los retos del nacionalismo en el mundo de la globalización

© Franco Savarino

publicado en: 

Convergencia, año 8, nº26, septiembre-diciembre 2001, pp.97-120.

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Abstract. Starting from the verification of the revival and vitality of the nationalist phenomenon in our days, contrasting with the other phenomenon, seemingly contrary, of the globalization, this article attempts to find the reasons of the nationalism's success in the present time. Examining different theories and models, and individuating the specific aspects of the nationalist phenomenon between history and anthropology, in the mark of the accepted definitions of what is the globalization, we put in evidence the dimension of the nationalism as a generator of social identity and his complementary significance before the globalization.

Resumen. A partir de la constatación de la resurgencia y vitalidad del fenómeno nacionalista en nuestros días, contrastando con el otro fenómeno, aparentemente contrario, de la globalización, el ensayo busca encontrar las razones de la actualidad del nacionalismo. A través de un recorrido por diferentes teorías y modelos, y la individuación de los aspectos específicos del fenómeno nacionalista entre historia y antropología, en el marco de las definiciones más aceptadas de lo que es la globalización, se llega a poner en evidencia la dimensión del nacionalismo como generador de identidad social y su significado complementario frente a la globalización.  

*Quiero agradecer la colaboración y aportaciones de los alumnos del curso "Nacionalismo y Fascismo" 1999-2000.

*Advertencia: las notas de pie de página del texto original se han suprimido en la versión publicada.

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Introducción

Un nuevo fantasma parece andar suelto por el mundo y tiene nombre: volkgeist. Nación y nacionalismo, protagonistas de los dos siglos pasados, regresan con prepotencia en el mundo de la globalización, desafiando a cuantos vaticinaban su desaparición. El derrumbe de las ideologías, la evaporación de las utopías, la huida del pensamiento fuerte, la vertiginosa aceleración de los flujos culturales y el abatimiento de los límites espacio-temporales parecen no tener efectos en el siempre poderoso llamado del espíritu nacional.

El fenómeno nacionalista regresa hoy con una fuerza que no se había visto desde la época de la descolonización de los años sesenta. Es de una vastedad inconcebible y, al mismo tiempo, de mil caras, multiforme: observamos luchas de liberación nacional (Kurdistan, Palestina, País Vasco, Irlanda del norte, Eritrea, Timor, Chechenia), lucha por los derechos de los pueblos oprimidos (indios de América Latina, aborígenes australianos, tibetanos), desintegración de estados multinacionales (ex-URSS, Yugoslavia, Checoslovaquia), conflictos entre nacionalidades (Serbia/Bosnia/Kossovo, Sri Lanka, Moldavia, Cáucaso), reivindicaciones de autonomía regional con tendencia nation-building (Escocia, Cataluña, Córcega, Quebec, "Padania"), desafíos nacionalistas antiimperialistas (Cuba, Irak, Venezuela), movilizaciones nacionalitarias en contra de la globalización, radicalismos identitarios (populistas, neofascistas), racialistas (neonazi), nacional-religiosos (fundamentalistas), etc.  (Berberoglu, 1995).

Para comprender el significado de este mayúsculo resurgimiento mundial, es necesario penetrar la naturaleza del fenómeno, ponerlo en relación con el otro, aparentemente contradictorio, de la globalización, y encontrar el sentido de su irrupción tan exitosa en la esfera de la política y cultura contemporánea. Puesto que el nacionalismo se muestra desde siempre reacio a definiciones claras, unívocas, comenzaré esta exposición con su genealogía, un esbozo de su  contextualización en el tiempo.

 

Las raíces históricas: una visión retrospectiva

No es necesario remontar muy atrás para encontrar los rastros del nacionalismo. Históricamente, es un producto genuino de la modernidad. Su primera manifestación reconocible es la declaración del Tercer Estado, en la París de 1789, de que éste es la "Nación" soberana, reunida bajo los lemas de "libertad, igualdad, fraternidad" y, muy pronto, el tricolor, el gorro frigio y la "marsellesa". "La Revolución Francesa" –escribe Jean Plumyène- "tiene, en la historia, el papel de arranque [...]. Con la Revolución Francesa el nacionalismo abandona las regiones del sueño de su elaboración y cae, por así decirlo, del cielo, precipita en la tierra, toma cuerpo, entra en la actividad 'política'. '¡Viva la Nación!'. El grito resuena en la historia del mundo por primera vez al derrumbarse el poder real, cuando las masas movilizadas mueven la guerra a los tronos marchitados" (Plumyène, 1982: 19).

La idea revolucionaria de "nación" -con sus corolarios de soberanía popular e igualdad ciudadana- se propagó en pocos años como un fuego por toda Europa. Era una idea que había encontrado bayonetas: las de la Grande Armée de Napoleón Bonaparte. La "nación" simbolizaba entonces la unidad y autodeterminación política del "pueblo", entendido como la unión de los ciudadanos libres e iguales, frente a los poderes tradicionales de las aristocracias y realezas del continente. Un mensaje democrático explosivo que los franceses anunciaban a todo el mundo, izando el tricolor de la Grande Nation en las tierras que caían rápidamente bajo el dominio de un aparato militar nunca antes visto.

Muy pronto fue claro que el pretendido "universalismo" de la nación francesa era, en realidad, un nacionalismo particular, que manifestaba desde el comienzo rasgos imperialistas, teniendo a Rousseau como su teórico fundamental. Otras "naciones" tomaron vida por inspiración o por reacción, destacando Italia y Alemania. Fuera de las fronteras de Francia, en efecto, poblaciones culturalmente distintas tomaban pronto conciencia de su diferencia étnica e histórica, reivindicando para sí mismas libertad y soberanía, e "imaginándose" como comunidades (Anderson, 1991: 5-7). En los primeros años del siglo XIX, el nacionalismo se expandió rápidamente, incorporando las ideas políticas del liberalismo (Mazzini) y las culturales del romanticismo (Herder, Fichte), superando el cosmopolitismo racional de la vieja Ilustración.

Los nacionalismos del siglo XIX fueron el alimento de las revoluciones populares, proporcionando aquéllos elementos sentimentales, pasionales, irracionales que faltaban, en principio, a liberales, demócratas republicanos y socialistas. Los estados-nación liberales ya formados, por otro lado, se daban a la tarea de "nacionalizar" a su población, erradicando las identidades particulares heredadas de tiempos ancestrales. El nacionalismo servía como palanca de modernización, al mismo tiempo que recreaba a escala nacional las identidades perdidas en el ámbito local. Se puede decir que, respecto a las regiones y comarcas pequeñas, el nacionalismo conllevaba una primera "globalización", arrasando sin piedad a culturas antiguas arraigadas en el suelo y en el tiempo histórico. La elevación de éstas a mitos unificadores de la nación comportaba, paradójicamente, su debilitación o extinción.

