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Manuel García Morente

El nacionalismo español*

(1938)


 

Tres errores. El hecho más considerable que acontece hoy en el mundo, es, sin duda alguna, la guerra civil española. En torno de ella se concentran con pasión, con angustia acaso y, desde luego, con interés vital, las emociones políticas de todos los Estados y de todos los pueblos. ¿A qué causas obedece esta atención apasionada, esta participación íntima del mundo entero en una lucha circunscrita a los límites estrechos de la península ibérica? Muchas personas creen ver en esta guerra el encuentro, el choque de dos ideologías adversarias, enfrentadas hoy sobre la faz del planeta; y atisban el resultado final de la contienda para discernir en él la orientación futura de la historia humana. Y sin duda los que así piensan tienen razón. Pero sólo en parte. Porque la guerra civil española posee un sentido histórico mucho más profundo. En realidad no representa el choque de dos ideologías enemigas, sino más bien el vano intento de una teoría política y social que pretende abolir la estructura misma de la vida humana. Pero una teoría, por pertrechada que esté de recursos materiales, no puede, no podrá nunca prevalecer sobre lo que constituye la base misma y condición de la existencia humana en el mundo. Las circunstancias, que han precedido y que acompañan a la guerra española, han hecho de esta guerra un verdadero experimento histórico. En efecto, el caso de España suministra la demostración experimental de que ninguna teoría, aunque aparezca y actúe con el refuerzo de los más abundantes aparatos de acción y propaganda, tiene poder para anular o abolir las realidades de la vida colectiva, que son indefectiblemente las realidades nacionales, la realidad indestructible de la nación y del sentimiento patrio. La guerra civil española es pues ejemplar. En ella se ha jugado el porvenir humano del hombre. El triunfo de la nación española sobre los vesánicos esfuerzos que pretendían destruirla, constituye la lección más fecunda y provechosa que la Historia ha podido proporcionar al pensamiento.

Ahora bien, si este sentido profundo de la guerra española ha escapado a muchas personas, aun de las más inteligentes y perspicaces, ha sido porque, deficientemente informadas sobre España y la historia reciente de España, han incidido desde el principio de la lucha en algunos errores fundamentales. En tres grupos pueden resumirse estos errores. El primero ha consistido en juzgar el levantamiento nacional de España como simple sublevación de una minoría ex privilegiada -militares, sacerdotes y ricos-que intenta por la fuerza restablecer su poderío; en suma, considerar el acto del general Franco como un «pronunciamiento», más o menos parecido a los que España conoció en el siglo XIX. El segundo error es el de los que creen que la guerra civil española pone frente a frente dos Españas, la una progresiva, democrática, liberal, y la otra reac-
cionaria, despótica, obscurantista. El tercer error que se comete al juzgar el caso actual de España, consiste, en fin, en aplicarle un criterio rígidamente formalista tachando de «ilegítimo» al gobierno constituído por la autoridad del general Franco. Estos tres errores -que revelan un profundo desconocimiento de lo que ha sido y es la España contemporánea- podrían en realidad reducirse a uno solo: el error de creer que el nacionalismo español es un invento de ahora, un aparato ideo-
lógico forjado por unos cuantos reaccionarios, para dar apariencia de objetividad a sus intenciones tiránicas y despóticas.

Frente a esta falsa imagen que la ignorancia sobre España ha podido fomentar en muchas cabezas, debemos oponer escuetamente la realidad histórica de España. Y la realidad -harto desconocida por desventura- es que el movimiento nacionalista español no se ha originado ahora y con ocasión de esta guerra, sino que viene de muy antiguo actuando en lo más profundo de las almas españolas. Desde hace unos cuarenta años, desde 1898, todas las manifestaciones de la vida colectiva española, en las letras, en las ciencias mismas, en la política, en la vida social, representan inequívocamente la expresión de un profundo anhelo nacional, la ambición de restaurar a España, el afán de reponer a España en el nivel histórico alcanzado antaño, la ilusión de recobrar para la hispanidad eterna formas manifestativas capaces de devolverle el brío y pujanza de siglos pasados. Tal es la auténtica realidad del nacionalismo español.

Y en esa voluntad de reafirmación nacional comulgan todos los españoles; todos, incluso los que con las armas combaten el nacionalismo. ¿Por qué? -si no fuera así- fingen ahora los jefes marxistas dar a su perdida causa un tinte de patriotismo y hablan de la independencia y de la nacionalidad? No; no hay dos Españas frente a frente. Hay una España, la España eterna, que se ha levantado en un esfuerzo supremo de afirmación apasionada contra unos grupos de locos o criminales, instrumentos ciegos de ajenas ambiciones y propósitos. Ahora, por conveniencias de su causa, esos hombres del internacionalismo proclaman respeto y adhesión justamente a todo lo que han estado pisoteando, vejando y destruyendo durante tantos años. Ahora hablan de independencia nacional, cuando saben muy bien que no son ellos precisamente los que de veras la defienden. Por qué? Pues porque han comprendido que en el fondo de las almas españolas el sentimiento patriótico tiene tan hondas raíces, que, en último término, la emoción nacional es la única que puede estimular la bravura de nuestro pueblo a los extremos de la heroicidad. Y de esa suerte envuelven su intención en un mendaz patriotismo, para mejor disponer de las pobres volun- tades que mantienen bajo su dominio.

En ese mismo plano de la ficción falaz hállase la tesis de la ilegitimidad del Gobierno nacional. Ahora conviene al Frente Popular presentarse como respetuoso del orden legal -de ese orden legal, cuya destrucción era el fin proclamado de las propagandas marxistas. Ahora resultan eficaces y respetables las palabras legalidad, legitimidad y orden, contra las cuales abiertamente ha peleado siempre el marxismo revolucionario. ¿Qué recurso legal le quedaba a un pueblo profundamente patriota, cuando veía a sus propios gobernantes procurar la ruina de la nación y el aniquilamiento de las esencias nacionales, perseguir y encarcelar a los que gritaban loores a la Patria, mientras protegían a los que proclamaban su sometimiento a un poder extranjero, voceando ¡Viva Rusia!? De legitimidad no puede hablarse, como no sea para afirmar una y mil veces la legitimidad del acto que ha salvado a la Patria de una invasión extranjera que, en forma de guerra química, mataba las almas con el veneno de una acción solapada, virulenta y destructora. ¿Es acaso ilegítima la conducta del ciudadano valiente que detiene a un guardia loco dedicado a cazar pacíficos transeúntes? Pero en el mundo se conocen mal las cosas de España y no se saben todavía los extremos de indefensión a que, bajo
los gobiernos de la República, había llegado la nación española, invadida por la sutilísima penetración de los gases moscovitas.



Aislamiento de España. Incumbencia de los historiadores españoles ha de ser el descubrir y explicar al detalle las causas que han originado la incomprensión y la ignorancia del mundo moderno acerca de España. El hecho es que desde 1700 España va siendo cada vez menos comprendida y menos conocida. Durante los siglos XVI y XVII España fue el centro de la política mundial. En torno de España giraba la Historia. Lo español era entonces lo típicamente europeo, lo que daba la pauta a la vida, lo que determinaba la realidad fluyente de la historia. España era conocida, estimada; a veces temida, y siempre respetada como potencia directriz. Pero desde 1700 aproximadamente sucede algo nuevo. España penetra en una especie de aislamiento magnífico y se aparta de concurrir activamente en la propulsión de los acontecimientos europeos. Y las restantes naciones se acostumbran poco a poco a considerar a España, su vida interior, sus producciones y sus afanes, como algo extraño y extraviado; digamos extravagante y exótico.

