*no citar sin el permiso del autor*

¿Volver a la nación? desafíos y respuestas ante el caos global

Franco Savarino  (INAH/ENAH)

email: [email protected]

 

 

 

Introducción

Las temáticas de la nación, el nacionalismo, la etnicidad y la identidad cultural se han colocado al centro del debate internacional en la última década. Con el fin de la división bipolar del mundo y la aceleración del proceso de globalización desde finales del siglo XX, se observa una verdadera explosión de conflictos interétnicos, guerras internacionales, terrorismo, reivindicaciones nacionalistas y regionalistas de viejo y nuevo cuño, matizados por una mezcla compleja y desconcertante de modernidad y tradición, secularismo y fe, occidente y no-occidente, multiculturalismo y fundamentalismo, fragmentación y recomposición, geopolítica y marginalidad, localismo y globalidad, “fin de la historia” y aceleración de ésta. Las dificultades, incertidumbres y confusión que crea este proceso van al compás de las supuestas ventajas en términos de crecimiento macroeconómico, de interscambio comercial, comunicación, acercamiento entre culturas, difusión de derechos humanos, que parecen realizar el viejo sueño ilustrado de una cosmópolis racional extendida a todo el orbe. La globalización tiene sus beneficiarios y sus víctimas, sus paladines y sus escépticos, y aun enemigos, y lejos de representar un horizonte único, obvio, incuestionado y necesario, enfrenta numerosos retos, dificultades y contradicciones, además está lejos de ser totalmente comprendida.

El contrapunto natural de la globalización es la localización, es decir la tendencia a recargar de significado y centralidad la dimensión local, en cuanto opuesta o alternativa a la global. Esta localizacion o “g-localización” –asumida como aspecto contrastante de la condición global- se expresa en muchas formas, desde el redescubrimiento de la cultura local y regional, la revitalización de prácticas religiosas, la búsqueda de autonomías, la lucha ideológica de movimientos anti-globales o alter-globales y, finalmente, el nacionalismo.

El nacionalismo, hoy como hace doscientos años, defiende la propuesta de inventar, construir, fortalecer o proteger a esa sofisticada construcción social, política, cultural y económica que llamamos nación, declinada en lo político como “Estado-nación”, o “Estado nacional”.[1] En la actualidad el Estado nacional se encuentra en apuros ante la aparición de poderosas estructuras supranacionales, la presencia hegemónica de las corporaciones transnacionales, la extensión y complejidad creciente de las redes de comunicación, la transnacionalidad de la economía y por el alcance mundial de problemas y asuntos vitales de la sociedad moderna. Además, no recibe generalmente la simpatía de políticos, intelectuales y académicos, quienes destacan los peligros, el arcaísmo o  la inconsistencia de “lo nacional” en los tiempos actuales. Se han repetido en estos años “declaraciones de defunción” de la nación –puntualmente desmentidas por los acontecimientos de la actualidad–  o bien, en el mejor de los casos, juicios escépticos sobre su futuro; el sociólogo alemán Ulrich Beck ha afirmado sin rodeos que “no existe alternativa nacional a la globalización”.[2]

Sin embargo, podemos observar que el Estado nacional, en cuanto forma político-cultural “locativa” no ha desaparecido, es más, sigue siendo la realidad política fundamental en el mundo actual y, sobre todo, es aún la referencia obligada en términos culturales, políticos y sociales para la gran mayoría de los habitantes del planeta, más allá de los efectos desestructurantes, turbulentos y caóticos inducidos por la globalización. En esta perspectiva, la nación se convierte en un recurso de alta densidad de valor para las poblaciones embestidas por los fenómenos globalizadores, en abierto desafío a los poderes transnacionales e imperiales, y a los organismos, redes, oligarquías y élites más comprometidas con la dinámica global. Identidad, arraigo, participación, integración, legitimidad, democracia, soberanía, comunidad y cultura son los elementos que delimitan este impulso universal a volver a la nación que observamos hoy.  En este marco lo nacional en sentido amplio, según mi planteamiento, sigue (y seguirá) teniendo vigencia, valor y centralidad, pues representa un recurso significativo para otorgarle equilibrio, razón y sentido a la experiencia global.[3]

 

globalización de doble carA

El entorno familiar de los Estados-naciones “clásicos” surgidos de la modernización de Europa y de la expansión europea, ha cambiado radicalmente desde finales del siglo XX, al compás de un avance tecnológico y económico sin precedentes, que arrastra consigo enormes cambios políticos, sociales y culturales.  Hoy es posible entender la nación sólamente en relación con el mundo internacional globalizado, y es aquí donde ésta, lejos de distinguirse en cuanto mera oposición conservadora, viene a jugar el papel de complemento dialéctico, al reafirmar su significado originario de dimensión fundamentale de la modernidad.

La nación nace, se desarrolla y cobra importancia históricamente en un contexto de “apertura mundial”, espécificamente internacional y transnacional.  En efecto la globalización planetaria actual no es la primera forma de apertura que el mundo haya experimentado, pues un “sistema mundial” con poder revolucionario y unificador aparece temprano en la historia de Occidente.[4] La formación de los imperios coloniales en los siglos XVI-XVIII, la revolución industrial y la internacionalización del capital, la propagación de la revolución francesa, las dos oleadas de descolonización: la del imperio americano hispano-portugués del siglo XIX y la generalizada de los años '50 y '60 del siglo XX, la expansión comunista de los años cincuenta, la modernización acelerada y el auge económico los años sesenta: éstos fueron otros tantos fenómenos que rompieron barreras, socavaron hábitos, arrasaron culturas, sacudieron pueblos, aniquilaron antiguas formas de vida, poniendo en contacto por primera vez poblaciones antes aisladas o poco comunicadas. Marx, por ejemplo, quien fue testigo del poder devastador que tenía el avance del capitalismo industrial en la Europa de mediados del siglo XIX, observó que “todo lo sólido” se estaba desvaneciendo en el aire. Estas “globalizaciones” ante litteram fueron el telón de fondo del surgimiento del moderno Estado-nación y suscitaron la aparición de movimientos revivalistas o identitarios, que iban generalmente en la dirección de la reconciliación entre el nuevo contexto –aceptado como inevitable o incluso buscado activamente– y la protección de las identidades histórico-culturales particulares u originarias, en el marco de las tensiones estructurales entre “epocalismo” y “esencialismo”.[5]  Igual que las formas recurrentes de apertura mundial que lo acompañan, también el nacionalismo parece proceder históricamente por fases u oleadas sucesivas. “La historia del nacionalismo es discontinua” –escribe Jean Plumyène– “: se manifiesta en accesos, oleadas, flamazos”.[6] Hoy asistimos mutatis mutandis a una de estas grandes oleadas recurrentes del fenómeno, al compás de una fase nueva de apertura que manifiesta ese “vaivén entre nacionalismo e internacionalismo” característico, según Wallerstein, de la modernidad.[7]

El impulso nacionalista, entonces, no es una reacción puramente negativa, más bien constituye una respuesta dinámica, alineada en la dirección del cambio, incrustada en una tensión recurrente de fondo que caracteriza a la modernidad, entre motivos renovadores y exigencias conservadoras-revivalistas, proyecciones universalistas y definiciones localistas-particularistas, tendencias epocalistas e impulsos esencialistas. Es precisamente esta tensión, que alimenta al nacionalismo, la que permite (e incluso, facilita) la continuación del proceso de modernización y el tránsito problemático a la posmodernidad.

