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¿Volver
a la nación? desafíos y respuestas ante el caos global
Franco
Savarino (INAH/ENAH)
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Introducción
Las
temáticas de la nación, el nacionalismo, la etnicidad y la identidad cultural
se han colocado al centro del debate internacional en la última década. Con el
fin de la división bipolar del mundo y la aceleración del proceso de
globalización desde finales del siglo XX, se observa una verdadera explosión
de conflictos interétnicos, guerras internacionales, terrorismo,
reivindicaciones nacionalistas y regionalistas de viejo y nuevo cuño, matizados
por una mezcla compleja y desconcertante de modernidad y tradición, secularismo
y fe, occidente y no-occidente, multiculturalismo y fundamentalismo, fragmentación
y recomposición, geopolítica y marginalidad, localismo y globalidad, “fin de
la historia” y aceleración de ésta. Las dificultades, incertidumbres y
confusión que crea este proceso van al compás de las supuestas ventajas en términos
de crecimiento macroeconómico, de interscambio comercial, comunicación,
acercamiento entre culturas, difusión de derechos humanos, que parecen realizar
el viejo sueño ilustrado de una cosmópolis racional extendida a todo el orbe.
La globalización tiene sus beneficiarios y sus víctimas, sus paladines y sus
escépticos, y aun enemigos, y lejos de representar un horizonte único, obvio,
incuestionado y necesario, enfrenta numerosos retos, dificultades y
contradicciones, además está lejos de ser totalmente comprendida.
El
contrapunto natural de la globalización es la localización, es decir la
tendencia a recargar de significado y centralidad la dimensión local, en cuanto
opuesta o alternativa a la global. Esta localizacion o “g-localización”
–asumida como aspecto contrastante de la condición global- se expresa en
muchas formas, desde el redescubrimiento de la cultura local y regional, la
revitalización de prácticas religiosas, la búsqueda de autonomías, la lucha
ideológica de movimientos anti-globales o alter-globales y, finalmente, el
nacionalismo.
El
nacionalismo, hoy como hace doscientos años, defiende la propuesta de
inventar, construir, fortalecer o proteger a esa sofisticada construcción
social, política, cultural y económica que llamamos nación, declinada
en lo político como “Estado-nación”, o “Estado nacional”.[1]
En la actualidad el Estado nacional se encuentra en apuros ante la aparición de
poderosas estructuras supranacionales, la presencia hegemónica de las
corporaciones transnacionales, la extensión y complejidad creciente de las
redes de comunicación, la transnacionalidad de la economía y por el alcance
mundial de problemas y asuntos vitales de la sociedad moderna. Además, no
recibe generalmente la simpatía de políticos, intelectuales y académicos,
quienes destacan los peligros, el arcaísmo o
la inconsistencia de “lo nacional” en los tiempos actuales. Se han
repetido en estos años “declaraciones de defunción” de la nación
–puntualmente desmentidas por los acontecimientos de la actualidad– o bien, en el mejor de los casos, juicios escépticos sobre
su futuro; el sociólogo alemán Ulrich Beck ha afirmado sin rodeos que “no
existe alternativa nacional a la globalización”.[2]
Sin
embargo, podemos observar que el Estado nacional, en cuanto forma político-cultural
“locativa” no ha desaparecido, es más, sigue siendo la realidad política
fundamental en el mundo actual y, sobre todo, es aún la referencia obligada en
términos culturales, políticos y sociales para la gran mayoría de los
habitantes del planeta, más allá de los efectos desestructurantes, turbulentos
y caóticos inducidos por la globalización. En esta perspectiva, la nación se
convierte en un recurso de alta densidad de valor para las poblaciones
embestidas por los fenómenos globalizadores, en abierto desafío a los poderes
transnacionales e imperiales, y a los organismos, redes, oligarquías y élites
más comprometidas con la dinámica global. Identidad, arraigo, participación,
integración, legitimidad, democracia, soberanía, comunidad y cultura son los
elementos que delimitan este impulso universal a volver a la nación que
observamos hoy. En este marco lo
nacional en sentido amplio, según mi planteamiento, sigue (y seguirá)
teniendo vigencia, valor y centralidad, pues representa un recurso significativo
para otorgarle equilibrio, razón y sentido a la experiencia global.[3]
globalización
de doble carA
El
entorno familiar de los Estados-naciones “clásicos” surgidos de la
modernización de Europa y de la expansión europea, ha cambiado radicalmente
desde finales del siglo XX, al compás de un avance tecnológico y económico
sin precedentes, que arrastra consigo enormes cambios políticos, sociales y
culturales. Hoy es posible entender
la nación sólamente en relación con el mundo internacional globalizado, y es
aquí donde ésta, lejos de distinguirse en cuanto mera oposición conservadora,
viene a jugar el papel de complemento dialéctico, al reafirmar su
significado originario de dimensión fundamentale de la modernidad.
La
nación nace, se desarrolla y cobra importancia históricamente en un contexto
de “apertura mundial”, espécificamente internacional y transnacional.
En efecto la globalización planetaria actual no es la primera forma de
apertura que el mundo haya experimentado, pues un “sistema mundial” con
poder revolucionario y unificador aparece temprano en la historia de Occidente.[4]
La formación de los imperios coloniales en los siglos XVI-XVIII, la revolución
industrial y la internacionalización del capital, la propagación de la
revolución francesa, las dos oleadas de descolonización: la del imperio
americano hispano-portugués del siglo XIX y la generalizada de los años '50 y
'60 del siglo XX, la expansión comunista de los años cincuenta, la modernización
acelerada y el auge económico los años sesenta: éstos fueron otros tantos fenómenos
que rompieron barreras, socavaron hábitos, arrasaron culturas, sacudieron
pueblos, aniquilaron antiguas formas de vida, poniendo en contacto por primera
vez poblaciones antes aisladas o poco comunicadas. Marx, por ejemplo, quien fue
testigo del poder devastador que tenía el avance del capitalismo industrial en
la Europa de mediados del siglo XIX, observó que “todo lo sólido” se
estaba desvaneciendo en el aire. Estas “globalizaciones” ante litteram
fueron el telón de fondo del surgimiento del moderno Estado-nación y
suscitaron la aparición de movimientos revivalistas o identitarios, que iban
generalmente en la dirección de la reconciliación entre el nuevo contexto –aceptado
como inevitable o incluso buscado activamente– y la protección de las
identidades histórico-culturales particulares u originarias, en el marco de las
tensiones estructurales entre “epocalismo” y “esencialismo”.[5]
Igual que las formas recurrentes de apertura mundial que lo acompañan,
también el nacionalismo parece proceder históricamente por fases u oleadas
sucesivas. “La historia del nacionalismo es discontinua” –escribe
Jean Plumyène– “: se manifiesta en accesos, oleadas, flamazos”.[6]
Hoy asistimos mutatis mutandis a una de estas grandes oleadas recurrentes
del fenómeno, al compás de una fase nueva de apertura que manifiesta ese
“vaivén entre nacionalismo e internacionalismo” característico, según
Wallerstein, de la modernidad.[7]
El
impulso nacionalista, entonces, no es una reacción puramente negativa, más
bien constituye una respuesta dinámica, alineada en la dirección del cambio,
incrustada en una tensión recurrente de fondo que caracteriza a la modernidad,
entre motivos renovadores y exigencias conservadoras-revivalistas, proyecciones
universalistas y definiciones localistas-particularistas, tendencias epocalistas
e impulsos esencialistas. Es precisamente esta tensión, que alimenta al
nacionalismo, la que permite (e incluso, facilita) la continuación del proceso
de modernización y el tránsito problemático a la posmodernidad.