No pretenderé desentrañar aquí las causas de este ais- lamiento. Acaso, sin embargo, pueda señalarse ésta: que el esfuerzo formidable hecho por la nación española durante los siglos XVI y XVII rindió rápidamente sus frutos mundiales y hubo entonces de sobrevenir una especie de fatiga o de cansancio. España dejó de estar en forma, si me permitís esta expresión deportiva. Fatigada por los ingentes gastos de energía, realizados en siglos anteriores, España necesitaba reponerse íntimamente y buscar en el regazo de sí misma una nueva «forma», en que pudiera otra vez verter sus aspiraciones nacionales. Ahora bien, esa nueva forma había de ser neta y típicamente hispánica; había de surgir en congruencia profunda con todo el pasado histórico del país, con el modo de ser nacional, con la esencia impalpable de la hispanidad. He aquí, pues, que, por razones históricas profundas, España no podía hacer suya ninguna de las «formas de vida» en que las restantes naciones europeas iban cada vez más acomodándose. Y en esta imposibilidad tiene su origen la gran tragedia de España; porque los que desde 1700 han venido dirigiendo los destinos españoles se han empeñado continuamente en proponer o en imponer a la nación española «formas» extrañas a la esencia de su nacio- nalidad, formas que la hispanidad no podía asumir y que sucesivamente fué rechazando por incongruentes e inadecuadas a su profundo sentimiento. España no quería, no podía ponerse ropas hechas de confección extranjera; sus dirigentes, por otra parte, no supieron ofrecerle otras. Esta es, a mi juicio, la causa profunda del aislamiento español durante los siglos XVIII y XIX.

Primeramente fue la política de Carlos III. Este monarca, bien intencionado sin duda, quiso gobernar a España con un caudal de ideas importadas del extranjero. Pero esas ideas, que pudieron superponerse al alma española, jamás lograron arraigar en ella. Venían de latitudes muy distantes y reflejaban climas espirituales harto diferentes del clima castellano. La repulsión profunda de España a las «formas» traídas de fuera revélase violenta y espléndidamente en la guerra de la independencia. Los afrancesados no lograron hacer la menor mella en el alma nacional. España -con la ayuda de Inglaterra- expulsó a los franceses y restableció en el trono a Fernando VII, creyendo que, con el Deseado, restauraba la plenitud de su esencia nacional. Durante todo el siglo XIX es bien visible e inequívoca la oposición de España a las formas exóticas del democratismo parlamentario. Los gobernantes se empeñan en imponerlas. La nación se obstina en rechazarlas; ya combatiéndolas violentamente, como los carlistas; ya desnaturalizándolas mediante una aplicación contraria a su sentido y espíritu. Toda la inquietud civil del siglo XIX en España procede de aquí. Por último, la interminable serie de regímenes y Constituciones síntoma inequívoco de que ninguno de esos trajes estaba hecho a la medida de España- remató en la obra de Cánovas del Castillo. Este agudo político se propuso una sola cosa: la paz interior. Y la consiguió, sin duda, restaurando la monarquía borbónica con una Constitución moderada. Pero esta paz interior de Cánovas fue la paz del durmiente, que ha tomado una bebida opiácea. Cánovas consiguió, en efecto, establecer la paz, merced al narcótico con que adormeció a la nación. Las instituciones parlamentarias fueron pura ficción. Para no molestar demasiado al país, que las rechazaba en el fondo de su alma, permanecieron, por decirlo así, en desuso. Las elecciones eran como trámites administrativos y los diputados se designaban en Madrid. El sistema de Cánovas -la gobernación del Estado por una minoría culta, ungida sólo aparentemente por la voluntad popular- logró el éxito que su inventor apeteciera. La tranquilidad reinó en España.

De esta somnolencia despertó el país al estampido tremebundo del trueno. La tempestad estallaba en el extremo occidente. La interminable guerra de Cuba terminaba al fin, con la ruina del imperio colonial español en la América del centro. La guerra con los Estados Unidos puso colofón trágico a la pérdida de las últimas colonias americanas. España se estremeció de angustia y de dolor. Mientras los españoles dormían, arrullados por la voz melodiosa de Cánovas, el destino, siempre vigilante, había continuado su marcha. La tragedia de América sorprendió a los españoles, sacudió violentamente sus almas amodorradas y, llamándolas de nuevo a la realidad, les obligó a reflexionar sobre sí mismos, sobre España y sobre el destino de la hispanidad. En este momento se inicia la revulsión espiritual de España, cuyas consecuencias más recientes son el actual triunfo del nacionalismo bajo la dirección del generalísimo Francisco Franco.



1898. Como siempre sucede en la historia del alma española, la derrota fue estímulo de nuevos bríos y de ansias renovadas. La desgracia abrió los ojos de los españoles que, mirándose a sí mismos, se hallaron exhaustos y pobres de presente, pero henchidos de glorioso pasado y rebosantes de ambición para el futuro. El año fatídico de 1898 devolvió a España la conciencia de su propio ser y estado; y con ella la confianza inquebrantable en su destino. Dos aspectos fundamentales caracterizan este momento solemne: por un lado la conciencia de que España necesita recobrar su «forma», restablecer su estructura, enderezarse en una actitud resueltamente española, encontrar, en suma, la figura que corresponde a su íntimo ser; por otro lado, la confianza de que esta refección es posible, es segura y no depende sino de un esfuerzo que la nación puede hacer, porque quiere hacerlo. La más poderosa contribución a este restablecimiento de la confianza en sí misma, débela España al talento singular de Marcelino Menéndez y Pelayo. Este historiador y literato insigne mostró a los españoles lo que habían sido; y de este modo les ayudó a creer en sí mismos y en lo que podían llegar a ser de nuevo. Escudriñando en el pasado de España, Menéndez y Pelayo hizo desfilar ante los ojos de los españoles la procesión inmortal de sus más altas glorias en las letras, en las ciencias, en la teología, en el arte, en la política. Así habéis sido -les dijo- juzgad por ello lo que podéis volver a ser. Con razón el movimiento nacionalista español reivindica en la actualidad, como una de sus figuras precursoras, la alta cumbre de Menéndez y Pelayo que infundió en los corazones de España la condición primaria de todo esfuerzo eficaz: la confianza, la fe, la seguridad en el poder de creación.

A partir de 1898 las señales del fuego que ardía en el alma nacional, siguieron multiplicándose en todas las direcciones. Fue primero el descubrimiento de España por los españoles Antes, los españoles cultos sentían por su propia patria un sentimiento extraño, mezcla de conmiseración y de vergüenza. Hablábase de la incultura, de la incapacidad, de la indocilidad.' Ahora ya este sentimiento patológico desaparece y deja el puesto a una curiosidad insaciable hacia todo lo español, a un amor exquisito a las manifestaciones más simples y puras de la hispanidad. Azorín, Baroja, Ganivet, Unamuno, la generación llamada del 98, se sumerge en la España eterna, en sus campos y aldeas, en las callejas y en los palacios, en las ermitas y las iglesias, en los viejos escritores, en las historias del pasado, en las almas de los humildes y de los grandes. Todo ese inmenso caudal de formas concretas y abstractas, que en el suelo de la Patria y en la historia multisecular del pueblo han dejado los gérmenes creadores de la hispanidad, queda ahora incorporado a la vida presente, ofrecido en pasto espiritual a los lectores ávidos de españolismo. La generación del 98, a la zaga de Menéndez Pelayo, descubre España en el tiempo y en el espacio; y ese descubrimiento se plasma en las tres emociones características del dolor, del amor y del afán. El dolor, sí; porque, como dijo Unamuno, España duele, les duele a esos hombres, en el fondo de su corazón, cuando comparan lo que es con lo que fue y con lo que puede y debe volver a ser. Pero si España duele es porque es España, nuestra España. El dolor de España es corolario del amor a España. En cada línea de Azorín, de Unamuno, de Baroja, de Ganivet, de Ortega y Gasset y de tantos otros hombres, que eran jóvenes en esa época, palpita, como un temblorcillo apenas perceptible, el intenso amor a la patria doliente. Para ellos España es una pura llaga, un cuerpo tundido, que pide a gritos su salvación, su restablecimiento, su encumbramiento, su gloriosa ascensión. El dolor por amor se expresa empero en el afán: aspiración a un cercano porvenir de gloria hispánica. Nunca como en esa época de 1900 ha sido tan íntimo, recatado y auténtico el patriotismo de los españoles. En el recóndito ápice de su alma, no había un español que no sintiera la gravedad de su destino, la responsabilidad formidable, que a cada cual incumbía por el hecho de detentar una parcela de ese tesoro inextinguible que es la hispanidad. Hacia 1900, la consigna secreta de las almas era: España tiene que «volver a ser» lo que ha sido.