El auge del nacionalismo se encontraba y rivalizaba a la vez con las tendencias cosmopolitas de viejo cuño y nuevas. Entre las primeras estaban la Ilustración, el tradicionalismo aristocrático y la Iglesia católica. Entre las segundas, la burguesía liberal-capitalista, el movimiento obrero anarquista y socialista, el espíritu científico positivista. En todos estos casos las hibridaciones con el principio nacionalitario se daban frecuentemente, pues el nacionalismo nunca ha sido un sistema de pensamiento teórico, una ideología, ni fue la expresión de una categoría social determinada. Más bien, expresaba un "estado del espíritu" generalizado, compartido por comunidades de masas (Kohn, 1949: 23). El objetivo político del nacionalismo era la formación, fortalecimiento o expansión de los estados nacionales, la forma política indispensable para iniciar o dar seguimiento al proceso de modernización (Gellner, 1991).

            El bautismo de sangre del nacionalismo -y la prueba de su enorme potencial de movilización- ocurrió en 1914, cuando millones de hombres se vieron arrastrados, en su gran mayoría voluntariamente, hacia la carnicería más grande que la historia recordara. Los diez millones de víctimas del conflicto pesan desde entonces sobre la historia del nacionalismo, alimentando la "leyenda negra" que se le asocia a menudo hasta hoy día. Y las matanzas no terminarían allí. No bien acallaron los cañones, que Europa y el mundo eran presa de una nueva oleada nacionalista. En China y en México las revoluciones populares iniciadas en 1911 habían tomado un rumbo francamente nacionalista bajo la guía, respectivamente,  de Chiang-Kai-Shek y de Carranza y Obregón. Irlanda se separó de Inglaterra, con el triunfo de un vigoroso movimiento nacional-popular. En Turquía otra revolución de este tipo llevó al poder Mustafá Kemal (Atatürk). En Rusia, después de la muerte de Lenin, la revolución bolchevique se tornaría hacia el nacionalismo bajo la férula totalitaria de Josif "Stalin". En Italia una fusión entre socialistas disidentes, sindicalistas revolucionarios y nacionalistas dio vida a una nueva forma política, el fascismo, con el liderazgo de Benito Mussolini (el "Duce"), y en Alemania una combinación parecida dio origen al nacionalsocialismo, con la guía del "Führer" Adolf Hitler. Muchos otros estados fueron embestidos por la efervescencia nacionalista antes de la Segunda Guerra mundial, cuando se dio el segundo choque devastador entre nacionalismos del siglo XX. Una nueva, impresionante, plétora de víctimas se añadiría, en esta ocasión, a la "leyenda negra" de la guerra anterior.

            Con el comienzo de la Guerra Fría (1945-1991) los vientos huracanados del nacionalismo embestían, esta vez, los viejos imperios coloniales, provocando su rápido desmoronamiento. La nueva oleada de nacionalismos acompañó el nacimiento de un gran número de estados en África y Asia. El mundo árabe dio una muestra de su pujante regreso en la historia después de siglos de adormecimiento y decadencia. Nació Israel, producto del nacionalismo judío ("sionismo"). La India fue devastada por los nacionalismos contrapuestos, hindú y musulmán. En América latina la oleada nacionalista se expresó bajo la forma de populismo (Argentina, Brasil, México). En muchos de estos casos, como lo había hecho antes en Europa, el nacionalismo no se manifestaba en forma "pura", sino se combinaba con otras ideologías, en primer lugar con el marxismo. Pese a que estas nuevas manifestaciones no repetían exactamente la secuencia y el modelo original europeo (Chatterjee, 1993), el objetivo político de los nacionalismos era, como antes, fundar y hacer funcionar estados nacionales que dieran impulso al proceso de modernización de los respectivos países (Barclay, 1975).

            El nacionalismo, entonces, parece proceder históricamente por fases u oleadas sucesivas. "La historia del nacionalismo es discontinua" -escribe Plumyène- ":se manifiesta een accesos, oleadas, flamazos" (Plumyène, 1982: 18). Hoy asistimos, sin duda, mutatis mutandis, a una de estas grandes oleadas recurrentes del fenómeno. Lo que impacta especialmente hoy día es que el nacionalismo parece ir a contracorriente con respecto al fenómeno, aparentemente opuesto, de la globalización homogeneizadora y destructora de toda dimensión local y particular. Para entender porqué sucede esto es necesario rebasar o complementar el análisis histórico mediante enfoques culturales multidimensionales, que nos permitan reflexionar sobre el significado de la globalización con relación a la generación de respuestas que ella misma provoca.

 

Nacionalismo y globalizaciones

La primera consideración importante que podemos hacer al respecto es que la globalización planetaria actual no es, en absoluto, la primera forma de "globalización" que el mundo haya experimentado. La formación de los imperios coloniales en los siglos XVI-XVIII, la revolución industrial y la internacionalización del capital, la propagación de la revolución francesa, las dos oleadas de descolonización: la del imperio americano hispano-portugués del siglo XIX y la generalizada de los años '50 y '60 del siglo XX, la aluvión comunista de los años cincuenta, la modernización acelerada y el auge económico los años sesenta: éstos fueron otros tantos fenómenos que rompieron barreras, socavaron hábitos, arrasaron culturas, sacudieron pueblos, aniquilaron antiguas formas de vida, poniendo en contacto por primera vez poblaciones antes aisladas o poco comunicadas. Marx, por ejemplo, fue testigo del poder devastador que tenía el avance del capitalismo industrial en la Europa de mediados del siglo XIX, concluyendo que "todo lo sólido" se estaba desvaneciendo en el aire. Estas "globalizaciones" ante litteram generaron, en muchos casos, fenómenos opuestos, revivalistas o nacionalitarios, que iban generalmente en la dirección de la reconciliación entre el nuevo contexto -aceptado como inevitable o incluso buscado activamente- y la protección de las identidades histórico-culturales particulares u originarias, en el marco de las tensiones entre "epocalismo" y "esencialismo" señaladas por Clifford Geertz (Geertz, 1992: 210-214).  Lo que observamos, entonces, no son reacciones puramente negativas sino respuestas dinámicas, alineadas en la dirección del cambio, dispuestas en una tensión recurrente entre impulsos renovadores y exigencias conservadoras-revivalistas, proyecciones universalistas y definiciones particularistas. Esta tensión, en la cual se produce el nacionalismo, es la que permite (e incluso, facilita) la continuación del proceso de modernización y el tránsito problemático a la posmodernidad.