El nacionalismo, sin embargo, no sólamente es complementario, sino que
es en sí una forma de globalización, que manifiesta una de las facetas del
proceso de unificación planetario. “Si existe un fenómeno auténticamente
global” -argumenta Antony D. Smith “ ése es el de la nación y el
nacionalismo. No hay casi ninguna zona del mundo donde no haya indicios de
problemas étnicos y nacionales, o que no haya sido testigo de la aparición de
movimientos que reivindican la independencia nacional para el grupo al que
pertenecen. [...] La globalización del nacionalismo [...] es una realidad firme
que condiciona nuestro punto de vista cultural y nuestros empeños políticos”.[8]
Finalmente,
el nacionalismo puede ser visto también como un producto contradictorio de la
globalización misma, si pensamos a ésta como un fenómeno de doble cara:
como destructora y a la vez (re)generadora de identidades.
La globalización corre pareja con su opuesto, la localización,
y expresa de esta forma su naturaleza de fenómeno eminentemente dialéctico.[9]
En esta perspectiva, el nacionalismo puede ser visto hoy como una poderosa
reacción cultural particular y local a los flujos anómicos y caóticos del
desarraigo globalizador, que son percibidos por los sujetos sociales como
amenazas a su integridad e identidad. La globalización, en suma, provoca
respuestas identitarias, localistas, particularistas, esencialistas, incluyendo
la nacionalista y se ve obligada a lidiar y dialogar con éstas.
Globalización
y nacionalismo, entonces, no necesariamente están frente a frente como enemigos
mortales y no son mútuamente excluyentes, es más, la nación desde siempre actúa
en un contexto de aperturas internacionales. Los Estados nacionales persisten,
el marco nacional, en general, sigue siendo imprescindible para organizar la
vida de la mayoría de los seres humanos y existe, además, un claro revival
nacionalitario que se ha expresado en la última decada del siglo pasado en el
colapso o fragmentación de cuatro estados multinacionales: la Urss (1991),
Yugoslavia (1991), Checoslovaquia (1993) y Etiopía (1993) con la consiguiente
formación de nuevos Estados-nación. Sin
embargo, casi se ha vuelto un lugar
común decir que la nación está en crisis, en lo económico, político, social
y cultural, es decir, crisis de operatividad y de legitimidad.[10]
Los síntomas aparentes de esta crisis generalizada están ante los ojos de
todos y son innegables. En resumen, en lo económico, la nación se ve rebasada
en el campo productivo, financiero y comercial por organismos transnacionales,
por empresas multinacionales y por el mercado mundial. Políticamente, el
Estado-nación ha perdido soberanía y razón de ser ante la actuación protagónica
de la superpotencia imperial, Estados Unidos, la actividad de organizaciones
multinacionales, como la UE y el G8, y por la presencia activa de organizaciones
transnacionales como el FMI, la ONU, la Iglesia Católica, Amnesty International,
Greenpeace, las ONGs etc. En lo social y cultural, la nación encuentra dificultades
crecientes para continuar a definirse como marco privilegiado y exclusivo de la
identificación, producción y reproducción cultural de la población dentro de
las viejas fronteras nacionales. El sistema de educación superior y de
investigación, el avance tecnológico, la difusión del conocimiento en
impresos y media, el flujo oceánico de información a través de internet,
se situan ya en un contexto transnacional; además el movimiento transfronterizo
masivo de personas como turistas, viajeros, estudiantes, trabajadores,
refugiados, militantes políticos, criminales, etc. ha venido generando
situaciones complejas, confusas y conflictivas, que pueden rebasar la capacidad
de los Estados nacionales de controlar, normalizar e integrar a sus poblaciones.[11]
Muchos de los problemas que amenazan hoy a la población mundial son
claramente trans-nacionales, y configuran un panorama de “riesgo mundial” más
allá del alcance de cualquier el Estado nacional. La crisis ecológica, la
gestión de recursos fundamentales (agua, petróleo...), el hambre, el
subdesarrollo, las epidemias, el tráfico de drogas o de armas, las migraciones,
el terrorismo y las guerras “estratégicas” son problemáticas que se
resuelven en el ámbito internacional y global. Lo mismo sucede con asuntos de
vital importancia como la protección de los derechos humanos y del patrimonio
cultural “de la humanidad”.
En
el aspecto político, las tradicionales aspiraciones y afirmaciones de
independencia que distinguen al Estado-nación resultan frustradas hoy ante el
proceso divergente de desplazamiento de lo político desde el Estado hacia otras
instancias, con una evidente pérdida relativa de autonomía y capacidad de
arbitraje. La vieja imagen de un Estado nacional director exclusivo y celoso de
toda actividad política y cultural en el marco de unas fronteras bien
delimitadas, parece desdibujarse hoy ante la nueva topografía transfronteriza,
disgregada, dispersa, reticular e inmaterial de la actividad política,
organizativa, comunicativa y cognitiva.[12]
Las élites dirigentes nacionales, al asumir total o parcialmente la ideología
neoliberal empujan hacia un debilitamiento estructural del Estado-nación,
reducido a un molde plástico que se pueda idealmente vaciar, rellenar, quebrar
o desechar al antojo.[13]
Éste, en fin, se ve socavado desde adentro política y culturalmente por la
movilización subnacional o etnonacional de grupos étnicos y regionales
(Palestina, Curdistan, Padania, Cataluña, Québec, Chechenia, etc...). Desde
fuera, además, asecha la amenaza de los fundamentalismos panculturales
(islamismo radical, movimientos etno-racialistas, movimientos altermundistas,
etc.).
En
aspectos tan fundamentales, en suma, el Estado nacional se ve hoy rebasado y se
encuentra expuesto a desafíos internos y externos que lo obligan a replantear
su estructura y su significado, a reconocer su DEpendencia (en lugar de
INdependencia), y por consiguiente a estrechar los vínculos con otros en ligas
y comunidades internacionales y a renunciar parcialmente a algunas de sus
prerrogativas más preciadas, como la soberanía.[14]
Este redimensionamiento, o mejor, reposicionamiento del Estado nacional en el
mundo global, ¿representa acaso un síntoma de eclipse, de decadencia, de
obsolescencia del mismo? ¿Sobrevivirá el Estado-nación a la aceleración de
los flujos globalizadores y a la creciente interconectividad e interdipendencia
transnacional? En donde se colocaría un espacio “nacional” exclusivo e
irreductible, capaz de jugar aun un papel central en la nueva configuración del
sistema global?