En dos direcciones -la espiritual y la política- manifiéstase claramente este afán de renovación nacional española.



Dirección espiritual. La tácita consigna en el orden espiritual fue la de elevar las producciones, las creaciones españolas, al más alto nivel a que pudieran llegar las de cualquier otro país. Y cuando se contempla retrospectivamente la grandeza del esfuerzo realizado, en estos últimos cuarenta años, es de pura justicia proclamar que la espiritualidad española ha dado en ellos muestras de la más aquilatada fecundidad. Los éxitos han sido cuantiosos y depurados. Con un afán callado, pero de imponente trascendencia, el clero español ha elevado infinitamente el nivel de su cultura personal y de su eficacia religiosa. La fe, que en nuestra España católica, se identifica con la patria misma, ha ido en progresión creciente, robusteciendo su consistencia con una elevación intelectual y moral, visible aún a los ojos de los prevenidos. Innumerables testimonios de esa elevación del clero podríamos aducir, citando aquí a los teólogos, a los filósofos, a los historiadores, a los filólogos que añaden quilates de honra a la honra pura de los hábitos sacerdotales. En el orden de la ciencia estricta, una enumeración de los éxitos logrados por los españoles en estos últimos cuarenta años, llenaría páginas enteras. Vosotros, aquí en la América del Sur, los conocéis de cerca, porque habéis visto desfilar por la cátedra de las Culturales españolas, en Buenos Aires y en Montevideo, figuras de tal prestigio intelectual, que no le ceden un ápice a las de los restantes países europeos que os envían sus más preclaros representantes. Pero quiero citar a este propósito un hecho conmovedor y edificante. Don Santiago Ramón y Cajal refiere en uno de sus libros que el principal estímulo que le empujó hacia 1a investigación científica fué el patriotismo. Sí, el patriotismo. Don Santiago sentía como nadie la emoción nacional. A Don Santiago -también de la generación del 98-le dolía España, porque la amaba; y ese amor doliente le despertó el afán incoercible de contribuir a la grandeza de su país. Dedicóse, pues, a la investigación científica con el propósito esencial de que el nombre español figurase en alto lugar en los anales de la ciencia contemporánea. Tuvo la fortuna de lograrlo y, en efecto, su generoso patriotismo pudo morir satisfecho de ver el nombre de España respetado y enaltecido en los más puros círculos de la Ciencia contemporánea.

Mas no solamente en el clero y en el mundo científico han alcanzado los españoles de nuestros días el lugar honorable que su patriótico afán apeteciera, sino que también en otros órdenes espirituales el florecimiento ha sido intensísimo. La filología, la historia, la historia del arte cuentan hoy los investigadores españoles entre los primeros. Las artes plásticas, la arquitectura, las letras, la poesía, el teatro, la música han producido genios de vigor incomparable. Y en este punto no puedo por menos de nombrar con el más alto respeto y fervor a nuestro Manuel de Falla, quizá el más grande de los músicos actuales, patriota insigne. Y a este vuelo extraordinario de personalidades religiosas, científicas, filológicas, literarias y artísticas añadir, para completar el cuadro, dos hechos que remachan el esfuerzo de rcnovación cspiritual en estos últimos decenios: uno, la obra formidable de la Ciudad Universitaria, que aun sin haber llegado a su término, era ya la creación quizá más perfecta y completa del mundo en este aspecto cultural; y otro, el imponente progreso de la actividad editorial en España, durante los pasados cuarenta años. En este increíble incremento de la publicación de libros españoles no puede por menos de contemplarse uno de los casos más conmovedores de la historia contemporánea. Desde 1900 los españoles se han puesto febrilmente a leer y a escribir. Dijérase que, como Don Santiago Ramón y Cajal, resolvieron encumbrarse sobre sí mismos y por puro patriotismo, por puro amor doliente y afán incoercible de afirmarse como nación hispánica, se han lanzado a la noble empresa de elevar su espíritu para prepararlo mejor a la grandeza de la misión que les espera en la tierra.



Dirección política. Pero este anhelo de restablecimiento nacional, este profundo afán de grandeza renovada, que alentaba en el alma de la nación, encontraron su expresión más visible, tangible y ruidosa en el orden político. La política, estupenda caja de resonancia, amplifica -y simplifica- todo lo que gravita en su ámbito. En la política se perciben con claridad inequívoca los profundos rumores del alma nacional. Y desde 1900 el tema más hondo de la política española es indubitablemente el nacionalismo. La nación, que quiere «volver a ser», señala su voluntad firme mediante la repulsa a todo lo que en política ha sido y es vigente. La oposición enérgica constituye en estos años la expresión de afán nacionalista. Y pronto esta repulsa a la que estaba vigente tomó cuerpo y adoptó una fórmula: la hostilidad a la «vieja política». Una conferencia ilustre de J. Ortega y Gasset -Vieja y nueva política- proporcionó la fórmula clara y adecuada. Desde entonces fué la «vieja política» el blanco de mofas y de iras. La insistente voluntad nacional era en esto tan resuelta, que puede decirse que todo el programa de la conciencia pública consistió en la negación rotunda de los usos viejos y caducos. En efecto, toda honda aspiración colectiva empieza por negar lo que justamente pretende superar; y en esa negación es en donde posteriormente encuentra acaso elementos para una construcción positiva y afirmativa. Así sucedió con el nacionalismo español. Los españoles, desde 1900, repudian la vieja política (faz negativa); ensayan sucesivamente nuevas formas, que van rechazando una tras otra, justamente porque no son en realidad nuevas y no están en profunda conformidad con la esencia histórica nacional. Ahora, en estos momentos de extremada exaltación nacional, es cuando quizá definitivamente se esté tejiendo la tela y cosiendo el traje, que la hispanidad anhelaba para sí desde hace tanto tiempo.

En tres agrupaciones políticas condensóse desde 1900 la repulsa a la vieja política, es decir, el anhelo nacionalista español: la agrupación política formada en torno a D. Antonio Maura, el partido regionalista catalán y el partido republicano. Estos tres grupos políticos tenían un elemento común; compartían los tres con la voluntad nacional el empeño de renovación, y proclamaban su hostilidad a la «vieja política». Por eso fueron los únicos que tuvieron en el país verdadero arraigo. Los otros, el partido conservador canovista, el partido liberal, despedazado en fracciones, seguían practicando la ya caduca política de ficción adormecedora, con que Cánovas había mantenido la paz del durmiente en España. La opinión pública resueltamente se apartaba de lo viejo y favorecía con su asistencia a los que, como ella misma, proclamaban también su voluntad de renovación total.

Don Antonio Maura, el hombre político de mayor enver- gadura que España ha tenido en este período previo del nacio- nalismo, fué el único que llegó a vislumbrar una forma, la «forma» que España anhelaba sin conocerla aún. Su frase famosa: «la revolución desde arriba», contenía efectivamente los elementos positivos de la política renovadora, que la nación obscuramente quería. Don Antonio Maura acertaba en dos cosas: en apelar directamente a la Nación, ya consciente de sí, y en proponerle una actividad política completamente nueva, orientada en el sentido de la autoridad y del orden jerárquico. Ambas cosas, claramente expresadas en la breve fórmula de la «revolución desde arriba», constituyeron la esencia más pura del partido maurista y la verdadera razón de su arraigo y eficacia indiscutibles. Por desgracia, un último residuo de confusionismo quedaba en la mente de Maura, un residuo extraño de adhesión al régimen exótico de la democracia parlamentaria, que contradecía en realidad todo el propósito fundamental. El fracaso del maurismo fué debido a esta obscuridad y contradicción. Don Antonio Maura creía en el voto popular e implantó por ello el sufragio obligatorio; creía en las discusiones parlamentarias y tuvo las Cortes constantemente abiertas. Se hizo la ilusión de que la clase media -generalmente abstencionista en los comicios- iba a proporcionarle la base necesaria para emprender, desde el gobierno mismo, es decir, desde arriba, la renovación necesaria, sin menoscabar (y aun depurándolo) el régimen parlamentario. Este fué su error fundamental. Porque el régimen parlamentario mismo era, en el fondo, lo que los españoles repudiaban bajo el nombre de «vieja política». Perduraba en don Antonio Maura la misma idea falsa que en todo el siglo XIX, el propósito de vestir la nación española con un ropaje confeccionado en París o en Londres.

