Suplemento La Jornada Semanal, México, 21-07-1996.

LAS NACIONES, O LO QUE QUEDA DE ELLAS EN LA GLOBALIZACIÓN


Néstor García Canclini




A cinco años del fallecimiento del antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, Néstor García Canclini revisa una de sus ideas centrales, la del “México profundo”. García Canclini es investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana y su libro más reciente es La ciudad de los viajeros. Travesías e imaginarios urbanos: México 1940-2000, escrito en colaboración con Alejandro Castellanos y Ana Rosas Mantecón.



DE GUILLERMO BONFIL A LO QUE PODRÍA SER LA ANTROPOLOGÍA

¿Cómo arraigarse en una nación y a la vez aprovechar los cruces con otras culturas? ¿Defender lo propio siendo cosmopolita? ¿Es posible para un poblador adherido a su barrio o su etnia, para un antropólogo o un escritor especializado en los saberes y los sabores de una cultura local, o sea, para gente de un solo amor, captar los movimientos en que lo nacional se reformula al negociar con lo transnacional?

A cinco años de la muerte de Guillermo Bonfil (19 de julio de 1991), conviene recordar que puede ayudarnos a responder estas preguntas su última conferencia, “Desafíos a la antropología en la sociedad contemporánea”, que dio en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa el 3 de julio de 1991. Se preguntaba entonces cómo tendrían que cambiar la antropología y los antropólogos para hablar de la reestructuración vertebral de nuestro tiempo: la globalización. Comenzó su conferencia refiriéndose a los capitales que se mueven cada vez más libremente por el mundo, sin fronteras nacionales ni étnicas; la presencia de tecnologías de punta en sociedades tradicionales; el intercambio fluido de informaciones e ideas en todo el planeta. Como antropólogo atento a lo que sucede con las personas, destacó el “movimiento globalizador de mano de obra”, que también se está moviendo a través de las fronteras nacionales en función, justamente, de dónde se implantan los capitales y a dónde llegan las nuevas tecnologías.

Su primera reflexión ante estos procesos fue defensiva, pero no ingenua. Convencido del valor intrínseco de cada cultura y de que la antropología —por “vocación histórica”— está “más capacitada para conocer las tradiciones locales”, dijo que “la primera tarea de esta disciplina” debiera ser “documentar el estado actual” de los rasgos “que no corresponden a un modelo de sociedad moderna que se está implantando”, “rescatar por lo menos el testimonio de formas de vida, de experiencias humanas, de rostros culturales de la humanidad, de proyectos germinales, que son diferentes del proyecto que se está tratando de plantear como homogéneo y como hegemónico”. La primera reacción era semejante a la de cualquier antropólogo clásico, o sea, exaltar lo tradicional y deslindarlo de lo moderno, con el esquema binario, un poco maniqueo, que organizó su último gran libro: la división tajante entre el México profundo y el imaginario.

Pero también sensible a las variadas formas en que los grupos se apropian de lo moderno, evocó el uso de las computadoras por los jóvenes mixes para recoger sus tradiciones orales, para recuperar con una tecnología avanzada su propia sabiduría antigua. Ese ejemplo muestra, nos decía, que las innovaciones modernas no desvirtúan fatalmente las culturas tradicionales, sino que pueden reforzarlas. Si la antropología se dedicara más, según Bonfil, a conocer cómo los otomíes del Valle del Mezquital interpretan los mensajes de la televisión, o cómo los grupos populares urbanos descodifican la información extranjera que reciben diariamente, podríamos tener una visión menos estereotipada y alarmada de la globalización. De manera que luego de advertirnos contra las tendencias homogeneizadoras, prevenía sobre el riesgo de creer que la modernidad sólo uniforma.

Sin embargo, Bonfil no reducía el aporte antropológico a la construcción de una mirada más atenta hacia la diversidad de lo cotidiano. Por una parte, sugirió que el proceso de globalización exigía modificar los instrumentos conceptuales con que analizamos la cultura. Ponía el ejemplo de Tijuana, donde unos diez mil mixtecos, muchos de los cuales nacieron allí, siguen siendo mixtecos, hablan la lengua y mantienen vínculos con las comunidades originarias de sus padres. Aún más sorprendente le parecían los mixtecos de California, en Estados Unidos, que acababan de reunirse con los de Baja California para reflexionar sobre su nueva condición, tan lejana del contexto oaxaqueño, pero conectada con su cultura tradicional.

