LA ESENCIA DEL FASCISMO
G.
Locchi
INTRODUCCION
Pocos textos tan cortos alcanzaron
a tener una trascendencia tan grande como este de Locchi que hoy sometemos el
lector español. Esto nos impone la tarea de presentar a su autor y de dar
alguna explicación sobre su obra.
Natural de Roma y doctor en
Derecho, la vida, sin embargo, le ha apartado de su ciudad natal, pues reside
habitualmente en París, y de su profesión, pues Locchi no pasará a la
posteridad por sus aportaciones a la Jurisprudencia, sino por su vigoroso
pensamiento filosófico y político.
Su residencia en París le ha
permitido una amplia colaboración con la "Nueva Derecha" de la que,
sin embargo al final, se ha apartado. Sus colaboraciones en "Nouvelle
Ecole" figuran entre lo mejor que ha publicado esta revista.
Además del italiano y el francés,
Giorgio Locchi es un profundo conocedor del alemán, lengua en la cual ha leído
a sus dos grandes predilectos: Wagner y Nietzsche.
Además del texto que ha continuación
podrán estudiar los lectores, Locchi es autor de otro capital libro:
"Wagner, Nietzsche e il mito sovrumanista", una profunda reflexión
sobre la filosofía de la Historia y sobre como la obra de Wagner y Nietzsche
crea, en el siglo pasado, una nueva "tendencia epocal".
Hay en el texto de Locchi ciertas
afirmaciones que sin duda sorprenderán al lector; la primera es, sin duda,
descalificar a lo más reciente de la producción historiográfica sobre el
fascismo. Expliquemos esto. Cree Locchi que hoy se pueden encontrar excelentes
estudios sobre todos los aspectos y variantes del fascismo (ya sea sobre el
fascismo en Brasil o sobre la política deportiva de Mussolini), pero, que todos
estos estudios de detalle están haciéndonos perder la perspectiva global.
Y no es solo este problema. Hay
autores, como De Felice y Mosse, que han pretendido una "desdemonización"
del fascismo. En sus libros muestran a los fascistas como hombres de su época,
personajes que no vomitan espuma ni se pasan el día exterminando. Esto puede,
aparentemente ser bueno. Pero Locchi señala también el peligro de que todo
esto comporte una "banalización " del fascismo: hacer del fascismo un
simple movimiento político más y no una alternativa total al sistema.
Ejemplo paradigmático de todo esto
es el caso de Renzo de Felice, a quien sus obras (en especial su monumental y
‑por ahora ‑, inacabada biografía de Mussolini), le han valido la
acusación de "filo‑fascismo " de querer "rehabilitar el
fascismo ". Y sin embargo De Felice es el autor que ha dado un veredicto más
demoledor sobre el fascismo, al afirmar que, en definitiva, este movimiento ha
desaparecido sin dejar huella histórica y sin posibilidad de reproducirse. Otra
muestra de lo peligroso de las tesis de De Felice está, por ejemplo, en su
afirmación de que nacionalsocialismo y fascismo son sustancialmente distintos.
Nada de esto ocurría con las obras que defiende Locchi visceralmente enemigas
de todo lo que sea fascismo, que lo deforman en los detalles, pero que captan lo
esencial.
Otra cosa que va a sorprender al lector es el empeño de Locchi
por colocar al nacionalsocialismo en el seno de la "Konservative
Revolution". Arguye Locchi que el hecho de que el nacionalsocialismo
tuviera choques más o menos fuertes con algunos de sus componentes no
significa, objetivamente, nada. Sería como decir que Stalin deja de ser
marxista‑leninista por el hecho de que expulsara y después hiciera
asesinar a Trotsky.
"Hitler ha podido triunfar
‑declaraba Locchi a Marco Tarchi (1)‑ porque, mejor que nadie, sabía
afirmar lo esencial de las tendencias históricas que animaban la
"Konservative Revolution". Los demás se perdían en lo particular, en
la afirmación de tal o cual especificidad. Hitler tenía claro lo esencial,
aquello que políticamente podía plasmarse en aquel momento histórico. Los
actuales "neo" (2), escriben a veces que Hitler "traicionó"
a la "Konservative Revolution", "robándole" las ideas para
deformarlas. Esto se afirma, naturalmente, en referencia a las ideas de un
Junger, un Spengler, un Moeller van der Bruck, o gente así. Dejando de lado el
hecho de que todos estos ilustres escritores pensaban ‑y siempre en
abstracto ‑ cosas bastante distintas y dispares y ‑por tanto ‑
no se podía satisfacer a unos sin "traicionar" a otros, lo que aquí
encontramos es el eterno contraste entre el intelectual que vive en su torre de
marfil, de intransigente pureza, y el hombre de acción, el político, en
permanente lucha con la realidad, con una materia bruta que se resiste siempre a
las formas que se desea imponerle".
Pero lo más notable, lo más
subyugante del texto de Locchi, es hacer partícipe del fascismo de un gran
movimiento, que trasciende los límites de lo político y lo coloca a un nivel
muy superior. Muchas veces se ha escrito, con razón, que faltaba por hacer una
interpretación fascista del fascismo. Y era cierto. La obra de Bardeche
("Qu' est‑ce le fascisme") se limita a un análisis politilógico,
y la obra de Evola ("Il fascismo visto della Destra") está viciada
desde su origen. Pero ya no se podrá decir lo mismo desde la aparición del
libro de Locchi. El fascismo pierde, gracias a él, su carácter de anécdota de
la historia.
Tarchi le dijo a Locchi: "Vd.
hace del fascismo, o más bien del super‑humanismo, un hecho de inmensa
trascendencia, un evento que parte la historia en dos". A lo que Locchi
respondió: "Yo no hago nada. Sólo hablo como historiador que observa el
devenir histórico. Observo que a partir de la segunda mitad del siglo XIX se
dibuja una "tendencia epocal" (3) que pretende "regenerar la
historia" (Wagner) o "dinamitarla" (Nietzsche) y precisamente
para dividirla en dos; tendencia que pretende ("Konservative
Revolution" y nacionalsocialismo) ser "advenimiento" de un nuevo
"origen" de la historia, que proyecta un "Reich" milenario
que en todas sus formas políticas pretende crear un hombre nuevo. La
"tendencia epocal" que así se expresa existe innegablemente. Pero que
exista no significa que deba triunfar. Tendencias epocales pueden diseñarse y
sin embargo desaparecer. Nietzsche y Wagner son, sin duda, la dinamita de la
historia; pero esta dinamita puede ser inútil si como ahora ocurre, el mundo
entero se consagra a la tarea de apagar su mecha".
Para Locchi nos hallamos en una época
de "interregnum ", entre un periodo histórico dominado por el
igualitarismo y el futuro, dominado por el superhumanismo, que traerá el hombre
nuevo. Dejemos, de nuevo, hablar a Locchi: " El fascismo desea crear el
"hombre nuevo" justamente porque este hombre nuevo no existe aún
macro‑socialmente y solo existe micro‑socialmente y como
posibilidad, en un minoría realmente superhumanista. El fascismo, que consiguió
el poder y que puede volver a él, debería enfrentarse a una realidad social
que es la creada por dos mil años de igualitarismo, realidad que sólo podrá
ser cambiada en virtud de una acción destructora progresiva y ‑a la vez
‑ progresivamente reconstructora, de algo nuevo. En el
"interregnum" ‑y estamos aún en él ‑ el proyecto social
fascista no puede ser sino provisional, dirigido en primer lugar a crear la
materia social misma con la que un día se construirá la verdadera
"comunidad", según el genuino proyecto, lo que desembocará algún día
en la mutación definitiva, de la "material social", es decir, en el
aniquilamiento social‑político de las tendencias igualitaristas".