            El nacionalismo, sin embargo, no sólamente es complementario, sino que es en sí una forma de globalización, que manifiesta una de las facetas del proceso de unificación planetario. “Si existe un fenómeno auténticamente global” -argumenta Antony D. Smith “ ése es el de la nación y el nacionalismo. No hay casi ninguna zona del mundo donde no haya indicios de problemas étnicos y nacionales, o que no haya sido testigo de la aparición de movimientos que reivindican la independencia nacional para el grupo al que pertenecen. [...] La globalización del nacionalismo [...] es una realidad firme que condiciona nuestro punto de vista cultural y nuestros empeños políticos”.[8]

Finalmente, el nacionalismo puede ser visto también como un producto contradictorio de la globalización misma, si pensamos a ésta como un fenómeno de doble cara:  como destructora y a la vez (re)generadora de identidades. La globalización corre pareja con su opuesto, la localización,  y expresa de esta forma su naturaleza de fenómeno eminentemente dialéctico.[9] En esta perspectiva, el nacionalismo puede ser visto hoy como una poderosa reacción cultural particular y local a los flujos anómicos y caóticos del desarraigo globalizador, que son percibidos por los sujetos sociales como amenazas a su integridad e identidad. La globalización, en suma, provoca respuestas identitarias, localistas, particularistas, esencialistas, incluyendo la nacionalista y se ve obligada a lidiar y dialogar con éstas.

 

la nación en crisis

Globalización y nacionalismo, entonces, no necesariamente están frente a frente como enemigos mortales y no son mútuamente excluyentes, es más, la nación desde siempre actúa en un contexto de aperturas internacionales. Los Estados nacionales persisten, el marco nacional, en general, sigue siendo imprescindible para organizar la vida de la mayoría de los seres humanos y existe, además, un claro revival nacionalitario que se ha expresado en la última decada del siglo pasado en el colapso o fragmentación de cuatro estados multinacionales: la Urss (1991), Yugoslavia (1991), Checoslovaquia (1993) y Etiopía (1993) con la consiguiente formación de nuevos Estados-nación.  Sin embargo,  casi se ha vuelto un lugar común decir que la nación está en crisis, en lo económico, político, social y cultural, es decir, crisis de operatividad y de legitimidad.[10] Los síntomas aparentes de esta crisis generalizada están ante los ojos de todos y son innegables. En resumen, en lo económico, la nación se ve rebasada en el campo productivo, financiero y comercial por organismos transnacionales, por empresas multinacionales y por el mercado mundial. Políticamente, el Estado-nación ha perdido soberanía y razón de ser ante la actuación protagónica de la superpotencia imperial, Estados Unidos, la actividad de organizaciones multinacionales, como la UE y el G8, y por la presencia activa de organizaciones transnacionales como el FMI, la ONU, la Iglesia Católica, Amnesty International, Greenpeace, las ONGs etc.  En lo social y cultural, la nación encuentra dificultades crecientes para continuar a definirse como marco privilegiado y exclusivo de la identificación, producción y reproducción cultural de la población dentro de las viejas fronteras nacionales. El sistema de educación superior y de investigación, el avance tecnológico, la difusión del conocimiento en impresos y media, el flujo oceánico de información a través de internet, se situan ya en un contexto transnacional; además el movimiento transfronterizo masivo de personas como turistas, viajeros, estudiantes, trabajadores, refugiados, militantes políticos, criminales, etc. ha venido generando situaciones complejas, confusas y conflictivas, que pueden rebasar la capacidad de los Estados nacionales de controlar, normalizar e integrar a sus poblaciones.[11]

            Muchos de los problemas que amenazan hoy a la población mundial son claramente trans-nacionales, y configuran un panorama de “riesgo mundial” más allá del alcance de cualquier el Estado nacional. La crisis ecológica, la gestión de recursos fundamentales (agua, petróleo...), el hambre, el subdesarrollo, las epidemias, el tráfico de drogas o de armas, las migraciones, el terrorismo y las guerras “estratégicas” son problemáticas que se resuelven en el ámbito internacional y global. Lo mismo sucede con asuntos de vital importancia como la protección de los derechos humanos y del patrimonio cultural “de la humanidad”.

En el aspecto político, las tradicionales aspiraciones y afirmaciones de independencia que distinguen al Estado-nación resultan frustradas hoy ante el proceso divergente de desplazamiento de lo político desde el Estado hacia otras instancias, con una evidente pérdida relativa de autonomía y capacidad de arbitraje. La vieja imagen de un Estado nacional director exclusivo y celoso de toda actividad política y cultural en el marco de unas fronteras bien delimitadas, parece desdibujarse hoy ante la nueva topografía transfronteriza, disgregada, dispersa, reticular e inmaterial de la actividad política, organizativa, comunicativa y cognitiva.[12] Las élites dirigentes nacionales, al asumir total o parcialmente la ideología neoliberal empujan hacia un debilitamiento estructural del Estado-nación, reducido a un molde plástico que se pueda idealmente vaciar, rellenar, quebrar o desechar al antojo.[13] Éste, en fin, se ve socavado desde adentro política y culturalmente por la movilización subnacional o etnonacional de grupos étnicos y regionales (Palestina, Curdistan, Padania, Cataluña, Québec, Chechenia, etc...). Desde fuera, además, asecha la amenaza de los fundamentalismos panculturales (islamismo radical, movimientos etno-racialistas, movimientos altermundistas, etc.). 

En aspectos tan fundamentales, en suma, el Estado nacional se ve hoy rebasado y se encuentra expuesto a desafíos internos y externos que lo obligan a replantear su estructura y su significado, a reconocer su DEpendencia (en lugar de INdependencia), y por consiguiente a estrechar los vínculos con otros en ligas y comunidades internacionales y a renunciar parcialmente a algunas de sus prerrogativas más preciadas, como la soberanía.[14] Este redimensionamiento, o mejor, reposicionamiento del Estado nacional en el mundo global, ¿representa acaso un síntoma de eclipse, de decadencia, de obsolescencia del mismo? ¿Sobrevivirá el Estado-nación a la aceleración de los flujos globalizadores y a la creciente interconectividad e interdipendencia transnacional? En donde se colocaría un espacio “nacional” exclusivo e irreductible, capaz de jugar aun un papel central en la nueva configuración del sistema global?

 Para buscar una respuesta a estas interrogantes es necesario indagar sobre el “dato nacional”, adoptando un enfoque multidimensional –no sólamente socioeconómico–, que nos permita reflexionar sobre la dinámica de la modernidad y la globalización, y sobre las consecuencias contradictorias y dramáticas que conllevan.

 

el fenómeno nacional en la teoría social

A falta de espacio para recorrer las numerosas teorías sobre nación y nacionalismo que han surgido en los últimos veinte años, me limito a señalar aquéllas que puedan proporcionar elementos para individuar el núcleo irreductible y “denso” de significados que posee el fenómeno nacional. Ante todo considero necesario examinar críticamente a dos autores que han tenido –y tienen aun– un gran impacto en la teoría social: Benedict Anderson y Ernest Gellner.