Bonfil concluía que conceptos como el de “regiones del refugio” no sirven ya para entender a esos grupos étnicos dispersos en múltiples asentamientos. Participaba, así, del debate suscitado por la globalización en la antropología de casi todo el mundo, que creció a lo largo de los noventa también en México. Algunos antropólogos e historiadores reelaboran la teoría social, por ejemplo los conceptos de comunidad y la posición centro/periferia, insostenibles cuando se trata de estudiar “economías cruzadas, sistemas de significados que se intersectan y personalidades fragmentadas”. Estoy pensando en Renato Rosaldo, Roger Rouse y Marc Augé, quienes demuestran que la noción de comunidad sirve cada vez menos para designar la cohesión abstracta de un grupo en relación con un único territorio, como si los vínculos entre los miembros fueran siempre más intensos dentro que fuera de ese espacio. Tampoco es útil la oposición entre centro y periferia, si la seguimos concibiendo como gradaciones de poder y riqueza que estarían distribuidas concéntricamente: lo mayor en el centro y una disminución constante a medida que nos movemos hacia zonas circundantes. Ahora el mundo funciona con otra cartografía que requiere nociones como las de frontera, circuitos y diáspora.

¿Dónde está —preguntaba Bonfil en su libro México profundo— nuestra antropología de las grandes transnacionales? ¿Qué herramientas necesitaríamos desarrollar para hacer la antropología de lo transnacional, no como los resultados que tiene lo transnacional en las comunidades que estamos acostumbrados a estudiar, sino como el fenómeno en sí mismo?


EL TRATADO DE LIBRE COMERCIO: DUDAS Y PESARES

La reciente publicación de las Obras escogidas de Guillermo Bonfil (México, 1995) permite entender cómo llegó a estos desafíos de fin de siglo luego de dedicar casi toda su vida a conocer las conductas, el pensamiento y el silencio de los indios de México. En verdad, había comenzado su trabajo estudiando esas culturas tradicionales y declarando a la vez que eso no era lo único que se debía estudiar: su texto fundador, “Del indigenismo de la revolución a la antropología crítica”, reprochaba que “el antropólogo mexicano resulta ser un especialista en culturas aborígenes”. Como en aquel lejano artículo, en el último de su vida —dedicado al Tratado de Libre Comercio— sostuvo que México es mucho más que sus cuestiones indígenas, y que en el mundo hay otros movimientos, más allá de las culturas locales, que merecen atención. Y demostraba que la antropología puede decir sobre esos campos, que algunos suponen extraños a su tradición, algo que a otras disciplinas no se les ocurre. Lo habíamos comprobado al ver la originalidad con que trabajó sobre las culturas —no sólo indígenas— en el Museo Nacional de Culturas Populares. Quienes conocimos la apertura con que recibió y promovió los estudios sobre el México moderno en el Seminario de Estudios de la Cultura del CNCA, habíamos apreciado las preocupaciones que llegó a formular en su artículo póstumo sobre los efectos culturales del TLC (“Dimensiones culturales del TLC”, México indígena, 24 de septiembre de 1991).

La globalización no sólo es un desafío epistemológico y político para la antropología consagrada a las culturas tradicionales. Trae también una reconstrucción dramática de las identidades. Por eso, hablar de la globalización de la economía y de la cultura, de una nueva ubicación de México en el sistema transnacional de fin de siglo, fue —para un creyente en el humanismo de la Revolución Mexicana— hablar desde el dolor.

Porque se trata de sentimientos, no se puede resumir ni glosar la voz del autor. Escribió Bonfil en su texto final:

Desde los años veinte se definió una ideología nacionalista que fue bandera de los gobiernos de la Revolución. Esa ideología no se mantuvo sin cambios: hubo avances, retrocesos, énfasis diferentes según coyunturas y estilos personales en cada régimen. Pero ciertos principios se mantuvieron al menos en el discurso oficial y en los contenidos de la educación pública. Muchas generaciones de mexicanos aprendimos que la soberanía nacional era un valor que ameritaba cualquier sacrificio, por ejemplo, que las nacionalizaciones del petróleo, los ferrocarriles, la energía eléctrica y después la banca, eran hitos históricos que reafirmaban nuestra soberanía nacional; que el criterio fundamental para adjudicar la tierra era dársela a quien la trabaja, no a quien la haga producir con mayor ganancia económica. También aprendimos una cierta visión, una imagen del país vecino del norte, que se resumía en la frase: “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos” y, hablando de Dios, también nos quisieron laicos, partidarios de la separación absoluta entre Iglesia y Estado, conscientes del peligro que representa la injerencia de aquélla en los asuntos que son competencia de éste, y que eran muchos. Aprendimos a ver la frontera norte como una línea que nos separa, porque éramos y queríamos seguir siendo diferentes. Todo esto aprendimos, mal que bien, en la escuela. ¿Hasta dónde esos principios de ideología nacionalista son compatibles con el proyecto histórico por el que se está optando para encauzar al país? ¿Qué alquimia intelectual habrá que hacer para convertir lo que se llama “derechos históricos inalienables” de campesinos y obreros, en “obstáculos a la modernización” y excrecencias de un pasado vicioso? Me resulta difícil aceptar que el nuevo proyecto nacional que se perfila hoy es simplemente la etapa actualizada del viejo proyecto de la Revolución Mexicana.