El fascismo, pues, es todo un vasto
campo ideológico que algún día acabará transformándose en la alternativa
operativa al sistema. No es, por ello, cosa extraña el que en su mismo seno
haya tensiones y discrepancias. Las diferencias son generadas, como dice el
texto que sigue, por la menor y mayor proximidad a determinados principios. En
su entrevista con Tarchi matizó, Locchi, sus ideas: "En los años veinte,
treinta y cuarenta, la oposición y a veces hasta la lucha entre las varias
corrientes fascistas, no solo en el plano internacional, donde cada país defendía
su fascismo "nacional", sino también en el interior de cada país,
entre diversos movimientos fascistas, o en el interior de un único partido o
movimiento, existió. Todo esto es perfectamente lógico y se da tanto en el
campo igualitario como en el superhumanista. Debo hacer observar que el fascismo
en un campo político, del mismo modo que lo es el "democratismo", en
cuyo seno se articulan y lucha diversas tendencias (liberalismo,
socialdemocracia, comunismo, anarquismo). Esta articulación es bien patente en
el campo de las tendencias igualitaristas, porque es el resultado de una evolución
bimilenaria. En el campo fascista esta articulación (aparte de las
"especifidades nacionales"), es menos neta, menos rica, se articula más
bien a nivel de "sectas", como es característico de la “fase mítica"
en que halla esta tendencia".
Locchi ha acabado por apartarse de
la "Nouvelle Droite" francesa precisamente a causa de su interpretación
del fascismo. "Hoy ‑le decía a Tarchi -, según me parece, muchos
“fascistas" no osan decir, por causas conocidas, su propio nombre,
optando por llamarse antigualitaristas. Y este es un modo como otro de
castrarse, puesto que el nombre "hace la cosa". En si mismo
"antigualitarismo" es pura negatividad y ‑como tal ‑
entonces forma parte de la dialéctica misma del igualitarismo". Claro que
en la oposición a la "Nouvelle Droite" no hay solo un motivo lingüístico.
Desde que Alain de Benoist se enganchó al carro de Giscard nuestro autor,
Locchi, no ha querido saber nada más de sus antiguos compañeros; el uso
ambiguo de palabras como "antirracismo ",
"antitotalitarismo", etc..., que hace la "Nouvelle Droite"
es ‑Para Locchi ‑, insoportable.
Para acabar, solo resta decir que
lo importante, lo definitivo, lo esencial del mensaje de Locchi es situar al
fascismo en una dimensión trascendente. Gracias a él, la frase de "No
somos los últimos del ayer, sino los primeros del mañana”, deja de ser un
eslogan efectista para convertirse en una verdad de profundo contenido.
Carlos Caballero.
NOTAS:
(1) ‑ La edición italiana de
"La Esencia del fascismo" iba acompañada de una larga entrevista con
Marco Tarchi, de donde hemos entresacado estas citas.
(2) ‑Se refiere Locchi,
obviamente, a la "Nueva Derecha"
(3) ‑ La filosofía de la historia
desarrollada por Locchi habla de la existencia de "tendencias
epocales" que se enfrentan entre sí y que cada una de las cuales pasa por
varias fases, siendo la primera de ellas, la fase mítica. Posteriormente cada
tendencia epocal se va subdividiendo en una serie de sub‑tendencias que, a
su vez, se enfrentan entre sí.
El reciente reflorecer de los estudios históricos sobre el "fenómeno
fascista" (1), no ha comportado hasta ahora ningún progreso digno de mención
e incluso está contribuyendo a oscurecer el problema, comprometiendo cuanto de
válido ‑y era muchísimo ‑, se había logrado a fines de los años
cincuenta. La razón no es difícil de encontrar: no se trata de un interés
histórico (2) sino de un interés político partidista lo que motiva a la mayor
parte de los "estudiosos", intérpretes en Italia de las angustias y
preocupaciones de un sistema en crisis. La pasión política y las
preocupaciones de orden "moral" han obnubilado ‑casi
siempre‑ en los estudiosos del sistema fascista el espíritu de observación,
paralizando sus facultades de deducción, con lo cual el "objeto" del
estudio ha quedado más confuso que aclarado.
Ahora bien, también la Historia, en la medida en que desea ser ciencia,
debe procurar proceder sine ira et studio
como quería Spinoza, admitir que solo puede ser ciencia si es wertfrei,
esto es, exenta de prejuicios de valor. El “fenómeno fascista" forma
parte del pasado y, como tal, puede ser objeto de estudios históricos, es
decir: desapasionados. Sin duda, el fenómeno fascista se prolonga de alguna
manera en el presente ‑como ocurre con el resto del pasado histórico, por
otra parte‑ y en cuanto tal, solicita una toma de posición "política",
pero tal actitud debe tener lugar fuera del estudio, ya que de otra manera se
arriesga a basarse en la ignorancia existente, más o menos amplia, sobre el
"objeto" real.
La verdad es que hoy, treinta y cinco años después del hundimiento de
los regímenes fascistas, por causas externas, el “fenómeno fascista"
está presente sobre todo como fantasma de sus adversarios, y esto hasta tal
punto que el actual investigador está, más que nunca, expuesto al peligro de
dirigir su atención sobre el objeto puramente fantasmagórico.
En el periodo pre‑bélico, bélico y en la inmediata postguerra,
la presencia del fenómeno fascista, se inscribía plenamente en la realidad
objetiva, y los investigadores tenían menos posibilidad de incurrir en falta a
la hora de determinar la naturaleza del objeto sometido a estudio. Aún cuando
suele deformarse en sus conclusiones, casi siempre se tenía la impresión de
que, en realidad, habían reconocido más o menos la "verdad", incluso
si a la vez se habían esforzado por distorsionarla o hasta por ocultarla, en el
temor ("político") de que la verdad pudiera fascinar más que
provocar rechazo.
En los últimos tres decenios, en cambio, ha sucedido que a la
falsificación del discurso sobre la naturaleza del "fenómeno
fascista" han concurrido fuertemente incluso aquellos que, por tradición o
por instinto, hubieran estado o aún están dispuestos a reconocerse como
“fascistas". Esto es perfectamente comprensible, por otra parte, ya que a
partir de 1945 si el "fascismo" intenta desarrollar una acción política
se ve constreñido a realizarla bajo una falsa bandera y debe, públicamente al
menos, renegar de aspectos fundamentales del "discurso" fascista.
cuando menos verbalmente, sacrificándolos ante los "principios" de la
ideología" democrática, de idéntica manera a como, bajo el Imperio de
Roma, los cristianos debían ofrecer sacrificios al César en cuanto que
divinidad. Inevitablemente, esta actitud "obligada" del
fascista‑político ha tenido su reflejo sobre la actitud del
fascista‑estudioso que analiza su historia, siempre a causa de la
deplorable incapacidad para reparar entre estudio histórico y actividad política.
Además, la catástrofe de la “guerra perdida" ha exasperado la polémica
entre las distintas expresiones nacionales del fascismo y - en el interior de
los distintos fascismos nacionales‑ entre las varias corrientes fascistas,
cada una de las cuales se reclama como manifestación de un fascismo
"bueno", prudentemente rebautizado con otro nombre y, a la vez, echa
sobre otros la responsabilidad de un "mal", generalmente identificado
con "formas" del fenómeno fascista que habían detentado el poder y
atraído sobre sí la condena universal...