Para Anderson el fenómeno nacional deriva de la formación de comunidades por medio de un proceso de autopercepción histórica, política y lingüística inducido por la intensificación de los flujos de comunicación que acompañan el surgimiento de la modernidad. Según la popular definición de Anderson, la nación “es una comunidad política imaginada [...] como inherentemente limitada y soberana”.[15] El límite de una caracterización de este tipo es que es demasiado constructivista al no captar los motivos más profundos que activan la movilización nacionalista y le confieren, en circunstancias determinadas, una fuerza irresistible. Además puede resultar banal (por obvia) y de escasa utilidad heurística. Carece de interés decir que la “nación” deriva de la imaginación social, pues sabemos que todo elemento simbólico que conforma una cultura particular es autopercibido e “imaginado” socialmente. Además, como señala Castells, es inconsistente la división andersoniana entre comunidades “reales” e “imaginadas”.[16] El riesgo de una teoría tan constructivista es que la búsqueda de fenómenos comunalistas concretos, anclados en necesidades sociales irreductibles e históricamente necesarias, pueda evaporarse entre las nubes de la imaginación, la invención y la autopercepción social.

Ernest Gellner, en cambio, logra evitar los excesos de la subjetividad y del social-constructivismo al radicar la nación en el terreno “duro” del funcionalismo.[17] Gellner pone en relación el fenómeno nacional con la transición histórica de la “era agraria” a la “era industrial”, y lo interpreta como parte de una nueva división social del trabajo. En pocas palabras, sostiene que los mecanismos económicos de la era industrial conducen a la necesidad de elaborar una nueva cultura superior inscrita en un programa de alfabetización estatal finalizado a la adquisición de habilidades y códigos culturales comunes, homogéneos, necesarios para el funcionamiento de una sociedad orientada a la movilidad y al crecimiento.[18] Aquí se enfatiza demasiado la dimensión económica, la acción vertical de las élites y del Estado, y el potencial totalitario, fanático y etnocida de un nacionalismo convertido en ideología del Leviatán moderno. Quedan marginados u ocultos otros motivos importantes, culturales, que justifican la persistencia del dato nacional aun frente a la crisis actual del Estado-nación.

Anthony Smith logra captar mejor los aspectos “esencialistas” del fenómeno nacional y relaciona la fuerza perenne de la nación con datos culturales profundos, étnicos, morales e históricos.  Sostiene, al respecto, que  en la esfera cultural, la identidad nacional se manifiesta en toda una gama de suposiciones y mitos, valores y recuerdos [...]. Socialmente, el vínculo nacional configura la comunidad que tiene más capacidad de inclusión, la frontera generalmente aceptada en cuyo seno se produce de forma habitual el intercambio social y el límite para distinguir los ‘forasteros’ de sus miembros. La nación también puede considerarse el elemento básico de la economía moral, desde el punto de vista tanto del territorio como de los recursos y las aptitudes”.[19]

Entre otros autores, Montserrat Guibernau considera que el valor irreductible del nacionalismo descansa en su capacidad de darle a la socied un sentido de continuidad en el tiempo y de alteridad con respecto a otras, es decir: identidad. Esta capacidad de generación identitaria le otorga al nacionalismo una ventaja absoluta con respecto a cualquier  universalismo.[20] 

Manuel Castells, finalmente, se centra en la dinámica contemporánea. Señala la naturaleza identitaria del nacionalismo y lo desliga de la matriz europea originaria, además destaca la importancia de su componente popular y su significado cultural y reactivo en los tiempos actuales de crisis del paradigma nacional-estatal.  Las naciones serían, en sus palabras, “comunas culturales construidas en las mentes de los pueblos y la memoria colectiva por el hecho de compartir la historia y los proyectos políticos”.[21]

Lo que se puede derivar de estas teorizaciones es, por un lado, la asociación estrecha del fenómeno nacional con la modernidad, y por el otro, su conexión con motivos socioculturales profundos, que lo convierten en una experiencia objetiva y densa de valor. Lo que propongo aquí, para fines analíticos, es distinguir por lo menos cinco rasgos del fenómeno nacional que tienen relevancia para la nueva situación planteada por la globalización:

1 – es mediador, dialéctico e integrador

2 – es ecléctico

3 – es, a la vez, universal, paradigmático y relativo

4 – es pluridimensional

5 – es solidario, unitario y comunal

El primer punto, quizás el más importante, se refiere a la capacidad de la nación de mediar entre diferentes instancias: modernidad y tradición, individuo y comunidad, inmanencia y trascendencia, etc., y establecer una dialéctica entre esos elementos. Además, su capacidad de integrar y de integrarse: a poblaciones, costumbres, hechos históricos, ideologías, etc. El nacionalismo, en particular, tiene una capacidad extraordinaria de incrustarse en diversas formulaciones ideológicas y experiencias políticas, quedando como elemento subyacente o implícito, como en el liberalismo, en el comunismo o en el populismo.

El segundo concierne la capacidad del nacionalismo de reunir los elementos más diversos, disparatados,  y fundirlos en una elaboración coherente y creíble. Para generar la idea de nación, se puede apelar a elementos del pasado, a la religión, a rasgos culturales específicos, a un idioma, a una etnia, a una experiencia política, a un destino compartido, etc.

El tercero remite a la paradoja, que ya mencioné, de la nación en cuanto condición a la vez universal y particular. Es universal porque desde el siglo pasado el orbe se encuentra recubierto por estados nacionales, y éstos siguen siendo el paradigma político universal. Y es relativo porque no existe un Estado-nación que sea igual a otro: todos declinan en variaciones potencialmente infinitas el mismo ideal normativo y todos tienen su coherencia interna relativamente incomparable con la de los demás.

El cuarto significa que el fenómeno nacional se articula en planos diferentes: cultural, político, económico, institucional, comunicativo, moral, etc.  Aunque la cultural sea la dimensión predominante, o más incluyente, el principio nacional tiene que declinarse idealmente en todo aspecto de a la vida social.

El quinto rasgo, en fin, manifiesta la función básica de la nación: la de (re)crear y sostener identidades colectivas comunales fuertes, unitarias, solidarias y perdurables. Lo que implica trazar fronteras físicas e inmateriales entre “nosotros” y “ellos”, definir lo proprio y lo ajeno, establecer prioridades y jerarquías políticas y morales, señalar un destino, y crear/reproducir mitos, relatos y símbolos unificadores y movilizadores, etc.

Ilustraré en detalle el significado de estos rasgos en relación con la condición posmoderna y global, y en el ámbito del Estado moderno en crisis. Y apuntando hacia la dimensión cultural del fenómeno nacional –entendiendo a la cultura como un sistema simbólico–,[22] intentaré aclarar el motivo de su necesidad histórica en los tiempos actuales.

 

Modernidad, globalización y experiencia social

La persistencia obstinada de los Estados nacionales, el lugar central que aun ocupa la conciencia nacional para los pueblos, la continuidad de la nación como marco de referencia cultural, y la creciente movilización nacionalitaria que observamos hoy en muchas partes se pueden comprender sólo como efectos, y aspectos a la vez, ante todo culturales del proceso de globalización. La nación posee rasgos peculiares que la convierten por así decirlo, en un complemento indispensable para la vida en las sociedades globalizadas.