El TLC fue leído por Bonfil desde la cultura local y desde la inevitable transnacionalización. Su humanismo liberal, laico y cosmopolita estuvo presente en su valoración positiva de algunas consecuencias que intuía en la apertura comercial y cultural:

En el terreno cultural, en efecto, una de las posibilidades más sugerentes y positivas del TLC sería la de facilitar la circulación más libre de ideas y de los valores alternativos que éstas conllevan. Por decirlo en términos telecistas: una oferta mayor y más diversificada de ideas y valores capaces de dar sentido a nuestra existencia. Sería inaceptable, por eso, que la excepción prevista por el GATT en razón de proteger la moral pública fuese usada para restringir el acceso que debería ser creciente de la sociedad mexicana a todas las ideas y valores que coexisten en el mundo contemporáneo.

Otra expectativa favorable que le suscitaba la integración trinacional norteamericana era el estrechamiento de los vínculos con los chicanos y los mexicanos residentes en los Estados Unidos. Ya en 1991 se preguntaba si la transnacionalización económica y cultural sólo implicaría la circulación libre de lo importado, o también podría “abrir la puerta” a lo producido en México para que llegara a los veintidós millones de hispanohablantes que viven en EUA.

Se trata de ampliar la comunicación directa con un segmento de la población norteamericana que está en condiciones de convertirse en un aliado activo de las causas mexicanas. Por eso es mucho más importante que como simple mercado potencial. Pero entonces el problema no puede ser visto en términos meramente económicos: no es cuestión de balanza comercial y, por tanto, los intereses empresariales de las industrias culturales pueden no ser los únicos que se tomen en cuenta, ni los más importantes. No se trata de ponerle una vez más la mesa a Televisa y similares, sino de articular una estrategia al servicio del interés nacional en la que se encuadren las industrias culturales.

Nueva articulación de lo propio y lo extraño, de lo propio que está en otras regiones (los mexicanos residentes en EUA) y de lo extraño que va siendo parte de lo nuestro en la medida en que queremos ser, según aquella frase de Octavio Paz, “contemporáneos de todos los hombres”. Sin embargo, advertía Bonfil, en este juego de diásporas debemos preguntarnos qué estilo de vida estamos eligiendo. Con la apertura del mercado ¿se trata simplemente de promover una oferta mayor y de productos más variados? Él percibía que se optaba por un modelo “que valora la adquisición, la acumulación y la renovación de bienes como el propósito más alto de la existencia social e individual. En una sociedad como la nuestra, en el futuro previsible, este modelo producirá, además, mayor desigualdad: una concentración más lata y una marginación más extendida”.

Para ejemplificar el giro radical que contienen estos cambios, Bonfil analizó los dilemas de la vida campesina: “Nuestra agricultura tradicional, forjada en el transcurso de milenios, busca la diversificación para alcanzar la autosuficiencia. Obedece, pues, a una lógica de la producción que es radicalmente opuesta a la lógica que privilegia al mercado. La contradicción no es nueva (véase la historia de la política de crédito al campo, empeñada en impulsar cultivos 'comerciales' en detrimento de los de subsistencia); sólo que en el proyecto actual esa contradicción se acentúa y se torna más nítida e irreductible. Y no es sólo un problema de orientación del crédito: toca directamente asuntos como la forma de tenencia de la tierra (el ejido y las tierras comunales frente a la propiedad privada), la organización del trabajo y, a fin de cuentas, las bases mismas de la vida rural. No hay por qué escandalizarse del cambio; la cuestión está en quiénes lo deciden y con cuáles razones: ¿qué peso tiene la opinión real de los campesinos acerca de los cambios que se demandarán de ellos?, ¿quiénes y cómo van a decidir si la opción favorable es la especialización de la producción agrícola en cultivos comerciales o, por el contrario, la diversificación orientada hacia la autosuficiencia alimentaria?”


GLOBALIZACIÓN HABLADA EN INGLÉS, PERO, ¿EN CUÁL DE TODOS?