La actual proliferación de obras que tan solo aumentan la confusión y
multiplican la ignorancia a propósito del fenómeno fascista hace más que
nunca necesario volver a remitirse a aquellos estudios que fueron realmente
serios, ya que supieron ver y discernir su objeto, incluso si quizás lo
hicieron desde la perspectiva que hoy consideramos "inactual". Por
cuanto concierne a obras válidas debidas a estudiosos que políticamente se sitúan
en el campo adversario, es preciso señalar que son debidas generalmente a
autores israelitas, muy interesados en "comprender" verdaderamente el
fascismo, para mejor combatirlo. Citaremos como ejemplos típicos el ensayo
"Dai Romantici ad Hitler" de Paul Viereck; el estudio fundamental de
Gyorgy Lukacs, "La Destruzione della Ragione" (3), del que existe un
compendio titulado "Von Nietzsche zu Hitler"; y también ‑sobre
todo porque acumula una rica documentación "paralela"‑ el
"Hitler und Nietzsche" de E. Sandvoss. Lukacs y Viereck han tenido el
gran mérito de resaltar el origen primario, la "matriz" del fenómeno
fascista, reencontrada en todo un importante filón de la cultura alemana y
europea, si bien, después, obedeciendo a evidentes fines propagandísticos, han
introducido en su discurso el leitmotiv de una especie de ruptura cualitativa
entre los orígenes cultural‑filosóficos (de los cuales era difícil no
reconocer la importancia y nobleza) y las manifestaciones políticas heredadas
en el siglo XX, caracterizadas según ellos por la incultura, la barbarie
intelectual y ‑en último análisis ‑ por una vulgarización del
pensamiento de los "Maestros", Friedrich Nietzsche y Richard Wagner en
particular.
En la postguerra está casi totalmente ausente una "reflexión histórica"
válida sobre el fenómeno fascista por la fuerza de las cosas, es decir, por la
simple razón que ha sido citada ya: quedó condenada a la ilegalidad o cuando
menos a la intolerancia radical toda manifestación de carácter genuinamente
fascista. Pero ya que la definición "legal" del fascismo solo abarca
‑y mal ‑ las formas particulares y coyunturales en que se encarnó
entre 1922 y 1945 en los "regímenes" donde tuvo el poder, e ignora
todas las otras manifestaciones (que existieron en el mismo marco cronológico
pero que quedaron comprometidas por el ejercicio del poder) así como
‑necesariamente ‑ ignora todo el vasto campo cultural, filosófico,
artístico que es la matriz del fascismo, se ha creado un cierto margen de
libertad para aquellos autores que, aunque solo sea por exigencias "tácticas"
se reclaman seguidores de las formas no incriminadas (por desconocidas) del
fascismo. Largamente determinadas por estas constricciones externas, la obra de
estos autores, aún para lectores que se suponen a priori como cómplices,
resulta difícilmente descifrable. Aún más, al restringir la definición del
"fascismo" falsifican su objeto arbitrariamente, reduciéndolo a una
sola parte de él ‑incapaz de existir por si sola ‑ contribuyendo a
la confusión general. Es este el caso, en parte, de los trabajos "históricos"
de J. Evola, cuando se los toma como tales, ya que en realidad los citados
trabajos son en realidad fundamentalmente "filosóficos" o "políticos",
expresión del punto‑ de vista de una corriente singular, ampliamente
representada también entre los “volkische" de la Alemania austro‑bávara,
con una marcada tendencia al esoterismo y con tendencia a reducir a sí misma la
definición del fascismo "válido".
Entre los estudiosos que se han reconocido fascistas o se pretendieron
"neutrales" citaremos aquí, por la rara validez de sus teorías,
sobre todo a Adriano Romualdi, cuya obra es, sin embargo, fragmentaria e
incompleta ‑entre otras cosas por su muerte, aún en plena juventud
‑ pero que tiene el mérito de ser casi la única en Italia en haber
sabido abrazar la totalidad del objeto, habiendo reconocido perfectamente la
"matriz" del fenómeno fascista en el "discurso" de
Nietzsche y ‑en fin ‑ de haber puesto de relieve la lógica
"conclusión indoeuropea" de lo que ‑como veremos ‑ es la
típica "Vuelta‑a‑los‑orígenes‑proyecto‑de‑futuro"
de todos los movimientos fascistas y haber comprendido así que para el
"fascista" la "nación" acaba siendo reencontrada más que
en presente, en un lejano y "mítico" pasado y perseguida después en
el futuro, Land der Kinder
(Nietzsche), tierra de los hijos más que tierra de los padres (Patria,
Vaterland).
Fundamental es también, pero desde un punto de vista
totalmente distinto, la obra de Armin Möhler, "Die Konservative Revolution
in Deutschland, 1918‑1933". Möhler centra su atención sobre todas
las formas no directamente comprometidas del fascismo alemán y pone
rigurosamente entre paréntesis al nacionalsocialismo, limitándose a decir lacónicamente
que la Revolución Conservadora es al nacionalsocialismo lo que el trotskismo al
leninismo. De hecho no hace sino poner de manifiesto la Weltbild común a todos
los movimientos fascistas (en la acepción genérica del término) que
prosperaron en Alemania, precisando admirablemente como en su seno se
estructuraban toda una serie de Leitbilder que, al ser acentuados de una manera
u otra, daban como consecuencia las distintas formas o corrientes del fascismo
alemán, es decir, de la Konservative Revolution, nacionalsocialismo incluido
(aunque este se halle explícitamente ausente en el discurso de Möhler).
Weltbild y Leitbilder se traducen literalmente corno "imagen del
mundo" e "imagen guía" o "imagen conductora"; pero en
realidad conviene hablar, para una mejor comprensión, de "mito" y de
"mitema".
Curiosamente la obra de Möhler ha encontrado un indispensable
complemento en la de un marxista francés que aplica los métodos de la lingüística
estructural a la parisienne, Jean Pierre Faye, cuyo documentadísimo libro
dedicado a Les Langages Totalitaires
(4), (lo que para él equivale a fascista), colma las lagunas del libro de Möhler,
insertando al nacionalsocialismo alemán y al fascismo italiano en una bien
dibujada "topografía" de la Revolución Conservadora y colocando al
primero en el "centro sintético" del campo
conservador‑revolucionario alemán. Faye, sin embargo, considera tan solo
el "discurso político" inmediato de los movimientos fascistas de
entonces, con sus referencias a problemas contingentes olvidando la "visión
del mundo" y por lo tanto los "puntos de referencia"
intelectuales.
Solamente profundizando todos los estudios que hemos citado (junto a
otros del mismo tipo) se puede llegar a alcanzar una real "comprensión"
del “fenómeno" fascista. No se comprende nada del "fascismo"
si no se cae en la cuenta, o no se quiere admitir, que el llamado "fenómeno
fascista" no es otra cosa que la primera manifestación política de un
vasto fenómeno espiritual y cultural al que llamaremos
"superhumanismo", cuyas raíces están en la segunda mitad del siglo
XIX. Este vasto fenómeno se configura como una suerte de campo magnético en
expansión, cuyos polos son Richard Wagner y Friedrich Nietzsche. La obra artística
de Wagner y la obra poética‑filosófica de Nietzsche han ejercido una
enorme y profunda influencia sobre el ambiente cultural europeo del fin de
siecle y en la primera mitad del siglo XX, tanto en sentido negativo (provocando
rechazos) como en sentido positivo: inspirando a seguidores (filosóficos y artísticos)
y desencadenando acciones (espirituales, religiosas y también políticas...).
La obra de estos autores es, de hecho, eminentemente "agitadora"; su
importancia está muchísimo más en el "principio" nuevo que
introducen en el ámbito europeo que en su expresión misma y en las primeras
"aplicaciones" que de estos principios se han realizado.