            La segunda consideración que surge es que el nacionalismo en sí es una forma de globalización, que manifiesta una de las facetas del proceso de unificación planetario. "Si existe un fenómeno auténticamente global" -escribe Antony D. Smith "ése es el de la nación y el nacionalismo. No hay casi ninguna zona del mundo donde no haya indicios de problemas étnicos y nacionales, o que no haya sido testigo de la aparición de movimientos que reivindican la independencia nacional para el grupo al que pertenecen. [...] La globalización del nacionalismo [...] es una realidad firme que condiciona nuestro punto de vista cultural y nuestros empeños políticos" (Smith, 1997: 131). Paul Treanor, incluso, va más allá y sostiene que "el nacionalismo no es un particularismo. Es un universalismo, una visión consistente o una ideología", compatible con la configuración de lo que él llama un "orden mundial" (Treanor, 1997: 2.6).

En tercer lugar, podemos señalar la doble cara de la globalización, como destructora y como generadora de identidades, que plantea preguntas sobre la verdadera naturaleza del fenómeno con respecto a la generación de sentido. Es fuerte la tentación de interpretar el renacimiento de las identidades nacionales que observamos como una respuesta o alternativa ideológica al vacío dejado por la crisis de la modernidad. En esta perspectiva, el nacionalismo puede ser visto como una reacción cultural particular y local a los flujos del desarraigo globalizador que recorren sin cesar el planeta. Estos, en su propagación y multiplicación acelerada, son percibidos como una seria amenaza para la integridad y la identidad de los sujetos sociales. La preservación o la búsqueda de identidades colectivas constituye, entonces, el motor más importante para la activación y el auge de los nacionalismos contemporáneos.

 

En busca de un significado

En esta línea de interpretación se sitúan varios autores. Montserrat Guibernau, por ejemplo, considera que el despertar del nacionalismo y de la etnicidad responde a la búsqueda de la identidad desde una perspectiva local: por consiguiente, cuestiona el intento reiterado de construcción de un concepto de comunidad global. Esto no puede realizarse porque incumple las dos condiciones esenciales para la creación de auténticos vínculos identitarios: la continuidad en el tiempo y la diferenciación con respecto a los "otros". Así, resaltando la inviabilidad, desde los parámetros de la globalización, de la elaboración de un sentido de continuidad histórica y de la creación de una clara conciencia de alteridad en las distancias insalvables de una sociabilidad inconsistente, desecha la posible elaboración de un concepto de identidad común planetaria. "La creación de una identidad global" -señala- "presenta varios problemas básicos que derivan de la imposibilidad de satisfacer dos condiciones para su éxito: la continuidad en el tiempo y la diferenciación con respecto a los otros" (Guibernau, 1996: 148). La continuidad temporal, el "recuerdo" histórico, que es la base necesaria para crear la identidad de un grupo comunitario, no existe a escala global. Por otra parte, la globalidad cosmopolita fracasa si ya no existe un "otro" frente al cual se puedan trazar las líneas de la diferencia que alimentan una identidad común. Frente a la desaparición de la alteridad por efecto de la globalización, añadimos, pudiera producirse una identidad "global" (del planeta tierra) solo frente a la aparición repentina de seres extraterrestres. En esta perspectiva, Guibernau destaca que "el gran éxito del nacionalismo proviene de su capacidad para atraer a una población social y políticamente diversa y movilizarla. El concepto de una "identidad global" parece estar muy lejos de adquirir esta capacidad y se presenta como una alternativa blanda a las encendidas pasiones nacionales" (Guibernau, 1996: 149).

Anthony D. Smith, de igual forma, señala el valor persistente, irreductible, del vínculo nacional frente a cualquier otro de tipo supranacional o confederal. Ese vínculo, en efecto, "impregna la vida de los individuos y las comunidades en numerosas esferas de actividad. En la esfera cultural, la identidad nacional se manifiesta en toda una gama de suposiciones y mitos, valores y recuerdos [...]. Socialmente, el vínculo nacional configura la comunidad que tiene más capacidad de inclusión, la frontera generalmente aceptada en cuyo seno se produce de forma habitual el intercambio social y el límite para distinguir los ‘forasteros’ de sus miembros. La nación también puede considerarse el elemento básico de la economía moral, desde el punto de vista tanto del territorio como de los recursos y las aptitudes". (Smith, 1997: 131-132).

Benedict Anderson también destaca el significado de autopercepción colectiva del fenómeno nacional. Éste resulta de la definición de contornos entre "nosotros" y "ellos" y, por lo tanto, de una comunidad particular, por medio de la intensificación de procesos de comunicación que resaltan el papel de una lengua y una experiencia social y política común. Según la popular definición de Anderson, la nación "es una comunidad política imaginada [...] como inherentemente limitada y soberana" (Anderson, 1991: 6). Pese a su elegancia e influencia, el límite de una caracterización de este tipo es que puede resultar banal (por obvia) y poco útil  para la investigación. No es ninguna novedad que la "nación" derive de la imaginación social. Todo elemento simbólico que conforma una cultura particular es autopercibido e "imaginado" socialmente. Además, como señala Castells, es inconsistente la división andersoniana entre comunidades "reales" e "imaginadas" (Castells, 2000ª: 51). Existe, en fin, el peligro de que la búsqueda de fenómenos comunalistas concretos, anclados en necesidades sociales irreductibles e históricamente necesarias, pueda evaporarse entre las nubes de la imaginación, la construcción y la autopercepción social.

De Ernest Gellner proviene una importante contribución para evitar los excesos de la subjetividad y del social-constructivismo. El autor investiga las raíces del fenómeno nacionalista enfatizando el contraste entre autopercepción y realidad objetiva.  Destaca que el nacionalismo "se ve a sí mismo como un principio universal, perenne e inherentemente –auto-evidentemente- valido" (Gellner, 1997: 7). De esta manera, señala la imposibilidad de definir el principio nacional como una verdadera construcción teórico-crítica, ya que es incapaz de comprenderse en su singularidad histórica. El nacionalismo proclama sus principios presuntamente universales y necesarios acríticamente, sin cuestionarse. No duda que siempre existieron y existirán las naciones en la medida en que éstas expresan la naturaleza profunda e intemporal del hombre: y, acaso, en ello se halle la verdadera clave de su éxito, no tanto como teoría, sino como patrón de conducta social. Pero, para Gellner, el nacionalismo no es un fenómeno meramente contingente. Tiene su razón de ser histórica y su necesidad que es explicable siempre que sepamos observar criticamente su propia autocontemplación “esencialista".