Para
buscar una respuesta a estas interrogantes es necesario indagar sobre el “dato
nacional”, adoptando un enfoque multidimensional –no sólamente socioeconómico–,
que nos permita reflexionar sobre la dinámica de la modernidad y la globalización,
y sobre las consecuencias contradictorias y dramáticas que conllevan.
A
falta de espacio para recorrer las numerosas teorías sobre nación y
nacionalismo que han surgido en los últimos veinte años, me limito a señalar
aquéllas que puedan proporcionar elementos para individuar el núcleo
irreductible y “denso” de significados que posee el fenómeno nacional. Ante
todo considero necesario examinar críticamente a dos autores que han tenido
–y tienen aun– un gran impacto en la teoría social: Benedict Anderson y
Ernest Gellner.
Para
Anderson el fenómeno nacional deriva de la formación de comunidades por medio
de un proceso de autopercepción histórica, política y lingüística inducido
por la intensificación de los flujos de comunicación que acompañan el
surgimiento de la modernidad. Según la popular definición de Anderson, la nación
“es una comunidad política imaginada [...] como inherentemente limitada y
soberana”.[15]
El límite de una caracterización de este tipo es que es demasiado
constructivista al no captar los motivos más profundos que activan la
movilización nacionalista y le confieren, en circunstancias determinadas, una
fuerza irresistible. Además puede resultar banal (por obvia) y de escasa
utilidad heurística. Carece de interés decir que la “nación” deriva de la
imaginación social, pues sabemos que todo elemento simbólico que conforma una
cultura particular es autopercibido e “imaginado” socialmente. Además, como
señala Castells, es inconsistente la división andersoniana entre comunidades
“reales” e “imaginadas”.[16]
El riesgo de una teoría tan constructivista es que la búsqueda de fenómenos
comunalistas concretos, anclados en necesidades sociales irreductibles e históricamente
necesarias, pueda evaporarse entre las nubes de la imaginación, la invención y
la autopercepción social.
Ernest
Gellner, en cambio, logra evitar los excesos de la subjetividad y del
social-constructivismo al radicar la nación en el terreno “duro” del
funcionalismo.[17] Gellner pone en relación el fenómeno nacional con la
transición histórica de la “era agraria” a la “era industrial”, y lo
interpreta como parte de una nueva división social del trabajo. En pocas
palabras, sostiene que los mecanismos económicos de la era industrial conducen
a la necesidad de elaborar una nueva cultura superior inscrita en un programa de
alfabetización estatal finalizado a la adquisición de habilidades y códigos
culturales comunes, homogéneos, necesarios para el funcionamiento de una
sociedad orientada a la movilidad y al crecimiento.[18] Aquí se enfatiza demasiado la dimensión económica,
la acción vertical de las élites y del Estado, y el potencial totalitario, fanático
y etnocida de un nacionalismo convertido en ideología del Leviatán moderno.
Quedan marginados u ocultos otros motivos importantes, culturales, que
justifican la persistencia del dato nacional aun frente a la crisis actual del
Estado-nación.
Anthony
Smith logra captar mejor los aspectos “esencialistas” del fenómeno nacional
y relaciona la fuerza perenne de la nación con datos culturales profundos, étnicos,
morales e históricos. Sostiene, al
respecto, que “en la esfera
cultural, la identidad nacional se manifiesta en toda una gama de suposiciones y
mitos, valores y recuerdos [...]. Socialmente, el vínculo nacional configura la
comunidad que tiene más capacidad de inclusión, la frontera generalmente
aceptada en cuyo seno se produce de forma habitual el intercambio social y el límite
para distinguir los ‘forasteros’ de sus miembros. La nación también puede
considerarse el elemento básico de la economía moral, desde el punto de vista
tanto del territorio como de los recursos y las aptitudes”.[19]
Entre
otros autores, Montserrat Guibernau considera que el valor irreductible del
nacionalismo descansa en su capacidad de darle a la socied un sentido de
continuidad en el tiempo y de alteridad con respecto a otras, es decir: identidad.
Esta capacidad de generación identitaria le otorga al nacionalismo una ventaja
absoluta con respecto a cualquier universalismo.[20]
Manuel
Castells, finalmente, se centra en la dinámica contemporánea. Señala la
naturaleza identitaria del nacionalismo y lo desliga de la matriz europea
originaria, además destaca la importancia de su componente popular y su
significado cultural y reactivo en los tiempos actuales de crisis del paradigma
nacional-estatal. Las naciones serían,
en sus palabras, “comunas culturales construidas en las mentes de los
pueblos y la memoria colectiva por el hecho de compartir la historia y los
proyectos políticos”.[21]
Lo
que se puede derivar de estas teorizaciones es, por un lado, la asociación
estrecha del fenómeno nacional con la modernidad, y por el otro, su conexión
con motivos socioculturales profundos, que lo convierten en una experiencia
objetiva y densa de valor. Lo que propongo aquí, para fines analíticos, es
distinguir por lo menos cinco rasgos del fenómeno nacional que tienen
relevancia para la nueva situación planteada por la globalización:
1
– es mediador, dialéctico e integrador
2
– es ecléctico
3
– es, a la vez, universal, paradigmático y relativo
4
– es pluridimensional
5
– es solidario, unitario y comunal
El
primer punto, quizás el más importante, se refiere a la capacidad de la nación
de mediar entre diferentes instancias: modernidad y tradición, individuo y
comunidad, inmanencia y trascendencia, etc., y establecer una dialéctica entre
esos elementos. Además, su capacidad de integrar y de integrarse: a poblaciones,
costumbres, hechos históricos, ideologías, etc. El nacionalismo, en particular,
tiene una capacidad extraordinaria de incrustarse en diversas formulaciones
ideológicas y experiencias políticas, quedando como elemento subyacente o implícito,
como en el liberalismo, en el comunismo o en el populismo.
El
segundo concierne la capacidad del nacionalismo de reunir los elementos más
diversos, disparatados, y fundirlos
en una elaboración coherente y creíble. Para generar la idea de nación, se
puede apelar a elementos del pasado, a la religión, a rasgos culturales específicos,
a un idioma, a una etnia, a una experiencia política, a un destino compartido,
etc.
El
tercero remite a la paradoja, que ya mencioné, de la nación en cuanto condición
a la vez universal y particular. Es universal porque desde el siglo pasado el
orbe se encuentra recubierto por estados nacionales, y éstos siguen siendo el
paradigma político universal. Y es relativo porque no existe un Estado-nación
que sea igual a otro: todos declinan en variaciones potencialmente infinitas el
mismo ideal normativo y todos tienen su coherencia interna relativamente
incomparable con la de los demás.
