Manuel García Morente
El nacionalismo español*
(1938)
Tres errores. El
hecho más considerable que acontece hoy en el mundo, es, sin duda alguna, la
guerra civil española. En torno de ella se concentran con pasión, con angustia
acaso y, desde luego, con interés vital, las emociones políticas de todos los
Estados y de todos los pueblos. ¿A qué causas obedece esta atención
apasionada, esta participación íntima del mundo entero en una lucha
circunscrita a los límites estrechos de la península ibérica? Muchas personas
creen ver en esta guerra el encuentro, el choque de dos ideologías adversarias,
enfrentadas hoy sobre la faz del planeta; y atisban el resultado final de la
contienda para discernir en él la orientación futura de la historia humana. Y
sin duda los que así piensan tienen razón. Pero sólo en parte. Porque la
guerra civil española posee un sentido histórico mucho más profundo. En
realidad no representa el choque de dos ideologías enemigas, sino más bien el
vano intento de una teoría política y social que pretende abolir la estructura
misma de la vida humana. Pero una teoría, por pertrechada que esté de recursos
materiales, no puede, no podrá nunca prevalecer sobre lo que constituye la base
misma y condición de la existencia humana en el mundo. Las circunstancias, que
han precedido y que acompañan a la guerra española, han hecho de esta guerra
un verdadero experimento histórico. En efecto, el caso de España suministra la
demostración experimental de que ninguna teoría, aunque aparezca y actúe con
el refuerzo de los más abundantes aparatos de acción y propaganda, tiene poder
para anular o abolir las realidades de la vida colectiva, que son
indefectiblemente las realidades nacionales, la realidad indestructible de la
nación y del sentimiento patrio. La guerra civil española es pues ejemplar. En
ella se ha jugado el porvenir humano del hombre. El triunfo de la nación española
sobre los vesánicos esfuerzos que pretendían destruirla, constituye la lección
más fecunda y provechosa que la Historia ha podido proporcionar al pensamiento.
Ahora bien, si este sentido profundo de la guerra española ha escapado a muchas
personas, aun de las más inteligentes y perspicaces, ha sido porque,
deficientemente informadas sobre España y la historia reciente de España, han
incidido desde el principio de la lucha en algunos errores fundamentales. En
tres grupos pueden resumirse estos errores. El primero ha consistido en juzgar
el levantamiento nacional de España como simple sublevación de una minoría ex
privilegiada -militares, sacerdotes y ricos-que intenta por la fuerza
restablecer su poderío; en suma, considerar el acto del general Franco como un
«pronunciamiento», más o menos parecido a los que España conoció en el
siglo XIX. El segundo error es el de los que creen que la guerra civil española
pone frente a frente dos Españas, la una progresiva, democrática, liberal, y
la otra reac-
cionaria, despótica, obscurantista. El tercer error que se comete al juzgar el
caso actual de España, consiste, en fin, en aplicarle un criterio rígidamente
formalista tachando de «ilegítimo» al gobierno constituído por la autoridad
del general Franco. Estos tres errores -que revelan un profundo desconocimiento
de lo que ha sido y es la España contemporánea- podrían en realidad reducirse
a uno solo: el error de creer que el nacionalismo español es un invento de
ahora, un aparato ideo-
lógico forjado por unos cuantos reaccionarios, para dar apariencia de
objetividad a sus intenciones tiránicas y despóticas.
Frente a esta falsa imagen que la ignorancia sobre España ha podido fomentar en
muchas cabezas, debemos oponer escuetamente la realidad histórica de España. Y
la realidad -harto desconocida por desventura- es que el movimiento nacionalista
español no se ha originado ahora y con ocasión de esta guerra, sino que viene
de muy antiguo actuando en lo más profundo de las almas españolas. Desde hace
unos cuarenta años, desde 1898, todas las manifestaciones de la vida colectiva
española, en las letras, en las ciencias mismas, en la política, en la vida
social, representan inequívocamente la expresión de un profundo anhelo
nacional, la ambición de restaurar a España, el afán de reponer a España en
el nivel histórico alcanzado antaño, la ilusión de recobrar para la
hispanidad eterna formas manifestativas capaces de devolverle el brío y pujanza
de siglos pasados. Tal es la auténtica realidad del nacionalismo español.
Y en esa voluntad de reafirmación nacional comulgan todos los españoles;
todos, incluso los que con las armas combaten el nacionalismo. ¿Por qué? -si
no fuera así- fingen ahora los jefes marxistas dar a su perdida causa un tinte
de patriotismo y hablan de la independencia y de la nacionalidad? No; no hay dos
Españas frente a frente. Hay una España, la España eterna, que se ha
levantado en un esfuerzo supremo de afirmación apasionada contra unos grupos de
locos o criminales, instrumentos ciegos de ajenas ambiciones y propósitos.
Ahora, por conveniencias de su causa, esos hombres del internacionalismo
proclaman respeto y adhesión justamente a todo lo que han estado pisoteando,
vejando y destruyendo durante tantos años. Ahora hablan de independencia
nacional, cuando saben muy bien que no son ellos precisamente los que de veras
la defienden. Por qué? Pues porque han comprendido que en el fondo de las almas
españolas el sentimiento patriótico tiene tan hondas raíces, que, en último
término, la emoción nacional es la única que puede estimular la bravura de
nuestro pueblo a los extremos de la heroicidad. Y de esa suerte envuelven su
intención en un mendaz patriotismo, para mejor disponer de las pobres volun-
tades que mantienen bajo su dominio.
En ese mismo plano de la ficción falaz hállase la tesis de la ilegitimidad del
Gobierno nacional. Ahora conviene al Frente Popular presentarse como respetuoso
del orden legal -de ese orden legal, cuya destrucción era el fin proclamado de
las propagandas marxistas. Ahora resultan eficaces y respetables las palabras
legalidad, legitimidad y orden, contra las cuales abiertamente ha peleado
siempre el marxismo revolucionario. ¿Qué recurso legal le quedaba a un pueblo
profundamente patriota, cuando veía a sus propios gobernantes procurar la ruina
de la nación y el aniquilamiento de las esencias nacionales, perseguir y
encarcelar a los que gritaban loores a la Patria, mientras protegían a los que
proclamaban su sometimiento a un poder extranjero, voceando ¡Viva Rusia!? De
legitimidad no puede hablarse, como no sea para afirmar una y mil veces la
legitimidad del acto que ha salvado a la Patria de una invasión extranjera que,
en forma de guerra química, mataba las almas con el veneno de una acción
solapada, virulenta y destructora. ¿Es acaso ilegítima la conducta del
ciudadano valiente que detiene a un guardia loco dedicado a cazar pacíficos
transeúntes? Pero en el mundo se conocen mal las cosas de España y no se saben
todavía los extremos de indefensión a que, bajo
los gobiernos de la República, había llegado la nación española, invadida
por la sutilísima penetración de los gases moscovitas.
Aislamiento de España. Incumbencia de los historiadores españoles ha
de ser el descubrir y explicar al detalle las causas que han originado la
incomprensión y la ignorancia del mundo moderno acerca de España. El hecho es
que desde 1700 España va siendo cada vez menos comprendida y menos conocida.
Durante los siglos XVI y XVII España fue el centro de la política mundial. En
torno de España giraba la Historia. Lo español era entonces lo típicamente
europeo, lo que daba la pauta a la vida, lo que determinaba la realidad fluyente
de la historia. España era conocida, estimada; a veces temida, y siempre
respetada como potencia directriz. Pero desde 1700 aproximadamente sucede algo
nuevo. España penetra en una especie de aislamiento magnífico y se aparta de
concurrir activamente en la propulsión de los acontecimientos europeos. Y las
restantes naciones se acostumbran poco a poco a considerar a España, su vida
interior, sus producciones y sus afanes, como algo extraño y extraviado;
digamos extravagante y exótico.
No pretenderé desentrañar aquí las causas de este ais- lamiento. Acaso, sin
embargo, pueda señalarse ésta: que el esfuerzo formidable hecho por la nación
española durante los siglos XVI y XVII rindió rápidamente sus frutos
mundiales y hubo entonces de sobrevenir una especie de fatiga o de cansancio.
España dejó de estar en forma, si me permitís esta expresión deportiva.
Fatigada por los ingentes gastos de energía, realizados en siglos anteriores,
España necesitaba reponerse íntimamente y buscar en el regazo de sí misma una
nueva «forma», en que pudiera otra vez verter sus aspiraciones nacionales.