Así, Gellner puedes ser ubicado en una posición intermedia entre, de un lado, los teóricos primordialistas o esencialistas (Geertz, 1992; Smith, 1986) y, del otro, los modernistas o relativistas que, como Kedourie (1994) y Hobsbawm (1992), no atribuyen un sentido histórico-cultural profundo a este fenómeno. Parecen existir, para Gellner, factores concretos que determinan el surgimiento del nacionalismo en conexión con los nuevos arreglos socioeconómicos que trae consigo la propagación de la modernidad a partir del siglo de las luces. Según el autor, el orden social premoderno se basaba en una configuración social rígidamente jerárquica, congruente con un modelo de desarrollo económico cuya estabilidad tecnológica se correspondía con el rango como criterio de distribución de una riqueza limitada. En tales circunstancias, la diferenciación cultural-estamental en el seno de las sociedades preindustriales constituía un elemento funcional básico y como tal, operaba en el sentido de perpetuar el sistema de las jerarquías sociales en un marco de parcelación de identidades plurales bien definidas, estables, integradas políticamente. Esta situación cambió dramáticamente con la llegada de la modernidad. La movilidad, anonimato y atomización sociales se convertirán en rasgos susceptibles de crear un nuevo universo de relaciones abiertas y cambiantes, sometidas a las necesidades movedizas de la revolución industrial y tecnológica. Es aquí donde Gellner encuentra las condiciones que hicieron socialmente necesario extender y secularizar la “alta cultura” de las élites; y elaborar identidades culturales homogéneas, congruentes con la unidad política, suscitando la formación de los modernos procesos nacionalitarios.

En pocas palabras, Gellner sostiene que lo verdaderamente determinante en este proceso es el nuevo significado que adopta el proceso productivo en el marco del estado moderno. Los mecanismos funcionales de la actividad industrial implican, en efecto, la supresión del contexto como orientador del significado. Esto conduce a la necesidad de elaborar una cultura superior homogeneizadora inscrita en un programa de alfabetización estatal finalizado a la adquisición de habilidades y códigos culturales comunes, necesarios para el correcto funcionamiento de una sociedad industrial orientada al crecimiento perpetuo. "Así, pues, la economía, tanto como el estado central, necesita también el nuevo tipo de cultura central; la cultura necesita el estado; y el estado probablemente necesita que su manada lleve un hierro cultural homogéneo [...]. Es la cultura, y no la comunidad, quien marca las normas internas [de la sociedad] tal y como son. En pocas palabras, la relación entre estado y una cultura moderna es algo bastante nuevo y surge irremediablemente de las exigencias de una economía moderna". (Gellner, 1991: 179).

La obra de Gellner, referencia obligada en cualquier estudio sobre el tema, resalta con eficacia la originalidad histórica, la necesidad y la modernidad del nacionalismo. Éste, situado en una perspectiva funcionalista, con una base claramente materialista -aunque no marxista- se convierte así en un modo de respuesta a determinadas condiciones generadas por la modernidad. Desde mi punto de vista esta es una perspectiva reduccionista, pues, en primer lugar rebaja el nacionalismo a la dimensión empírico-funcional-económica, situándolo en una perspectiva teleológica inaceptable, si hemos abandonado de verdad la vieja concepción de un proceso histórico lineal-progresivo. En segundo lugar, acentúa de manera excesiva el papel de las élites culturales y políticas en la generación del fenómeno, subvalorando los impulsos que surgen desde abajo, que son los que prevalecen en la actualidad. En tercer lugar, no es capaz de evidenciar la dimensión intensamente emocional, irracional, que sostiene la prodigiosa expansión moderna y contemporánea de los fenómenos nacionalitarios. En cuarto lugar, en fin, la teoría gellneriana vincula de manera excluyente el nacionalismo a la constitución o fortalecimiento de los estados-nación, rechazando así a todos los movimientos nacionalitarios actuales que no aspiran propiamente a realizar tal objetivo.

Frente al reduccionismo materialista de Gellner (aun muy influyente en la teoría social) resulta entonces indispensable dar la vuelta, y apuntar hacia la dimensión cultural. Considero, en efecto, que el nacionalismo, en su carácter de vehículo de significación social, pone en juego motivos que remiten más hacia la elaboración de sentido, de identidad, que hacia la mera conservación material. La insistencia en el papel económico que juega el nacionalismo al favorecer los procesos de modernización industrial oculta otros motivos más fundamentales y puede llevar la interpretación a un callejón sin salida. Además, no es difícil intuir que los principios esenciales del nacionalismo, aun siendo una elaboración histórica que pertenece a la modernidad, hunden sus raíces en el tiempo premoderno. La continuidad entre protohistoria e historia, entre tribus y nación, en este sentido, aunque históricamente inadmisible, puede ser válida en términos (antropológicos) de genealogía cultural.

 

Nacionalismo y generación del sentido

Para poder analizar el nacionalismo como un sistema de generación de sentido es necesario remitirnos a la definición de cultura de Clifford Geertz, es decir, un sistema simbólico (Geertz, 1992). La cultura se convierte de este modo en un complejo entramado de significaciones: vehículo simbólico a través del cual las sociedades consiguen dotarse de elementos de significación del comportamiento social de los individuos. En esta nueva antropo-sociología fenomenológica la dimensión hermenéutica, la interpretación, tiene  que sustituirse a la explicación (Vázquez Medel 1996: 9-10).

Con base en estas premisas metodológicas intentaré abordar el significado de la creciente ola nacionalitaria en el mundo global. En primer lugar, evidenciando el carácter ambiguo y polifacético que adopta desde su incrustación en el universo de la globalización. Es indudable que las aspiraciones de independencia política que distinguen toda expresión nacionalista resultan frustradas hoy día ante el proceso divergente de desplazamiento de lo político desde el estado hacia otras instancias, con una evidente pérdida relativa de participación democrática y de soberanía. Los nacionalismos del siglo XIX acompañaron el triunfo de un estado liberal protector de sistemas económicos y culturales con base nacional. Sin embargo, aquél y éstos parecen evaporarse hoy ante la nueva topografía transfronteriza, disgregada, reticular e inmaterial del proceso de dispersión de la toma de decisiones políticas fundamentales y de producción del conocimiento a todos los niveles (Minc, 1994; Castells, 2000b). Deben de existir, entonces, otros factores, que les permitan manifestarse y realizarse como proyecto de acción sobre lo vivido, y que nos ayuden a explicar el poder de movilización del nacionalismo contemporáneo.