En un error semejante incidió el regionalismo catalán que, en muchos puntos, mantenía grandes afinidades con el maurismo. El regionalismo también acertaba en dos cosas: en apelar a la realidad nacional y en buscar un punto de apoyo en el aspecto localista y regionalista, efectivamente fuertes en el cuerpo de España. Pero erraba, como don Antonio Maura, al conservar la confianza en el régimen parlamentario, en en el sufragio popular. Erraba además - y este yerro fué el más grave de todos- al cultivar el regionalismo exclusivamente en Cataluña, exponiéndose, como en efecto sucedió, a estimular fuerzas perversas y anormales, conducentes a convertirlo en separatismo. Cuando el regionalismo por fin se dió cuenta de este peligro, ya era tarde. El daño estaba hecho; y la esencia de la hispanidad pura habiáse ya concentrado en resuelta y vigorosa oposición a todo movimiento regionalista.

El partido republicano tuvo indudable arraigo en la opinión. Representaba -como el maurismo y el regionalismo- la ruptura con la vieja política. Coincidía con el anhelo nacional de otra España, de una España vivaz, alerta, enérgica, activa. Compartía con el maurismo y el regionalismo catalán la idea de renovar la política, la oposición al opio canovista y la exigencia de apelar directamente a la voluntad nacional. Pero también y más que los dos partidos ya citados, cifraba el republicanismo su fe en la eficacia o virtud de la forma parlamentaria y democrática, en el sufragio, en las elecciones, en los comicios electorales, con toda la secuela de comités, mítines y manifestaciones de propaganda. En realidad, la voluntad nacional no le acompañaba en esto; y la mayor parte de los políticos republicanos fueron bien pronto englobados por la opinión pública en el despectivo término de: «vieja política». La ideología republicana, que coincidía con la maurista en la palabra revolución, concebía ésta como una revolución «desde abajo», es decir, lo más opuesto al sentimiento íntimo de la nación española. En esta palabra de revolución había un gravísimo equívoco que nadie entonces percibió, o si alguien lo percibió, no intentó siquiera disiparlo. Para Maura, revolución significaba renovación; y por eso la quería y planeaba desde arriba. Para los republicanos, revolución significaba trastrueque, es decir el gobierno confiado a los de abajo. La confusión aquí reinante necesitó para desvancerse los años de dura experiencia que después vinieron. Hoy pueden limpia y claramente analizarse sus términos. Don Antonio Maura, que aspiraba a renovar la nación, comprendía bien que la «forma» nueva tenía necesariamente que ser autoridad y jerarquía, es decir «desde arriba». Pero entonces hubiera debido prescindier del parlamentarismo y de la democracia electoral. La confusión maurista consistió pues en unir términos realmente inconciliables. Los republicanos por su parte proclamaban querer la revolución auténtica, es decir, el establecimiento de un gobierno popular, sin las ficciones de Cánovas. Pero entonces hubieran debido procurarla «desde abajo»; y a esto no se resolvían de ningún modo, porque comprendían muy bien la imposibilidad de tal empresa y los peligros formidables que para la existencia misma de la nación entrañaría el solo intento de efectuarla. La contradicción interna del maurismo estribaba pues en la incoherencia entre el fin propusto -revolución desde arriba- y los medios escogidos -régimen de sufragio y parlamentarismo-. En cambio, la contradicción de los republicanos consistía en la incoherencia entre las ideas que proclamaban -revolución política desde abajo- y la conducta que seguían -cuidadosa evitación de todo esfuerzo verddadero por realizar esa revolución.

Así pues, en los años entre 1900 y 1923, la vida política española ofreció la imagen de una descorazonadora confusión en los dirigentes, mientras el país sentía cada vez más profundo el odio y el desprecio hacia la politiquería reinante. La voluntad nacional era clara y robusta; oponía un rotundo no a la «vieja política», a la política heredada de Cánovas; escuchaba con placentero asentimiento a todos los que, de un modo o de otro, formulaban con él esa repulsa; aplaudía la fórmula maurista de la revolución desde arriba. Pero repudiaba el parlamentarismo, las elecciones, los comités políticos; y viendo que todos los partidos, incluso los que más afines parecían a los afanes profundos de la nación, proseguían en la práctica estéril de los comicios y de las tareas parlamentarias, llegó a englobar en su repulsa a toda la política, sin excepción alguna, incluyendo a mauristas, republicanos y regionalistas catalanes. La nación, más pespicaz que los hombres públicos, sentía muy bien que ninguna de las «formas» exóticas, propuestas por los partidos, le era realmente adecuada. Y entonces vino la dictadura del general Primo de Rivera.



La Dictadura. La dictadura fué acogida con júbilo inmenso por todo el país. La nación puso en ella todas sus esperanzas. El acto de Primo de Rivera ya no fué un «pronunciamiento», sino la realización de un anhelo nacional, hondamente sentido por los españoles sin excepción. Al fin había llegado el momento de barrer la nefanda política vieja. Al fin, iba a poder hacerse la revolución desde arriba, esa renovación espiritual y material, ansiada desde la pérdida de las colonias. Al fin, iba la nación a encontrar su «forma» propia y a caminar por las anchas vías del encumbramiento histórico. Todo el mundo, incluso los republicanos, incluso los socialistas, colaboró francamente en la obra de la dictadura. Y no pocas personas recordaron entonces las frases solemnes que, en un discurso famoso, pronunciara Castelar, muchos años antes, diciendo que ante el sentimiento nacionalista renunciaría al liberalismo, a la democracia y a la república.

Si el general Primo de Rivera hubiera poseído las dotes geniales de un auténtico hombre de Estado y conductor de pueblos, España se habría adelantado al mundo en el hallazgo de una forma de vida política, congruente con la esencia de su nacionalidad. Por desgracia, el general tenía mejor voluntad que medios. De la empresa que el destino histórico le había preparado y propuesto, sólo percibió una parte, la parte negativa, la expulsión de los viejos políticos, la limpieza de los establos. El país acompañó con delirante aplauso ese gesto, que desde más de dos decenios esperaba y reclamaba. Pero una vez desbrozada la vía, una vez eliminada la política vieja, era necesario dar a la nación una estructura nueva, ofrecer a las ansias nacionales un proyecto, una forma de vida capaz de encender los entusiasmos y de poner las almas en esa fecunda tensión, que mira de cara hacia el futuro. Este segundo aspecto positivo, constructivo, de la misión que incumbía a la dictadura, el general Primo de Rivera no logró percibirlo con claridad suficiente. Hizo una labor magnífica de administración y de obras públicas, merced sobre todo a la insuperable pericia de dos hombres de primer orden, que colaboraron en su gobierno: el conde de Guadalhorce, que dotó a España de un perfecto sistema de carreteras, el malogrado Calvo Sotelo que puso en pie la hacienda nacional. Pero la perfección material de la técnica administativa no era lo único que los españoles ansiaban. Querían, además y sobre todo, otras perfecciones; querían una orientación, un empujón hacia adelante, un chispazo de espíritu crea-dor, que los uniese a todos en la persecución de una alta empresa; querían un jefe que les diseñase el cuadro de la gran España futura y les llevase por los gloriosos caminos de la vida ascendente. Y el general Primo de Rivera no supo o no pudo ser ese jefe y caudillo. El desencanto, la desilusión del país fué la causa verdadera de su caída.