El
cuarto significa que el fenómeno nacional se articula en planos diferentes:
cultural, político, económico, institucional, comunicativo, moral, etc.
Aunque la cultural sea la dimensión predominante, o más incluyente, el
principio nacional tiene que declinarse idealmente en todo aspecto de a la vida
social.
El
quinto rasgo, en fin, manifiesta la función básica de la nación: la de
(re)crear y sostener identidades colectivas comunales fuertes, unitarias,
solidarias y perdurables. Lo que implica trazar fronteras físicas e
inmateriales entre “nosotros” y “ellos”, definir lo proprio y lo ajeno,
establecer prioridades y jerarquías políticas y morales, señalar un destino,
y crear/reproducir mitos, relatos y símbolos unificadores y movilizadores, etc.
Ilustraré
en detalle el significado de estos rasgos en relación con la condición
posmoderna y global, y en el ámbito del Estado moderno en crisis. Y apuntando
hacia la dimensión cultural del fenómeno nacional –entendiendo a la cultura
como un sistema simbólico–,[22]
intentaré aclarar el motivo de su necesidad histórica en los tiempos actuales.
La
persistencia obstinada de los Estados nacionales, el lugar central que aun ocupa
la conciencia nacional para los pueblos, la continuidad de la nación como marco
de referencia cultural, y la creciente movilización nacionalitaria que
observamos hoy en muchas partes se pueden comprender sólo como efectos, y
aspectos a la vez, ante todo culturales del proceso de globalización. La
nación posee rasgos peculiares que la convierten por así decirlo, en un
complemento indispensable para la vida en las sociedades globalizadas.
Para
descubrir cuáles son estos rasgos, es necesario indagar sobre aspectos
fundamentales de la globalización que afectan directamente a la experiencia
social y crean las condiciones “caóticas” y “anómicas” que solicitan
la respuesta identitaria y nacionalista. Estos
son, en resumen: la deslocalización, el eclecticismo
cognitivo-comunicativo, la disimulación ideológica, la despolitización
y la sincronía-acronía.
Ante
todo la globalización es responsable del conocido efecto de deslocalización
o desterritorialización: condición de anomia, confusión y
desoganización relativa que afecta la percepción locativa de las personas. “Todo
se desterritorializa. Las cosas, gentes e ideas, así como las palabras, gestos,
sonidos e imágenes, todo se desplaza por el espacio, atraviesa la duración
revelándose fluctuante, itinerante, volante”.[23]
Esta experiencia desconcertante deriva, según
Marc Augé, de la superposición de fases, elementos o fragmentos de
modernidad, dispuestos entre los que ha definido “lugares” y “no-lugares”.
Los “lugares” pertenecen a una forma moderna de vida, mientras que los
“no-lugares” participan de lo que él denomina “sobremodernidad”,
caracterizados por el exceso de información, de imágenes y de individualismo.
Los primeros son “universos de reconocimiento” compartidos y llenos de
“sentido” en donde se pueden leer claramente la identidad, la historia y las
relaciones sociales. En los segundos, espacios de lo efímero, de lo impersonal,
esta lectura se hace imposible. “Lugares” y “no-lugares” entran en
contacto en un contexto complicado de relaciones sociales, reaccionando e
influenciándose mútuamente.[24]
El
problema aquí es la desaparición de los “lugares” al punto de configurar
un espacio esencialmente deslocalizado que termina afectando el sentido de
indentificación, reconocimiento y pertenencia, hasta socavar los cimientos de
la misma identidad social, que la nación había elaborado durante una primera
etapa de la modernidad. La nación, en efecto, remite a un sentimiento de
pertenencia específicamente territorial, definido por un espacio particular,
que supone la existencia de un principio de exclusión que tiene su más clara
expresión en las fronteras políticas.
El
trazo y la defensa de fronteras claras, unívocas, excluyentes, ha sido esencial
en la formación de los Estados nacionales modernos, y constituye una marca
distintiva del nuevo sentido de pertenencia que la nación proporciona a sus
integrantes. Las naciones definen territorialmente su modernidad, y
constituyen una de las pervivencias más evidentes de la misma ante esa nueva
realidad universal, envolvente, confusa y aun poco entendida en muchos aspectos,
que experimentamos hoy, que denominamos “sobremodernidad”,
“hipermodernidad”, “posmodernidad”, “transmodernidad” o “segunda
modernidad”. La nación, en otras palabras, parece proporcionar un anclaje
moderno frente al peligro de la dispersión en el mare magnum de la
desterritorialización posmoderna.[25]
Este
papel es posible y necesario en relación con la dúplice manera en cómo se
manifiestan la deslocalización y el desarraigo cultural: “la globalización
sacude a las culturas en maneras diferentes, contradictorias y muchas veces,
conflictivas. Concierne la desterritorialización de la cultura, pero implica
también la reterritorialización cultural. Concierne la movilidad creciente de
la cultura, pero también nuevas rigideces culturales”.[26]
En otras palabras, de manera similar a otras expresiones de la cultura (religión,
etnicidad), el nacionalismo se posicionaría como una fuerza reactiva
localizadora que busca equilibrar y contrarrestar el flujo deslocalizador global.
Las culturas nacionales radican en el terreno firme de los loci,
en cuanto formas de modernidad pre-globales, o incrustadas en etapas de apertura
global anteriores a la actual forma extrema de universalización. Esto no
significa que deban interpretarse como un mero freno conservador a la dinámica
globalizadora, sino más bien serían un elemento de estabilización,
compensación y “corrección” del proceso.
Esta
función correctiva de “lo nacional” se observa más claramente y se
entiende mejor si consideramos otros aspectos de la globalización que impactan
la experiencia social, al otorgarle un sentido más profundo a la deslocalización
y al desarraigo.
El
eclecticismo cognitivo y comunicativo es, sin duda, uno de estos. La globalización,
según Giddens (1993), es caracterizada por la intensificación de las
relaciones sociales mundiales que vinculan lugares distantes de tal manera que
los sucesos locales están influidos por acontecimientos que suceden a gran
distancia, y viceversa, revolucionando el sentido de la profundidad del espacio
y del tiempo. Smith, por otro lado, destaca su carácter universal, intemporal y
ecléctico (en cuanto cultura-pastiche cosmopolita) y agrega que
“al ser ecléctica es indiferente al lugar o la época; es dinámica
e informe”.[27]
Este
flujo global magmático, intemporal, sobrecargado de símbolos y mensajes
eclecticos, confusos y contradictorios impacta en la producción del conocimento.