Algo que se puede tomar en cuenta al respecto es el de la superposición de fases, elementos o fragmentos de modernidad, dispuestos entre los que Marc Augé llama "lugares" y "no-lugares". Los "lugares" pertenecen a una forma moderna de vida, mientras que los "no-lugares" participan de lo que él denomina "sobremodernidad", caracterizados por el exceso de información, de imágenes y de individualismo. En los primeros es donde se puede leer la identidad, la relación y la historia. En los segundos, espacios de lo efímero, de lo impersonal, esta lectura es imposible. "Lugares" y "no-lugares" entran en contacto en un contexto complicado de relaciones sociales, reaccionando e influenciándose mútuamente (Augé, 1998).

La  búsqueda social del sentido desde la identificación entre comunidad étnico-lingüística y estado corresponde, evidentemente, al espacio de los lugares. La nación remite, ante todo, a un sentimiento de pertenencia específicamente territorial, definido por un espacio particular, que debe basarse en un principio de exclusión que tenga en las fronteras políticas físicas su más clara expresión. Los nacionalismos constituyen, por tanto, una de las pervivencias más evidentes de la modernidad ante un exceso creciente de "sobremodernidad", "hipermodernidad", "posmodernidad", "trans-modernidad", a falta de una denominación más precisa  para esta nueva realidad universal, envolvente, aun poco entendida en muchos aspectos. El nacionalismo, en suma, parece proporcionar un anclaje moderno frente al peligro de la dispersión en el mare magnum de la desterritorialización trans-moderna.

Este papel es posible y necesario en relación con la dúplice manera en cómo se manifiestan la deslocalización y el desarraigo cultural: “la globalización sacude a las culturas en maneras diferentes, contradictorias y muchas veces, conflictivas. Concierne la desterritorialización de la cultura, pero implica también la reterritorialización cultural. Concierne la movilidad creciente de la cultura, pero también nuevas rigideces culturales” (Robins, 1996: 346). En otras palabras, de manera similar a otras expresiones de la cultura (religión), el nacionalismo se posicionaría como una fuerza reactiva localizadora que busca equilibrar y contrarrestar el flujo deslocalizador global.  Las culturas nacionales radican en el terreno de los loci, en cuanto formas de modernidad pre-globales, o incrustadas en etapas de apertura global anteriores a la actual forma extrema de universalización.

¿Significa esto que los nacionalismos representan una mera forma de resistencia conservadora? ¿Cómo pueden tener, entonces, la fuerza y el dinamismo que expresan en la actualidad? Para tratar de aclarar el modo en que los nacionalismos se enfrentan a un mundo que, en principio, le es extraño y para discernir algunas líneas del proceso de construcción del espacio de autorrepresentación de los mismos, es necesario elaborar un esbozo de los rasgos que parecen distinguir las condiciones en que se reproduce históricamente lo que denominamos "globalización".

La globalización, según Giddens (1993), es caracterizada por la intensificación de las relaciones sociales mundiales que vinculan lugares distantes de tal manera que los sucesos locales están influidos por acontecimientos que suceden a gran distancia, y viceversa, revolucionando el sentido de la profundidad del espacio y del tiempo. Smith destaca su carácter universal, intemporal y ecléctico (en cuanto cultura-pastiche cosmopolita) y agrega que  "al ser ecléctica es indiferente al lugar o la época; es dinámica e informe" (Smith, 1997: 144).  

Lyotard indica un aspecto fundamental del fenómeno en la dispersión de la producción del conocimiento, que se encuentra ya fuera de los límites estatales y se ha caído en las redes del mercado transnacional. Esto deja entrever un peligro mortal para el viejo modelo de Estado:  la mercantilización del saber no podrá dejar intacto el privilegio que los Estados-naciones modernos detentaban [...] en lo que concierne a la producción y difusión de conocimientos. [...] El Estado empezará a aparecer como un factor de opacidad y de ‘ruido’ para una ideología de la ‘transparencia ‘ comunicacional, la cual va a la par con la comercialización de los saberes. Es desde este ángulo desde el que se corre el riesgo de plantear con una nueva intensidad el problema de las relaciones entre exigencias económicas y las exigencias estatales” (Lyotard, 1993: 17-18).

¿Quiere decir esto que el Estado-nación ha sido superado por el triunfo del mercado transnacional? ¿Que el conocimiento, el lenguaje y la comunicación se deben de ajustar a patrones globales unificados en una ideología de cosmopolitismo comercial e informático?  Mattelart señala que la "globalización" puede ser, también, una máscara, un disfraz usado para encubrir realidades diferentes, confusas. Se convierte, así, en "una de esas palabras engañosas que forman parte de las nociones instrumentales que, bajo el efecto de las lógicas mercantiles y a espaldas de los ciudadanos, se han adaptado hasta el punto de hacerse indispensables para establecer la comunicación entre ciudadanos de culturas muy diferentes. Este lenguaje funcional refleja un "pensamiento único" y constituye un verdadero ‘prêt à porter’ ideológico que disimula los desórdenes del nuevo orden mundial" (Mattelart, 1998: 99).

Más allá del desorden encubierto puede vislumbrarse, incluso, una disimulación intencional de intereses concretos, según el modelo trazado por Ulrich Beck. Éste establece una diferencia entre el concepto de "globalismo", de una parte, y de "globalidad" y "globalización", de otra (Beck, 1998). El primero sería el factor ideológico que apunta al desdibujamiento de la práctica política estatal, a través la apropiación de los espacios de toma de decisiones gubernamentales por parte de las grandes empresas transnacionales. La privatización del espacio económico, en otras palabras, es seguida por la privatización del poder político. En este sentido, la pluridimensionalidad del fenómeno mundializador queda reducida a su faceta económica, con la disolución del viejo pacto liberal entre estado (espacio de la política) y la empresa (espacio de la actividad productiva). El globalismo sería, en pocas palabras, el intento por parte de las élites empresariales neo-liberales de la usurpación y desaparición de lo político. Esto conduce al desdoblamiento de la sociedad entre el ámbito de lo global (la empresa-mundo) y el de lo local-territorial (la masa social nacional desestatalizada), imponiendo, en definitiva, la imagen hegemónica de una "empresa global", prototipo de una segunda modernidad desterritorializada, que configura el desolador panorama de un capitalismo mundial sin estado y globalmente desorganizado (Ramonet, 1997: 65).

El demos es desterrado sin remedios de la polis, por este globalismo que manifiesta el desbordamiento de la esfera de lo económico, advierte Veneziani. El autor precisa que "la tendencia que prevalece en la política es el consenso en convertirse en la continuación del mercado con otros medios, una especie de 'periferia del poder' en donde se ejecutan los procesos de dirección social decididos y madurados en otros lugares. Porque el mercado es la representación más incisiva y más directa de la globalización y de la competencia, el lugar en donde se hacen visibles las relaciones de fuerza y los valores de la sociedad. Y en donde la sociedad sin límites muestra sus intenciones más directas" (Veneziani, 1998: 280). La gestión tecnocrática, economicista y oligárquica de la polis, finalmente, elimina toda posibilidad de auténtica participación democrática en la misma.