Por "principio" entiendo aquí el sentimiento del sí mismo y
del hombre, que en cuanto se dice a si mismo, se auto‑afirma, es un
"Verbo" (Logos); en cuanto que persigue un fin es "voluntad"
(personal y comunitaria) y es también, inmediatamente después que sentimiento,
un sistema de valores.
Lo que a través de la obra de Wagner y Nietzsche entra en circulación
y se difunde, con mayor o menos fuerza, es ‑sobre todo ‑ el
"principio", aunque éste sea imperfectamente "captado" o
reciba, a causa de su novedad, interpretaciones y "aplicaciones"
inapropiadas. Por las vías más extrañas a veces subterráneas, este principio
ha sido transmitido y recibido. Y es solo medio siglo después de su nacimiento
cuando empieza a obtener una cierta difusión social, cuando empieza a ser
aceptado y hecho propio por grupos sociales enteros de hombres, que se reconocen
en él, a veces sin saber incluso quien ha puesto en circulación el nuevo
"principio"; así se han creado los primeros movimientos
“fascistas".
Entre superhumanismo y fascismo, más que la relación eminentemente
intelectual que para los marxistas existe entre teoría y praxis, lo que existe
en una relación genética espiritual, una adhesión a veces inconsciente del
segundo al "principio superhumanista", con las acciones políticas que
de él dimanan. Quizás por esto se ha podido decir, aunque la expresión no es
muy afortunada, que "el fascismo es acción, a la que es inmanente un
pensamiento", y se ha hablado también de la "mística fascista"
y del carácter cuasi " religioso" del fascismo.
El principio "superhumanista", respecto del mundo que lo
circunda, deviene el enemigo absoluto de un opuesto "principio
igualitarista" que es el que conforma este mundo. Si los movimientos
fascistas individualizaron al "enemigo" ‑espiritual antes que
político ‑ en las ideologías democráticas ‑liberalismo,
parlamentarismo, socialismo, comunismo y anarquismo ‑ es justamente
porque, en la perspectiva histórica instituida por el principio superhumanista
estas ideologías se configuran como otras tantas manifestaciones, aparecidas
sucesivamente pero aún presentes todas, del opuesto principio igualitarista;
todas tienden a un mismo fin con un grado diverso de conciencia y todas ellas
causan la decadencia espiritual y material de Europa, el "envilecimiento
progresivo" del hombre europeo, la disgregación de las sociedades
occidentales.
Por otra parte, si se puede afirmar que todos los movimientos fascistas
tienen un determinante instinto superhumanista está también claro que han
tenido un "nivel de conciencia" de ello, variable; y es precisamente
este distinto "grado de conciencia" lo que se refleja en la graduada
variedad de los movimientos fascistas y en sus respectivas actitudes políticas.
No es de extrañar, pues, que si todos combaten las formas "políticas"
del igualitarismo, a veces no se definan contra sus formas
"culturales" o si se definen, lo hacen en menor grado. Y, además,
como ocurre siempre, entre el campo fascista y el igualitarista se crea un campo
intermedio, "oscilante", con "formas" espúreas.
Esencial, por lo que respecta a la toma de posición "mítica"
de un movimiento fascista, es el análisis que haga sobre cual es la causa
primera y el origen del "proceso de decadencia" y "disgregación"
de las naciones europeas. Nietzsche señala que es el cristianismo, como agente
transmisor del "principio judaico" que para él se identifica con el
igualitarismo. Wagner, el otro polo del campo superhumanista, en cambio, solo señaló
el "principio judaico". Según él, el cristianismo no sería más que
una metamorfosis de las ancestrales religiones paganas, aunque después se
contaminara de judaísmo, al recurrir la Iglesia y sus teólogos, para
"establecer dogmas" a la tradición judía. Entre estos dos
"polos" (y los respectivos análisis) se inscriben todas las
oscilaciones del campo fascista, cuyas tendencias asumen, por causa de esto,
actitudes diversas frente al cristianismo y la Iglesia. La acción política,
además, condicionaba a respetar los sentimientos de amplios estratos de las
capas populares, que no podían ser fácilmente extirpados. Por añadidura los
fascistas están convencidos del interés social de un sentimiento como el
religioso, que es vínculo comunitario en las masas, y no desean destruir lo que
existe, sino ir progresivamente modificándolo, reinterpretándolo, hasta
conseguir que un día se haya transformado en una cosa muy distinta y en una
religión con un contenido muy diferente. Mussolini, que era ateo, debió entrar
en tratos con la "Italia Católica" y, una vez en el poder, un modus
vivendi fue establecido a fin de romanizar al cristianismo: "Roma, donde
Cristo es romano", este es el punto de vista al que la Iglesia no se
pliega, replicando, de forma concluyente: "Nosotros, cristianos, somos
todos semitas". El III Reich, por su parte, toleró la Iglesia y a la vez
intentó "desjudaizar" el protestantismo, dando vida a la escisión de
la Reichskirche favoreciendo a los deutsche Christen y ‑aún más
intensamente ‑ la llamada Gottesglaubigkeit, es decir, la creencia en la
divinidad, pero en una divinidad que ya no es la de la Biblia. Pero, en privado,
Hitler afirmaba que el cristianismo debía ser, poco a poco, extirpado. La
posición extrema (que dentro de una topografía fascista ocupa, sin embargo, el
lugar central, por ser éste el más lejano de las extremidades del campo
igualitario) es propiamente la sostenida por los nietzscheanos puros: sostiene
que "todo está podrido", rechaza en bloque dos mil años de
"occidente cristiano" (no reteniendo de él más que las
manifestaciones de supervivencia y resurgimiento del paganismo
greco‑romano‑germánico), predica un "nihilismo positivo"
y quiere reconstruir ‑sobre las ruinas de Europa‑ un "nuevo
orden", dando vida al "tercer hombre". Todo esto referido no solo
a las formas políticas, sino también a las "culturales", ya que la
cultura ha estado dominada por el principio igualitarista: "Cuando oigo
hablar de Cultura ‑dice Goebbels, un intelectual ‑, cargo mi
pistola". En resumen, en relación al mundo que le circunda, los fascismos
son "revolucionarios" en el sentido más radical de la palabra. La
reflexión más coherente de sus adversarios ha acabado por reconocerlo.
Horkheimer, con un origen marxista y que acabó siendo un apóstol de un
abstracto neo‑judaísmo, reconocía al final de su vida que "la
revolución solamente puede ser fascista", ya que solo el fascismo quiere
invertir el "sistema de valores" existente, cambiar el mundo"; es
decir, solo el fascismo considera al mundo actual del mismo modo a como los
primeros cristianos consideraron al mundo grecorromano y el Imperium de Roma.