Ahora bien, esa nueva forma había de ser neta y típicamente hispánica; había
de surgir en congruencia profunda con todo el pasado histórico del país, con
el modo de ser nacional, con la esencia impalpable de la hispanidad. He aquí,
pues, que, por razones históricas profundas, España no podía hacer suya
ninguna de las «formas de vida» en que las restantes naciones europeas iban
cada vez más acomodándose. Y en esta imposibilidad tiene su origen la gran
tragedia de España; porque los que desde 1700 han venido dirigiendo los
destinos españoles se han empeñado continuamente en proponer o en imponer a la
nación española «formas» extrañas a la esencia de su nacio- nalidad, formas
que la hispanidad no podía asumir y que sucesivamente fué rechazando por
incongruentes e inadecuadas a su profundo sentimiento. España no quería, no
podía ponerse ropas hechas de confección extranjera; sus dirigentes, por otra
parte, no supieron ofrecerle otras. Esta es, a mi juicio, la causa profunda del
aislamiento español durante los siglos XVIII y XIX.
Primeramente fue la política de Carlos III. Este monarca, bien intencionado sin
duda, quiso gobernar a España con un caudal de ideas importadas del extranjero.
Pero esas ideas, que pudieron superponerse al alma española, jamás lograron
arraigar en ella. Venían de latitudes muy distantes y reflejaban climas
espirituales harto diferentes del clima castellano. La repulsión profunda de
España a las «formas» traídas de fuera revélase violenta y espléndidamente
en la guerra de la independencia. Los afrancesados no lograron hacer la menor
mella en el alma nacional. España -con la ayuda de Inglaterra- expulsó a los
franceses y restableció en el trono a Fernando VII, creyendo que, con el
Deseado, restauraba la plenitud de su esencia nacional. Durante todo el siglo
XIX es bien visible e inequívoca la oposición de España a las formas exóticas
del democratismo parlamentario. Los gobernantes se empeñan en imponerlas. La
nación se obstina en rechazarlas; ya combatiéndolas violentamente, como los
carlistas; ya desnaturalizándolas mediante una aplicación contraria a su
sentido y espíritu. Toda la inquietud civil del siglo XIX en España procede de
aquí. Por último, la interminable serie de regímenes y Constituciones síntoma
inequívoco de que ninguno de esos trajes estaba hecho a la medida de España-
remató en la obra de Cánovas del Castillo. Este agudo político se propuso una
sola cosa: la paz interior. Y la consiguió, sin duda, restaurando la monarquía
borbónica con una Constitución moderada. Pero esta paz interior de Cánovas
fue la paz del durmiente, que ha tomado una bebida opiácea. Cánovas consiguió,
en efecto, establecer la paz, merced al narcótico con que adormeció a la nación.
Las instituciones parlamentarias fueron pura ficción. Para no molestar
demasiado al país, que las rechazaba en el fondo de su alma, permanecieron, por
decirlo así, en desuso. Las elecciones eran como trámites administrativos y
los diputados se designaban en Madrid. El sistema de Cánovas -la gobernación
del Estado por una minoría culta, ungida sólo aparentemente por la voluntad
popular- logró el éxito que su inventor apeteciera. La tranquilidad reinó en
España.
De esta somnolencia despertó el país al estampido tremebundo del trueno. La
tempestad estallaba en el extremo occidente. La interminable guerra de Cuba
terminaba al fin, con la ruina del imperio colonial español en la América del
centro. La guerra con los Estados Unidos puso colofón trágico a la pérdida de
las últimas colonias americanas. España se estremeció de angustia y de dolor.
Mientras los españoles dormían, arrullados por la voz melodiosa de Cánovas,
el destino, siempre vigilante, había continuado su marcha. La tragedia de América
sorprendió a los españoles, sacudió violentamente sus almas amodorradas y,
llamándolas de nuevo a la realidad, les obligó a reflexionar sobre sí mismos,
sobre España y sobre el destino de la hispanidad. En este momento se inicia la
revulsión espiritual de España, cuyas consecuencias más recientes son el
actual triunfo del nacionalismo bajo la dirección del generalísimo Francisco
Franco.
1898. Como siempre sucede en la historia del alma española, la derrota
fue estímulo de nuevos bríos y de ansias renovadas. La desgracia abrió los
ojos de los españoles que, mirándose a sí mismos, se hallaron exhaustos y
pobres de presente, pero henchidos de glorioso pasado y rebosantes de ambición
para el futuro. El año fatídico de 1898 devolvió a España la conciencia de
su propio ser y estado; y con ella la confianza inquebrantable en su destino.
Dos aspectos fundamentales caracterizan este momento solemne: por un lado la
conciencia de que España necesita recobrar su «forma», restablecer su
estructura, enderezarse en una actitud resueltamente española, encontrar, en
suma, la figura que corresponde a su íntimo ser; por otro lado, la confianza de
que esta refección es posible, es segura y no depende sino de un esfuerzo que
la nación puede hacer, porque quiere hacerlo. La más poderosa contribución a
este restablecimiento de la confianza en sí misma, débela España al talento
singular de Marcelino Menéndez y Pelayo. Este historiador y literato insigne
mostró a los españoles lo que habían sido; y de este modo les ayudó a creer
en sí mismos y en lo que podían llegar a ser de nuevo. Escudriñando en el
pasado de España, Menéndez y Pelayo hizo desfilar ante los ojos de los españoles
la procesión inmortal de sus más altas glorias en las letras, en las ciencias,
en la teología, en el arte, en la política. Así habéis sido -les dijo-
juzgad por ello lo que podéis volver a ser. Con razón el movimiento
nacionalista español reivindica en la actualidad, como una de sus figuras
precursoras, la alta cumbre de Menéndez y Pelayo que infundió en los corazones
de España la condición primaria de todo esfuerzo eficaz: la confianza, la fe,
la seguridad en el poder de creación.
A partir de 1898 las señales del fuego que ardía en el alma nacional,
siguieron multiplicándose en todas las direcciones. Fue primero el
descubrimiento de España por los españoles Antes, los españoles cultos sentían
por su propia patria un sentimiento extraño, mezcla de conmiseración y de vergüenza.
Hablábase de la incultura, de la incapacidad, de la indocilidad.' Ahora ya este
sentimiento patológico desaparece y deja el puesto a una curiosidad insaciable
hacia todo lo español, a un amor exquisito a las manifestaciones más simples y
puras de la hispanidad. Azorín, Baroja, Ganivet, Unamuno, la generación
llamada del 98, se sumerge en la España eterna, en sus campos y aldeas, en las
callejas y en los palacios, en las ermitas y las iglesias, en los viejos
escritores, en las historias del pasado, en las almas de los humildes y de los
grandes. Todo ese inmenso caudal de formas concretas y abstractas, que en el
suelo de la Patria y en la historia multisecular del pueblo han dejado los gérmenes
creadores de la hispanidad, queda ahora incorporado a la vida presente, ofrecido
en pasto espiritual a los lectores ávidos de españolismo. La generación del
98, a la zaga de Menéndez Pelayo, descubre España en el tiempo y en el
espacio; y ese descubrimiento se plasma en las tres emociones características
del dolor, del amor y del afán. El dolor, sí; porque, como dijo Unamuno, España
duele, les duele a esos hombres, en el fondo de su corazón, cuando comparan lo
que es con lo que fue y con lo que puede y debe volver a ser. Pero si España
duele es porque es España, nuestra España. El dolor de España es corolario
del amor a España. En cada línea de Azorín, de Unamuno, de Baroja, de
Ganivet, de Ortega y Gasset y de tantos otros hombres, que eran jóvenes en esa
época, palpita, como un temblorcillo apenas perceptible, el intenso amor a la
patria doliente. Para ellos España es una pura llaga, un cuerpo tundido, que
pide a gritos su salvación, su restablecimiento, su encumbramiento, su gloriosa
ascensión. El dolor por amor se expresa empero en el afán: aspiración a un
cercano porvenir de gloria hispánica. Nunca como en esa época de 1900 ha sido
tan íntimo, recatado y auténtico el patriotismo de los españoles. En el recóndito
ápice de su alma, no había un español que no sintiera la gravedad de su
destino, la responsabilidad formidable, que a cada cual incumbía por el hecho
de detentar una parcela de ese tesoro inextinguible que es la hispanidad. Hacia
1900, la consigna secreta de las almas era: España tiene que «volver a ser»
lo que ha sido.