Beck denuncia como política degradada, "subpolítica", ese ángulo específicamente económico del globalismo. El autor distingue, además, otra dimensión del fenómeno: la "globalidad", en donde la ocultación ideológica de la hegemonía empresarial deja lugar a una nueva representación del mundo. Se trata de la sociedad mundial como conjunto total de las relaciones sociales no integradas, no determinadas por el marco del estado nacional: el entrecruzamiento de modelos económicos, culturales y políticos diferentes a escala planetaria. Para Beck, un rasgo esencial de la "globalidad" es su autopercepción y reflexividad. Esto se traduce en la detonación de una diversidad no unificada, en la influencia sobre la conducta social de la toma de conciencia de las diferencias que realmente separan a los hombres. Esta situación dependerá, pues, de las posibilidades diferenciadas de acceso a los flujos de información en el marco del intercambio desigual. La "globalidad" o, mejor, el reconocimiento simbólico de la misma, permite, en fin, trazar los nuevos mapas simbólicos de la desigualdad y la exclusión (Mattelart, 1998). 

De la "globalidad", Beck pasa a un nivel conceptual ulterior, el de la "globalización". "La ‘globalización’ significa los ‘procesos’ en virtud de los cuales los estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios" (Beck, 1988: 29). Este concepto aparece en la obra de Beck como respuesta al carácter irreversible que adopta la "globalidad" en la segunda modernidad: la interdependencia en la que se desarrollan las diversas facetas del fenómeno (culturales, económicas, ecológicas, políticas y sociales).

Arjun Appadurai describe el proceso como una red compleja de flujos globales a través de los que se concretan los modos de manifestación de ese espacio inmaterial que configuran los "no lugares" de Marc Augé (Appadurai, 1990). La consecuencia fundamental de la expansión de estos flujos es, sin duda, el desplazamiento progresivo de un eje importante de la experiencia social ubicada en la esfera de lo local hacia el ámbito más complejo de lo global, con todas las consecuencias que esto trae consigo para la reconfiguración simbólica de las actitudes y comportamientos humanos. Lo verdaderamente característico de esta "hipermodernidad" es el fortalecimiento creciente de una tensión dialéctica entre homogeneización universal y afirmación de los particularismos culturales, que se muestran como las dos facetas inseparables de un mismo fenómeno.

En el trasfondo de esta tensión adquiere consistencia el proceso de revitalización del ideal nacionalista en el comienzo del siglo XXI. Las condiciones originarias de la modernidad en la que surgieron los nacionalismos han sufrido, por consiguiente, una modificación cualitativa además de cuantitativa. Giddens señala que "en la era moderna, el nivel de distanciamiento entre tiempo-espacio es muy superior al registrado en cualquier periodo precedente, y las relaciones entre formas sociales locales o distantes y acontecimientos, se ‘dilatan' " (Giddens, 1993: 67). Para este autor, una de las consecuencias fundamentales de la modernidad es la intensificación creciente de la interacción social a distancia frente a la presencia simultánea de la sociabilidad de nivel local. La mundialización sería el corolario de este proceso y, por tanto, la globalización actual expresaría la extensión a escala planetaria de las relaciones en el espacio y en el tiempo, con la consiguiente modificación de todo suceso local por interferencia de los que acontecen en otros lugares.

Se puede, incluso, ir más allá de Giddens, sosteniendo que, por medio de las nuevas tecnologías informáticas, la globalización va disolviendo el espacio físico y real, desconectándolo, a la par que convierte el tiempo en una experiencia privada de la secuencia. En esta situación posmoderna el tiempo se hace flexible, reversible, eterno, acrónico. Incluso la noción de tiempo histórico va desapareciendo, y deja la sensación de que la Historia humana ha parado su curso milenario en la relatividad del nihilismo post-metafísico: finis historiae (Vattimo, 1994: 12-17).

Lo que se puede observar hoy, en efecto, no es una simple expansión y dilatación a escala mundial de las interconexiones de las distintas unidades locales a través del tiempo relativo; se divisa el peligro aterrador de que la experiencia humana misma pueda perder sus rasgos originarios en la vorágine de la velocidad absoluta y el espacio inmaterial de las redes. Lo que presentimos es el riesgo de una pérdida total de la sensación de identidad y de pertenencia en sus facetas antropológicas más radicales: una crisis de sentido terminal, que provocaría la evaporación de todo referente simbólico común. Esta crisis actual del sentido deriva en la crisis generalizada de la identidad, o mejor, según Marc Augé, de la alteridad: "Individuos o grupos de individuos se sienten en crisis porqué ya no logran un pensamiento del otro". Además, agrega el autor, "quien dice ‘crisis de alteridad’ dice ‘crisis del sentido’, en la acepción antropológica del término, y la antropología está llamada a estudiar este déficit de sentido que parece afectar a la contemporaneidad en su conjunto" (Augé, 1998: 126).

 

Modernidad, estado y nación

La clave de interpretación del origen y desarrollo del nacionalismo debe relacionarse, en suma, con los cambios producidos por la modernidad respecto a las posibilidades de elaboración social del sentido. Otra contribución teórica importante para comprender el fenómeno desde este ángulo visual proviene de Berger y Luckmann (Berger; Luckmann, 1997). La especificidad de la modernidad, según ellos, es la pérdida de lo dado por supuesto, lo implícito, sustituido por el pluralismo. Éste significa, dentro de las estructuras sociales organizadas por el estado liberal, la imposibilidad de la conservación de sistemas de valores absolutos y esquemas de conducta comunes universalmente válidos. La modernidad, en efecto, favorece la coexistencia de sistemas y comunidades diversos, hasta contradictorios, cuya copresencia predispone a un estado de crisis cultural permanente, personal y colectiva.

La organización del moderno estado liberal, en suma, presupone la necesidad funcional de diferenciación de las acciones objetivadas dentro de las distintas esferas institucionales, desligándose, pues, de los valores superiores que daban sentido común a los comportamientos en las sociedades premodernas. Así, la separación creada entre los esquemas racionales con respecto a los fines, por un lado, y los sistemas de valores metafísicos, por el otro, dificultan las respuestas personales y colectivas en la búsqueda del significado de la existencia. Aquí, con relación al surgimiento del moderno estado liberal, puede situarse el recurso sociocultural a la idea de nación, entendida como comunidad definida por sus rasgos peculiares históricos, étnicos, lingüísticos, religiosos. Aquél sólo pudo consolidarse cuando, más allá de su legitimación racional-universalista, fue capaz de integrar su identificación en un sentido de pertenencia específico vinculado, ante todo, a la memoria ancestral, la tierra, la sangre, la lengua vernácula. El estado asumió la tarea de evocar y simbolizar la nación mediante el recurso a esos elementos, a la par que se refería a la ciudadanía en términos de legitimidad política.