Para descubrir cuáles son estos rasgos, es necesario indagar sobre aspectos fundamentales de la globalización que afectan directamente a la experiencia social y crean las condiciones “caóticas” y “anómicas” que solicitan la respuesta identitaria y nacionalista.  Estos son, en resumen: la deslocalización, el eclecticismo cognitivo-comunicativo, la disimulación ideológica, la despolitización y la sincronía-acronía.

Ante todo la globalización es responsable del conocido efecto de deslocalización o desterritorialización: condición de anomia, confusión y desoganización relativa que afecta la percepción locativa de las personas. “Todo se desterritorializa. Las cosas, gentes e ideas, así como las palabras, gestos, sonidos e imágenes, todo se desplaza por el espacio, atraviesa la duración revelándose fluctuante, itinerante, volante”.[23] Esta experiencia desconcertante deriva, según  Marc Augé, de la superposición de fases, elementos o fragmentos de modernidad, dispuestos entre los que ha definido “lugares” y “no-lugares”. Los “lugares” pertenecen a una forma moderna de vida, mientras que los “no-lugares” participan de lo que él denomina “sobremodernidad”, caracterizados por el exceso de información, de imágenes y de individualismo. Los primeros son “universos de reconocimiento” compartidos y llenos de “sentido” en donde se pueden leer claramente la identidad, la historia y las relaciones sociales. En los segundos, espacios de lo efímero, de lo impersonal, esta lectura se hace imposible. “Lugares” y “no-lugares” entran en contacto en un contexto complicado de relaciones sociales, reaccionando e influenciándose mútuamente.[24]

El problema aquí es la desaparición de los “lugares” al punto de configurar un espacio esencialmente deslocalizado que termina afectando el sentido de indentificación, reconocimiento y pertenencia, hasta socavar los cimientos de la misma identidad social, que la nación había elaborado durante una primera etapa de la modernidad. La nación, en efecto, remite a un sentimiento de pertenencia específicamente territorial, definido por un espacio particular, que supone la existencia de un principio de exclusión que tiene su más clara expresión en las fronteras políticas.

El trazo y la defensa de fronteras claras, unívocas, excluyentes, ha sido esencial en la formación de los Estados nacionales modernos, y constituye una marca distintiva del nuevo sentido de pertenencia que la nación proporciona a sus integrantes. Las naciones definen territorialmente su modernidad, y constituyen una de las pervivencias más evidentes de la misma ante esa nueva realidad universal, envolvente, confusa y aun poco entendida en muchos aspectos, que experimentamos hoy, que denominamos  “sobremodernidad”, “hipermodernidad”, “posmodernidad”, “transmodernidad” o “segunda modernidad”. La nación, en otras palabras, parece proporcionar un anclaje moderno frente al peligro de la dispersión en el mare magnum de la desterritorialización posmoderna.[25]

Este papel es posible y necesario en relación con la dúplice manera en cómo se manifiestan la deslocalización y el desarraigo cultural: “la globalización sacude a las culturas en maneras diferentes, contradictorias y muchas veces, conflictivas. Concierne la desterritorialización de la cultura, pero implica también la reterritorialización cultural. Concierne la movilidad creciente de la cultura, pero también nuevas rigideces culturales”.[26] En otras palabras, de manera similar a otras expresiones de la cultura (religión, etnicidad), el nacionalismo se posicionaría como una fuerza reactiva localizadora que busca equilibrar y contrarrestar el flujo deslocalizador global.  Las culturas nacionales radican en el terreno firme de los loci, en cuanto formas de modernidad pre-globales, o incrustadas en etapas de apertura global anteriores a la actual forma extrema de universalización. Esto no significa que deban interpretarse como un mero freno conservador a la dinámica globalizadora, sino más bien serían un elemento de estabilización, compensación y “corrección” del proceso.

Esta función correctiva de “lo nacional” se observa más claramente y se entiende mejor si consideramos otros aspectos de la globalización que impactan la experiencia social, al otorgarle un sentido más profundo a la deslocalización y al desarraigo.

El eclecticismo cognitivo y comunicativo es, sin duda, uno de estos. La globalización, según Giddens (1993), es caracterizada por la intensificación de las relaciones sociales mundiales que vinculan lugares distantes de tal manera que los sucesos locales están influidos por acontecimientos que suceden a gran distancia, y viceversa, revolucionando el sentido de la profundidad del espacio y del tiempo. Smith, por otro lado, destaca su carácter universal, intemporal y ecléctico (en cuanto cultura-pastiche cosmopolita) y agrega que  al ser ecléctica es indiferente al lugar o la época; es dinámica e informe”.[27]

Este flujo global magmático, intemporal, sobrecargado de símbolos y mensajes eclecticos, confusos y contradictorios impacta en la producción del conocimento. Lyotard señala que éste se encuentra ya fuera de los límites estatales y se ha caído en las redes del mercado transnacional; esto deja entrever un peligro mortal para el viejo modelo de Estado, al verse éste privado del acceso privilegiado a la producción y difusión del conocimiento.[28] 

La globalización, sin embargo, según Mattelart, puede ser también una máscara, un disfraz usado para encubrir realidades diferentes, confusas, mediante el uso de un lenguaje funcional de “pensamiento único” cuya función es disimular los desórdenes del “nuevo orden” mundial.[29] La globalización podría verse, en otras palabras, como la “organización” global del caos:  el desorden encubierto por el “nuevo orden” mundial. Este desorden, según Beck (1998), disimula en realidad intereses concretos, y desvela patrones ocultos si el fenómeno global se observa de cerca separando los conceptos de “globalismo”, “globalidad” y “globalización”.

El globalismo es el factor ideológico que supone la marginalización de la práctica política estatal en favor de las grandes empresas transnacionales. Las élites economicas mundiales “prentenden, en definitiva, desmantelar el aparato y las tareas estatales con vistas a la realización de la utopía del anarquismo mercantil del Estado mínimo.[30] El globalismo sería, en pocas palabras, el intento por parte de las élites neoliberales de la usurpación y desaparición de lo político. Esto conduce al desdoblamiento de la sociedad entre el ámbito de lo global y el de lo local-territorial, imponiendo, en definitiva, la imagen hegemónica de una “empresa global”, prototipo de una segunda modernidad desterritorializada, que configura el desolador panorama de un capitalismo mundial sin Estado y “globalmente desorganizado”.[31]

La despolitización del espacio estatal-nacional va al compás con el triunfo de una ideología neoliberal de mercado mundial sin límites y sin frenos. Este globalismo ideológico, advierte Veneziani, manifiesta un desbordamiento de la esfera de lo económico que termina desterrando al demos de la polis. El autor precisa que “la tendencia que prevalece en la política es el consenso en convertirse en la continuación del mercado con otros medios, una especie de “periferia del poder” en donde se ejecutan los procesos de dirección social decididos y madurados en otros lugares. Porque el mercado es la representación más incisiva y más directa de la globalización y de la competencia, el lugar en donde se hacen visibles las relaciones de fuerza y los valores de la sociedad. Y en donde la sociedad sin límites muestra sus intenciones más directas”.[32] La gestión tecnocrática, economicista y oligárquica de la polis, finalmente, elimina toda posibilidad de auténtica participación democrática en la misma, pues la práctica ciudadana es concebible sólo en ámbito nacional.