En dos direcciones -la espiritual y la política- manifiéstase claramente este
afán de renovación nacional española.
Dirección espiritual. La tácita consigna en el orden espiritual fue
la de elevar las producciones, las creaciones españolas, al más alto nivel a
que pudieran llegar las de cualquier otro país. Y cuando se contempla
retrospectivamente la grandeza del esfuerzo realizado, en estos últimos
cuarenta años, es de pura justicia proclamar que la espiritualidad española ha
dado en ellos muestras de la más aquilatada fecundidad. Los éxitos han sido
cuantiosos y depurados. Con un afán callado, pero de imponente trascendencia,
el clero español ha elevado infinitamente el nivel de su cultura personal y de
su eficacia religiosa. La fe, que en nuestra España católica, se identifica
con la patria misma, ha ido en progresión creciente, robusteciendo su
consistencia con una elevación intelectual y moral, visible aún a los ojos de
los prevenidos. Innumerables testimonios de esa elevación del clero podríamos
aducir, citando aquí a los teólogos, a los filósofos, a los historiadores, a
los filólogos que añaden quilates de honra a la honra pura de los hábitos
sacerdotales. En el orden de la ciencia estricta, una enumeración de los éxitos
logrados por los españoles en estos últimos cuarenta años, llenaría páginas
enteras. Vosotros, aquí en la América del Sur, los conocéis de cerca, porque
habéis visto desfilar por la cátedra de las Culturales españolas, en Buenos
Aires y en Montevideo, figuras de tal prestigio intelectual, que no le ceden un
ápice a las de los restantes países europeos que os envían sus más preclaros
representantes. Pero quiero citar a este propósito un hecho conmovedor y
edificante. Don Santiago Ramón y Cajal refiere en uno de sus libros que el
principal estímulo que le empujó hacia 1a investigación científica fué el
patriotismo. Sí, el patriotismo. Don Santiago sentía como nadie la emoción
nacional. A Don Santiago -también de la generación del 98-le dolía España,
porque la amaba; y ese amor doliente le despertó el afán incoercible de
contribuir a la grandeza de su país. Dedicóse, pues, a la investigación científica
con el propósito esencial de que el nombre español figurase en alto lugar en
los anales de la ciencia contemporánea. Tuvo la fortuna de lograrlo y, en
efecto, su generoso patriotismo pudo morir satisfecho de ver el nombre de España
respetado y enaltecido en los más puros círculos de la Ciencia contemporánea.
Mas no solamente en el clero y en el mundo científico han alcanzado los españoles
de nuestros días el lugar honorable que su patriótico afán apeteciera, sino
que también en otros órdenes espirituales el florecimiento ha sido intensísimo.
La filología, la historia, la historia del arte cuentan hoy los investigadores
españoles entre los primeros. Las artes plásticas, la arquitectura, las
letras, la poesía, el teatro, la música han producido genios de vigor
incomparable. Y en este punto no puedo por menos de nombrar con el más alto
respeto y fervor a nuestro Manuel de Falla, quizá el más grande de los músicos
actuales, patriota insigne. Y a este vuelo extraordinario de personalidades
religiosas, científicas, filológicas, literarias y artísticas añadir, para
completar el cuadro, dos hechos que remachan el esfuerzo de rcnovación
cspiritual en estos últimos decenios: uno, la obra formidable de la Ciudad
Universitaria, que aun sin haber llegado a su término, era ya la creación quizá
más perfecta y completa del mundo en este aspecto cultural; y otro, el
imponente progreso de la actividad editorial en España, durante los pasados
cuarenta años. En este increíble incremento de la publicación de libros españoles
no puede por menos de contemplarse uno de los casos más conmovedores de la
historia contemporánea. Desde 1900 los españoles se han puesto febrilmente a
leer y a escribir. Dijérase que, como Don Santiago Ramón y Cajal, resolvieron
encumbrarse sobre sí mismos y por puro patriotismo, por puro amor doliente y afán
incoercible de afirmarse como nación hispánica, se han lanzado a la noble
empresa de elevar su espíritu para prepararlo mejor a la grandeza de la misión
que les espera en la tierra.
Dirección política. Pero este anhelo de restablecimiento nacional,
este profundo afán de grandeza renovada, que alentaba en el alma de la nación,
encontraron su expresión más visible, tangible y ruidosa en el orden político.
La política, estupenda caja de resonancia, amplifica -y simplifica- todo lo que
gravita en su ámbito. En la política se perciben con claridad inequívoca los
profundos rumores del alma nacional. Y desde 1900 el tema más hondo de la política
española es indubitablemente el nacionalismo. La nación, que quiere «volver a
ser», señala su voluntad firme mediante la repulsa a todo lo que en política
ha sido y es vigente. La oposición enérgica constituye en estos años la
expresión de afán nacionalista. Y pronto esta repulsa a la que estaba vigente
tomó cuerpo y adoptó una fórmula: la hostilidad a la «vieja política». Una
conferencia ilustre de J. Ortega y Gasset -Vieja y nueva política- proporcionó
la fórmula clara y adecuada. Desde entonces fué la «vieja política» el
blanco de mofas y de iras. La insistente voluntad nacional era en esto tan
resuelta, que puede decirse que todo el programa de la conciencia pública
consistió en la negación rotunda de los usos viejos y caducos. En efecto, toda
honda aspiración colectiva empieza por negar lo que justamente pretende
superar; y en esa negación es en donde posteriormente encuentra acaso elementos
para una construcción positiva y afirmativa. Así sucedió con el nacionalismo
español. Los españoles, desde 1900, repudian la vieja política (faz
negativa); ensayan sucesivamente nuevas formas, que van rechazando una tras
otra, justamente porque no son en realidad nuevas y no están en profunda
conformidad con la esencia histórica nacional. Ahora, en estos momentos de
extremada exaltación nacional, es cuando quizá definitivamente se esté
tejiendo la tela y cosiendo el traje, que la hispanidad anhelaba para sí desde
hace tanto tiempo.
En tres agrupaciones políticas condensóse desde 1900 la repulsa a la vieja política,
es decir, el anhelo nacionalista español: la agrupación política formada en
torno a D. Antonio Maura, el partido regionalista catalán y el partido
republicano. Estos tres grupos políticos tenían un elemento común; compartían
los tres con la voluntad nacional el empeño de renovación, y proclamaban su
hostilidad a la «vieja política». Por eso fueron los únicos que tuvieron en
el país verdadero arraigo. Los otros, el partido conservador canovista, el
partido liberal, despedazado en fracciones, seguían practicando la ya caduca
política de ficción adormecedora, con que Cánovas había mantenido la paz del
durmiente en España. La opinión pública resueltamente se apartaba de lo viejo
y favorecía con su asistencia a los que, como ella misma, proclamaban también
su voluntad de renovación total.
Don Antonio Maura, el hombre político de mayor enver- gadura que España ha
tenido en este período previo del nacio- nalismo, fué el único que llegó a
vislumbrar una forma, la «forma» que España anhelaba sin conocerla aún. Su
frase famosa: «la revolución desde arriba», contenía efectivamente los
elementos positivos de la política renovadora, que la nación obscuramente quería.
Don Antonio Maura acertaba en dos cosas: en apelar directamente a la Nación, ya
consciente de sí, y en proponerle una actividad política completamente nueva,
orientada en el sentido de la autoridad y del orden jerárquico. Ambas cosas,
claramente expresadas en la breve fórmula de la «revolución desde arriba»,
constituyeron la esencia más pura del partido maurista y la verdadera razón de
su arraigo y eficacia indiscutibles. Por desgracia, un último residuo de
confusionismo quedaba en la mente de Maura, un residuo extraño de adhesión al
régimen exótico de la democracia parlamentaria, que contradecía en realidad
todo el propósito fundamental. El fracaso del maurismo fué debido a esta
obscuridad y contradicción. Don Antonio Maura creía en el voto popular e
implantó por ello el sufragio obligatorio; creía en las discusiones
parlamentarias y tuvo las Cortes constantemente abiertas. Se hizo la ilusión de
que la clase media -generalmente abstencionista en los comicios- iba a
proporcionarle la base necesaria para emprender, desde el gobierno mismo, es
decir, desde arriba, la renovación necesaria, sin menoscabar (y aun depurándolo)
el régimen parlamentario. Este fué su error fundamental. Porque el régimen
parlamentario mismo era, en el fondo, lo que los españoles repudiaban bajo el
nombre de «vieja política». Perduraba en don Antonio Maura la misma idea
falsa que en todo el siglo XIX, el propósito de vestir la nación española con
un ropaje confeccionado en París o en Londres.