Precisamente a causa de que, en sus expresiones más coherentes, se
opone drásticamente a la cultura dominante, manifestada en todas las formas
sociales y políticas, el "superhumanismo" y sus expresiones políticas
tienen un "discurso" que no puede por menos que parecer irracional a
quienes están animados por el opuesto principio igualitario. Esta
"irracionalidad", que ha servido a Lukacs de principal argumento
"filosófico" contra el discurso fascista, designa, de hecho, dos
medio‑verdades, confusas y superpuestas. Es verdad que el discurso
fascista es un "discurso mítico" o bien se basa ‑al menos
‑ en un "mito". Muchos autores fascistas han propuesto, explícitamente,
un mito. Pero, ¿qué es un mito en la visión superhumanista de las cosas?. El
mito es un discurso de una naturaleza particular, que se concibe a si mismo como
novedad originaria o que, diciéndose, crea su propio lenguaje parasitándose en
otro. Existe mito cuando un "principio" históricamente nuevo surge en
el seno de un ambiente social y cultural todo el informado y conformado ‑y
en primer lugar su lenguaje‑ por un "principio opuesto". El
principio nuevo, para decirse a sí mismo, debe necesariamente ‑ya que no
tiene aún su lenguaje ‑ tomar en préstamo, por decirlo así, el lenguaje
preexistente; pero este es un lenguaje dominado por otro principio, por otro
Logos o Verbo y, por tanto, mientras hace uso de él, debe, sin embargo, negarle
la "razón" o más exactamente la "dialéctica" conceptual
que es ‑precisamente ‑ la del Logos adverso. Así el
"discurso" de un principio históricamente nuevo, es siempre
"discurso mítico que niega la "razón" del lenguaje usado, y el
principio mismo ‑en su novedad histórica ‑ se da como mito: un
principio nuevo es siempre, en cuanto nuevo, un mito.
Negar la dialéctica del lenguaje usado (parasitado) quiere decir que
los "contrarios", los opuestos instituidos como tales por esta dialéctica,
ya no son sentidos así, sino más bien como una parcial unidad e identidad y
‑por otra parte ‑ pueden expresar una simple diferencia, no por
oposición. Esto resulta evidente en Wagner y aún más en Nietzsche; por
ejemplo en el rechazo de la dialéctica cristiano‑igualitarista "del
bien y del mal", netamente expresado por este autor. No es menos evidente
este fenómeno, aunque aquí en un plano estrictamente político, en el hábito
de los movimientos de la Revolución Conservadora alemana de designarse a sí
mismos fundiendo términos conceptuales de la "jerga" igualitarista de
Weimar consideraba antitéticos: nacional‑bolchevismo,
nacional‑comunismo, nacional‑socialismo,
conservador‑revolucionario y otras cosas parecidas.
El "discurso mítico" es, en su materialidad lingüística, un
discurso del que está ausente el Logos (Verbo) que se identifica con el mito
mismo en cuanto que principio. Dicho de otra manera: la materialidad del
lenguaje permanece conformada por otro principio, por otro Logos. Y en esto
reside la ambigüedad específica del mito, señalada por historiadores y
estudiosos desde hace tiempo (sin individualizar las causas, por otra parte).
Pero si el "discurso" aparece necesariamente ambiguo e irracional, el
"mito" no lo es en modo alguno en relación con sí mismo: su
verdadero Logos está en realidad bien presente, pero fuera de la materialidad
del discurso, en quien lo dice y en quien sabe entenderlo. Un mito siempre
presupone la existencia de hombres que, más allá del lenguaje empleado en el
discurso lo saben entender. Alfred Rosenberg, prologaba su libro "El Mito
del siglo XX" con esta sentencia del Maestro Eckhart: "Este discurso
se pronuncia solo para quienes ya lo dicen, como suyo, a través de su propia
vida o, al menos, ya lo poseen como atormentadora aspiración de su corazón".
Pero si el mito, para quienes lo portan y lo proclaman, es sentido como
un punto de origen, una novedad, para quienes están "fuera" de él se
les aparece necesariamente como una imposible vuelta a lo “primitivo", a
la "barbarie". De hecho esta acusación de primitivismo y barbarie se
ha lanzado no contra las acciones de los fascistas, sino contra su concepción
del mundo, contra su "mentalidad". Esto es tanto más comprensible en
cuanto que la concepción de la historia que se desprende del principio
igualitarista es una concepción lineal, que representa el devenir histórico
como un segmento comprendido entre un Alfa (el inicio de la historia: expulsión
del Edén o evolución desde la primera horda comunista paleolítica a la
primera sociedad con propiedad privada) y un Omega (Apocalipsis o fin de la
historia, concebida como lucha de clases, para pasar a la eternidad y a un
perenne "reino de la libertad"). Por contraposición, en la visión
superhumanista, la historia no es lineal (ni tampoco cíclica, como han afirmado
alguno, por no haber sabido descifrar el "discurso mítico). Möhler ya ha
indicado que Ia imagen más conveniente" para representar la idea de la
historia en la visión superhumanista es "la de la Esfera", presente
ya en el Also Sprach Zarathustra de
Nietzsche. Möhler, sin embargo, no ha sabido poner de manifiesto las
implicaciones de esta imagen (Leitbild). Si, en un tiempo lineal, el
"momento" presente es puntual, dividiendo la línea del devenir en
pasado y futuro y, por otra parte, no se vive sino en el momento presente, en el
tiempo esférico de la visión superhumanista el presente es otra cosa bien
distinta, es la esfera que tiene por dimensiones el pasado, la actualidad y el
futuro; y el hombre es hombre y no animal justamente porque, en virtud de su
conciencia, vive inmerso en este presente tridimensional que es a la vez
pasado‑actualidad‑futuro y por lo tanto es también totalidad del
devenir histórico, pero captado siempre según la siempre distinta perspectiva
"personal" de cada conciencia.
Si la esfera del devenir histórico es proyectada, con fines de
representación (como impone nuestra sensibilidad biológica) sobre lo
unidimensional, se dibuja esa línea que, si se asume la visión igualitarista
representa a la historia misma y que, en cambio, para el superhumanista es solo
la línea de la evolución biológica de la especie humana sobre la cual la
historia va precisamente a proyectarse para representarse a sí misma (y, puesto
que la esfera del devenir es un "presente" distinto para cada
conciencia, las representaciones de la historia han de ser forzosamente
distintas).
En el lector puede espontáneamente surgir la interrogación sobre la
"validez", sobre la "verdad" de estas dos visiones opuestas
de la historia, la igualitarista y la superhumanista. El "historiador"
puede tan solo constatar que uno y otra son reales, en el sentido de que existen
históricamente, de que ha habido hombres que las han sentido y que las sienten,
que las han pensado y que las piensan. Una "filosofía" conformada por
el principio igualitarista considera "falsa" la visión superhumanista
de la historia y falsa la concepción esférica en que se basa. Una
"filosofía" superhumanista coherente considera en cambio la visión
igualitarista de la historia como propia de la conciencia del "segundo
hombre" y, como tal, “superada" por la autoconciencia del
"tercer hombre".
Los "fascismos" tuvieron todos una visión superhumanista del
tiempo de la historia, lo que no significa automáticamente que los fascistas
hayan sido plenamente conscientes de ello ni ‑consecuentemente ‑
hayan sabido "representarlo". Es sin embargo evidente que el juicio
"fascista" sobre lo que es histórico en el hombre ha diferido
siempre, y difiere, del igualitarista. Por ejemplo, para el fascista la
"esfera económica" de lo humano pertenece fundamentalmente a la
"esfera biológica" y no a la histórica. Por otra parte conceptos
como "regreso", "conservación", "progreso",
pierden su significado en el uso que de ellos hace el discurso fascista y a
veces se confunden el uno con el otro. Es por que en lo unidimensional, la
proyección de la esfera histórica configura un ciclo, el Eterno Retorno, sobre
el cual todo "progreso" también es "regreso". Aquí está,
por otra parte, la solución del enigma propuesto por Nietzsche con la
"imagen conductora" (mitema) del Eterno Retorno y con la del Gran
Mediodía y la del Zeittumbruch (la fractura del tiempo de la historia); lo
"idéntico" que retorna eternamente es de orden biológico y no es idéntico
sino desde un punto de vista material, no desde el histórico. Lo histórico es
la diversidad, lo que construye la historia es la aparición de formas nuevas,
originales y originarias, lo que puede llegar al límite de regenerar la
historia misma provocando el Zeitumbruch. El término genérico con el cual se
han autodesignado en su conjunto todas las varias tendencias del
"Fascismo", es decir, el de Konservative Revolución dice, por sí
mismo, cual era su visión de la historia y que papel esperaban jugar en ella,
es decir, provocar la Zeltumbruch.