Otra dimensión del fenómeno global, según Beck, es la “globalidad”: la condición de la “sociedad mundial” que conlleva una nueva percepción y representación del mundo. La sociedad mundial implica que las relaciones sociales ya no están integradas ni determinadas en el marco del Estado nacional. Esto lleva a la aparición de una “pluralidad sin unidad” y en la toma de conciencia de las diferencias que existen entre sociedades y culturas, y esto, finalmente, impacta retroactivamente en la conducta social.  El tercer nivel conceptual que propone Beck es, finalmente, la “globalización”. “La “globalización” significa los “procesos” en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”.[33]

Arjun Appadurai describe el proceso de globalización como una red compleja de flujos a través de los que se concretan los modos de manifestación de ese espacio inmaterial que configuran los “no lugares”.[34] La consecuencia fundamental de la expansión de estos flujos es, sin duda, el desplazamiento progresivo de un eje importante de la experiencia social de lo local hacia el ámbito más complejo de lo global, con importantes consecuencias para la reconfiguración simbólica de las actitudes y comportamientos humanos. Lo verdaderamente característico de esta “hipermodernidad” global es el fortalecimiento creciente de una tensión dialéctica entre homogeneización universal y afirmación de los particularismos culturales, que son las dos facetas inseparables de un mismo fenómeno.

La experiencia del espacio-tiempo generada por la intensificación del flujo reticular e interactivo en ámbito global supone un cambio más drástico para la condición humana de aquél que se había producido en las etapas anteriores de la modernización. Giddens señala que “en la era moderna, el nivel de distanciamiento entre tiempo-espacio es muy superior al registrado en cualquier periodo precedente, y las relaciones entre formas sociales locales o distantes y acontecimientos, se “dilatan”.[35] Una de las consecuencias fundamentales de la modernidad sería, así, la intensificación creciente de la interacción social a distancia frente a la presencia simultánea de la sociabilidad de nivel local. La mundialización sería el corolario de este proceso y, por tanto, la globalización actual expresaría la extensión a escala planetaria de las relaciones en el espacio y en el tiempo, con la consiguiente modificación de todo suceso local por interferencia de los que acontecen en otros lugares.

Es más, por medio de las nuevas tecnologías informáticas (internet), la globalización va disolviendo el espacio físico y real, desconectándolo, a la par que convierte el tiempo en una experiencia no secuenciada, confusa, perennemente suspendida en una dimensión efímera, flexible y reversible. La noción de tiempo histórico, por consiguente, va desapareciendo, y deja la sensación de que la Historia humana ha parado su curso milenario en la relatividad del nihilismo post-metafísico, lo que Vattimo ha llamado finis historiae.[36] Se trata, más precisamente, de fragmentación y copresencia de temporalidades distintas. En palabras de Ianni, “ocurren desfases, desniveles, fracturas, anacronismos, desencuentros, tensiones. Lo residual se mezcla con la novedad, el pretérito con lo predominante, lo que era con lo que no es. [...] Todo se astilla, se despedaza. El espacio y el tiempo se diversifican de modo sorprendente: se multiplica al azar, de modo coniugado y a la vez disparatado”.[37]

Esta experiencia desconcertante de un mundo sin ejes de referencia deja entrever el peligro de una pérdida total de la sensación de ubicación, pertenencia e identidad, lo que genera un sentimiento difuso de desarraigo, vacío, desorientación, es decir una crisis de sentido radical que provocaría la evaporación de todo referente simbólico común. Esta crisis deriva en la crisis generalizada de la identidad, o mejor, según Marc Augé, de la alteridad: “Individuos o grupos de individuos se sienten en crisis porqué ya no logran un pensamiento del otro”. Además, “quien dice “crisis de alteridad” dice “crisis del sentido”, en la acepción antropológica del término, [...un] déficit de sentido que parece afectar a la contemporaneidad en su conjunto”.[38]

 

Estado moderno y nación: una pareja inseparable

Para poder llegar a comprender el significado y la función actual del fenómeno nacional, tenemos que apuntar ahora al Estado moderno en cuanto agente de socialización e integración cultural, para relacionarlo con la elaboración histórica de la idea de nación. Lo que nos llevará a reflexionar sobre algunas características de fondo de la modernidad.

Al crearse el Estado moderno, surge una necesidad funcional de desligar la nueva construcción política de los valores que daban un sentido común, en tiempos premodernos, a la conducta social en ámbito familiar, comunal, político y religioso. Así se produce una separación entre los esquemas funcionales laicos y racionales-universales de la moderna maquinaria estatal y los sistemas de valores tradicionales, aun reconocidos socialmente, pero desconectados y relativizados en el pluralismo cultural,[39] lo que acaba produciendo desintegración, desarraigo y desorientación generalizados. Es aqui que surge el recurso sociocultural a la idea de nación, entendida como nueva comunidad integrada desde bases históricas, étnicas, lingüísticas y religiosas latentes que son activadas, reconfiguradas y movilizadas por el nacionalismo.

El Estado moderno ha sido capaz de rebasar el nivel de proyecto, y consolidarse, sólo cuando, superando su racionalidad laica y universal, ha logrado integrar una poderosa legitimación popular fundada en un sentido de pertenencia específico, telúrico, vinculado a la memoria ancestral, a la sangre, a la fe, a la lengua vernácula. Esta nueva percepción asume los rasgos peculiares y únicos de una comunidad nacional en donde la nación proporciona la gramática necesaria para leer simbólicamente el nuevo contexto, y esclarecer así la opacidad originaria del Estado, solicitando para éste identificación y lealtad.[40] En el momento que el Estado moderno precisa referirse a la ciudadanía para tener legitimidad política, asume también la tarea de evocar y simbolizar la nación para legitimarse culturalmente.[41]

En otras palabras, en el ámbito del proceso de modernización, la idea de nación se encarga de tender el necesario puente simbólico entre la pérdida insoportable de la identificación religiosa y tradicional, y la construcción secular y racional del Estado moderno. La nación, por así decirlo, “encuentra” al Estado y éste se hace, a la vez, nacional, convirtiéndose ambos en una pareja inseparable.[42] La experiencia moderna de la ciudadanía únicamente ha logrado formarse por medio de la nación, en cuanto mediadora entre el orden social culturalmente fragmentado y una maquinaria institucional compacta, ficticia y fría. Es la nación (imaginada como madre-patria) la que proporciona a las masas en vía de ciudadanización la seguridad y protección necesarias ante el moderno Leviatán que irrumpe prepotentemente en la vida del hombre. Compenetración simbólica, entonces, entre artefacto y naturaleza, entre lo masculino (Estado) y lo femenino (nación), entre las dimensiones racionales y emocionales del ser humano.