En un error semejante
incidió el regionalismo catalán que, en muchos puntos, mantenía grandes
afinidades con el maurismo. El regionalismo también acertaba en dos cosas: en
apelar a la realidad nacional y en buscar un punto de apoyo en el aspecto
localista y regionalista, efectivamente fuertes en el cuerpo de España. Pero
erraba, como don Antonio Maura, al conservar la confianza en el régimen
parlamentario, en en el sufragio popular. Erraba además - y este yerro fué el
más grave de todos- al cultivar el regionalismo exclusivamente en Cataluña,
exponiéndose, como en efecto sucedió, a estimular fuerzas perversas y
anormales, conducentes a convertirlo en separatismo. Cuando el regionalismo por
fin se dió cuenta de este peligro, ya era tarde. El daño estaba hecho; y la
esencia de la hispanidad pura habiáse ya concentrado en resuelta y vigorosa
oposición a todo movimiento regionalista.
El partido republicano tuvo indudable arraigo en la opinión. Representaba -como
el maurismo y el regionalismo- la ruptura con la vieja política. Coincidía con
el anhelo nacional de otra España, de una España vivaz, alerta, enérgica,
activa. Compartía con el maurismo y el regionalismo catalán la idea de renovar
la política, la oposición al opio canovista y la exigencia de apelar
directamente a la voluntad nacional. Pero también y más que los dos partidos
ya citados, cifraba el republicanismo su fe en la eficacia o virtud de la forma
parlamentaria y democrática, en el sufragio, en las elecciones, en los comicios
electorales, con toda la secuela de comités, mítines y manifestaciones de
propaganda. En realidad, la voluntad nacional no le acompañaba en esto; y la
mayor parte de los políticos republicanos fueron bien pronto englobados por la
opinión pública en el despectivo término de: «vieja política». La ideología
republicana, que coincidía con la maurista en la palabra revolución, concebía
ésta como una revolución «desde abajo», es decir, lo más opuesto al
sentimiento íntimo de la nación española. En esta palabra de revolución había
un gravísimo equívoco que nadie entonces percibió, o si alguien lo percibió,
no intentó siquiera disiparlo. Para Maura, revolución significaba renovación;
y por eso la quería y planeaba desde arriba. Para los republicanos, revolución
significaba trastrueque, es decir el gobierno confiado a los de abajo. La
confusión aquí reinante necesitó para desvancerse los años de dura
experiencia que después vinieron. Hoy pueden limpia y claramente analizarse sus
términos. Don Antonio Maura, que aspiraba a renovar la nación, comprendía
bien que la «forma» nueva tenía necesariamente que ser autoridad y jerarquía,
es decir «desde arriba». Pero entonces hubiera debido prescindier del
parlamentarismo y de la democracia electoral. La confusión maurista consistió
pues en unir términos realmente inconciliables. Los republicanos por su parte
proclamaban querer la revolución auténtica, es decir, el establecimiento de un
gobierno popular, sin las ficciones de Cánovas. Pero entonces hubieran debido
procurarla «desde abajo»; y a esto no se resolvían de ningún modo, porque
comprendían muy bien la imposibilidad de tal empresa y los peligros formidables
que para la existencia misma de la nación entrañaría el solo intento de
efectuarla. La contradicción interna del maurismo estribaba pues en la
incoherencia entre el fin propusto -revolución desde arriba- y los medios
escogidos -régimen de sufragio y parlamentarismo-. En cambio, la contradicción
de los republicanos consistía en la incoherencia entre las ideas que
proclamaban -revolución política desde abajo- y la conducta que seguían
-cuidadosa evitación de todo esfuerzo verddadero por realizar esa revolución.
Así pues, en los años entre 1900 y 1923, la vida política española ofreció
la imagen de una descorazonadora confusión en los dirigentes, mientras el país
sentía cada vez más profundo el odio y el desprecio hacia la politiquería
reinante. La voluntad nacional era clara y robusta; oponía un rotundo no a la
«vieja política», a la política heredada de Cánovas; escuchaba con
placentero asentimiento a todos los que, de un modo o de otro, formulaban con él
esa repulsa; aplaudía la fórmula maurista de la revolución desde arriba. Pero
repudiaba el parlamentarismo, las elecciones, los comités políticos; y viendo
que todos los partidos, incluso los que más afines parecían a los afanes
profundos de la nación, proseguían en la práctica estéril de los comicios y
de las tareas parlamentarias, llegó a englobar en su repulsa a toda la política,
sin excepción alguna, incluyendo a mauristas, republicanos y regionalistas
catalanes. La nación, más pespicaz que los hombres públicos, sentía muy bien
que ninguna de las «formas» exóticas, propuestas por los partidos, le era
realmente adecuada. Y entonces vino la dictadura del general Primo de Rivera.
La Dictadura. La dictadura fué acogida con júbilo inmenso por todo el
país. La nación puso en ella todas sus esperanzas. El acto de Primo de Rivera
ya no fué un «pronunciamiento», sino la realización de un anhelo nacional,
hondamente sentido por los españoles sin excepción. Al fin había llegado el
momento de barrer la nefanda política vieja. Al fin, iba a poder hacerse la
revolución desde arriba, esa renovación espiritual y material, ansiada desde
la pérdida de las colonias. Al fin, iba la nación a encontrar su «forma»
propia y a caminar por las anchas vías del encumbramiento histórico. Todo el
mundo, incluso los republicanos, incluso los socialistas, colaboró francamente
en la obra de la dictadura. Y no pocas personas recordaron entonces las frases
solemnes que, en un discurso famoso, pronunciara Castelar, muchos años antes,
diciendo que ante el sentimiento nacionalista renunciaría al liberalismo, a la
democracia y a la república.
Si el general Primo de Rivera hubiera poseído las dotes geniales de un auténtico
hombre de Estado y conductor de pueblos, España se habría adelantado al mundo
en el hallazgo de una forma de vida política, congruente con la esencia de su
nacionalidad. Por desgracia, el general tenía mejor voluntad que medios. De la
empresa que el destino histórico le había preparado y propuesto, sólo percibió
una parte, la parte negativa, la expulsión de los viejos políticos, la
limpieza de los establos. El país acompañó con delirante aplauso ese gesto,
que desde más de dos decenios esperaba y reclamaba. Pero una vez desbrozada la
vía, una vez eliminada la política vieja, era necesario dar a la nación una
estructura nueva, ofrecer a las ansias nacionales un proyecto, una forma de vida
capaz de encender los entusiasmos y de poner las almas en esa fecunda tensión,
que mira de cara hacia el futuro. Este segundo aspecto positivo, constructivo,
de la misión que incumbía a la dictadura, el general Primo de Rivera no logró
percibirlo con claridad suficiente. Hizo una labor magnífica de administración
y de obras públicas, merced sobre todo a la insuperable pericia de dos hombres
de primer orden, que colaboraron en su gobierno: el conde de Guadalhorce, que
dotó a España de un perfecto sistema de carreteras, el malogrado Calvo Sotelo
que puso en pie la hacienda nacional. Pero la perfección material de la técnica
administativa no era lo único que los españoles ansiaban. Querían, además y
sobre todo, otras perfecciones; querían una orientación, un empujón hacia
adelante, un chispazo de espíritu crea-dor, que los uniese a todos en la
persecución de una alta empresa; querían un jefe que les diseñase el cuadro
de la gran España futura y les llevase por los gloriosos caminos de la vida
ascendente. Y el general Primo de Rivera no supo o no pudo ser ese jefe y
caudillo. El desencanto, la desilusión del país fué la causa verdadera de su
caída.
La monarquía. Con la caída de la dictadura iba envuelta la caída
también de la monarquía. En realidad, la monarquía misma no era responsable.