La monarquía. Con la caída de la dictadura iba envuelta la caída también de la monarquía. En realidad, la monarquía misma no era responsable. La monarquía había contemplado, como el país, los vanos y desorientados esfuerzos de los partidos políticos por satisfacer las ansias nacionales. La monarquía había contemplado, como el país, la llegada de la dictadura. La monarquía había puesto su confianza, como el país, en la eficacia constructiva del general Primo de Rivera. Y, en fin, la monarquía había sentido, como el país, la desilusión y el desencanto ante la infecundidad espiritual de la política practicada por la dictadura. Pero de poco podía servirle a la institución monárquica su irresponsabilidad en el fracaso de los políticos y del dictador. La nación, profundamente decepcionada, al ver de continuo insatisfechos sus más fervientes anhelos de engrandecimiento, hubo de extender a la monarquía esa desilusión, desconfianza y desvío, aunque en realidad la monarquía era en esto tan víctima como el país de la insuficiencia de sus dirigentes. Los sucesivos fracasos de los políticos y el fracaso final de la dictadura, debilitaron en la opinión pública la adhesión a la monarquía, que cayó en realidad no porque cometiera faltas, sino porque los otros no obtuvieron los éxitos que el país esperaba de ellos. Y así puede decirse sin paradoja que la profundidad del sentimiento nacionalista fue la que derribó a la monarquía; porque culpó -injustamente- a ésta de la incapacidad de políticos y dictadores para satisfacer sus ansias de renovación.



La República. La pura verdad es que la República vino a España con un sentido netamente, inequívocamente nacionalista. Vino sin que nadie la trajera de un modo expreso. Vino porque la nación, defraudada en sus más puras ambiciones, englobó a la monarquía en el fracaso de toda la política anterior. Vino sin fuerza propia y más por debilidad y desprestigio de lo viejo que por que ella tuviera fervientes adoradores. Lo que ha acontecido en España el año 1931 es simplemente esto: un país lleno ya de ímpetu nacionalista, ardiendo desde treinta años antes, en deseos de afirmarse y de encontrar su forma propia de vida ascendente, contempla con impaciencia los pobres e inútiles ensayos de los políticos primero, y de la dictadura después para abrir la vía anchurosa de la renovación nacional; decepcionado por los fracasos sucesivos, acepta pues el nuevo régimen republicano, que automáticamente sobreviene, como el ensayo de algo inédito, como otra prueba, otro intento, otra postura no probada aún. La República era lo nuevo. El país, seguro de la incapacidad de lo viejo y anheloso de recobrar una «forma», tomó la República por decirlo así a prueba, a ver si sería capaz de satisfacer los afanes de la nación. El país quería ser, ser de nuevo una gran nación, afirmarse en la historia. La República estaba a la puerta. El país aceptó la República.

No con gran entusiasmo ni con unánime asentimiento. Muchos dudaban; pero dejaron hacer. Todavía el comunismo internacional no había extendido su garra sobre el cuerpo de España. Todavía era posible esperar que la República cumpliera la misión para que había sido aceptada. La nación aguardaba, oscilando entre la confianza y el recelo. Pero a los pocos días -digo, en efecto, días- de establecido el régimen republicano, empezaron a producirse los síntomas inequívocos de que algo absolutamente nuevo, algo obscuro, tenebroso, inesperado y al mismo tiempo, impalpable, había penetrado en el ámbito de España. En plena y absoluta paz y cuando aun duraba la ingenua satisfacción que todo cambio produce, aconteció que un mismo día, a la misma hora, trescientas columnas de humo se levantaron sobre el suelo español. Ardían las iglesias y los conventos de España. Este acto calculado, estudiado, minuciosamente preparado y ejecutado con precisión cronométrica, era el anuncio del hecho nuevo que domina la historia española desde 1931: la intervención, la invasión de España por el ejército de la Internacional comunista, que tiene su sede en Moscú. Esta significación de los incendios de iglesias en mayo de 1931 no fué entonces percibida por todo el país. La táctica eficaz del comunismo es embozada, tenebrosa e hipócrita. Pero lo que cada día iba revelándose con mayor evidencia era la incapa- cidad de la República para satisfacer los anhelos nacionales, cuya realizacion habíase esperado de ella. En lugar de la gran política noble, generosa, de unidad y concordia, de entusiasmo y ascensión, que algunos aguardaban, instauróse un régimen de recelo, de suspicacia, de persecución, un régimen que dividía y encrespaba las clases sociales, que vejaba los sentimientos religiosos, que canalizaba las veleidades del separatismo desmembrador. La República iniciaba una obra que no sólo no respondía a los anhelos profundos del país, sino que parecía complacerse en hostilizarlos, atacando sistemáticamente las más arraigadas esencias de la nacionalidad. La desilusión se apo-deraba nuevamente de los corazones españoles. Este sentimiento de desencanto recibió su expresión acabada en un artículo famoso del gran escritor y filósofo José Ortega y Gasset, quien, achacando todavía las culpas, más a los hombres dirigentes que al régimen mismo, manifestaba su decepción exclamando: «¡Estos republicanos no son la República!» Pero, por desgracia, esos republicanos eran la República; es decir, la República iba cada, vez más, reduciéndose a esos republica-nos. Los últimos restos de esperanza desvanecíanse en el pueblo español. José Ortega y Gasset se retiró por completo a la vida privada. El país abandonaba la ilusión -en verdad nunca muy profunda- que le había empujado a aceptar la República. La juventud universitaria -republicana en 1930- comenzó también a desilusionarse y a engrosar las filas de nuevas organizaciones más prometedoras. Aconteció un hecho sencillísimo: los españoles, que habían aceptado la República por nacionalismo, abandonaban la República por nacionalismo también, al ver que la República trabajaba sistemáticamente por destruir la nacionalidad española.



El experimento crucial. Y es que, mientras tanto, la invasión comunista en España había asentado definitivamente sus planes y comenzaba a desarrollar su táctica perfecta. Hasta 1931, las circunstancias españolas habían sido exclusivamente españolas. España, torturada por incoercible necesidad de afirmar y encumbrar su nacionalidad, buscaba su «forma» a través de los regímenes diversos. España se hacía o se rehacía a sí misma y por sí sola. Pero en 193l, las necesidades políticas de un Estado extranjero y las obligaciones ideológicas de una teoría social exótica, determinaron que España fuese invadida, sin previa declaración de guerra, por un ejército invisible, pero bien organizado, bien mandado y provisto abundantemente de las más crueles armas. La Internacional comunista de Moscú resolvió ocupar España, apoderarse de España, destruir la nacionalidad española, borrar del mundo la hispanidad y convertir el viejísimo solar de tanta gloria y tan fecunda vida, en una provincia de la Unión Soviética. De esta manera el comunismo internacional pensaba conseguir dos fines esenciales: instaurar su doctrina en un viejo pueblo culto de Occidente, y atenazar la Europa central entre Rusia por un lado y España soviética por el otro, creando al mismo tiempo a las puertas mismas de Francia, una base eficaz para la próxima acometida a la nacionalidad francesa. Este plan, cuya base principal era la sovietización -deshispanización- de España, es el que ha convertido la nación española hoy en el centro o eje de la historia universal. Porque las circunstancias en que se ha procurado su ejecución son tales, que su éxito o su fracaso habría de decidir un punto capital para la historia futura del mundo: el de si es posible o no que la teoría política y social del comunismo prevalezca sobre la realidad vital de las nacionalidades y aniquile -más o menos lentamente- la división de la Humanidad en naciones. Y así, de pronto, el problema de España quedó elevado a la categoría de un verdadero experimento crucial de la historia.

Experimento crucial-experimentum crucis-llaman los lógicos modernos al que el científico dispone en el laboratorio para decidir entre dos hipótesis contrarias. Ahora bien, eso justamente es la guerra española en el laboratorio de la Historia. A partir de 1931 el Komintern despliega toda su actividad para lograr la deshispanización de España y su conversión en provincia comunista; es decir, para destruir la realidad nacional en nombre de una teoría social y política. Pero he aquí que en 1938 España, sobre un montón de ruinas y cadáveres, planta más firme que nunca la bandera nacional; el secular espíritu de la patria se yergue triunfador; la unidad nacional se ha restablecido más fuerte que jamás lo fuera. El experimento es pues, concluyente. España acaba de demostrar al mundo que ninguna teoría, por armada que esté de recursos, puede destruir la nacionalidad, base indispensable de toda vida colectiva humana. ¡Ojalá los pueblos y los Estados sepan aprovechar la enseñanza!



