EL PAÍS, 26-10-1997
¿FIN
DEL ESTADO NACIÓN?
Manuel
Castells
Nuestro
mundo y nuestras vidas están siendo transformados por dos tendencias opuestas:
la globalización de la economía y la identificación de la sociedad. Sometido
a tremendas presiones contradictorias, desde arriba y desde abajo, el Estado
nación, tal y como se constituyó en Europa en los últimos tres siglos, exportándose
luego al resto del mundo, ha entrado en una crisis profunda. Crisis de
operatividad: ya no funciona. Y crisis de legitimidad: cada vez menos gente se
siente representada en él y mucha menos gente aún está dispuesta a morir por
una bandera nacional, de ahí el rechazo generalizado al servicio militar.
Incluso en los Estados fundamentalistas o en los nacionalismos radicales que
proliferan en el planeta, la idea es la sumisión del Estado a un ideal superior
que trasciende al Estado: para el islamismo, por ejemplo, el marco de referencia
es la umma, la comunidad de los fieles por encima de las fronteras. El Estado
nación basado en la soberanía de instituciones políticas sobre un territorio
y en la ciudadanía definida por esas instituciones es cada vez más una
construcción obsoleta que, sin desaparecer, deberá coexistir con un conjunto más
amplio de instituciones, culturas y fuerzas sociales. Las consecuencias de dicho
fenómeno son enormes, puesto que todas nuestras formas políticas de
representación y de gestión están basadas en esa construcción que empieza a
desvanecerse detrás de su todavía imponente fachada. ¿Por qué esa crisis? ¿Y
hasta qué punto la negación del Estado no es una nueva exageración del
neoliberalismo, feliz de anunciar la apertura definitiva de las puertas al campo
del mercado?
El
Estado nación parece, en efecto, cada vez menos capaz de controlar la
globalización de la economía, de los flujos de información, de los medios de
comunicación y de las redes criminales. La unificación electrónica de los
mercados capitales y la capacidad de los sistemas de información para
transferir enormes masas de capital en cuestión de segundos hacen prácticamente
imposible que los Estados y sus bancos centrales decidan sobre el comportamiento
de los mercados financieros y monetarios, algo reiteradamente demostrado en las
crisis monetarias de la Unión Europea desde 1992 y en el sureste asiático en
1997. Pero hay más. Al perder control sobre los flujos de capital, los Estados
tienen cada vez mayores dificultades para cobrar sus impuestos y, en realidad,
en la mayoría de los países, están reduciendo la presión fiscal sobre el
capital, reduciendo por tanto los recursos disponibles para su política.
Teniendo en cuenta la creciente disparidad entre recursos y gastos del Estado,
los Gobiernos han recurrido al endeudamiento en el mercado internacional de
capitales, siendo por tanto cada vez más dependientes del comportamiento de
dicho mercado. Así, por ejemplo, entre 1980 y 1993, la deuda exterior del
Gobierno, en porcentaje del PIB, se dobló en Estados Unidos y se multiplicó
por cinco en Alemania, aumentando también, aunque en menores proporciones, en
otros países como el Reino Unido y España. Japón es la excepción, pero
simplemente porque el Gobierno japonés tiene mayor dependencia financiera que
cualquier país, aunque en su caso es de los bancos japoneses, los cuales a su
vez dependen del excedente comercial de las empresas de su keiretsu. Aunque en
la Unión Europea se ha hecho un esfuerzo notable para reducir la deuda pública
con el fin de cumplir los criterios del euro, la reducción no ha disminuido la
dependencia de la financiación exterior, y es de prever que, una vez asumido el
euro, la integración de mercados financieros internacionales aumentará aún más
el papel de la deuda exterior en la financiación de los gastos del Estado. Por
otra parte, la internacionalización de la producción y la creciente
importancia del comercio exterior en el comportamiento de la economía
disminuyen asimismo la capacidad de los Gobiernos para intervenir en la misma,
exceptuando las inversiones en infraestructura y educación. En la Unión
Europea el proceso de pérdida de soberanía es aún más patente. Para no ser
marginados de la competencia internacional, los Estados europeos decidieron,
probablemente con razón, aunar sus fuerzas, pero al hacerlo han eliminado los
últimos restos de soberanía económica. Con una moneda única, un Banco
Central Europeo y mercados integrados, no pueden darse políticas económicas
nacionales. Incluso los presupuestos de cada país tendrán márgenes muy
estrechos entre las obligaciones históricamente contraídas (tales como
seguridad social), los criterios de los mercados financieros y la armonización
con los criterios europeos.
Procesos
semejantes tienen lugar en los circuitos de información científica, tecnológica
o cultural que circulan globalmente cada vez con más libertad; por ejemplo, a
través de un Internet que no puede controlarse excepto desconectándose de la
red: un gesto desesperado que se paga con la marginación informacional; o en el
caso de los medios de comunicación que combinan una segmentación de mercados
locales con una estructura empresarial y de contenidos enteramente globalizada.
Cierto, puede haber también reacciones extremas como la del Gobierno español
del Partido Popular intentando utilizar a Telefónica para controlar políticamente
los medios audiovisuales. Pero son estertores de un orden estatista condenado de
antemano al fracaso por la reacción de las instituciones europeas y de la
sociedad española, la oposición de otros grupos mediáticos, la evolución
tecnológica (que multiplicará las fuentes de información en los próximos años)
y la propia resistencia de los profesionales de la comunicación a ser corifeos
del pensamiento único.