La monarquía había contemplado, como el país, los vanos y desorientados
esfuerzos de los partidos políticos por satisfacer las ansias nacionales. La
monarquía había contemplado, como el país, la llegada de la dictadura. La
monarquía había puesto su confianza, como el país, en la eficacia
constructiva del general Primo de Rivera. Y, en fin, la monarquía había
sentido, como el país, la desilusión y el desencanto ante la infecundidad
espiritual de la política practicada por la dictadura. Pero de poco podía
servirle a la institución monárquica su irresponsabilidad en el fracaso de los
políticos y del dictador. La nación, profundamente decepcionada, al ver de
continuo insatisfechos sus más fervientes anhelos de engrandecimiento, hubo de
extender a la monarquía esa desilusión, desconfianza y desvío, aunque en
realidad la monarquía era en esto tan víctima como el país de la
insuficiencia de sus dirigentes. Los sucesivos fracasos de los políticos y el
fracaso final de la dictadura, debilitaron en la opinión pública la adhesión
a la monarquía, que cayó en realidad no porque cometiera faltas, sino porque
los otros no obtuvieron los éxitos que el país esperaba de ellos. Y así puede
decirse sin paradoja que la profundidad del sentimiento nacionalista fue la que
derribó a la monarquía; porque culpó -injustamente- a ésta de la incapacidad
de políticos y dictadores para satisfacer sus ansias de renovación.
La República. La pura verdad es que la República vino a España con
un sentido netamente, inequívocamente nacionalista. Vino sin que nadie la
trajera de un modo expreso. Vino porque la nación, defraudada en sus más puras
ambiciones, englobó a la monarquía en el fracaso de toda la política
anterior. Vino sin fuerza propia y más por debilidad y desprestigio de lo viejo
que por que ella tuviera fervientes adoradores. Lo que ha acontecido en España
el año 1931 es simplemente esto: un país lleno ya de ímpetu nacionalista,
ardiendo desde treinta años antes, en deseos de afirmarse y de encontrar su
forma propia de vida ascendente, contempla con impaciencia los pobres e inútiles
ensayos de los políticos primero, y de la dictadura después para abrir la vía
anchurosa de la renovación nacional; decepcionado por los fracasos sucesivos,
acepta pues el nuevo régimen republicano, que automáticamente sobreviene, como
el ensayo de algo inédito, como otra prueba, otro intento, otra postura no
probada aún. La República era lo nuevo. El país, seguro de la incapacidad de
lo viejo y anheloso de recobrar una «forma», tomó la República por decirlo
así a prueba, a ver si sería capaz de satisfacer los afanes de la nación. El
país quería ser, ser de nuevo una gran nación, afirmarse en la historia. La
República estaba a la puerta. El país aceptó la República.
No con gran entusiasmo ni con unánime asentimiento. Muchos dudaban; pero
dejaron hacer. Todavía el comunismo internacional no había extendido su garra
sobre el cuerpo de España. Todavía era posible esperar que la República
cumpliera la misión para que había sido aceptada. La nación aguardaba,
oscilando entre la confianza y el recelo. Pero a los pocos días -digo, en
efecto, días- de establecido el régimen republicano, empezaron a producirse
los síntomas inequívocos de que algo absolutamente nuevo, algo obscuro,
tenebroso, inesperado y al mismo tiempo, impalpable, había penetrado en el ámbito
de España. En plena y absoluta paz y cuando aun duraba la ingenua satisfacción
que todo cambio produce, aconteció que un mismo día, a la misma hora,
trescientas columnas de humo se levantaron sobre el suelo español. Ardían las
iglesias y los conventos de España. Este acto calculado, estudiado,
minuciosamente preparado y ejecutado con precisión cronométrica, era el
anuncio del hecho nuevo que domina la historia española desde 1931: la
intervención, la invasión de España por el ejército de la Internacional
comunista, que tiene su sede en Moscú. Esta significación de los incendios de
iglesias en mayo de 1931 no fué entonces percibida por todo el país. La táctica
eficaz del comunismo es embozada, tenebrosa e hipócrita. Pero lo que cada día
iba revelándose con mayor evidencia era la incapa- cidad de la República para
satisfacer los anhelos nacionales, cuya realizacion habíase esperado de ella.
En lugar de la gran política noble, generosa, de unidad y concordia, de
entusiasmo y ascensión, que algunos aguardaban, instauróse un régimen de
recelo, de suspicacia, de persecución, un régimen que dividía y encrespaba
las clases sociales, que vejaba los sentimientos religiosos, que canalizaba las
veleidades del separatismo desmembrador. La República iniciaba una obra que no
sólo no respondía a los anhelos profundos del país, sino que parecía
complacerse en hostilizarlos, atacando sistemáticamente las más arraigadas
esencias de la nacionalidad. La desilusión se apo-deraba nuevamente de los
corazones españoles. Este sentimiento de desencanto recibió su expresión
acabada en un artículo famoso del gran escritor y filósofo José Ortega y
Gasset, quien, achacando todavía las culpas, más a los hombres dirigentes que
al régimen mismo, manifestaba su decepción exclamando: «¡Estos republicanos
no son la República!» Pero, por desgracia, esos republicanos eran la República;
es decir, la República iba cada, vez más, reduciéndose a esos republica-nos.
Los últimos restos de esperanza desvanecíanse en el pueblo español. José
Ortega y Gasset se retiró por completo a la vida privada. El país abandonaba
la ilusión -en verdad nunca muy profunda- que le había empujado a aceptar la
República. La juventud universitaria -republicana en 1930- comenzó también a
desilusionarse y a engrosar las filas de nuevas organizaciones más
prometedoras. Aconteció un hecho sencillísimo: los españoles, que habían
aceptado la República por nacionalismo, abandonaban la República por
nacionalismo también, al ver que la República trabajaba sistemáticamente por
destruir la nacionalidad española.
El experimento crucial. Y es que, mientras tanto, la invasión
comunista en España había asentado definitivamente sus planes y comenzaba a
desarrollar su táctica perfecta. Hasta 1931, las circunstancias españolas habían
sido exclusivamente españolas. España, torturada por incoercible necesidad de
afirmar y encumbrar su nacionalidad, buscaba su «forma» a través de los regímenes
diversos. España se hacía o se rehacía a sí misma y por sí sola. Pero en
193l, las necesidades políticas de un Estado extranjero y las obligaciones
ideológicas de una teoría social exótica, determinaron que España fuese
invadida, sin previa declaración de guerra, por un ejército invisible, pero
bien organizado, bien mandado y provisto abundantemente de las más crueles
armas. La Internacional comunista de Moscú resolvió ocupar España, apoderarse
de España, destruir la nacionalidad española, borrar del mundo la hispanidad y
convertir el viejísimo solar de tanta gloria y tan fecunda vida, en una
provincia de la Unión Soviética. De esta manera el comunismo internacional
pensaba conseguir dos fines esenciales: instaurar su doctrina en un viejo pueblo
culto de Occidente, y atenazar la Europa central entre Rusia por un lado y España
soviética por el otro, creando al mismo tiempo a las puertas mismas de Francia,
una base eficaz para la próxima acometida a la nacionalidad francesa. Este
plan, cuya base principal era la sovietización -deshispanización- de España,
es el que ha convertido la nación española hoy en el centro o eje de la
historia universal. Porque las circunstancias en que se ha procurado su ejecución
son tales, que su éxito o su fracaso habría de decidir un punto capital para
la historia futura del mundo: el de si es posible o no que la teoría política
y social del comunismo prevalezca sobre la realidad vital de las nacionalidades
y aniquile -más o menos lentamente- la división de la Humanidad en naciones. Y
así, de pronto, el problema de España quedó elevado a la categoría de un
verdadero experimento crucial de la historia.
Experimento
crucial-experimentum crucis-llaman los lógicos modernos al que el científico
dispone en el laboratorio para decidir entre dos hipótesis contrarias. Ahora
bien, eso justamente es la guerra española en el laboratorio de la Historia. A
partir de 1931 el Komintern despliega toda su actividad para lograr la
deshispanización de España y su conversión en provincia comunista; es decir,
para destruir la realidad nacional en nombre de una teoría social y política.
Pero he aquí que en 1938 España, sobre un montón de ruinas y cadáveres,
planta más firme que nunca la bandera nacional; el secular espíritu de la
patria se yergue triunfador; la unidad nacional se ha restablecido más fuerte
que jamás lo fuera. El experimento es pues, concluyente. España acaba de
demostrar al mundo que ninguna teoría, por armada que esté de recursos, puede
destruir la nacionalidad, base indispensable de toda vida colectiva humana. ¡Ojalá
los pueblos y los Estados sepan aprovechar la enseñanza!