Preparación. Podría quizá argüirse que si la intervención soviética en España, desde 1931, no ha logrado su propósito, ha sido por deficiencias en las condiciones de su preparación y desarrollo y que, por ello el experimento no es concluyente. Pero a esto cabe contestar advirtiendo que, por lo contrario, jamás en la Historia se han dado más perfecta preparación, ni más minucioso aprovechamiento de las circunstancias, ni más exactitud en la ejecución de los planes invasores. Cuanto más que, en este caso, ha habido un elemento insólito en favor de los agresores; y es la complicidad de una parte de los agredidos, justamente 1a parte más eficazmente poderosa, el gobierno mismo del Estado que -a sabiendas o ignorándolo- colaboró desdee el primer instante en los propósitos moscovitas.

En primer lugar, el momento elegido para iniciar la intervención fué el más favorable que imaginarse pueda. En 1931 España acababa de cambiar su régimen político. Los anhelos insatisfechos de la nacionalidad ensayaban la nueva forma republicana. El país estaba inquieto, turbado, ansioso de atisbar los resultados del cambio. La ocasión no podía ser más propicia. Los ánimos responderían fácilmente a las más variadas propagandas. Los gases asfixiantes de esta nueva guerra química, que los soviets inauguraban en España, habrían de ser singular-mente eficaces en un medio público tan inquieto e hipersensible. Si a esta disposición general de los espíritus se añade el malestar económico, la carestía de la vida, más rapida en su incremento que cualesquiera medidas encaminadas a detenerla, el descontento de la población obrera, la necesidad de plantear reformas fundamentales en las relaciones de trabajo, se comprenderá fácilmente que la propagación del virus comunista podía con suma certidumbre prometerse éxitos contundentes.

Al acierto indudable en la elección del momento debe sumarse también la cuantía de los recursos puestos al servicio de la obra. Nada menos que un Estado entero, con todos los medios que ello supone, estimulaba, favorecía y dirigía la labor de la penetración comunista. La acción de los soviets estaba abundantemente provista de dinero, de hombres y de todos los recursos intelectuales y materiales de una técnica perfeccionada. El comunismo contaba con un ejército numeroso y disciplinado de técnicos revolucionarios, pertenecientes a todos los países del mundo, ejército invisible e impalpable que se insinuaba por todos los poros, actuaba en los círculos más diversos y llegó a dominar las voluntades incluso de los encargados por la nación de proveer a su gobierno y defensa. Añádase la circunstancia favorable de existir en España desde mucho tiempo antes, un considerable núcleo de anarquistas en Cataluña y en Andalucía, hombres de ideología simplista y violenta, predispuestos fácilmente a convertirse en ciegos instrumentos ocasionales de la superior diplomacia comunista. Con todos estos recursos y medios y con la certera elección del momento más oportuno, dígase si la preparación de la acometida soviética no estaba aderezada con el máximum imaginable de garantías de buen éxito.



Ejecución. Y no menos perfecta que la preparación fué la ejecución del plan. En primer lugar, la táctica empleada llegó a los extremos de la precisión. Todo funcionó con la exactitud de un mecanismo ajustado en todos sus puntos. Funcionó silenciosamente. Uno de los principios esenciales y más eficaces de la táctica comunista es el silencio. ¡No alarmar a la futura víctima! En España la fuerza del comunismo era, en apariencia, pequeñísima. El partido comunista apenas si tenía diputados. El número de sus afiliados, si se le compara con los socialistas o con los sindicalistas anárquicos de la C.N.T., era escasísimo. Mas todo esto constituía tan sólo una apariencia. En realidad, el comunismo tenía en sus manos todas las palancas, todos los resortes. Tengan mucho cuidado, pongan mucha atención en su derredor los ciudadanos patriotas de aquellas naciones en donde suela decirsele, ¡aquí no hay temor de nada, aquí no hay comunistas! Tengan mucho cuidado y pongan mucha atención, que esa inocente paz puede muy bien ser el presagio del tremendo estallido. El comunismo trabajó en España tan solapadamente, que casi nadie advirtió su presencia hasta última hora; y a uno de los hombres más perspicaces de España he oído yo decir en febrero de 1936, que la revelación de la fuerza comunista le había dejado realmente atónito.

Esta táctica del silencio, aplícala el comunismo mediante la invención maquiavélica -mejor diríamos diabólica- del Frente Popular. La idea es sencillísima: consiste en agrupar las fuerzas más o menos afines -socialistas, demócratas burgueses y liberales ideológicos- para utilizarlas sabiamente en provecho de los propósitos revolucionarios del sovietismo.

Pero como no sería posible reunir a todos esos elementos bajo un programa positivo común, dominado por la doctrina soviética, se buscó el rodeo ingenioso de reunirlos en una oposición, negación u hostilidad. ¿A qué? Al llamado fascismo. El fantasma del fascismo ha sido inventado como un foco o condensación ideal cuya función consiste en servir de contrapolo, frente al cual las fuerzas ingenuas de los liberales puedan sin dificultad formar conturbenio con las astuciosas del comunismo. Y bajo el nombre de «lucha contra el fascismo» o «Frente Popular» ocúltase en realidad una maniobra habilísima, encaminada a sobornar y canalizar las actividades de muchos no comunistas en provecho único del comunismo.

El truco ha tenido éxito; más éxito probablemente del que imaginaron sus propios inventores. La credulidad humana es grande; la credulidad del liberal es infinita. Escuchad un caso: en los primeros tiempos de la guerra civil española, un grupo de afamados escritores y políticos ingleses suscribía un manifiesto encomiando el régimen republicano de Madrid como asiento y paladín de la democracia y de la libertad; ahora bien, precisamente en esos mismos días, los suburbios de Madrid se llenaban de cadáveres de liberales, no conformes con el comunismo, y los más notorios escritores españoles eran objeto de tremendas amenazas, encaminadas a hacerles firmar por la violencia una adhesión a ese régimen esencialmente liberal. El Frente Popular ha sido pues -y sigue siendo en algunos países- la careta con que el comunismo oculta y silencia sus planes y sus actividades deletéreas. Y el día en que llegare el triunfo completo de un Frente Popular, en alguno de los países que todavía lo tiene, ¡ay de los burgueses -radicales u otros- que en él figuraren, porque la señal de ese triunfo sería su sentencia de muerte! El comunismo no perdona a nadie; y menos a sus propios aliados.

La táctica del sigilo, bajo la apariencia de Frente Popular, complétase empero con la propaganda directa e indirecta. En España esa propaganda fué perfectamente organizada. La predicación verbal y escrita llegó a términos verdaderamente impresionantes. No hubo aldea en donde el agitador comunista no estuviera activa y eficazmente entregado a su oficio. No hubo hogar en donde no penetraran los folletos y los libros rojos. En la feria del libro de Madrid, en donde cada gran casa editorial presentaba su «stand» de publicidad, las instalaciones comunistas sobresalían por su lujo y su extraordinaria abundancia. Los medios de que la propaganda comunista se valía eran todos los imaginables, sin reparo moral, técnico ni material. La palabra comunismo disfrazábase de liberalismo, de democracia, de socialismo, de anarquismo, de sindicalismo. La doctrina propia y peculiar del comunismo marxista hacíase chiquita, transigía con todo, aceptaba todo, proponía a todos la unión y el consorcio «antifascista», segura como estaba de que al fin, llegada la hora, sabría aniquilar a sus aliadas ocasionales. Unas veces el comunismo cantaba los loores de la libertad y de la democracia; otras veces atizaba violentamente la lucha y los odios de clase, explotando el malestar económico para encender en las almas el encono, el rencor y las más bajas pasiones de la envidia. A la retórica persuasiva añadía la amenaza y la dádiva. El «Socorro rojo» distribuía dinero entre las pobres gentes de las aldeas, haciéndoles creer que la condición del campesino ruso era paradisíaca. A los altos políticos del régimen republicano los gobernaba el comunismo con una mezcla refinada de halagos y prevenciones, de amenazas y de promesas. Por último, consignemos también la superior maestría con que la propaganda soviética supo manejar el ingénito sentimiento de justicia, que palpita en las almas humanas. La justicia en la tierra es un ideal, al que el hombre debe acercarse lo más que pueda. Pero la realización de ese ideal no puede nunca ser perfecta. Ningún ideal humano se realiza en la tierra perfectamente. Ese residuo de necesaria imperfección, que puede y debe reducirse, supo presentarlo el comunismo como crimen de unos cuantos. Y así excitaba las peores pasiones, atizaba los rencores y ahondaba, con perversidad diabólica, las diferencias necesarias en el organismo de la sociedad.