Lyotard señala que éste se encuentra ya fuera de los límites estatales y se
ha caído en las redes del mercado transnacional; esto deja entrever un peligro
mortal para el viejo modelo de Estado, al verse éste privado del acceso
privilegiado a la producción y difusión del conocimiento.[28]
La
globalización, sin embargo, según Mattelart, puede ser también una máscara,
un disfraz usado para encubrir realidades diferentes, confusas, mediante el uso
de un lenguaje funcional de “pensamiento único” cuya función es disimular
los desórdenes del “nuevo orden” mundial.[29]
La globalización podría verse, en otras palabras, como la “organización”
global del caos: el desorden
encubierto por el “nuevo orden” mundial. Este desorden, según Beck (1998),
disimula en realidad intereses concretos, y desvela patrones ocultos si el fenómeno
global se observa de cerca separando los conceptos de “globalismo”,
“globalidad” y “globalización”.
El
globalismo es el factor ideológico que supone la marginalización de la práctica
política estatal en favor de las grandes empresas transnacionales. Las élites
economicas mundiales “prentenden, en definitiva, desmantelar el aparato y
las tareas estatales con vistas a la realización de la utopía del anarquismo
mercantil del Estado mínimo”.[30]
El globalismo sería, en pocas palabras, el intento por parte de las élites
neoliberales de la usurpación y desaparición de lo político. Esto conduce al
desdoblamiento de la sociedad entre el ámbito de lo global y el de lo
local-territorial, imponiendo, en definitiva, la imagen hegemónica de una
“empresa global”, prototipo de una segunda modernidad desterritorializada,
que configura el desolador panorama de un capitalismo mundial sin Estado y
“globalmente desorganizado”.[31]
La
despolitización del espacio estatal-nacional va al compás con el triunfo de
una ideología neoliberal de mercado mundial sin límites y sin frenos. Este
globalismo ideológico, advierte Veneziani, manifiesta un desbordamiento de la
esfera de lo económico que termina desterrando al demos de la polis.
El autor precisa que “la tendencia que prevalece en la política es el
consenso en convertirse en la continuación del mercado con otros medios, una
especie de “periferia del poder” en donde se ejecutan los procesos de
dirección social decididos y madurados en otros lugares. Porque el mercado es
la representación más incisiva y más directa de la globalización y de la
competencia, el lugar en donde se hacen visibles las relaciones de fuerza y los
valores de la sociedad. Y en donde la sociedad sin límites muestra sus
intenciones más directas”.[32]
La gestión tecnocrática, economicista y oligárquica de la polis,
finalmente, elimina toda posibilidad de auténtica participación democrática
en la misma, pues la práctica ciudadana es concebible sólo en ámbito nacional.
Otra
dimensión del fenómeno global, según Beck, es la “globalidad”: la condición
de la “sociedad mundial” que conlleva una nueva percepción y representación
del mundo. La sociedad mundial implica que las relaciones sociales ya no están
integradas ni determinadas en el marco del Estado nacional. Esto lleva a la
aparición de una “pluralidad sin unidad” y en la toma de conciencia de las
diferencias que existen entre sociedades y culturas, y esto, finalmente, impacta
retroactivamente en la conducta social. El tercer nivel conceptual que propone Beck es, finalmente,
la “globalización”. “La “globalización” significa los
“procesos” en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se
entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas
probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”.[33]
Arjun
Appadurai describe el proceso de globalización como una red compleja de flujos
a través de los que se concretan los modos de manifestación de ese espacio
inmaterial que configuran los “no lugares”.[34]
La consecuencia fundamental de la expansión de estos flujos es, sin duda, el
desplazamiento progresivo de un eje importante de la experiencia social de lo
local hacia el ámbito más complejo de lo global, con importantes consecuencias
para la reconfiguración simbólica de las actitudes y comportamientos humanos.
Lo verdaderamente característico de esta “hipermodernidad” global es el
fortalecimiento creciente de una tensión dialéctica entre homogeneización
universal y afirmación de los particularismos culturales, que son las dos
facetas inseparables de un mismo fenómeno.
La
experiencia del espacio-tiempo generada por la intensificación del flujo
reticular e interactivo en ámbito global supone un cambio más drástico para
la condición humana de aquél que se había producido en las etapas anteriores
de la modernización. Giddens señala que “en la era moderna, el nivel de
distanciamiento entre tiempo-espacio es muy superior al registrado en cualquier
periodo precedente, y las relaciones entre formas sociales locales o distantes y
acontecimientos, se “dilatan”.[35]
Una de las consecuencias fundamentales de la modernidad sería, así, la
intensificación creciente de la interacción social a distancia frente a la
presencia simultánea de la sociabilidad de nivel local. La mundialización sería
el corolario de este proceso y, por tanto, la globalización actual expresaría
la extensión a escala planetaria de las relaciones en el espacio y en el tiempo,
con la consiguiente modificación de todo suceso local por interferencia de los
que acontecen en otros lugares.
Es
más, por medio de las nuevas tecnologías informáticas (internet), la
globalización va disolviendo el espacio físico y real, desconectándolo, a la
par que convierte el tiempo en una experiencia no secuenciada, confusa,
perennemente suspendida en una dimensión efímera, flexible y reversible. La
noción de tiempo histórico, por consiguente, va desapareciendo, y deja la
sensación de que la Historia humana ha parado su curso milenario en la
relatividad del nihilismo post-metafísico, lo que Vattimo ha llamado finis
historiae.[36] Se trata, más precisamente, de fragmentación y
copresencia de temporalidades distintas. En palabras de Ianni, “ocurren
desfases, desniveles, fracturas, anacronismos, desencuentros, tensiones. Lo
residual se mezcla con la novedad, el pretérito con lo predominante, lo que era
con lo que no es. [...] Todo se astilla, se despedaza. El espacio y el tiempo se
diversifican de modo sorprendente: se multiplica al azar, de modo coniugado y a
la vez disparatado”.[37]
Esta
experiencia desconcertante de un mundo sin ejes de referencia deja entrever el
peligro de una pérdida total de la sensación de ubicación, pertenencia e
identidad, lo que genera un sentimiento difuso de desarraigo, vacío,
desorientación, es decir una crisis de sentido radical que provocaría la
evaporación de todo referente simbólico común. Esta crisis deriva en la
crisis generalizada de la identidad, o mejor, según Marc Augé, de la alteridad:
“Individuos o grupos de individuos se sienten en crisis porqué ya no
logran un pensamiento del otro”. Además, “quien dice “crisis de
alteridad” dice “crisis del sentido”, en la acepción antropológica del término,
[...un] déficit de sentido que parece afectar a la contemporaneidad en su
conjunto”.[38]
Para
poder llegar a comprender el significado y la función actual del fenómeno
nacional, tenemos que apuntar ahora al Estado moderno en cuanto agente de
socialización e integración cultural, para relacionarlo con la elaboración
histórica de la idea de nación. Lo que nos llevará a reflexionar sobre
algunas características de fondo de la modernidad.