Preparación. Podría quizá argüirse que si la intervención soviética
en España, desde 1931, no ha logrado su propósito, ha sido por deficiencias en
las condiciones de su preparación y desarrollo y que, por ello el experimento
no es concluyente. Pero a esto cabe contestar advirtiendo que, por lo contrario,
jamás en la Historia se han dado más perfecta preparación, ni más minucioso
aprovechamiento de las circunstancias, ni más exactitud en la ejecución de los
planes invasores. Cuanto más que, en este caso, ha habido un elemento insólito
en favor de los agresores; y es la complicidad de una parte de los agredidos,
justamente 1a parte más eficazmente poderosa, el gobierno mismo del Estado que
-a sabiendas o ignorándolo- colaboró desdee el primer instante en los propósitos
moscovitas.
En primer lugar, el momento elegido para iniciar la intervención fué el más
favorable que imaginarse pueda. En 1931 España acababa de cambiar su régimen
político. Los anhelos insatisfechos de la nacionalidad ensayaban la nueva forma
republicana. El país estaba inquieto, turbado, ansioso de atisbar los
resultados del cambio. La ocasión no podía ser más propicia. Los ánimos
responderían fácilmente a las más variadas propagandas. Los gases asfixiantes
de esta nueva guerra química, que los soviets inauguraban en España, habrían
de ser singular-mente eficaces en un medio público tan inquieto e
hipersensible. Si a esta disposición general de los espíritus se añade el
malestar económico, la carestía de la vida, más rapida en su incremento que
cualesquiera medidas encaminadas a detenerla, el descontento de la población
obrera, la necesidad de plantear reformas fundamentales en las relaciones de
trabajo, se comprenderá fácilmente que la propagación del virus comunista podía
con suma certidumbre prometerse éxitos contundentes.
Al acierto indudable en la elección del momento debe sumarse también la cuantía
de los recursos puestos al servicio de la obra. Nada menos que un Estado entero,
con todos los medios que ello supone, estimulaba, favorecía y dirigía la labor
de la penetración comunista. La acción de los soviets estaba abundantemente
provista de dinero, de hombres y de todos los recursos intelectuales y
materiales de una técnica perfeccionada. El comunismo contaba con un ejército
numeroso y disciplinado de técnicos revolucionarios, pertenecientes a todos los
países del mundo, ejército invisible e impalpable que se insinuaba por todos
los poros, actuaba en los círculos más diversos y llegó a dominar las
voluntades incluso de los encargados por la nación de proveer a su gobierno y
defensa. Añádase la circunstancia favorable de existir en España desde mucho
tiempo antes, un considerable núcleo de anarquistas en Cataluña y en Andalucía,
hombres de ideología simplista y violenta, predispuestos fácilmente a
convertirse en ciegos instrumentos ocasionales de la superior diplomacia
comunista. Con todos estos recursos y medios y con la certera elección del
momento más oportuno, dígase si la preparación de la acometida soviética no
estaba aderezada con el máximum imaginable de garantías de buen éxito.
Ejecución. Y no menos perfecta que la preparación fué la ejecución
del plan. En primer lugar, la táctica empleada llegó a los extremos de la
precisión. Todo funcionó con la exactitud de un mecanismo ajustado en todos
sus puntos. Funcionó silenciosamente. Uno de los principios esenciales y más
eficaces de la táctica comunista es el silencio. ¡No alarmar a la futura víctima!
En España la fuerza del comunismo era, en apariencia, pequeñísima. El partido
comunista apenas si tenía diputados. El número de sus afiliados, si se le
compara con los socialistas o con los sindicalistas anárquicos de la C.N.T.,
era escasísimo. Mas todo esto constituía tan sólo una apariencia. En
realidad, el comunismo tenía en sus manos todas las palancas, todos los
resortes. Tengan mucho cuidado, pongan mucha atención en su derredor los
ciudadanos patriotas de aquellas naciones en donde suela decirsele, ¡aquí no
hay temor de nada, aquí no hay comunistas! Tengan mucho cuidado y pongan mucha
atención, que esa inocente paz puede muy bien ser el presagio del tremendo
estallido. El comunismo trabajó en España tan solapadamente, que casi nadie
advirtió su presencia hasta última hora; y a uno de los hombres más
perspicaces de España he oído yo decir en febrero de 1936, que la revelación
de la fuerza comunista le había dejado realmente atónito.
Esta táctica del silencio, aplícala el comunismo mediante la invención
maquiavélica -mejor diríamos diabólica- del Frente Popular. La idea es
sencillísima: consiste en agrupar las fuerzas más o menos afines -socialistas,
demócratas burgueses y liberales ideológicos- para utilizarlas sabiamente en
provecho de los propósitos revolucionarios del sovietismo.
Pero como no sería posible reunir a todos esos elementos bajo un programa
positivo común, dominado por la doctrina soviética, se buscó el rodeo
ingenioso de reunirlos en una oposición, negación u hostilidad. ¿A qué? Al
llamado fascismo. El fantasma del fascismo ha sido inventado como un foco o
condensación ideal cuya función consiste en servir de contrapolo, frente al
cual las fuerzas ingenuas de los liberales puedan sin dificultad formar
conturbenio con las astuciosas del comunismo. Y bajo el nombre de «lucha contra
el fascismo» o «Frente Popular» ocúltase en realidad una maniobra habilísima,
encaminada a sobornar y canalizar las actividades de muchos no comunistas en
provecho único del comunismo.
El truco ha tenido éxito; más éxito probablemente del que imaginaron sus
propios inventores. La credulidad humana es grande; la credulidad del liberal es
infinita. Escuchad un caso: en los primeros tiempos de la guerra civil española,
un grupo de afamados escritores y políticos ingleses suscribía un manifiesto
encomiando el régimen republicano de Madrid como asiento y paladín de la
democracia y de la libertad; ahora bien, precisamente en esos mismos días, los
suburbios de Madrid se llenaban de cadáveres de liberales, no conformes con el
comunismo, y los más notorios escritores españoles eran objeto de tremendas
amenazas, encaminadas a hacerles firmar por la violencia una adhesión a ese régimen
esencialmente liberal. El Frente Popular ha sido pues -y sigue siendo en algunos
países- la careta con que el comunismo oculta y silencia sus planes y sus
actividades deletéreas. Y el día en que llegare el triunfo completo de un
Frente Popular, en alguno de los países que todavía lo tiene, ¡ay de los
burgueses -radicales u otros- que en él figuraren, porque la señal de ese
triunfo sería su sentencia de muerte! El comunismo no perdona a nadie; y menos
a sus propios aliados.
La táctica del sigilo, bajo la apariencia de Frente Popular, complétase empero
con la propaganda directa e indirecta. En España esa propaganda fué
perfectamente organizada. La predicación verbal y escrita llegó a términos
verdaderamente impresionantes. No hubo aldea en donde el agitador comunista no
estuviera activa y eficazmente entregado a su oficio. No hubo hogar en donde no
penetraran los folletos y los libros rojos. En la feria del libro de Madrid, en
donde cada gran casa editorial presentaba su «stand» de publicidad, las
instalaciones comunistas sobresalían por su lujo y su extraordinaria
abundancia. Los medios de que la propaganda comunista se valía eran todos los
imaginables, sin reparo moral, técnico ni material. La palabra comunismo
disfrazábase de liberalismo, de democracia, de socialismo, de anarquismo, de
sindicalismo. La doctrina propia y peculiar del comunismo marxista hacíase
chiquita, transigía con todo, aceptaba todo, proponía a todos la unión y el
consorcio «antifascista», segura como estaba de que al fin, llegada la hora,
sabría aniquilar a sus aliadas ocasionales. Unas veces el comunismo cantaba los
loores de la libertad y de la democracia; otras veces atizaba violentamente la
lucha y los odios de clase, explotando el malestar económico para encender en
las almas el encono, el rencor y las más bajas pasiones de la envidia. A la retórica
persuasiva añadía la amenaza y la dádiva. El «Socorro rojo» distribuía
dinero entre las pobres gentes de las aldeas, haciéndoles creer que la condición
del campesino ruso era paradisíaca. A los altos políticos del régimen
republicano los gobernaba el comunismo con una mezcla refinada de halagos y
prevenciones, de amenazas y de promesas. Por último, consignemos también la
superior maestría con que la propaganda soviética supo manejar el ingénito
sentimiento de justicia, que palpita en las almas humanas. La justicia en la
tierra es un ideal, al que el hombre debe acercarse lo más que pueda. Pero la
realización de ese ideal no puede nunca ser perfecta. Ningún ideal humano se
realiza en la tierra perfectamente. Ese residuo de necesaria imperfección, que
puede y debe reducirse, supo presentarlo el comunismo como crimen de unos
cuantos. Y así excitaba las peores pasiones, atizaba los rencores y ahondaba,
con perversidad diabólica, las diferencias necesarias en el organismo de la
sociedad.
