos son, en cualquier caso, muy útiles para explicar los fenómenos.

Ya hemos constatado que el operacionalismo tuvo muy escasa influencia en las ciencias naturales. Incluso la biología se lo ahorró en gran medida al admitir, después de algunas vacilaciones «operacionalistas» iniciales, los genes, aunque no se vieran ni con el microscopio. En cambio, en el desarrollo de las ciencias sociales, el positivismo y su «brazo militar», el operacionalismo, han causado estragos. El caso más evidente ha sido el del conductismo en psicología; también gran parte de la linguistica pre-chomskyana padeció el mismo virus. Afortunadamente, desde hace un par de décadas, un ámbito considerable de las ciencias sociales ha alcanzado un grado suficiente de desarrollo teórico como para admitir sin rubor la existencia de entidades teóricas, tales como estados mentales o estructuras gramaticales profundas, y cada vez se toman menos en serio los últimos restos de empirismo barato que se manifiestan todavía de vez en cuando. El negacionista en la problemática que aquí nos ocupa quizás es uno de los últimos representantes de dichos restos... un dinosaurio politológico.






1. (Caracas, 1946). Catedrático de Filosofía, Teoría de la Ciencia y Estadística en la Universidad de Munich (Alemania).
2. Los ejemplos a los que se refiere el autor —citados en un capítulo anterior del ensayo del que se ha extraído el texto que presentamos— fueron: la caída del muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y la fragmentación de Yugoslavia.
3. Cfr. J.St.Mill, Considerations on Representative Government, Liberal Arts, Nueva York, 1958, cap.16.
4. El autor distingue dos corrientes antinacionalistas: la «negacionista», que sostiene que la nación no tiene existencia real, es un mito, y la «contranacionalista», que admite la existencia real de la nación, pero la considera nociva y deseable, por tanto, su extinción.
5. Cfr. L. Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Paidós/UNAM, México, 1998, pp. 13 y ss.
6. Cfr. World Directory of Minorities, 1990, p. XIII.


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