La idea de nación, elaborándose a través de un doble juego de exclusión hacia fuera y proyección-identificación hacia dentro, coloca la territorialidad, las fronteras físicas y reales en el límite separador de lo único y lo diferente, de un “nosotros” y un “ellos”. Así, la identidad y la alteridad quedan marcadas de nuevo clara y seguramente, resignificando las fronteras precedentes de exclusión-inclusión en una nueva comunidad política con alta densidad de valor cultural. En otras palabras, en la nueva polis nacional, el demos se sostiene y se complementa con el ethnos, que son las dos facetas inseparables de la condición de la ciudadanía moderna.[43]

En este sentido resulta inútil, o más bien incorrecto, resaltar una diferencia sustantiva entre nación cívico-voluntarista por un lado, y nación orgánico-cultural por el otro, o bien, entre un supuesto modelo “occidental” y otro “oriental”.[44] Ambos “modelos”, en realidad, forman parte de la única idea de nación posible, o bien son los polos ideales entre los cuales se colocan naciones concretas, aunque algunas hayan experimentado históricamente acentuaciones de uno más que del otro aspecto. Si existen naciones que enfatizan su propia integración desde el ángulo cívico, racional y político, éstas, para poder subsistir, deben incluir necesariamente la otra dimensión, la cultural, orgánica, volkish y emocional. Lo mismo vale para el caso inverso, si la nación se constituye originalmente sobre una base étnico-territorial claramente definida. Es realidad, “estas dos concepciones, la nación como voluntad y la nación como herencia, son ambas tradicionales. Sólo los combates ideológicos las han presentado como incompatibles. [...] En el fondo ningún criterio [de los dos] conviene: los Estados-naciones nunca corresponden exactamente a las fronteras definidas por la aplicación de los criterios de nacionalidad (etnia, lengua, cultura, etc.), pero no se puede prescindir de estos criterios”. [45]

La identificación necesaria entre nación, Estado, cultura y territorio, que constituye la garantía de preservación de la identidad en el marco de una tradición socialmente compartida, se logra aprovechando y resignificando, en palabras de Smith, los “núcleos étnicos” preexistentes.[46] Operación que es  posible sólo mediante el recurso al mito, a la metáfora y a la sacralidad. Las naciones se configuran simbólicamente a partir de sus propios relatos de origen en tensión dinámica con los relatos, también míticos, del proyecto moderno de racionalización.[47] El logos, así, se reintegra en el pathos y en el mytos, y el individuo en la comunidad: éstas son la calidades “premodernas” de un fenómeno en sí característicamente moderno. Los relatos mitológicos de origen, fundadores, primordiales, en consecuencia, son los únicos que pueden fundamentar la generación de la comunidad nacional, darle un sentido y dotarla de un destino. Estos relatos, en efecto, remiten a una tradición arquetípica creada y transmitida socialmente como eterna repetición de lo que la comunidad es y siempre ha sido.[48]

El surgimiento del Estado nacional supuso, en fin, un intento de adaptación de dos perspectivas contradictorias de tiempo: el tiempo irreversible, progresivo, de la modernidad y el tiempo reversible, mítico, de la tradición. La nación como eterno retorno, frente al no-retorno de la concepción cronológica lineal-progresiva del Estado moderno.[49] La temporalidad bi-dimensional del Estado-nación se proyecta en la experiencia cotidiana articulándose en las dimensiones de simultaneidad (sincronía laboral, burocrática y comunicativa) y ritualidad (ceremonias/celebraciones nacionales). Estas dimensiones cronológicas, con su corolario físico de espacio territorial y fronterizo, tienen aun hoy una importancia extraordinaria para la conservación del sujeto social en una comunidad culturalmente integrada.

 

CONCLUSIONES: Regreso al volkgeist

La nación muestra hoy los síntomas de una vitalidad que desmiente a los ingenuos pronósticos negativos y a las visiones de una “aldea global” cosmopolita, indiferenciada y neoliberal.  La crisis del Estado-nación ha puesto al descubierto, paradójcamente, el valor irreductible y perenne de la nación, y abre nuevas perspectivas de movilización social. Al situarse por encima y al lado de los nuevos comunalismos identitarios, étnicos y religiosos, el nacionalismo avanza y reafirma, como éstos, un código de valores eternos e indestructibles.[50] El dato nacional supone la promesa de incrustarse en la globalización como complemento, corrección y referente dialéctico de la misma, volviendo la experiencia de la transición a la posmodernidad menos caótica, nihilista y desesperante de lo que ha sido hasta hoy.

La posmodernidad actual, en efecto, ha llegado a provocar una crisis generalizada que amenaza con la evaporación total del sentido de pertenencia, identidad y cohesión de los sujetos sociales. Se ha convertido en un no-sentido instalado en el espacio de los “no lugares”, un nihilismo como horizonte universal. “Abajo” –advierte Veneziani– “crece el automatismo de los procedimientos, el avance de la técnica, la competencia de hacer y de tener que produce neurosis de aceleración y de adecuación a los estándares monoculturales, fundados en el afán de poseer. Arriba nos oprime el cielo vacío, la ausencia de principios de referencia, la carencia de sentido, el nihilismo difuso. Cuanto más lleno se hace el espacio vital de técnicas, procedimientos, modelos y mensajes, que solicitan reflejos condicionados, tanto más vacío es el espacio existencial, desierto de significados históricos, públicos, trascendentes”.[51]

El sujeto social en crisis reclama un marco de referencia, un anclaje, una brújula para evitar una caída en las arenas movedizas de una relatividad sin límites, escurridiza, que supone un desafío extremo a nuestra capacidad de integración social y elaboración simbólica del mundo. Y aquí el nacionalismo, al reafirmar y extender sus tareas proactivas frente al Estado-nación, se convierte en un recurso identitario e integrador, capaz de reactivar el movimiento cíclico y secuenciado del tiempo y evocar un destino, echando mano de nuevo al poder primordial del mito y del rito para establecer vínculos comunales fuertes. Con el regreso al volkgeist reaparece la esperanza de recuperar aquélla seguridad ontológica, individual y comunitaria, desgastada brutalmente en la globalización, y superar así la enajenación radical, esa “barbarie del desarraigo” que sufre el hombre contemporáneo.[52]

Echar raíces, reconocerse y reconocer, distinguirse, situarse en el tiempo, trascender: una búsqueda que sustenta hoy la lucha de individuos, etnias, pueblos y grupos desarraigados o amenazados de serlo. Algunos son arrastrados hacia una mayor respuesta reactiva que otros, pues la globalización impacta de manera diferencial entre ellos, dejando entrever la aterradora perspectiva de la disolución el mare magnum planetario. “El peligro de la inmersión” –señala Guibernau– “es evidente en los individuos que ven cómo algunas culturas se globalizan más que otras, al tiempo que advierten la amenaza de la homogeneización como su consecuencia. El aislamiento ya no es posible. Por lo tanto, las culturas particulares se enfrentan a la amenaza de una pérdida de su ser por la absorción en otras culturas que poseen mayores medios para reproducirse y expandirse”.[53]

Las movilizaciones nacionalitarias, precisamente porque responden a impulsos profundos y elementares de identidad, solidaridad y dignidad humana, tienen el potencial de derivar en afirmaciónes radicales y totalitarias del ser nacional. Estas luchas pueden encerrarse en el círculo de su fundamentalismo latente en un proceso que, en palabras de Castells, “quizás transforme los paraísos comunales en infiernos celestiales”.[54]

En la medida que las élites neoliberales, cosmopolitas y “reticulares” traten de ahogar y reprimir los impulsos nacionalistas, estos se volverán más reactivos, más populares y más radicales. Los dioses nacionales clamarán sangre, y habrá, quizás, una vuelta aterradora a las violencias de masas del siglo pasado. Si esto ocurra o no, dependerá de la capacidad de las nuevas redes mundiales de incluir el dato nacional en la agenda de las prioridades. Las naciones, después de todo, sobrevivirán, y seguirán proporcionando un abrigo a las multitudes arrastradas en la tormenta global. Y los nacionalismos estarán siempre allí para defenderlas. 