Sobre la base de su específica visión de la historia los
"proyectos históricos" de los movimientos fascistas se configuraban
siempre como una "vuelta", como un "repliegue", sobre un
"origen" o un "pasado" más o menos lejano, que al mismo
tiempo es proyectado en el futuro como un fin a alcanzar: la
"romanidad", en el fascismo italiano (con varias formulaciones:
romanidad “imperial", "republicana" o "de los orígenes"),
germanismo pre‑cristiano en el nacionalsocialismo hitleriano, monarquía
tradicional en el maurrasianismo....
Lo que casi nunca se ha sabido captar es que el "pasado" del
cual se reclaman seguidores y del cual a veces se afirma (con fines demagógicos
de propaganda) que sigue vivo y presente (en el " pueblo" y en la
"raza" como instintividad) es considerado realmente por los fascistas
un bien perdido, algo que "ha salido de la historia" y que por tanto
hay que reinventar y crear ex‑novo. Así, por ejemplo, Hitler le decía a
Rauschning (ver Gesprache mit Hitler) (5), que "no existe la raza
pura", que "hay que recrear la raza"; y de hecho la política
racial del III Reich fue una Aufnordung una "acción modificadora". El
origen, el pasado perdido, en el fondo no están presentes en el
"fascista" más que como nostalgia y como proyecto, no pudiendo estar
encarnadas en la realidad social, cultural y política, radicalmente adversa.
La "topografía" del campo fascista en la primera mitad de
siglo se dibuja en relación con problemas que enlazan, directa o
indirectamente, con el análisis de la "cantidad de decadencia" que
existe en Europa y –por reflejo ‑ la "cantidad de nihilismo
positivo" con que considerar necesario responder. Respecto del espectro político
democrático, el "fascismo" no está ni a la derecha ni a la
izquierda, ni en el centro, ya que este espectro político está determinado por
criterios igualitaristas que no rigen para el fascismo. Existen, es cierto,
interferencias (a veces de derecha, a veces de izquierda, a veces de centro...
), pero son solo secundarias, inevitables a causa de la continuidad, del hecho
de que el "fascismo" debía actuar sobre la realidad conformada por
masas empapadas de igualitarismo, que formulaban exigencias igualitaristas. El
fascismo debía "pescar" allá donde estas exigencias tuvieran menos
profundidad, donde fueran débiles; en suma: donde la “conciencia
igualitarista" se hallara en crisis y donde por tanto era más fácil crear
una confusión con los ideales propios y las exigencias propias.
Así por ejemplo, ocurre que la topografía de la Konservative
Revolution se encuentra también determinada por la pregunta respecto a las
fuerzas ‑o las clases sociales ‑ sobre las cuales basarse. Es un
hecho muy revelador que aquellas tendencias que más hincapié ponen en hablar
del trabajador de la clase obrera (como por ejemplo, los
nacional‑comunistas y los nacional‑revolucionarios) son en cambio,
los que más rechazaron la "acción de masas", en nombre de un
prejuicio "aristocrático" y ‑pese a las experiencias históricas
‑ soñaban aún con el putsch o la conjura de palacio. Spengler, Junger,
los "social‑aristocráticos", se oponían a Hitler, entre otras
cosas por que éste se había convencido a sí mismo de que no había
contradicción, ni riesgo de "contaminación", en recurrir al partido
y a la acción de masas.
En el cuadro de las distintas opciones del superhumanismo, el
"discurso" de un movimiento determinado acentúa de una manera específica
las distintas imágenes conductoras del mito, los mitemas. Un movimiento
fascista puede poner en primer plano mitemas que otro coloca en segundo plano o
incluso olvida. La diversidad en esta acentuación es también reflejo de una
diversidad en la "interpretación". Basta pensar en el mitema de, la
raza, asumido por unos corno mitemas fundamentales, mientras que para otros es
secundario y, en todo caso, es siempre "entendido" de maneras
distintas (incluso dentro del movimiento nacionalsocialista, pues no es cierta
la afirmación de Evola, de que se diese de él una interpretación
exclusivamente biológica; Evola por otra parte, es reflejo de una de estas
tendencias, analizando el mitema de la raza de acuerdo con las pautas de la
corriente volkisch‑espiritualista).
Evidentemente los "regímenes" fascistas debieron afrontar
aquellos problemas materiales que se le presentan a cualquier régimen, en
cualquier país, con estructuras análogas. La famosa crisis del capitalismo de
los años veinte y treinta fue en realidad una crisis de mutación industrial, y
por tanto es así que también la padeció Rusia. Todos debieron afrontarla con
medidas análogas: de ahí el New Deal de Roosevelt, la NEP rusa, el
Vierjhrsplan de Goering, la reestructuración industrial y bancaria realizada
por el fascismo italiano. El aspecto "técnico" de estas medidas es, a
veces, hasta tal punto similar que varios historiadores, muy impresionados por
ello, han confundido todo en una única "revolución de los técnicos"
(managerial revolution). Pero el hecho de que un liberal, un comunista, o un
fascista, lanzado al agua, se ponga a nadar para no ahogarse no dice nada sobre
su filosofía política.
En los "estudios" sobre el fenómeno fascista se ha buscado
llegar a una "definición del objeto" ‑sobre todo por parte de
los autores marxistas ‑ basándose en el hecho de que los regímenes
fascistas conservaron la estructura "capitalista" de la producción.
Por parte de los autores liberales se ha insistido, en cambio, en la similitud
de la estructura política "totalitaria" impuesta por regímenes
fascistas y comunistas. Todo esto era, y es, extremadamente cómodo para dar
vida a la nunca desaparecida polémica entre corrientes distintas del espectro
político del igualitarismo. Pero a la vez refleja el tremendo error y el
absurdo de aplicar estas "definiciones" al fascismo.
Que ciertas fuerzas económicas, aquí y allá, hayan decidido sostener
económicamente al fascismo, en una cantidad mucho menor de lo que se ha dicho y
en base a un cálculo que habría de revelarse como erróneo, es un hecho sin
significación alguna; todos podemos comprobar hoy en día como organizaciones
patronales y grandes industriales financian regularmente a partidos de
izquierda, incluido el comunista... Para el observador objetivo debería estar
muy claro que la elección de un sistema económico era "diferente en sí
misma" para el fascismo, únicamente dictada ‑más allá de intereses
de clase, que no reconocía y de ideologías que no eran las suyas ‑ por
lo que, desde su punto de vista, consideraba que era el interés nacional o el
interés común (Gemeinnutz) y, en función de esto, por consideraciones de
eficacia. Lo que, en definitiva, preocupaba al "fascista", era
sustraer a las fuerzas económicas, movidas solo por intereses económicos, la
posibilidad de dictar al país su política; y, después, plegar a todas estas
fuerzas económicas al respeto de los intereses nacionales formulados en función
de los fines a alcanzar por la "comunidad popular"
(Volksgemeinschaft), a fines ‑dicho entre paréntesis‑ cuya
naturaleza era "metapolítica". Que, en este intento, los regímenes
fascistas hayan actuado con mayor o menor sabiduría, con mayor o menor éxito,
es un problema cuyo debate podría llevarnos a conclusiones negativas
posiblemente. Es también evidente, por otra parte, que los regímenes fascistas
tuvieron una vida efímera y que muy pronto la guerra les impidió proceder a la
maduración de la revolución política y social que se proponían.