En otras palabras, en el ámbito del proceso de modernización, la idea de nación se encargó de establecer el necesario enlace simbólico entre la pérdida insoportable del sentido absoluto premoderno y la construcción pluralista del estado moderno. Por eso, la nación "encuentra" al estado y éste se hace, a la vez, nacional, convirtiéndose ambos en una pareja inseparable. La experiencia moderna de la ciudadanía únicamente pudo formarse por medio de la nación, en cuanto mediadora o "puente" simbólico entre el orden social culturalmente fragmentado y la compacta maquinaria estatal. La nación (imaginada como madre-patria) proporcionó a las masas en vía de ciudadanización la protección y seguridad necesarias ante la inaprensible frialdad artificial del Estado, ese Leviatán que irrumpía prepotentemente en la vida del hombre moderno. Compenetración simbólica, entonces, entre naturaleza y artefacto, entre lo masculino (estado) y lo femenino (nación), entre las dimensiones emocionales y racionales del ser humano. La idea de nación, por tanto, elaborándose a través de un doble juego de exclusión hacia fuera y proyección-identificación hacia dentro, coloca la territorialidad, las fronteras físicas y reales en el límite separador de lo único y lo diferente, de un "nosotros" y un "ellos". Así, la identidad y la alteridad quedan marcadas clara y seguramente, resignificando las fronteras precedentes de exclusión-inclusión. El universalismo liberal-democrático ha podido realizarse sólo mediante el recurso a la aspiración universal de todos los pueblos a permanecer en cuanto grupos histórico-culturales distintos. El demos, entonces, se sostiene y se complementa con el ethnos, que son las dos facetas inseparables de la condición de la ciudadanía moderna.

En este sentido resulta inútil, o más bien incorrecto, resaltar una diferencia sustantiva entre nación cívico-voluntarista por un lado, y nación orgánico-cultural por el otro, o bien, entre un supuesto modelo “occidental” y otro “oriental” (Kohn: 1949; Smith: 2000: 5-26). Ambos, en realidad, forman parte de la única idea de nación posible, aunque algunas naciones hayan experimentado históricamente acentuaciones de uno más que del otro aspecto. Si existen naciones que enfatizan su propia integración desde el ángulo cívico, racional y político, éstas, para poder subsistir, deben incluir necesariamente la otra dimensión, la cultural, orgánica y emocional. Lo mismo vale para el caso inverso, si la nación se constituye originalmente sobre una base étnico-territorial claramente definida. Es realidad, "estas dos concepciones, la nación como voluntad y la nación como herencia, son ambas tradicionales. Sólo los combates ideológicos las han presentado como incompatibles. [...] En el fondo ningún criterio [de los dos] conviene: los Estados-naciones nunca corresponden exactamente a las fronteras definidas por la aplicación de los criterios de nacionalidad (etnia, lengua, cultura, etc.), pero no se puede prescindir de estos criterios" (Delannoi, 1993:15).

La identificación necesaria entre nación, estado, cultura y territorio, que constituye la garantía de preservación de la identidad personal, en el marco de una tradición socialmente compartida, se facilita aprovechando y resignificando los núcleos étnicos preexistentes (Smith, 1997: 34-37). Operación que es  posible sólo mediante el recurso al mito: sacralidad, ejemplaridad y repetición ritual de la comunidad étnico-lingüística. Las naciones se configuran simbólicamente a partir de sus propios relatos de origen en tensión dinámica con los relatos, también míticos, del proyecto liberal-democrático de emancipación. El logos, así, se integra en el mytos, la razón en la emoción: éstas son las calidades “premodernas” de un fenómeno en sí característicamente moderno. Los relatos mitológicos de origen, fundadores, primordiales, en consecuencia, son los únicos que pueden fundamentar la generación de la idea de nación. Relatos que remiten a una tradición arquetípica creada y transmitida socialmente como eterna repetición de lo que la comunidad es y siempre ha sido (Lyotard, 1995).

La conformación moderna del estado-nación supuso, en fin, un intento de adaptación de dos perspectivas contradictorias de tiempo: el tiempo irreversible, progresivo, del proyecto liberal y el tiempo reversible, mítico, de la repetición de lo idéntico-nacional. La nación como eterno retorno, frente al no-retorno de la concepción cronológica lineal-progresiva del estado liberal. Esta temporalidad bi-dimensional se proyecta en la experiencia cotidiana articulándose en las dimensiones de simultaneidad (sincronía laboral, burocrática y comunicativa) y ritualidad (ceremonias/celebraciones nacionales). Estas dimensiones cronológicas, con su corolario físico de espacio territorial y fronterizo, constituyen la base de la conservación del sujeto social.

 

Conclusiones

Volviendo al horizonte de la globalización, tenemos que preguntarnos una vez más qué significado tiene la tendencia nacionalista que caracteriza el panorama actual. No parece claro, de vista, como la disolución institucional y transfronteriza del estado como entidad política pueda ser congruente con la aspiración de la comunidad nacional a constituirse a través de la misma. Sin embargo, existen razones culturales profundas que permiten comprender la creciente excitación identitaria-nacionalitaria que observamos hoy. La posmodernidad o "hipermodernidad", en efecto, ha quebrado los límites de contención de las crisis de sentido de la primera modernidad, marcando la transición a una fase ulterior de la modernidad misma.

Esta "segunda modernidad" es caracterizada, no por la crisis, sino por la evaporación total del sentido, el no-sentido instalado en el espacio de los "no lugares", el nihilismo como horizonte universal. "Abajo" -advierte Veneziani- "crece el autommatismo de los procedimientos, el avance de la técnica, la competencia de hacer y de tener que produce neurosis de aceleración y de adecuación a los estándares monoculturales, fundados en el afán de poseer. Arriba nos oprime el cielo vacío, la ausencia de principios de referencia, la carencia de sentido, el nihilismo difuso. Cuanto más lleno se hace el espacio vital de técnicas, procedimientos, modelos y mensajes, que solicitan reflejos condicionados, tanto más vacío es el espacio existencial, desierto de significados históricos, públicos, trascendentes". (Veneziani, 1998: 276).