Al
crearse el Estado moderno, surge una necesidad funcional de desligar la nueva
construcción política de los valores que daban un sentido común, en tiempos
premodernos, a la conducta social en ámbito familiar, comunal, político y
religioso. Así se produce una separación entre los esquemas funcionales laicos
y racionales-universales de la moderna maquinaria estatal y los sistemas de
valores tradicionales, aun reconocidos socialmente, pero desconectados y
relativizados en el pluralismo cultural,[39]
lo que acaba produciendo desintegración, desarraigo y desorientación
generalizados. Es aqui que surge el recurso sociocultural a la idea de nación,
entendida como nueva comunidad integrada desde bases históricas, étnicas, lingüísticas
y religiosas latentes que son activadas, reconfiguradas y movilizadas por el
nacionalismo.
El
Estado moderno ha sido capaz de rebasar el nivel de proyecto, y consolidarse, sólo
cuando, superando su racionalidad laica y universal, ha logrado integrar una
poderosa legitimación popular fundada en un sentido de pertenencia específico,
telúrico, vinculado a la memoria ancestral, a la sangre, a la fe, a la lengua
vernácula. Esta nueva percepción asume los rasgos peculiares y únicos de una comunidad
nacional en donde la nación proporciona la gramática necesaria para leer
simbólicamente el nuevo contexto, y esclarecer así la opacidad originaria del
Estado, solicitando para éste identificación y lealtad.[40]
En el momento que el Estado moderno precisa referirse a la ciudadanía para
tener legitimidad política, asume también la tarea de evocar y simbolizar la
nación para legitimarse culturalmente.[41]
En
otras palabras, en el ámbito del proceso de modernización, la idea de nación
se encarga de tender el necesario puente simbólico entre la pérdida
insoportable de la identificación religiosa y tradicional, y la construcción
secular y racional del Estado moderno. La nación, por así decirlo,
“encuentra” al Estado y éste se hace, a la vez, nacional, convirtiéndose
ambos en una pareja inseparable.[42]
La experiencia moderna de la ciudadanía únicamente ha logrado formarse por
medio de la nación, en cuanto mediadora entre el orden social
culturalmente fragmentado y una maquinaria institucional compacta, ficticia y fría.
Es la nación (imaginada como madre-patria) la que proporciona a las
masas en vía de ciudadanización la seguridad y protección necesarias ante el
moderno Leviatán que irrumpe prepotentemente en la vida del hombre.
Compenetración simbólica, entonces, entre artefacto y naturaleza,
entre lo masculino (Estado) y lo femenino (nación), entre las
dimensiones racionales y emocionales del ser humano.
La
idea de nación, elaborándose a través de un doble juego de exclusión hacia
fuera y proyección-identificación hacia dentro, coloca la territorialidad, las
fronteras físicas y reales en el límite separador de lo único y lo diferente,
de un “nosotros” y un “ellos”. Así, la identidad y la alteridad quedan
marcadas de nuevo clara y seguramente, resignificando las fronteras precedentes
de exclusión-inclusión en una nueva comunidad política con alta densidad de
valor cultural. En otras palabras, en la nueva polis nacional, el demos
se sostiene y se complementa con el ethnos, que son las dos facetas
inseparables de la condición de la ciudadanía moderna.[43]
En
este sentido resulta inútil, o más bien incorrecto, resaltar una diferencia
sustantiva entre nación cívico-voluntarista por un lado, y nación orgánico-cultural
por el otro, o bien, entre un supuesto modelo “occidental” y otro “oriental”.[44] Ambos “modelos”, en realidad, forman parte de la
única idea de nación posible, o bien son los polos ideales entre los cuales se
colocan naciones concretas, aunque algunas hayan experimentado históricamente
acentuaciones de uno más que del otro aspecto. Si existen naciones que
enfatizan su propia integración desde el ángulo cívico, racional y político,
éstas, para poder subsistir, deben incluir necesariamente la otra dimensión,
la cultural, orgánica, volkish y emocional. Lo mismo vale para el caso
inverso, si la nación se constituye originalmente sobre una base étnico-territorial
claramente definida. Es realidad, “estas dos concepciones, la nación como
voluntad y la nación como herencia, son ambas tradicionales. Sólo los combates
ideológicos las han presentado como incompatibles. [...] En el fondo ningún
criterio [de los dos] conviene: los Estados-naciones nunca corresponden
exactamente a las fronteras definidas por la aplicación de los criterios de
nacionalidad (etnia, lengua, cultura, etc.), pero no se puede prescindir de
estos criterios”. [45]
La
identificación necesaria entre nación, Estado, cultura y territorio, que
constituye la garantía de preservación de la identidad en el marco de una
tradición socialmente compartida, se logra aprovechando y resignificando, en
palabras de Smith, los “núcleos étnicos” preexistentes.[46]
Operación que es posible sólo
mediante el recurso al mito, a la metáfora y a la sacralidad. Las naciones se
configuran simbólicamente a partir de sus propios relatos de origen en tensión
dinámica con los relatos, también míticos, del proyecto moderno de
racionalización.[47]
El logos, así, se reintegra en el pathos y en el mytos, y
el individuo en la comunidad: éstas son la calidades “premodernas” de un
fenómeno en sí característicamente moderno. Los relatos mitológicos de
origen, fundadores, primordiales, en consecuencia, son los únicos que pueden
fundamentar la generación de la comunidad nacional, darle un sentido y
dotarla de un destino. Estos relatos, en efecto, remiten a una tradición
arquetípica creada y transmitida socialmente como eterna repetición de lo que
la comunidad es y siempre ha sido.[48]
El
surgimiento del Estado nacional supuso, en fin, un intento de adaptación de dos
perspectivas contradictorias de tiempo: el tiempo irreversible, progresivo, de
la modernidad y el tiempo reversible, mítico, de la tradición. La nación como
eterno retorno, frente al no-retorno de la concepción cronológica
lineal-progresiva del Estado moderno.[49]
La temporalidad bi-dimensional del Estado-nación se proyecta en la experiencia
cotidiana articulándose en las dimensiones de simultaneidad (sincronía laboral,
burocrática y comunicativa) y ritualidad (ceremonias/celebraciones nacionales).
Estas dimensiones cronológicas, con su corolario físico de espacio territorial
y fronterizo, tienen aun hoy una importancia extraordinaria para la conservación
del sujeto social en una comunidad culturalmente integrada.
La
nación muestra hoy los síntomas de una vitalidad que desmiente a los ingenuos
pronósticos negativos y a las visiones de una “aldea global” cosmopolita,
indiferenciada y neoliberal. La
crisis del Estado-nación ha puesto al descubierto, paradójcamente, el valor
irreductible y perenne de la nación, y abre nuevas perspectivas de movilización
social. Al situarse por encima y al lado de los nuevos comunalismos identitarios,
étnicos y religiosos, el nacionalismo avanza y reafirma, como éstos, un código
de valores eternos e indestructibles.[50] El dato nacional supone la promesa de incrustarse en
la globalización como complemento, corrección y referente dialéctico de la
misma, volviendo la experiencia de la transición a la posmodernidad menos caótica,
nihilista y desesperante de lo que ha sido hasta hoy.