La propaganda verbal completóse bien pronto con la activa. De las palabras pasó
el comunismo a los hechos. La acción del comunismo en España fué desde el
principio facilitada por el consentimiento y aun a veces la colaboración
-consciente o inconsciente- de los propioss gobernantes republicanos. En una sola
fórmula puede resumirse el sentido total de la actividad comunista: destrucción
de la hispanidad. Las esencias más puras de la nación española fueron
violentamente atacadas en sus tres frentes principales: la religión, la unidad
de la patria, la unidad del cuerpo social. Ya hemos hablado de 106 incendios y
destrucción de iglesias y casas religiosas en 1931. El hecho se repitió en
1936, pocas semanas antes de estallar la guerra civil. A ciencia y paciencia de
las supremas autoridades del país, volvieron en Madrid a levantarse las negras
columnas de humo. Y, ¿qué decir de la serie innumerable de vejaciones a
sacerdotes y a seglares religiosos? La República expulsó a Cristo de las
escuelas, prohibió la enseñanza de la religión, expurgó cuidadosamente el
magisterio nacional, hasta dejarlo reducido a los solos propagandistas del
comunismo ateo. Y el presidente Azaña se atrevió cierto día a proferir la
enormidad de que «España había dejado de ser cristiana».
En el orden de la unidad patria, la República -instigada por el comunismo-
favoreció cuanto pudo las tendencias separatistas en Cataluña, en el País
Vasco, en Galicia. El ideal era
al parecer- fomentar igualmente la desmembración nacional en otras regiones, en
Andalucía, en Castilla misma, en Levante. Dijérase que la hora de la dispersión
había sonado para España y que la vieja piel de toro, solar venerable de la
hispanidad eterna, iba a convertirse en un mosaico de republiquillas soviéticas-socialistas.
Esa desmembración de España en el espacio, iba comple- tándose en otro
sentido por una desmembración o desarticu- lación semejante en el orden
social. El comunismo y sus aliados se esforzaban por mantener encendida
constantemente la lucha de clases, el odio entre los grupos sociales. Sucedíanse,
sistemáticamente escalonadas, las huelgas de pura táctica y ejercicio,
destinadas a mantener en jaque la unión del cuerpo colectivo hispánico. A las
huelgas añadiéronse pequeñas sublevaciones locales de carácter comunista y
aun anárquico, atizadas por el comunismo. Cundía y cultivábase cuidadosamente
el denuesto, el insulto, la insolencia. Por las carreteras grupos de hombres pedían
para el «Socorro rojo» con armas en la mano y en términos tales de exigencia,
que más parecía aquello exacción ilegal y violenta que petición normal. En
fin, el ensayo general revolucionario de 1934 dió la pauta de lo que quería y
de lo que se esperaba lograr. Queríase y esperábase la desmembración de España,
la revolución campesina y obrera, el establecimiento de los soviets en la península,
la aniquilación de la hispanidad y de la nación española, la transformación
de la tierra hispana en provincia soviética y el triunfo monstruoso de los que
gritaban ¡Viva Rusia! por las calles de Madrid.
Fracaso del marxismo. Y sin embargo, a pesar de que la preparación, la
técnica y la ejecución del intento fueron llevadas a cabo con las máximas
garantías de éxito; a pesar de las circunstancias excepcionalmente favorables
-entre ellas la ya aludida complicidad de los dirigentes republicanos-; a pesar
de todo eso, España y la hispanidad se han salvado. La nación, al darse cuenta
de que se pretendía asesinarla, ha reaccionado del modo más espléndido. Agrupándose
en torno del ejército, ha puesto en tensión todas sus energías de
resistencia, de afirmación, y ha logrado la victoria. La victoria no sólo en
los campos de batalla, sino en la obra magnífica de reconstrucción nacional,
que, paralelamente a la reconquista, se prosigue en las pacíficas o pacificadas
regiones del interior. Ahora todos esos afanes de casi medio siglo, todas esas
aspiraciones cruelmente defraudadas desde 1898, están encontrando su «forma»
netamente española . El movimiento nacionalista actual no es sino la conclusión
del movimiento nacionalista iniciado en 1898, a raíz de la pérdida de las
colonias. Conclusión y al mismo tiempo triunfo y pleno desenvolvimiento; porque
ahora, en la prueba de fuego, aquilatada por el esfuerzo, el sacrificio y la
muerte, es cuando la emoción nacional y patriótica española puede ya
encontrar su forma definitiva y vivaz, que conduzca la Patria a los más altos
destinos.
La guerra de España ha sido, pues, un experimento histórico concluyente. La
derrota del comunismo en España -a pesar de que éste tenía todos los triunfos
en su juego- significa la decisión experimental entre las dos hipótesis
contrarias. Y la decisión es ésta: ninguna teoría -el comunismo no es sino
una teoría, y falsa por añadidura- puede prevalecer contra una auténtica
realidad nacional. El fracaso del marxismo se producirá siempre que la mera
doctrina se contraponga a la realidad vital de una nación. Es imposible
desnacionalizar a una nación que verdaderamente lo sea. El loco empeño de los
doctrinarios armados podrá acumular ruinas y amontonar cadáveres; podrá
destruir las cosas construídas. Pero no podrá jamás extinguir el nacionalismo
que no es ni teoría, ni cosa, ni naturaleza material, ni construcción hipotética
del intelecto, sino la realidad misma, la categoría ontológica primordial de
la vida humana colectiva. El marxismo fracasó en España no porque haya tenido
menos fuerza que el nacionalismo, ni porque haya planeado su agresión
defectuosamente, ni porque la haya preparado y ejecutado mal; no. Por el
contrario, el marxismo en España duplicaba, triplicaba, decuplicaba su fuerza
con los recursos infinitos del poder soviético invasor; planeó, preparó y
ejecutó su intento con la máxima perfección imaginable. El marxismo fracasó
en España porque necesariamente tenía que fracasar; porque el marxismo
necesariamente tiene que fracasar cuando ataca a una nacionalidad verdadera y
auténtica. Las teorías no son eficaces más que aplicadas a las «cosas»; y sólo
cuando el hombre ha degenerado hasta convertir su humanidad en mera materia
animal, es cuando una teoría puede manejarlo. No es difícil vaticinar que
Rusia misma volverá a recobrar su esencia nacionalista algún día, quizás próximo;
o dejará de existir en otra forma que la de una inmensa estepa surcada por rebaños
y pastores.
La doctrina marxista. La doctrina marxista se funda en dos postulados
teóricos, radicalmente falsos: el materialismo histórico y el
antinacionalismo. El materialismo histórico interpreta el pasado, la historia.
El antinacionalismo preforma absurdamente el porvenir de la vida humana. Según
el materialismo histórico, todas las manifestaciones de la vida humana
(costumbres, pensamientos, arte, filosofía, religión, derecho público,
derecho privado, política, administración y aun la ciencia misma), son reflejo
de las condiciones económicas, materiales en que viven los hombres de cada época.
Para el materialismo histórico un pensamiento, una emoción, un afán colectivo
es siempre el índice de los apetitos materiales o de las dificultades económicas
del grupo, que concibe ese pensamiento, siente esa emoción o acaricia ese afán.
Así el amor a la libertad es ante todo el deseo del burgués de sujetar a su
servicio al proletario, el liberalismo constituye la política dimanante del
capitalismo. Así también el amor patrio, el sentimiento de la nacionalidad, se
interpreta como afán egoista de mantener un orden de unidad nacional y social,
que sólo aprovecha a los de arriba. De esta suerte, nada en la Historia ha sido
sagrado, valioso, santo. Todo queda maculado por la vileza del interés que
-consciente o inconscientemente- se insinúúa, según el marxismo, aun en las más
abnegadas y heroicas formas de la vida.
La falsedad, la arbitrariedad, el satanismo de esta teoría quedan bien a la
vista tan pronto como la doctrina se reduce a fórmulas claras y sencillas. Según
ella todo lo que llamamos cultura no es sino la superestructura brillante con
que una clase dirigente oculta sus apetitos y sus intereses. El origen de esta
tesis es bien claro: hállase en el resentimiento, en la envidia, en el odio, en
el rencor. El materialismo histórico es la concepción biliosa de la historia.