La propaganda verbal completóse bien pronto con la activa. De las palabras pasó el comunismo a los hechos. La acción del comunismo en España fué desde el principio facilitada por el consentimiento y aun a veces la colaboración -consciente o inconsciente- de los propioss gobernantes republicanos. En una sola fórmula puede resumirse el sentido total de la actividad comunista: destrucción de la hispanidad. Las esencias más puras de la nación española fueron violentamente atacadas en sus tres frentes principales: la religión, la unidad de la patria, la unidad del cuerpo social. Ya hemos hablado de 106 incendios y destrucción de iglesias y casas religiosas en 1931. El hecho se repitió en 1936, pocas semanas antes de estallar la guerra civil. A ciencia y paciencia de las supremas autoridades del país, volvieron en Madrid a levantarse las negras columnas de humo. Y, ¿qué decir de la serie innumerable de vejaciones a sacerdotes y a seglares religiosos? La República expulsó a Cristo de las escuelas, prohibió la enseñanza de la religión, expurgó cuidadosamente el magisterio nacional, hasta dejarlo reducido a los solos propagandistas del comunismo ateo. Y el presidente Azaña se atrevió cierto día a proferir la enormidad de que «España había dejado de ser cristiana».

En el orden de la unidad patria, la República -instigada por el comunismo- favoreció cuanto pudo las tendencias separatistas en Cataluña, en el País Vasco, en Galicia. El ideal era
al parecer- fomentar igualmente la desmembración nacional en otras regiones, en Andalucía, en Castilla misma, en Levante. Dijérase que la hora de la dispersión había sonado para España y que la vieja piel de toro, solar venerable de la hispanidad eterna, iba a convertirse en un mosaico de republiquillas soviéticas-socialistas.

Esa desmembración de España en el espacio, iba comple- tándose en otro sentido por una desmembración o desarticu- lación semejante en el orden social. El comunismo y sus aliados se esforzaban por mantener encendida constantemente la lucha de clases, el odio entre los grupos sociales. Sucedíanse, sistemáticamente escalonadas, las huelgas de pura táctica y ejercicio, destinadas a mantener en jaque la unión del cuerpo colectivo hispánico. A las huelgas añadiéronse pequeñas sublevaciones locales de carácter comunista y aun anárquico, atizadas por el comunismo. Cundía y cultivábase cuidadosamente el denuesto, el insulto, la insolencia. Por las carreteras grupos de hombres pedían para el «Socorro rojo» con armas en la mano y en términos tales de exigencia, que más parecía aquello exacción ilegal y violenta que petición normal. En fin, el ensayo general revolucionario de 1934 dió la pauta de lo que quería y de lo que se esperaba lograr. Queríase y esperábase la desmembración de España, la revolución campesina y obrera, el establecimiento de los soviets en la península, la aniquilación de la hispanidad y de la nación española, la transformación de la tierra hispana en provincia soviética y el triunfo monstruoso de los que gritaban ¡Viva Rusia! por las calles de Madrid.



Fracaso del marxismo. Y sin embargo, a pesar de que la preparación, la técnica y la ejecución del intento fueron llevadas a cabo con las máximas garantías de éxito; a pesar de las circunstancias excepcionalmente favorables -entre ellas la ya aludida complicidad de los dirigentes republicanos-; a pesar de todo eso, España y la hispanidad se han salvado. La nación, al darse cuenta de que se pretendía asesinarla, ha reaccionado del modo más espléndido. Agrupándose en torno del ejército, ha puesto en tensión todas sus energías de resistencia, de afirmación, y ha logrado la victoria. La victoria no sólo en los campos de batalla, sino en la obra magnífica de reconstrucción nacional, que, paralelamente a la reconquista, se prosigue en las pacíficas o pacificadas regiones del interior. Ahora todos esos afanes de casi medio siglo, todas esas aspiraciones cruelmente defraudadas desde 1898, están encontrando su «forma» netamente española . El movimiento nacionalista actual no es sino la conclusión del movimiento nacionalista iniciado en 1898, a raíz de la pérdida de las colonias. Conclusión y al mismo tiempo triunfo y pleno desenvolvimiento; porque ahora, en la prueba de fuego, aquilatada por el esfuerzo, el sacrificio y la muerte, es cuando la emoción nacional y patriótica española puede ya encontrar su forma definitiva y vivaz, que conduzca la Patria a los más altos destinos.

La guerra de España ha sido, pues, un experimento histórico concluyente. La derrota del comunismo en España -a pesar de que éste tenía todos los triunfos en su juego- significa la decisión experimental entre las dos hipótesis contrarias. Y la decisión es ésta: ninguna teoría -el comunismo no es sino una teoría, y falsa por añadidura- puede prevalecer contra una auténtica realidad nacional. El fracaso del marxismo se producirá siempre que la mera doctrina se contraponga a la realidad vital de una nación. Es imposible desnacionalizar a una nación que verdaderamente lo sea. El loco empeño de los doctrinarios armados podrá acumular ruinas y amontonar cadáveres; podrá destruir las cosas construídas. Pero no podrá jamás extinguir el nacionalismo que no es ni teoría, ni cosa, ni naturaleza material, ni construcción hipotética del intelecto, sino la realidad misma, la categoría ontológica primordial de la vida humana colectiva. El marxismo fracasó en España no porque haya tenido menos fuerza que el nacionalismo, ni porque haya planeado su agresión defectuosamente, ni porque la haya preparado y ejecutado mal; no. Por el contrario, el marxismo en España duplicaba, triplicaba, decuplicaba su fuerza con los recursos infinitos del poder soviético invasor; planeó, preparó y ejecutó su intento con la máxima perfección imaginable. El marxismo fracasó en España porque necesariamente tenía que fracasar; porque el marxismo necesariamente tiene que fracasar cuando ataca a una nacionalidad verdadera y auténtica. Las teorías no son eficaces más que aplicadas a las «cosas»; y sólo cuando el hombre ha degenerado hasta convertir su humanidad en mera materia animal, es cuando una teoría puede manejarlo. No es difícil vaticinar que Rusia misma volverá a recobrar su esencia nacionalista algún día, quizás próximo; o dejará de existir en otra forma que la de una inmensa estepa surcada por rebaños y pastores.



La doctrina marxista. La doctrina marxista se funda en dos postulados teóricos, radicalmente falsos: el materialismo histórico y el antinacionalismo. El materialismo histórico interpreta el pasado, la historia. El antinacionalismo preforma absurdamente el porvenir de la vida humana. Según el materialismo histórico, todas las manifestaciones de la vida humana (costumbres, pensamientos, arte, filosofía, religión, derecho público, derecho privado, política, administración y aun la ciencia misma), son reflejo de las condiciones económicas, materiales en que viven los hombres de cada época. Para el materialismo histórico un pensamiento, una emoción, un afán colectivo es siempre el índice de los apetitos materiales o de las dificultades económicas del grupo, que concibe ese pensamiento, siente esa emoción o acaricia ese afán. Así el amor a la libertad es ante todo el deseo del burgués de sujetar a su servicio al proletario, el liberalismo constituye la política dimanante del capitalismo. Así también el amor patrio, el sentimiento de la nacionalidad, se interpreta como afán egoista de mantener un orden de unidad nacional y social, que sólo aprovecha a los de arriba. De esta suerte, nada en la Historia ha sido sagrado, valioso, santo. Todo queda maculado por la vileza del interés que -consciente o inconscientemente- se insinúúa, según el marxismo, aun en las más abnegadas y heroicas formas de la vida.

La falsedad, la arbitrariedad, el satanismo de esta teoría quedan bien a la vista tan pronto como la doctrina se reduce a fórmulas claras y sencillas. Según ella todo lo que llamamos cultura no es sino la superestructura brillante con que una clase dirigente oculta sus apetitos y sus intereses. El origen de esta tesis es bien claro: hállase en el resentimiento, en la envidia, en el odio, en el rencor. El materialismo histórico es la concepción biliosa de la historia.