 

Franco Savarino


Bibliografía

Anderson, Benedict (1991). Imagined communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso.

Appadurai, Arjun (1990). “Disjuncture and Difference in the global cultural Economy”, en Featherstone, M., Global culture: Nationalism, Globalization and Modernity. London: Sage.

AugÉ, Marc (1993). Los “no-lugares”. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa.

AugÉ, Marc (1998). Hacia una antropología de los mundos contemporáneos. Barcelona: Gedisa.

Beck, Ulrich (1998). ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Barcelona: Paidós.

Berger, Peter L.; Luckmann, Thomas (1997). Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona: Paidós.

CASTELLS, Manuel (1997). “Fin del Estado-nación?”, en El País, 26/10.

Castells, Manuel (2000a). La era de la información. Economía, sociedad y cultura. El poder de la identidad, vol. II. México: Siglo XXI.

Castells, Manuel (2000b). La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Fin de milenio, vol. III. México: Siglo XXI.

DELANNOI, Gil (1993). “La teoría de la nación y sus ambivalencias”, en G. Delannoi y P. Taguieff, Teorías del Nacionalismo. Barcelona: Gedisa.

DICKEN, Peter (2000). “A New Geo-Economy”. En: Held David y Anthony McGrew (eds.). The Global Transformation Reader. An Introduction to the Globalization Debate. Cambridge, UK: Polity Press.

Geertz, Clifford (1992). La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa. (New York, 1973)

GELLNER, Ernest (1991). Naciones y nacionalismo. México: Alianza/Conaculta. (Oxford, 1983).

Gellner, Ernest (1997). Nationalism. New York: New York UP.

Giddens, Anthony (1993). Consecuencias de la modernidad. Madrid: Alianza. (Cambridge, 1990)

Guibernau, Montserrat (1996). Los nacionalismos. Barcelona: Ariel.

HOBSBAWM, Eric (1992). Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica. (Cambridge, 1990).

IANNI, Octavio (2002). Teorías de la globalización. México: Siglo XXI-UNAM. (1996)

Kedourie, Elie (1994). Nationalism. Oxford: Blackwell. (London, 1960).

Kohn, Hans (1949). Historia del nacionalismo. México: FCE. (New York, 1944).

Lyotard, Jean-François (1993). La condición posmoderna. Barcelona: Planeta-De Agostini. (Paris, 1979).

Lyotard, Jean-François (1995). La posmodernidad (explicada a los niños). Barcelona: Gedisa.

Mattelart, Armand (1998). La mundialización de la comunicación. Barcelona: Paidós.

Minc, Alain (1994). La nueva Edad media. Madrid: Temas de hoy.

PLAMENATZ, John (1976). “Two Types of Nationalism”, en E. Kamenka (comp.), Nationalism: the Nature and Evolution of an Idea. London: Edward Arnold.

Plumyène, Jean (1982). Le nazioni romantiche. Storia del nazionalismo nel XIX secolo. Firenze: Sansoni. (Paris, 1979).

Ramonet, Ignacio (1997). Un mundo sin rumbo. Crisis de fin de siglo. Madrid: Debate.

ROBERTSON, Roland. (1992). Globalization: Social Theory and Global Culture. London: Sage.

ROBINS, Kevin. (1996). “Globalization”, en Adam Kuper & Jessica Kuper, The Social Science Encyclopedia. London & New York: Routledge.

SAVARINO, Franco. (2001). “Los retos del nacionalismo en el mundo de la globalización”, en Convergencia, año 8, núm. 26, sept.-dic.

SAVARINO, Franco. (2003). “Nación y nacionalismo”, en Primer Foro de Investigación Científica de la ENAH. México: Conaculta-INAH/ENAH-SEP.

SMITH, Anthony D. (1986). The Ethnic Origins of Nations. Oxford: Blackwell.

SMITH, Anthony D. (1997). La identidad nacional. Madrid: Trama Editorial. (London, 1991).

SMITH, Anthony D. (2000). The Nation in History. Historiographical debates about Ethnicity and Nationalism. Hanover, New England: Brandeis UP.

TREANOR, Paul (1997). “Structures of Nationalism”, Sociological Research Online, vol. 2, nº 1, <http://www.socresonline.org.uk/socresonline/2/1/8.html>.

VATTIMO, Gianni (1994). El fin de la modernidad. Barcelona: Planeta-De Agostini. (Torino, 1985)

VENEZIANI, Marcello (1998). Il secolo sterminato. Milano: Rizzoli.

VENEZIANI, Marcello (1999). Comunitari o liberal. La prossima alternativa? Roma-Bari: Laterza.

VIROLI, Maurizio (2001). Per amore della patria. Patriottismo e nazionalismo nella storia. Roma-Bari: Laterza. (Roma-Bari, 1995)

WALLERSTEIN, Immanuel (1999). El moderno sistema mundial. México: Siglo XXI. 3 vols. (New York, 1974)



[1] No es ocioso precisar el uso de estos términos evitando vaguedades, solapamientos y sinónimos falsos. La nación, en pocas palabras, es la dimensión cultural imprescindible del Estado moderno, que asume de esta forma el carácter de Estado-nación o Estado nacional. Nacionalismo es todo movimiento, organización o ideología que busca realizar la unión  entre Estado y nación, y darle vida, fortalecer y defender al Estado nacional resultante (Savarino, 2003: 467-469).

[2] Beck, 1998: 216. Negativo también el juicio de Ramonet (1997: 139), y desfavorable, aunque más articulado, el de Castells (2000ª).  

[3] Algunas ideas y reflexiones que aparecen en este ensayo, se encuentran también en un artículo mío anterior (Savarino, 2001). Una versión preliminar se presentó como ponencia en el Congreso internacional “La nación en América Latina: de su invención a la globalización neoliberal”, Morelia, 24-27 de mayo de 2004.

[4] Wallerstein, 1999. Desde luego el “sistema-mundo” del siglo XVI no supone una identidad con la globalización de finales del siglo XX, más bien sería una etapa previa o el antecedente necesario de la misma. La diferencia entre las diferentes fases de apertura mundial, según Peter Dicken, consiste esencialmente en que hasta la primera guerra mundial existía una “integración vacía”, sustituida por una “integración profunda” internacional después de la guerra; sin embargo, según el autor, ésta aun no cumple las condiciones para ser denominada “globalización” (Dicken, 2000: 252-253).

[5] Geertz, 1992: 210-216. El nacionalismo se percibe a sí mismo inherentemente esencialista aun si, desde fuera, su discurso parece más reciente, “epocal”, relativo y “construído”: en este sentido todo nacionalismo tiene que lidiar con la tensión que supone el movimiento entre dimensiones distintas del ser nacional.

[6] Plumyène, 1982: 18.

[7] Wallerstein, 1999: v. I, 319.