El nacionalismo de hoy, por lo tanto, significa la reacción ante la caída en el vacío, ante el caos del pluralismo infinito, cambiante, simbólicamente inaprensible: la expresión del límite extremo de la capacidad de adaptación del hombre ante la "insostenible levedad del ser" contemporánea. En ese horizonte deserto y oscuro que nos rodea, se hace sentir con fuerza estremecedora el llamado del alma colectiva. El nacionalismo actual y futuro es, pues, el último recurso para conservar la identidad amenazada, reactivar el movimiento cíclico del tiempo y alcanzar el sendero perdido del destino, echando mano de nuevo al poder primordial del mito y del rito. Con el regreso al volkgeist se puede finalmente recuperar aquélla seguridad ontológica, individual y comunitaria, desgastada brutalmente por la globalización, superando la enajenación radical, esa "barbarie del desarraigo" a la cual está sometido el hombre contemporáneo (Veneziani, 1999: 52).

El ímpetu nacionalitario, en definitiva, es una respuesta dinámica -no conservadora- hacia la pérdida de sentido y de identidad social, recuperando, reconstruyendo o generando formas político-culturales comunitarias. La búsqueda de la utopía comunitaria es la que sustenta la lucha de individuos y grupos desarraigados o amenazados de serlo. Algunos de estos grupos son arrastrados hacia una mayor actividad nacionalitaria que otros, pues la globalización impacta de manera diferencial entre ellos, dejando entrever la aterradora perspectiva de la disolución el mare magnum planetario. "El peligro de la inmersión" -señala Guibernau- "es evidente en los individuos que ven cómo algunas culturas se globalizan más que otras, al tiempo que advierten la amenaza de la homogeneización como su consecuencia. El aislamiento ya no es posible. Por lo tanto, las culturas particulares se enfrentan a la amenaza de una pérdida de su ser por la absorción en otras culturas que poseen mayores medios para reproducirse y expandirse". (Guibernau, 1996: 151-152)

Las formas de esta percepción dramática de la disolución en el vórtice global son variadas. Individuos reducidos a un estado atomizado, anómico, presienten la evaporación de todo sentido de pertenencia e identificación. Grupos étnicos pequeños, como lo son muchos pueblos indígenas de Asia y América, se ven amenazados en su existencia al ser conectados más estrechamente a las redes económicas, políticas y culturales nacionales y mundiales. Naciones débiles ven pisoteada cada día su soberanía y su cultura por parte de las naciones dominantes, económica y políticamente. Etnias minoritarias se defienden contra los grupos nacionales mayoritarios. Grupos migrantes experimentan diásporas masivas en países lejanos geográfica y culturalmente. Estados industriales se ven embestidos por flujos de foráneos que amenazan su propia identidad cultural y solidaridad comunitaria. En todos los casos, sentimientos de injusticia, coraje, desarraigo, exclusión, frustración, temor, llevan a buscar fuertes respuestas identitarias, etnicistas y nacionalitarias, provocando la formación de grupos, movimientos, partidos, programas políticos.

El establecimiento o la revitalización de divisiones tajantes entre "nosotros" y "ellos", la acentuación extremada de los rasgos culturales propios -y la hostilidad en contra de los ajenos-, el estallido de conflictos estremecedores, el reclamo radical del populismo, son la consecuencia inevitable de esta búsqueda apasionada de un arraigo simbólico, de una solidaridad fuerte, de una participación concreta, que proporcione sentido a una existencia comunitaria a la medida de la dignidad humana. Estas tendencias, cuando rebasan el nivel de la pura reacción, pueden apuntar a la constitución de utopías comunales generadoras de nuevos sujetos sociales. Si, en cambio, la resistencia cultural permaneciera encerrada en las fronteras de las nuevas comunas, señala Manuel Castells, "el comunalismo cerrará el círculo de su fundamentalismo latente sobre sus propios componentes, provocando un proceso que quizás transforme los paraísos comunales en infiernos celestiales" (Castells, 2000a: 90).

Es un riesgo que muchos están dispuestos a correr, y es fácil comprender porqué es así. El reverso de la cara violenta, radical, excluyente del nacionalismo es el beneficio del sentido, la identidad, la alteridad recuperadas, reencontradas o regeneradas. Éstos representan bienes invaluables que restituyen a los individuos una dimensión completa como seres humanos, la que es menospreciada o negada a menudo en el globalismo actual.  Es muy probable, por lo tanto, que se intensificarán las reivindicaciones, proclamaciones, agitaciones y violencias nacionalistas que observamos hoy en la medida que se extiendan los flujos globalizadores contemporáneos. Las primeras, instaladas en el espacio-tiempo de los "lugares", los segundos, insertados en la estructura de la deslocalización y la reversibilidad temporal.

De ahí se puede entender porqué el nacionalismo, tal y como se manifiesta hoy, pueda ser considerado mucho más que una simple respuesta a la globalización. Es, más bien, un elemento constitutivo, una faceta, una parte integrante y complementaria de la misma. No es una opción prescindible o sustituible, es una necesidad inherente del sistema global. A pesar de la aparente paradoja, de que produce la crisis y la marginación del estado nacional, la globalización es responsable, al mismo tiempo, del  éxito creciente que tienen los impulsos nacionalitarios que observamos hoy en todo el planeta. Éstos comienzan a cobrar fuerza desde fenómenos en pequeña escala (etnias periféricas, minorías, regiones, estados marginales), que son favorecidos por la extensión y densificación de las redes comunicativas; en una segunda etapa afectarán a grupos mayores y a estados-naciones de gran tamaño (Smith, 1997: 142).

Con el auge creciente de éstos fenómenos, en fin, se aleja la perspectiva de una inconcebible Umma neo-liberal extendida a todo el planeta. Cada vez más, resulta evidente el fracaso de esa cosmópolis racional imaginada por el liberalismo occidental. La metafísica universalista de la Ilustración, consagrada por el liberalismo, se ha revertido sobre sí misma: su proyección más allá de lo humanamente soportable ha activado las respuestas simbólicas extremas del reclamo irracional, emocional, del espacio territorial de los "lugares". La búsqueda, en suma, de un espacio propio, articulado en lazos orgánicos, con raíces en el suelo profundo de la tierra, de la historia y del mito: alternativa posible, en tensión dinámica con los nuevos estilos de vida internacionales de la era global. Esto, quizás, lleve a resignificar el vínculo social en una forma más profunda y auténtica, al margen de los inevitables conflictos y violencias que se puedan suscitar. En este trasfondo agitado, los nacionalismos tendrán todavía un largo camino para recorrer en el umbral del siglo XXI.

 

 

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© Franco Savarino, 1998-2001

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