Esa concepción -que explica todo lo grande y bello producido por el hombre,
como hipócrita ocultación de las bajezas y peores vilezas humanas- conduce lógicamente
al segundo postulado del marxismo, esto es, al antinacionalismo. Los marxistas
dicen: borremos las diferencias entre los hombres, no sólo las de clase y
cultura, sino también las nacionales, que no son sino encubrimiento de
intereses locales o de grupos; desaparezcan las naciones; formemos una Humanidad
única y uniforme; borremos los vestigios del pasado particularista, para vivir
todos mejor y realizar todos por igual la esencia y naturaleza humanas.
Pero a tales insensateces cualquier persona algo avisada por la historia y la
filosofía contestaría en seguida: Eso que el marxismo pretende ni es posible,
ni es deseable. La división de la Humanidad en naciones, la diversidad humana,
no sólo no es un estado de cosas deplorable, que convenga superar, sino que,
por el contrario, constituye la forma misma de la existencia y la base
indispensable para todo aumento y progreso de la vida sobre la tierra.
Esencia de la nacionalidad. Pues: ¿qué es una nación? En la masa de
una nacionalidad hay sin duda muchos elementos diversos. Hay cierta unidad de
raza y de sangre. Hay también unidad de idioma. Hay asimismo unidad de habitación
y de convivencia, sociedad nativa. Pero ninguna de esas «cosas» constituye la
verdadera nacionalidad. La nación no es naturaleza; y ni la biología, ni la
linguística, ni la geografía dan cuenta íntegra y exhaustiva de lo que es la
nación. Todo eso: la sangre, la raza, el habla materna, la tierra que nos vió
nacer, está en la nación, en nuestra nación; y a ello va nuestro amor más
puro. Pero nada de eso es la nación. Nuestro amor a la patria, que
efectivamente se posa en todas esas «cosas», trasciende también de todas
ellas. Mira desde el presente al porvenir. Construye una imagen de nuestra
nacionalidad y no está sólo en el pasado y en lo presente, sino que prolonga
lo pasado y lo presente en la hilera de los años y los siglos por venir. Esa
imagen de la realidad nacional, superior al tiempo y a la naturaleza misma, esa
modalidad del ser humano que es el ser español, eso es la nación. La nación
es un estilo de vida.
Cuando un grupo de hombres que viven juntos se siente profundamente animado por
el afán -más o menos consciente y explícito- de imprimir a sus vidas, a sus
actos, a sus producciones, una determinada modalidad característica, que los
diferencia de otros grupos humanos, entonces forman una nación. Nación es,
pues, unidad de estilo en vida colectiva. Decir que España es una nación
equivale a decir que es un estilo. España no es sólo lo que España ha hecho,
sino ante todo y sobre todo, el estilo hispánico que ha impreso en todo lo que
ha hecho y ha de imprimir en todo lo que haga. ¿Qué tienen de común el Cid,
los conquistadores, los Tercios de Flandes, los guerrilleros de la Independencia
con el Quijote, los cuadros de Velázquez, el Escorial, el misticismo religioso,
las estatuas de Alonso Cano? Tienen de común el estilo. La nación española,
en su esencia, no es ni una determinada sangre, ni un determinado idioma, ni un
territorio, sino la modalidad o estilo que en su sangre, en su idioma, en su
territorio, en sus actos todos, en su vida entera, vienen imprimiendo desde hace
muchos siglos unos hombres que han vivido principalmente -no únicamente- en la
península ibérica. La nación española es pues la hispanidad; es decir, no
una «cosa», sino la manera especial de ser de las cosas españolas, de las
obras, de los hechos, de los actos españoles, incluso los errores, incluso los
crímenes. Y lo mismo exactamente puede decirse de la nación italiana y de la
inglesa y de la francesa y de la alemana y de cualquier otra nación que auténticamente
lo sea.
Ahora bien, eso que llamamos «estilo» constituye la forma peculiar del ser
humano a diferencia del animal. En efecto, vivir, para el animal, significa
ejecutar una esencia fija, determinada, prescrita por las leyes naturales biológicas.
El animal es mero ejemplar de una especie definida. El hombre en cambio posee la
libertad -y la tremenda responsabilidad- de hacerse a sí mismo su propia vida.
El hombre, para ser hombre, necesita inexorablemente proponerse ser tal o cual
tipo de hombre; y para lograr su propósito ha de hacer con la naturaleza
(dentro y fuera de sí mismo) tales o cuales cosas. La vida del hombre es propia
creación del hombre, mientras que la vida del animal es simple ejecución de un
programa redactado de antemano por la naturaleza. Por eso a la vida humana le es
esencial el tener estilo. Sin diversidad de estilo en la historia no habría
humanidad. O dicho de otro modo: la variedad de las naciones en el orbe es la
condición misma de la existencia de la Humanidad. No hay humanidad sin
humanidades, esto es, sin naciones.
Los que aspiran a borrar las diferencias entre los distintos tipos humanos,
entre esos diversos estilos de vida, que son las naciones, propónense pues, un
fin que no sólo es imposible de realizar, sino además monstruoso y casi diríamos
satánico. Porque una Humanidad en donde no existieran las diversidades, habría
dejado de ser humana y se habría convertido en pura animalidad. Si la infinita
riqueza de formas, modos y estilos que el hombre crea, desapareciera de nuestra
existencia, la vida humana se reduciría a la repetida ejecución por todos los
hombres de un módulo invariable, es decir, a los términos mismos con que hemos
definido la vida animal.
El nacionalismo no es, pues, una teoría que se pueda discutir, aceptar o
rechazar. Es la realidad misma de la vida humana. Teoría en cambio es el
antinacionalismo marxista; y teoría a cuya falsedad radical se añade el vicio
de un origen impuro y satánico, que arraiga en odio y resentimiento. Colocados
ante las diversidades nacionales e individuales, hay por lo visto, hombres que,
en el fondo de sus almas, no las pueden tolerar. Su actitud repulsiva y
destructora no admite, empero, otra explicación que la siguiente; o piensan: tú
eres mejor que yo y debes renunciar a tu superioridad para que seamos iguales; o
piensan: yo soy mejor que tú y renuncio a mi superioridad para que seamos todos
iguales. En el primer caso, envidia y resentimiento. En el segundo caso, orgullo
y satanismo. En ambos casos, negación, destrucción, nivelación por abajo,
uniformidad en lo inferior, es decir, animalidad y barbarie. El bolchevismo es
el peor enemigo de la civilización humana. Mas por su propia consistencia
resulta a la larga inocuo; porque su teoría contradice demasiado la realidad de
la vida, para poder sustituirse a ella. Pero mientras tanto, puede ocurrir que,
para defenderse contra los ataques de la vesania comunista, una nación necesite
concentrar sus fuerzas y desplegar todas sus energías sobre montones de ruinas
y ríos de sangre inocente. Esto es lo que le ha sucedido a España.
Pero las ruinas se reparan y la sangre se reproduce pronto, cuando la esencia
nacional, el estilo de vida se ha salvado. La hispanidad hállase hoy más
fuerte que nunca. Los años en que el nacionalismo español buscaba anheloso una
forma en que plasmarse, tocan ya a su término. La nación está en temple.
Pueden esperarse de ella legítimamente grandes cosas. Por de pronto acaba de
realizar una hazaña que se empareja con las altas misiones que sucesivamente la
historia le ha encomendado en el pretérito. España salvó antaño la
cristiandad de las acometidas árabes y durante siglos fué el baluarte vivo que
permitió a Europa respirar tranquila. Más tarde abrió las puertas de
Occidente, lanzó a sus hombres por el mundo entero y enseñó a los pueblos lo
que es y lo que puede ser el Estado moderno. Ahora acaba de resolver por
experiencia dolorosa, en su propia carne, el gran problema de ser o no ser, que
se plantea a la Humanidad futura. España ha merecido bien del mundo. ¿Qué
porvenir le está reservado? En la coyuntura del momento presente, con todas sus
energías en plena actividad, con un temple magnífico y desembarazada de los
obstáculos exóticos, que el siglo XIX sembró en su camino, las perspectivas
de España son grandes, incalculables. A los españoles les están permitidas
hoy todas las ambiciones.
* Conferencia pronunciada en Montevideo el 24-V-1938, nunca incluida en libro, ni tampoco en el volumen de Escritos de G. Morente (1983) y, no mencionada en la Bibliografía de García Morente (1998) de G. Díaz.