La
posmodernidad actual, en efecto, ha llegado a provocar una crisis generalizada
que amenaza con la evaporación total del sentido de pertenencia, identidad y
cohesión de los sujetos sociales. Se ha convertido en un no-sentido instalado
en el espacio de los “no lugares”, un nihilismo como horizonte universal.
“Abajo” –advierte Veneziani– “crece el automatismo de los
procedimientos, el avance de la técnica, la competencia de hacer y de tener que
produce neurosis de aceleración y de adecuación a los estándares
monoculturales, fundados en el afán de poseer. Arriba nos oprime el cielo vacío,
la ausencia de principios de referencia, la carencia de sentido, el nihilismo
difuso. Cuanto más lleno se hace el espacio vital de técnicas, procedimientos,
modelos y mensajes, que solicitan reflejos condicionados, tanto más vacío es
el espacio existencial, desierto de significados históricos, públicos,
trascendentes”.[51]
El
sujeto social en crisis reclama un marco de referencia, un anclaje, una brújula
para evitar una caída en las arenas movedizas de una relatividad sin límites,
escurridiza, que supone un desafío extremo a nuestra capacidad de integración
social y elaboración simbólica del mundo. Y aquí el nacionalismo, al
reafirmar y extender sus tareas proactivas frente al Estado-nación, se
convierte en un recurso identitario e integrador, capaz de reactivar el
movimiento cíclico y secuenciado del tiempo y evocar un destino, echando mano
de nuevo al poder primordial del mito y del rito para establecer vínculos
comunales fuertes. Con el regreso al volkgeist reaparece la esperanza de
recuperar aquélla seguridad ontológica, individual y comunitaria, desgastada
brutalmente en la globalización, y superar así la enajenación radical, esa
“barbarie del desarraigo” que sufre el hombre contemporáneo.[52]
Echar
raíces, reconocerse y reconocer, distinguirse, situarse en el tiempo,
trascender: una búsqueda que sustenta hoy la lucha de individuos, etnias,
pueblos y grupos desarraigados o amenazados de serlo. Algunos son arrastrados
hacia una mayor respuesta reactiva que otros, pues la globalización impacta de
manera diferencial entre ellos, dejando entrever la aterradora perspectiva de la
disolución el mare magnum planetario. “El peligro de la inmersión”
–señala Guibernau– “es evidente en los individuos que ven cómo
algunas culturas se globalizan más que otras, al tiempo que advierten la
amenaza de la homogeneización como su consecuencia. El aislamiento ya no es
posible. Por lo tanto, las culturas particulares se enfrentan a la amenaza de
una pérdida de su ser por la absorción en otras culturas que poseen mayores
medios para reproducirse y expandirse”.[53]
Las
movilizaciones nacionalitarias, precisamente porque responden a impulsos
profundos y elementares de identidad, solidaridad y dignidad humana, tienen el
potencial de derivar en afirmaciónes radicales y totalitarias del ser nacional.
Estas luchas pueden encerrarse en el círculo de su fundamentalismo latente en
un proceso que, en palabras de Castells, “quizás transforme los paraísos
comunales en infiernos celestiales”.[54]
En
la medida que las élites neoliberales, cosmopolitas y “reticulares” traten
de ahogar y reprimir los impulsos nacionalistas, estos se volverán más
reactivos, más populares y más radicales. Los dioses nacionales clamarán
sangre, y habrá, quizás, una vuelta aterradora a las violencias de masas del
siglo pasado. Si esto ocurra o no, dependerá de la capacidad de las nuevas
redes mundiales de incluir el dato nacional en la agenda de las prioridades. Las
naciones, después de todo, sobrevivirán, y seguirán proporcionando un abrigo
a las multitudes arrastradas en la tormenta global. Y los nacionalismos estarán
siempre allí para defenderlas.
Franco
Savarino
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[1]
No es ocioso precisar el uso de estos términos evitando vaguedades,
solapamientos y sinónimos falsos. La nación, en pocas palabras, es
la dimensión cultural imprescindible del Estado moderno, que asume de esta
forma el carácter de Estado-nación o Estado nacional. Nacionalismo
es todo movimiento, organización o ideología que busca realizar la unión
entre Estado y nación, y darle vida, fortalecer y defender al Estado
nacional resultante (Savarino, 2003: 467-469).
[2]
Beck, 1998: 216. Negativo también el juicio de Ramonet (1997: 139), y
desfavorable, aunque más articulado, el de Castells (2000ª).
[3]
Algunas ideas y reflexiones que aparecen en este ensayo, se encuentran también
en un artículo mío anterior (Savarino, 2001). Una versión preliminar se
presentó como ponencia en el Congreso internacional “La nación en América
Latina: de su invención a la globalización neoliberal”, Morelia, 24-27
de mayo de 2004.
[4]
Wallerstein, 1999. Desde luego
el “sistema-mundo” del siglo XVI no supone una identidad con la
globalización de finales del siglo XX, más bien sería una etapa previa o
el antecedente necesario de la misma. La diferencia entre las diferentes
fases de apertura mundial, según Peter Dicken, consiste esencialmente en
que hasta la primera guerra mundial existía una “integración vacía”,
sustituida por una “integración profunda” internacional después de la
guerra; sin embargo, según el autor, ésta aun no cumple las condiciones
para ser denominada “globalización” (Dicken, 2000: 252-253).
[5]
Geertz, 1992: 210-216. El nacionalismo se percibe a sí mismo inherentemente
esencialista aun si, desde fuera, su discurso parece más reciente, “epocal”,
relativo y “construído”: en este sentido todo nacionalismo tiene que
lidiar con la tensión que supone el movimiento entre dimensiones distintas
del ser nacional.
[6]
Plumyène, 1982: 18.
[7]
Wallerstein, 1999: v. I, 319.
[8]
Smith, 1997: 131. Paul Treanor,
incluso, va más allá y sostiene, paradójicamente, que “el
nacionalismo no es un particularismo. Es un universalismo, una visión
consistente o una ideología”, compatible con la configuración de lo
que él llama un “orden mundial” (Treanor, 1997: 2.6). No es
particularismo, habría que añadir, incluso si lo observamos desde adentro,
pues todo nacionalismo opera dentro del Estado nacional en el mismo sentido
homogeneizador y unificador que la globalización
produce a escala mundial. El nacionalismo es, internamente, “globalizador”,
y por esto hay que diferenciarlo claramente de otros “particularismos”
que no poseen esta vertiente.
[9]
Robertson, 1992; Beck, 1998: 75.
[10]
Castells, 1997.