El problema del "totalitarismo" nos lleva a un problema
fundamental de la "filosofía de la política". Toda sociedad (o más
exactamente, comunidad) es, cuando quiere estar "sana", totalitaria,
en el sentido de que admite un solo "discurso", el inspirado por el
principio que informa y conforma a la comunidad y, a la vez, constituya el
"vínculo comunitario". Así la ecumene católica no admite más que
el "discurso cristiano" en el catolicismo y hoy los sistemas democráticos,
tras el periodo de crisis y de confusión de ideas de la primera postguerra, no
admiten ‑como es lógico, por otra parte ‑ más que el
"discurso democrático" y prohiben terminantemente el "discurso
fascista" (que está inspirado en un "principio" opuesto).
En los sistemas democráticos "liberales", por otra parte, el
“discurso” social se traduce en un "debate", contraposición de
discursos "opuestos" aunque inspirados en un mismo principio. De
hecho, como ya se ha dicho, un "principio" entra en la historia como
mito, y en su fase mítica no manifiesta, ni en su discurso ni en sus acciones,
los "contrarios" de su propia dialéctica, captados aún como
"unidad" y armonía. El principio igualitarista tuvo su fase mítica
con la "ecumene católica", que fue objetivamente tal, incluso en el
campo político, mientras los poderes soberanos tuvieron fuerza suficiente
‑sobre todo espiritual ‑ para asegurar la “unidad de los
contrarios", para impedir que una "dialéctica" del Logos
cristiano‑igualitarista se manifestase y concretase en formas religiosas,
políticas y sociales opuestas. Pero cuando el "mito" en cuanto tal
perdió su fuerza y decayó, se inauguró una "dialéctica" que, muy
pronto, se manifestó en los planos eclesiásticos, políticos y sociales. Se
empezaron a sentir, a advertir "contradicciones". Por ejemplo, en el
plano religioso se formuló la contradicción entre el mitema del dios
omni‑previsor y omni‑predeterminante y otro mitema, el de la gracia
y el arbitrio libre, con la consiguiente fractura del ecumene y la contraposición
de las Iglesias; los teólogos de la Reforma y Contrarreforma no se basaron ya
en el mito e hicieron formulaciones cada vez más "ideológicas".
Desde el punto de vista superhumanista de la historia, lo que estaba ocurriendo
es que el "principio igualitarista" estaba pasando de su fase mítica
a la fase “ideológica", en la que se separan y contraponen los
"contrarios" dialécticos que, progresivamente, van a concretarse en
"realidades" objetivas políticas y sociales, entre las cuales están
los distintos "partidos”.
En esta segunda fase la "conciencia igualitarista" deviene más
profunda: quiere traducir la "igualdad de las almas ante Dios" en
"igualdad del hombre en cuanto que ser político,(ciudadano) ante las
instituciones humanas". Esto conduce a la "evolución democrática"
(cuyas manifestaciones a veces son violentas, hablándose entonces de
"revolución") y, rápidamente, ‑en el paso hacia la democracia
ideológica ‑ en la aspiración y la voluntad de una "igualdad de los
hombres ante la naturaleza" entendida esta en todos sus aspectos. En esta
última fase, que evidentemente es la que se halla en curso ‑siempre desde
el punto de vista del superhumanismo la "dialéctica" objetiva de los
contrarios es cada vez más señalada como un obstáculo a la unidad y a la
armonía efectiva de la “ecumene humana": de ahí el auge del
"internacionalismo", el "cosmopolitismo", y
‑paralelamente ‑ el esfuerzo "científico" volcado a
afirmar en el "discurso" y en la realidad objetiva una última síntesis
que no vuelva a provocar a su vez una nueva oposición de los contrarios. El
genio de Hegel, y después de Marx, ha consistido en haber interpretado
perfectamente, cada uno a su modo (el segundo con una visión filosófica menos
profunda y más incierta, pero con una gran visión política formulada además
con gran capacidad "de agitación") esta voluntad de síntesis del
hombre y de la sociedad conformadas por el principio igualitarista.
Evidentemente el historiador constata que Marx, si bien ha sabido hacer
tomar conciencia a los igualitaristas de su voluntad de alcanzar una última síntesis
(y anotemos al paso como las Iglesias cristianas, o incluso ‑más genéricamente
‑ las monoteístas, se encuentran también ellas empeñadas en un esfuerzo
de “abstracción y síntesis ecuménica") no ha sabido sin embargo
indicar el método para conseguirlo. Los regímenes marxistas del este europeo,
regiones fundamentalmente extrañas a la antigua ecumene católica y después a
la "dialéctica ideológica" del occidente europeo, han sostenido que
esta última síntesis podía alcanzarse mediante un "proceso"
forzoso, imponiendo mediante una violencia continua la unidad definitiva de los
contrarios; de ahí su "totalitarismo dogmático". Todo el trabajo
actual de los "demócratas" occidentales, marxistas incluidos, no es
otra cosa que este esfuerzo por encontrar el camino hacia esta última síntesis
que sea verdaderamente, una espontánea síntesis y unidad de los contrarios.
¿Es posible esta última síntesis habida cuenta de que ella comportaría
el fin mismo de la historia, del devenir "histórico" del hombre?.
Formular la pregunta y pretender dar respuesta a una "cuestión última"
es encontrarse ante la clásica "antinomia de la razón". Si la
historia humana tiene una predeterminación que trasciende al hombre, para dar
una respuesta sería necesario conocer la naturaleza de esta predeterminación,
por lo que la definición es "racionalmente" imposible (por que la
predeterminación trasciende al hombre). Si, en cambio, es el hombre quien crea
libremente ‑su propia historia, hay que admitir que esta última síntesis
sería posible si la humanidad entera, con plena conciencia, la desease y
tuviera "capacidad" de alcanzarla. Pero precisamente esta última
circunstancia obliga al campo igualitarista a realizar, una represión absoluta
del "fascista". Por que el "fascista" no quiere este “fin
de la historia" propuesto por el igualitarismo y lucha, por hacerlo
imposible, además de creer que esto es "materialmente imposible".
De cuanto se ha dicho sobre el “igualitarismo" debía inferirse
claramente, para el lector, cual habría sido la "auto‑comprensión"
del llamado totalitarismo fascista, que quizás convendría llamar
"dictadura", "magisterio", y que morfológicamente se
asemeja al tipo de "administración del poder" de la ecumene católica
y de todas las "formas comunitarias" en fase mítica. Por otra parte
la dictadura fascista reflejaba objetivamente la naturaleza mítica de su
discurso y con esto satisfacía también dos exigencias fundamentales. La
primera de estas se desprendía de la situación de "crisis" total en
la cual el propio fascismo, al alcanzar el poder, precipitaba a todas las
“instituciones" políticas y sociales preexistentes (conformadas por el
principio igualitarista) y a los mismos "componentes humanos" de la
sociedad, es decir, de una comunidad que había cesado, desde su punto de vista
"fascista" de ser una "comunidad orgánica". La segunda
exigencia, que se solapa con la primera, no es menos esencia e inmediata: la
necesidad de informar y conformar el "material tosco" (las
"ruinas" de que hablaba Nietzsche) de acuerdo con el
"principio" superhumanista, afirmar en todas partes, en el cuadro de
un "orden nuevo", la unidad y la armonía de todos los contrarios.
Desde este punto de vista "fascista", por citar un ejemplo, el
corporativismo del régimen italiano aparece como un "compromiso"
impuesto quizás por la situación objetiva, ya que permitía al menos
formalmente la expresión de un cierto "clasismo" al contraponer las
organizaciones de empresarios y de trabajadores; mientras que el más coherente
nacionalsocialismo alemán, organizó a todas las fuerzas productivas en un
Frente del Trabajo Alemán, D.A.F., que quería ser "orgánico" para
reflejar la organicidad de la comunidad del pueblo, la Volksgemeinschaft.