Esa concepción -que explica todo lo grande y bello producido por el hombre, como hipócrita ocultación de las bajezas y peores vilezas humanas- conduce lógicamente al segundo postulado del marxismo, esto es, al antinacionalismo. Los marxistas dicen: borremos las diferencias entre los hombres, no sólo las de clase y cultura, sino también las nacionales, que no son sino encubrimiento de intereses locales o de grupos; desaparezcan las naciones; formemos una Humanidad única y uniforme; borremos los vestigios del pasado particularista, para vivir todos mejor y realizar todos por igual la esencia y naturaleza humanas.

Pero a tales insensateces cualquier persona algo avisada por la historia y la filosofía contestaría en seguida: Eso que el marxismo pretende ni es posible, ni es deseable. La división de la Humanidad en naciones, la diversidad humana, no sólo no es un estado de cosas deplorable, que convenga superar, sino que, por el contrario, constituye la forma misma de la existencia y la base indispensable para todo aumento y progreso de la vida sobre la tierra.



Esencia de la nacionalidad. Pues: ¿qué es una nación? En la masa de una nacionalidad hay sin duda muchos elementos diversos. Hay cierta unidad de raza y de sangre. Hay también unidad de idioma. Hay asimismo unidad de habitación y de convivencia, sociedad nativa. Pero ninguna de esas «cosas» constituye la verdadera nacionalidad. La nación no es naturaleza; y ni la biología, ni la linguística, ni la geografía dan cuenta íntegra y exhaustiva de lo que es la nación. Todo eso: la sangre, la raza, el habla materna, la tierra que nos vió nacer, está en la nación, en nuestra nación; y a ello va nuestro amor más puro. Pero nada de eso es la nación. Nuestro amor a la patria, que efectivamente se posa en todas esas «cosas», trasciende también de todas ellas. Mira desde el presente al porvenir. Construye una imagen de nuestra nacionalidad y no está sólo en el pasado y en lo presente, sino que prolonga lo pasado y lo presente en la hilera de los años y los siglos por venir. Esa imagen de la realidad nacional, superior al tiempo y a la naturaleza misma, esa modalidad del ser humano que es el ser español, eso es la nación. La nación es un estilo de vida.

Cuando un grupo de hombres que viven juntos se siente profundamente animado por el afán -más o menos consciente y explícito- de imprimir a sus vidas, a sus actos, a sus producciones, una determinada modalidad característica, que los diferencia de otros grupos humanos, entonces forman una nación. Nación es, pues, unidad de estilo en vida colectiva. Decir que España es una nación equivale a decir que es un estilo. España no es sólo lo que España ha hecho, sino ante todo y sobre todo, el estilo hispánico que ha impreso en todo lo que ha hecho y ha de imprimir en todo lo que haga. ¿Qué tienen de común el Cid, los conquistadores, los Tercios de Flandes, los guerrilleros de la Independencia con el Quijote, los cuadros de Velázquez, el Escorial, el misticismo religioso, las estatuas de Alonso Cano? Tienen de común el estilo. La nación española, en su esencia, no es ni una determinada sangre, ni un determinado idioma, ni un territorio, sino la modalidad o estilo que en su sangre, en su idioma, en su territorio, en sus actos todos, en su vida entera, vienen imprimiendo desde hace muchos siglos unos hombres que han vivido principalmente -no únicamente- en la península ibérica. La nación española es pues la hispanidad; es decir, no una «cosa», sino la manera especial de ser de las cosas españolas, de las obras, de los hechos, de los actos españoles, incluso los errores, incluso los crímenes. Y lo mismo exactamente puede decirse de la nación italiana y de la inglesa y de la francesa y de la alemana y de cualquier otra nación que auténticamente lo sea.


Ahora bien, eso que llamamos «estilo» constituye la forma peculiar del ser humano a diferencia del animal. En efecto, vivir, para el animal, significa ejecutar una esencia fija, determinada, prescrita por las leyes naturales biológicas. El animal es mero ejemplar de una especie definida. El hombre en cambio posee la libertad -y la tremenda responsabilidad- de hacerse a sí mismo su propia vida. El hombre, para ser hombre, necesita inexorablemente proponerse ser tal o cual tipo de hombre; y para lograr su propósito ha de hacer con la naturaleza (dentro y fuera de sí mismo) tales o cuales cosas. La vida del hombre es propia creación del hombre, mientras que la vida del animal es simple ejecución de un programa redactado de antemano por la naturaleza. Por eso a la vida humana le es esencial el tener estilo. Sin diversidad de estilo en la historia no habría humanidad. O dicho de otro modo: la variedad de las naciones en el orbe es la condición misma de la existencia de la Humanidad. No hay humanidad sin humanidades, esto es, sin naciones.

Los que aspiran a borrar las diferencias entre los distintos tipos humanos, entre esos diversos estilos de vida, que son las naciones, propónense pues, un fin que no sólo es imposible de realizar, sino además monstruoso y casi diríamos satánico. Porque una Humanidad en donde no existieran las diversidades, habría dejado de ser humana y se habría convertido en pura animalidad. Si la infinita riqueza de formas, modos y estilos que el hombre crea, desapareciera de nuestra existencia, la vida humana se reduciría a la repetida ejecución por todos los hombres de un módulo invariable, es decir, a los términos mismos con que hemos definido la vida animal.

El nacionalismo no es, pues, una teoría que se pueda discutir, aceptar o rechazar. Es la realidad misma de la vida humana. Teoría en cambio es el antinacionalismo marxista; y teoría a cuya falsedad radical se añade el vicio de un origen impuro y satánico, que arraiga en odio y resentimiento. Colocados ante las diversidades nacionales e individuales, hay por lo visto, hombres que, en el fondo de sus almas, no las pueden tolerar. Su actitud repulsiva y destructora no admite, empero, otra explicación que la siguiente; o piensan: tú eres mejor que yo y debes renunciar a tu superioridad para que seamos iguales; o piensan: yo soy mejor que tú y renuncio a mi superioridad para que seamos todos iguales. En el primer caso, envidia y resentimiento. En el segundo caso, orgullo y satanismo. En ambos casos, negación, destrucción, nivelación por abajo, uniformidad en lo inferior, es decir, animalidad y barbarie. El bolchevismo es el peor enemigo de la civilización humana. Mas por su propia consistencia resulta a la larga inocuo; porque su teoría contradice demasiado la realidad de la vida, para poder sustituirse a ella. Pero mientras tanto, puede ocurrir que, para defenderse contra los ataques de la vesania comunista, una nación necesite concentrar sus fuerzas y desplegar todas sus energías sobre montones de ruinas y ríos de sangre inocente. Esto es lo que le ha sucedido a España.

Pero las ruinas se reparan y la sangre se reproduce pronto, cuando la esencia nacional, el estilo de vida se ha salvado. La hispanidad hállase hoy más fuerte que nunca. Los años en que el nacionalismo español buscaba anheloso una forma en que plasmarse, tocan ya a su término. La nación está en temple. Pueden esperarse de ella legítimamente grandes cosas. Por de pronto acaba de realizar una hazaña que se empareja con las altas misiones que sucesivamente la historia le ha encomendado en el pretérito. España salvó antaño la cristiandad de las acometidas árabes y durante siglos fué el baluarte vivo que permitió a Europa respirar tranquila. Más tarde abrió las puertas de Occidente, lanzó a sus hombres por el mundo entero y enseñó a los pueblos lo que es y lo que puede ser el Estado moderno. Ahora acaba de resolver por experiencia dolorosa, en su propia carne, el gran problema de ser o no ser, que se plantea a la Humanidad futura. España ha merecido bien del mundo. ¿Qué porvenir le está reservado? En la coyuntura del momento presente, con todas sus energías en plena actividad, con un temple magnífico y desembarazada de los obstáculos exóticos, que el siglo XIX sembró en su camino, las perspectivas de España son grandes, incalculables. A los españoles les están permitidas hoy todas las ambiciones.


* Conferencia pronunciada en Montevideo el 24-V-1938, nunca incluida en libro, ni tampoco en el volumen de Escritos de G. Morente (1983) y, no mencionada en la Bibliografía de García Morente (1998) de G. Díaz.


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