La
globalización del crimen, aunando esfuerzos entre distintas mafias y explotando
la superioridad de redes transnacionales flexibles frente a la rigidez de
burocracias estatales reacias a salir de sus trincheras, pone definitivamente en
cuestión la capacidad del Estado para hacer respetar el orden legal. Y aunque
Rusia o México sean casos extremos, el sur de Italia, el noroeste de España,
los barrios chinos de Amsterdam o las pizzerías de Hamburgo son embriones de un
cuasi-Estado criminal con creciente capacidad operativa.
Ante
tales amenazas, los Estados nación han reaccionado, por un lado, aliándose
entre ellos; por otro lado, reverdeciendo los laureles del Estado mediante la
descentralización autonómica y municipal. La Unión Europea representa el
proceso más avanzado en ambas direcciones. La defensa europea es, en la práctica,
una cuestión de la OTAN. La política exterior, con matices, y cuando existe,
se define en el ámbito europeo y atlántico a través de un proceso
multilateral. Los grandes problemas planetarios, tales como el medio ambiente,
los derechos humanos, el desarrollo compartido, se abordan en foros
internacionales como las Naciones Unidas y, crecientemente, en organizaciones no
gubernamentales: Greenpeace o Amnistía Internacional han hecho mucho más por
nuestro mundo que cualquier asamblea de Estados.
Por
otro lado, la mayor parte de los problemas que afectan a la vida cotidiana, a
saber, la educación, la sanidad, la cultura, el deporte, los equipamientos
sociales, el transporte urbano, la ecología local, la seguridad ciudadana y el
placer de vivir en nuestro barrio y en nuestra ciudad, son competencia y práctica
de las entidades locales y autonómicas. De ahí la importancia histórica del
nuevo esfuerzo descentralizador de Blair en el Reino Unido, uno de los países
europeos más centralizados hasta ahora. La identidad de la gente se expresa
cada vez más en un ámbito territorial distinto del Estado nación moderno: con
fuerza como en el caso de Cataluña, Euskadi o Escocia, naciones sin Estado, o
con acentos más matizados como en el caso de identidades locales o regionales
en casi toda Europa; pero, en cualquier, caso con mayor apego y legitimidad que
las identidades históricas constituidas, aunque probablemente Francia sea la
excepción, como prueba la eficacia del Estado jacobino republicano en la
exterminación de las culturas históricas; por eso son los franceses los que más
sufren la adaptación a la globalización, porque la inoperancia de su Estado
nación no puede resolverse con el recurso a una red flexible de
administraciones locales ancladas en identidades culturales.
Ahora
bien, pese a su desbordamiento por flujos globales y a su debilitamiento por
identidades regionales o nacionales, el Estado nación no desaparece y durante
un largo tiempo no desaparecerá, en parte por inercia histórica y en parte
porque en él confluyen muy poderosos intereses, sobre todo los de las clases
políticas nacionales, y en parte también porque aún es hoy uno de los pocos
mecanismos de control social y de democracia política de los que disponen los
ciudadanos.
Aunque
las formas del Estado nación persisten, su contenido y su práctica se han
transformado ya profundamente. Al menos en el ámbito de la Unión Europea (y yo
argumentaría que también en el resto del mundo), hemos pasado a vivir en una
nueva forma política: el Estado red. Es un Estado hecho de Estados nación, de
naciones sin Estado, de Gobiernos autónomos, de ayuntamientos, de instituciones
europeas de todo orden -desde la Comisión Europea y sus comisarios al
Parlamento Europeo o el Tribunal Europeo, la Auditoría Europea, los Consejos de
Gobierno y las comisiones especializadas de la Unión Europea- y de
instituciones multilaterales como la OTAN y las Naciones Unidas. Todas esas
instituciones están además cada vez más articuladas en redes de
organizaciones no gubernamentales u organismos intermedios como son la Asociación
de Regiones Europeas o el Comité de Regiones y Municipios de Europa. La política
real, es decir, la intervención desde la Administración pública sobre los
procesos económicos, sociales y culturales que forman la trama de nuestras
vidas, se desarrolla en esa red de Estados y trozos de Estado cuya capacidad de
relación se instrumenta cada vez más en base a tecnologías de información.
Por tanto, no estamos ante el fin del Estado, ni siquiera del Estado nación,
sino ante el surgimiento de una forma superior y más flexible de Estado que
engloba a las anteriores, agiliza a sus componentes y los hace operativos en el
nuevo mundo a condición de que renuncien al ordeno y mando. Aquellos Gobiernos,
o partidos, que no entiendan la nueva forma de hacer política y que se aferren
a reflejos estatistas trasnochados serán simplemente superados por el poder de
los flujos y borrados del mapa político por los ciudadanos tan pronto su
ineficacia política y su parasitismo social sea puesto de manifiesto por la
experiencia cotidiana. O sea, regularán himnos nacionales para que sean
obligatorios y luego añadirán «excepto cuando proceda». No estamos en el fin
del Estado superado por la economía, sino en el principio de un Estado anclado
en la sociedad. Y como la sociedad informacional es variopinta, el Estado red es
multiforme. En lugar de mandar, habrá que navegar.