En otras palabras, puesto que el "fascismo" oponía comunidad
a sociedad y pretendía refundir la sociedad "encontrada" por él, en
una comunidad orgánica, los regímenes fascistas intentaron reprimir, mediante
el aparato totalitario, las tendencias igualitaristas esparcidas por todas
partes y, a la vez, emprender mediante el apartado "dictatorial"
fundado en la institución del Jefe (Duce, Führer)‑ la "educación"
de un nuevo "tipo" humano, esforzándose en consolidar y suscitar
progresivamente en todos el "principio" superhumanista fascista,
creando y reforzando así el nuevo "vínculo comunitario": de ahí el
uso intenso de las técnicas de la psicología de las masas, de ahí la "mística",
el "ritual", los "símbolos" emotivos, la creación de
organizaciones (sobre todo en el III Reich, pero también en Italia) con un carácter
de "Orden" destinadas a satisfacer, con sus distintas
"misiones", los distintos "temperamentos" humanos y en
particular los varios "temperamentos" fascistas.
El historiador debe aquí preguntarse si, aceptando a título de hipótesis
el análisis nietzscheano de la sociedad y la cultura europea, los
"movimientos" y los "regímenes" fascistas de la primera
mitad de siglo no han aparecido demasiado pronto, prematuramente, o dicho más
exactamente, si no debían su emergencia, su afirmación, a circunstancias
fortuitas ‑en la apariencia y tan solo en ellas ‑ que anticipaban el
futuro previsto por Nietzsche. El preveía que su movimiento (este es el término
que usa realmente: Bewegung) podía afirmarse solo sobre las ruinas del sistema
social y cultural existente. Ahora bien, en la primera postguerra mundial, los
sistemas políticos y la cultura igualitarista aún no estaban en ruinas, tan
solo atravesaban una crisis espiritual (con la aparición masiva y
"subversiva" del comunismo) a la que se unió otra, económica esta.
En Alemania, país vencido, "castigado" y casi totalmente privado de
la solidaridad del "sistema" internacional, la crisis fue sentida como
verdaderamente apocalíptica. También en Italia las cosas ocurrieron así, pero
limitándose solo a ciertos estratos en los cuales estaba muy viva la frustración
por la "victoria perdida". Hoy sabemos que el sistema igualitarista
estaba en realidad aún bastante fuerte, o dicho desde un punto de vista
nietzscheano, no había agotado aún sus resortes espirituales y materiales.
El historiador debe también reconocer que la aparición del fenómeno
fascista ha constreñido, aunque sea negativamente, a reconocer al campo
igualitarista cual es su verdadera naturaleza, a tomar una mayor conciencia del
"parentesco" de sus diversas formas espirituales y políticas y
admitir (al menos en los hechos) que obedecían todas a un mismo principio
inspirador, el igualitarista o judeocristiano, llámesele como se quiera. Para
cristianos, liberales, demócratas, socialistas, comunistas, el
"fascismo" era el adversario absoluto, frente al cual todos sienten
una absoluta obligación de "solidaridad": es el
"antifascismo". Las manifestaciones del "antifascismo"
pueden incluso aparecer como grotescas, a causa del evidente oportunismo político
de las distintas facciones, pero responden en definitiva a una estricta
exigencia "moral" para cualquier que pertenezca al campo
igualitarista.
Con la victoria sobre los regímenes fascistas, el
"antifascismo" se ha traducido lógicamente en una "represión"
absoluta del fascismo y de sus manifestaciones políticas. Pero esta lógica
represión tiene consecuencias paradójicas, cuando menos a los ojos del
historiador, y en la medida en que es posible considerar historia a los últimos
treinta y cinco años es decir, una situación que se prolonga en la actualidad.
Ocurre que cuanto más se afirma el "principio igualitarista" en cada
detalle cotidiano de la vida cultural y política europea, tanto más se afirma
el antifascismo. Así, que el "fascismo" adquiere una "existencia
negativa" tanto más fuerte cuanto más claro es el triunfo del adversario.
Ahora bien, este existencia negativa es también una realidad (un poco como es
realidad la "antimateria" de los microfísicos) y deviene
objetivamente como un vacío sociopolítico que quiere ser colmado en alguna
manera. El "fascismo" renace así constantemente, como potencialidad,
aunque sea inmediatamente reprimida, y continuamente son ‑por decirlo así
‑ regenerados los “fascistas", forzados entonces a la vida de las
catacumbas. Pero este vacío que supone la existencia negativa del fascismo en
la Europa actual reclama también una "acción fascista" que,
prohibida a los “fascistas" acaba por ser inconscientemente asumida por
los sectores marginales del campo igualitarista, los que más sufren la lentitud
del "progreso", la discrepancia entre los ideales proclamados y las
realidades vividas: el occidente grupos terroristas de extrema izquierda, en
oriente el ala derecha de la organización del Estado, con recurso a la
disidencia tras vanos intentos de recurso a la "reforma" interna del
partido y del sistema.
Ciertamente en los países
de Europa occidental existen partidos o grupos políticos sobre los cuales
pesa la acusación de “fascismo" y que como tales quedan marginalizados
respecto del espectro "democrático antifascista". Pero como ocurre
‑en muchos casos ‑ que gran parte de los miembros de estos partidos
o grupos no son en realidad fascistas, hay que concluir que estos no son,
objetivamente, "fascistas", ya que, forzados por la situación, se ven
obligados a moverse en una legislación que prohibe el "discurso" y
la "acción" fascistas. Desde el punto de vista "fascista",
estos partidos tienen una utilidad, al constituir un peligro, por que estos
partidos, como queda dicho, falsifican necesariamente el "discurso" y
la acción fascistas.
Además la contingencia histórica, esto es, el hecho de vivir en una
sociedad liberal, ha inducido casi siempre a estos partidos a plantarse en
posiciones liberales y exclusivamente "anticomunistas", recurriendo
cada vez más a un "discurso liberal". Ha ocurrido y continuará
ocurriendo fatalmente, que ‑por otra parte ‑ los fascistas
"refugiados" en estos partidos no cesan de provocar tensiones y
escisiones; por otra parte estos partidos pasan a ser "recuperados" a
partir de determinado momento por el sistema (aunque éste continúa rechazándolos
formalmente por tener necesidad de seguir azuzando contra el
"fantasma" del fascismo a las masas), contribuyendo a preservarlo.
La existencia del fascismo es hoy, casi exclusivamente, una existencia
negativa; ésto es lo que los movimientos y regímenes fascistas de la primera
mitad del siglo han dejado como herencia a los hombres que se adhieren al
"principio superhumanista". Es una herencia que los condena a las
catacumbas; y es una herencia ‑el historiador debe admitirlo, con
referencia a la experiencia de lejanos pasados ‑ cuyo valor no es nada
desdeñable.
NOTAS:
(1) ‑ Todos los entrecomillados aparecen así en el original.
(2) ‑ Todas las negritas aparecen así en el original.
(3) ‑Existe versión española de este libro: "El Asalto a la
Razón" Ed. Grijalbo. Barcelona, 1975.
(4) ‑ Existe versión española de este libro: "Los lenguajes
totalitarios", Ed. Taurus. Madrid, 1974.
(5) ‑ Existe versión española de este libro:
"Hitler me dijo". Ed. Hachette. Buenos Aires, 1940.
http://www.ceindoeuropeos.com/esenciafascismo.htm