Es posible que la antropología y las demás ciencias sociales tengan bastante que decir sobre estas peripecias de fin de siglo, en la medida en que se conciban no como guardianes de lo que heredamos sino como estudios abiertos a las nuevas combinaciones entre lo propio y lo disperso, lo local y lo globalizado. Pienso que el dolor final de Bonfil tenía que ver, en parte, con la efectiva agonía del nacionalismo revolucionario y con su reemplazo por el neoliberalismo, más norteamericanizado que globalizador. Pero a la vez, ese malestar se agudizaba por su filosofía binaria de la historia mexicana y latinoamericana, en la que oponía frontalmente naciones profundas y países imaginarios.

No me parece que en el estado actual de las ciencias sociales esa polaridad puede ser el eje del análisis social. Como el propio Bonfil lo señaló en las partes más sutiles de sus textos, la globalización y la modernización no son omnipotentes. Una buena parte de la investigación antropológica y sociopolítica sobre el México contemporáneo muestra que la dominación no es vertical, absoluta, y pocas veces pretende serlo. Más que dominación es hegemonía, o sea, un conjunto de estrategias diversificadas por medio de las cuales los grupos que concentran el poder se relacionan con los subalternos, considerando hasta cierto punto su diversidad y sus demandas. En el debate internacional ha pasado el tiempo de las oposiciones extremas, del binarismo y de las conspiraciones manipuladoras en una sola dirección. Stuart Hall, por ejemplo, afirma que para entender las formas actuales de poder económico y cultural hay que trabajar esta aparente paradoja: vivimos en un mundo “multinacional pero descentrado”. Si bien “la cultura masiva global” permanece centrada en Occidente, “habla inglés en un lenguaje internacional”, “habla una variedad de formas rotas del inglés”. Su expansión se logra mediante una homogeneización “enormemente absorbente” de las particularidades locales y regionales, que ni siquiera “trabaja para la completud”. “No está tratando de producir miniversiones de la anglicidad o la americanidad en todas partes, sino que reconoce y absorbe las singularidades”. En una referencia específica a los vínculos de Estados Unidos con América Latina, Stuart Hall dice que la hegemonía estadounidense no puede ser entendida si la pensamos como destrucción de lo diferente; lo que se observa son, más bien, múltiples caminos a través de los cuales “la política norteamericana penetra y repenetra, reformula, negocia con lo específico de los países latinoamericanos”.

Tampoco los estudios recientes sobre las culturas populares permiten sostener aquella polaridad. Muchos representantes del México profundo están interesados en la modernización; no sólo enfrentan y resisten, también transaccionan y consienten, toman prestado y reutilizan. Las culturas locales crecen y se expanden a fuerza de volverse cosmopolitas, como los artesanos prósperos de Michoacán o Guerrero cuando descubren que la preservación pura de sus tradiciones no puede ser el único recurso para reproducirse y reelaborar su situación: al incorporar a los diablos de Ocumicho y a las pinturas en amate de Ameyaltepec escenas contemporáneas, al aprender a viajar en avión y a manejar tarjetas de crédito, al aprender inglés, consiguen el dinero que les permite modernizar su vida cotidiana y al mismo tiempo revitalizar sus tradiciones y ceremonias antiguas. Guillermo Bonfil vio algo semejante en los mixes que sistematizan sus tradiciones orales en las computadoras, y en los mixtecos de Tijuana. Si hubiera podido acompañar las renovadas luchas indígenas y campesinas de los años recientes, en Chiapas y en otras zonas de México, rurales y urbanas, hubiera registrado que pueden navegar por Internet y otras rutas no convencionales con que los grupos populares buscan integrarse a la modernidad y sacarle provecho.

El agravamiento de la desigualdad centenaria por los últimos cambios de la sociedad mexicana hace que las confrontaciones tengan a veces el aspecto de simple oposición. No faltan situaciones en que se exasperan las diferencias y desigualdades, al punto de que las clases y las etnias actúan como si todo se redujera a enfrentamientos. Pero aún en los amplios sectores perjudicados por la reestructuración económica reciente, las interacciones cotidianas de las mayorías revelan que México sigue siendo un país híbrido, donde se cruzan todo el tiempo lo hegemónico y lo popular, lo local, lo nacional y lo transnacional. No se entienden las oposiciones y los conflictos si no se miran conjuntamente con las transacciones e intercambios entre lo que parece más profundo y lo que parece sólo imaginario.

Valoro mucho la intención y el esfuerzo político que nutren la concepción del México profundo. Es aún una cuestión indecisa cómo pueden articularse estas preocupaciones ético-políticas con las descripciones de las ciencias sociales, según las cuales el México de fin de siglo es a la vez tradicional y moderno, latinoamericano y norteamericano. Se trata de repensar una historia nacional bien perfilada, profunda, y los proyectos en los que movimientos diversos intentan reasumir esa fuerza para intercambiar sus productos y experiencias en el gran tianguis del mundo.


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