[8] Smith, 1997: 131.  Paul Treanor, incluso, va más allá y sostiene, paradójicamente, que “el nacionalismo no es un particularismo. Es un universalismo, una visión consistente o una ideología”, compatible con la configuración de lo que él llama un “orden mundial” (Treanor, 1997: 2.6). No es particularismo, habría que añadir, incluso si lo observamos desde adentro, pues todo nacionalismo opera dentro del Estado nacional en el mismo sentido homogeneizador y unificador que la globalización  produce a escala mundial. El nacionalismo es, internamente, “globalizador”, y por esto hay que diferenciarlo claramente de otros “particularismos” que no poseen esta vertiente.

[9] Robertson, 1992; Beck, 1998: 75. 

[10] Castells, 1997.

[11] En particular el problema de los “desplazados” en los nuevos flujos migratorios activados a fines del siglo XX presiona a un Estado nacional en crisis, que se encuentra en dificultad para incluir a las “zonas grises” etnoculturales confusas, desconectadas, o integradas en redes transfronterizas, que van apareciendo en su territorio. A raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, además, el terrorismo se convierte en otro desafío radical que parece rebasar las capacidades del Estado-nación de garantizar la seguridad de la población asentada dentro de sus fronteras.

[12] Minc, 1994; Castells, 2000b.

[13] El cambio de actitud de las élites dirigentes nacionales hacia el Estado-nación resulta desconcertante si pensamos al nacionalismo exhacerbado que predominaba entre ellas hasta las primeras décadas del siglo XX (en gran medida reponsable de las dos guerras mundiales), frente a la indiferencia o la saña con que se pretende liquidar hoy la soberanía, la seguridad social, el aparato económico estatal y la misma identidad nacional vista como obstáculo a la realización de la utopía cosmopólita del mercado libre en el marco de un universalismo occidental esencialmente neocolonial.

[14] La Unión Europea es la muestra más avanzada de este proceso de erosión estatal-nacional en favor de una integración internacional multidimensional que Castells ha denominado “Estado-red” (Castells, 2000b: 344). El TLC de América del Norte, y las otras ligas económicas de Estados existentes, están aun lejos de acercarse a este modelo reticular transnacional.

[15] Anderson, 1991: 6.

[16] Castells, 2000ª: 51.

[17] La teoría gellneriana se rubrica entre los estudios “modernistas” o “relativistas” junto con las de Kedourie (1994), Hobsbawm (1992) y por supuesto, Anderson (1991), en oposición a las teorías “primordialistas” o “esencialistas” como las de Geertz (1992) y de Smith (1986; 1997). En realidad su colocación es ambigua, puesto que al considerar a la nación como un producto moderno, elaborado por élites, la interpreta como históricamente inevitable, insertada en las necesidades funcionales de la organización de la sociedad humana. 

[18] Gellner, 1991.

[19] Smith, 1997: 131-132.

[20] Guibernau, 1996: 148-149. El cosmopolitismo es irrealizable porque no tiene la capacidad de creare continuidad temporal, es decir  “recuerdo” histórico compartido, y de sustentar un sentido de alteridad, puesto que a escala global ya no existe un “otro” frente a quien se puedan trazar las líneas de la diferencia que alimentan una identidad común.

[21] Castells, 2000ª: 73. El modelo de Castells es aun demasiado constructivista y, al rechazar la asociación estrecha entre Estado y nación, disperde la especificidad del nacionalismo entre los multiples movimientos comunalistas-identitarios reactivos presentes en el horizonte fin de siècle.

[22] Geertz, 1992.

[23] Ianni, 2002: 140.

[24] Augé, 1993.

[25] Savarino, 2001: 208.

[26] Robins, 1996: 346.

[27] Smith, 1997: 144.  

[28] Lyotard, 1993: 17-18.

[29] Mattelart, 1998: 99.

[30] Beck, 1998: 17. Beck denuncia como política degradada, “subpolítica”, esta dimensión despolitizada del globalismo, sometida a lógica de intereses económicos. Esto sugiere una verdadera paradoja histórica, pues las élites parecen resueltas a abandonar hoy a un Estado nacional que había costado “lagrimas y sangue” construir, defender y fortalecer a lo largo y ancho de los siglos XIX y XX. De activas promotoras de la nación, las oligarquías económicas y las burguesías en general, se han convertido en muchos países en enemigas del mismo.

[31] Ramonet, 1997: 65.

[32] Veneziani, 1998: 280.

[33] Beck, 1988: 29.

[34] Appadurai, 1990.

[35] Giddens, 1993: 67.

[36] Vattimo, 1994: 12-17.

[37] Ianni, 2002: 148.

[38] Augé, 1998: 126.

[39] Berger y Luckmann señalan, al respecto, que la especificidad de la condición moderna, es la sustitución de lo implícito, lo unívoco, lo absoluto, con el “pluralismo”. Ésto significa la imposibilidad de la conservación de los sistemas de valores tradicionales y de esquemas de conducta comunes universalmente válidos. La modernidad favorece la coexistencia de sistemas y comunidades diversas, desconectadas, contradictorias, cuya copresencia predispone a un Estado de “crisis cultural” permanente, personal y colectiva (Berger; Luckmann, 1997).

[40] Savarino, 2003: 468.

[41] La pertenencia al Estado-nación implica dos esferas distintas de adscripción: la ciudadanía (pertenencia al Estado) y la nacionalidad (pertenencia a la nación). Aunque generalmente coinciden, se solapan o se confunden en el uso burocrático y vulgar son, en principio, condiciones distintas (cfr. Castells, 2000ª: 74).

[42] El encuentro entre Estado y nación impulsado por el nacionalismo puede incumplirse por razones diversas: las coyunturas geopolíticas desfavorables, la inmadurez del movimiento, la presencia de opciones viables autonómicas no-independientes, etc. Lo que sí es constante en todo nacionalismo es la búsqueda de condiciones político-institucionales favorables a la sobrevivencia de la nación (cfr. Smith, 1997: 68; Castells, 2000ª: 52).

[43] Savarino, 2001: 114. Me refiero al ethnos en cuanto fuente originaria y eminente de la nueva identidad nacional (cfr. Smith, 1997).

[44] Kohn, 1949; Plamenatz, 1976; Smith, 2000: 5-26.

[45] Delannoi, 1993:15. Cfr. también A. D. Smith: “En todos los nacionalismos hay [...] elementos cívicos y étnicos en diversos grados y formas: a veces predominan los elementos cívicos y territoriales, y en otros casos cobran mayor importancia los componentes étnicos y vernáculos” (Smith, 1997: 11). Resulta, por lo tanto, evidente el sesgo normativo, ideológico, que lleva a algunos autores a trazar una división tajante, maniquea, entre “nacionalismos cívicos” y “nacionalismos étnicos” o bien, a secas, entre “patriotismo” (bueno) y “nacionalismo” (malo): por ejemplo Viroli (2001).

[46] Smith, 1997: 34-37.

[47] Por ejemplo, el Contrato social.

[48] Lyotard, 1995.

[49] La nación, generalmente, extiende hacia atrás su biografía in illo tempore, o en el pasado remoto, y rehusa reconocer su formación reciente. Incluso Israel, fundada en 1948 y surgida del sionismo decimonónico, busca hundir sus raíces en el tiempo immemorial del relato bíblico.

[50] Cfr. Castells, 2000ª: 88-89.

[51] Veneziani, 1998: 276.

[52] Veneziani, 1999: 52.

[53] Guibernau, 1996: 151-152.

[54] Castells, 2000a: 90. 

 

Hosted by www.Geocities.ws

1