[11]
En particular el problema de los “desplazados” en los nuevos flujos
migratorios activados a fines del siglo XX presiona a un Estado nacional en
crisis, que se encuentra en dificultad para incluir a las “zonas grises”
etnoculturales confusas, desconectadas, o integradas en redes
transfronterizas, que van apareciendo en su territorio. A raíz de los
atentados del 11 de septiembre de 2001, además, el terrorismo se convierte
en otro desafío radical que parece rebasar las capacidades del Estado-nación
de garantizar la seguridad de la población asentada dentro de sus fronteras.
[12]
Minc, 1994; Castells, 2000b.
[13]
El cambio de actitud de las élites dirigentes nacionales hacia el
Estado-nación resulta desconcertante si pensamos al nacionalismo
exhacerbado que predominaba entre ellas hasta las primeras décadas del
siglo XX (en gran medida reponsable de las dos guerras mundiales), frente a
la indiferencia o la saña con que se pretende liquidar hoy la soberanía,
la seguridad social, el aparato económico estatal y la misma identidad
nacional vista como obstáculo a la realización de la utopía cosmopólita
del mercado libre en el marco de un universalismo occidental esencialmente
neocolonial.
[14]
La Unión Europea es la muestra más avanzada de este proceso de erosión
estatal-nacional en favor de una integración internacional multidimensional
que Castells ha denominado “Estado-red” (Castells, 2000b:
344). El TLC de América del Norte, y las otras ligas económicas de Estados
existentes, están aun lejos de acercarse a este modelo reticular
transnacional.
[15]
Anderson, 1991: 6.
[16]
Castells, 2000ª: 51.
[17]
La teoría gellneriana se rubrica entre los estudios “modernistas” o
“relativistas” junto con las de Kedourie (1994), Hobsbawm (1992) y por
supuesto, Anderson (1991), en oposición a las teorías
“primordialistas” o “esencialistas” como las de Geertz (1992) y de
Smith (1986; 1997). En realidad su colocación es ambigua, puesto que al
considerar a la nación como un producto moderno, elaborado por élites, la
interpreta como históricamente inevitable, insertada en las necesidades
funcionales de la organización de la sociedad humana.
[18]
Gellner, 1991.
[19]
Smith, 1997: 131-132.
[20]
Guibernau, 1996: 148-149. El cosmopolitismo es irrealizable porque no tiene
la capacidad de creare continuidad temporal, es decir “recuerdo” histórico compartido, y de sustentar un
sentido de alteridad, puesto que a escala global ya no existe un “otro”
frente a quien se puedan trazar las líneas de la diferencia que alimentan
una identidad común.
[21]
Castells, 2000ª: 73. El modelo de Castells es aun demasiado constructivista
y, al rechazar la asociación estrecha entre Estado y nación, disperde la
especificidad del nacionalismo entre los multiples movimientos
comunalistas-identitarios reactivos presentes en el horizonte fin de siècle.
[22]
Geertz, 1992.
[23]
Ianni, 2002: 140.
[24]
Augé, 1993.
[25]
Savarino, 2001: 208.
[26]
Robins, 1996: 346.
[27]
Smith, 1997: 144.
[28]
Lyotard, 1993: 17-18.
[29]
Mattelart, 1998: 99.
[30]
Beck, 1998: 17. Beck denuncia como política degradada, “subpolítica”,
esta dimensión despolitizada del globalismo, sometida a lógica de
intereses económicos. Esto sugiere una verdadera paradoja histórica, pues
las élites parecen resueltas a abandonar hoy a un Estado nacional que había
costado “lagrimas y sangue” construir, defender y fortalecer a lo largo
y ancho de los siglos XIX y XX. De activas promotoras de la nación, las
oligarquías económicas y las burguesías en general, se han convertido en
muchos países en enemigas del mismo.
[31]
Ramonet, 1997: 65.
[32]
Veneziani, 1998: 280.
[33]
Beck, 1988: 29.
[34]
Appadurai, 1990.
[35]
Giddens, 1993: 67.
[36]
Vattimo, 1994: 12-17.
[37]
Ianni, 2002: 148.
[38]
Augé, 1998: 126.
[39]
Berger y Luckmann señalan, al respecto, que la especificidad de la condición
moderna, es la sustitución de lo implícito, lo unívoco, lo absoluto, con
el “pluralismo”. Ésto significa la imposibilidad de la
conservación de los sistemas de valores tradicionales y de esquemas de
conducta comunes universalmente válidos. La modernidad favorece la
coexistencia de sistemas y comunidades diversas, desconectadas,
contradictorias, cuya copresencia predispone a un Estado de “crisis
cultural” permanente, personal y colectiva (Berger; Luckmann, 1997).
[40]
Savarino, 2003: 468.
[41]
La pertenencia al Estado-nación implica dos esferas distintas de adscripción:
la ciudadanía (pertenencia al Estado) y la nacionalidad
(pertenencia a la nación). Aunque generalmente coinciden, se solapan o se
confunden en el uso burocrático y vulgar son, en principio, condiciones
distintas (cfr. Castells, 2000ª: 74).
[42]
El encuentro entre Estado y nación impulsado por el nacionalismo puede
incumplirse por razones diversas: las coyunturas geopolíticas
desfavorables, la inmadurez del movimiento, la presencia de opciones viables
autonómicas no-independientes, etc. Lo que sí es constante en todo
nacionalismo es la búsqueda de condiciones político-institucionales
favorables a la sobrevivencia de la nación (cfr. Smith, 1997: 68; Castells,
2000ª: 52).
[43]
Savarino, 2001: 114. Me refiero al ethnos en cuanto fuente originaria
y eminente de la nueva identidad nacional (cfr. Smith, 1997).
[44]
Kohn, 1949; Plamenatz, 1976; Smith, 2000: 5-26.
[45]
Delannoi, 1993:15. Cfr. también A. D. Smith: “En todos los nacionalismos
hay [...] elementos cívicos y étnicos en diversos grados y formas: a veces
predominan los elementos cívicos y territoriales, y en otros casos cobran
mayor importancia los componentes étnicos y vernáculos” (Smith, 1997:
11). Resulta, por lo tanto, evidente el sesgo normativo, ideológico, que
lleva a algunos autores a trazar una división tajante, maniquea, entre
“nacionalismos cívicos” y “nacionalismos étnicos” o bien, a secas,
entre “patriotismo” (bueno) y “nacionalismo” (malo): por ejemplo
Viroli (2001).
[46]
Smith, 1997: 34-37.
[47]
Por ejemplo, el Contrato social.
[48]
Lyotard, 1995.
[49]
La nación, generalmente, extiende hacia atrás su biografía in illo
tempore, o en el pasado remoto, y rehusa reconocer su formación
reciente. Incluso Israel, fundada en 1948 y surgida del sionismo decimonónico,
busca hundir sus raíces en el tiempo immemorial del relato bíblico.
[50]
Cfr. Castells, 2000ª: 88-89.
[51]
Veneziani, 1998: 276.
[52]
Veneziani, 1999: 52.
[53]
Guibernau, 1996: 151-152.
[54]
Castells, 2000a: 90.