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Giovanni Gentile

Orígenes y doctrina del Fascismo

(1929)


GENTILE, Giovanni — Origini e dottrina del fascismo.Roma, Libreria del Littorio, 1929, pp. 5-54.Extraído y traducido de: DE FELICE, Renzo — Autobiografia del Fascismo. Antologia di testi fascisti 1919-1945. Torino, Einaudi, 2004, pp.247-271.


 

I. Las dos almas del pueblo italiano antes de la guerra

La guerra fue para Italia la solución de una profunda crisis espiritual, y este carácter suyo se debe tener en cuenta, para quien quiera antes que nada entender algunos aspectos del ánimo con el cual, lenta y laboriosamente, maduró durante los primeros meses del ‘15 en Italia la resolución de pelear contra los Imperios Centrales, antes aliados nuestros; y después ver a fondo los motivos de las consecuencias particulares, morales y políticas que tuvo la guerra en Italia. La historia de la guerra no está toda en la trama de los intereses económicos y políticos ni en el desarrollo de las acciones militares. Ésta fue combatida, y primero querida y después sentida y valuada por el pueblo italiano: por el pueblo como minoría guiadora y como mayoría guiada. Querida, sentida y valuada con un cierto ánimo del cual los hombres de Estado y los generales no podían prescindir; ánimo sobre el que obraron pero que, todavía más, obró sobre ellos condicionando sus acciones. Ánimo no del todo claro y coherente, ni fácilmente determinable ni inteligible en general. No armónico, sobre todo a la víspera y al día siguiente de la guerra, cuando las tendencias y fuerzas divergentes no estaban bajo la disciplina que, bajo la voluntad de los hombres y por la necesidad misma de las cosas, impone la guerra a las voluntades y a los espíritus. No armónico, precisamente porque al prescindir de las variedades menores, había en el alma italiana dos corrientes diversas y dos almas casi irreductibles que combatían desde hacía casi dos decenios y se disputaban en el campo encarnizadamente para lograr aquella conciliación que requiere siempre una guerra combatida y una victoria final con el triunfo de uno de los adversarios, que sólo puede conservar del vencido aquello que es conservable. Basta remontarse a la apesadumbrada historia de la neutralidad italiana, a las fieras polémicas que se desarrollaban entre los neutralistas y los intervencionistas, a las actitudes diversas que vino asumiendo la tesis de los intervencionistas, a la facilidad; con la cual ellos, poco a poco, aceptaron todas las ideas, las más variadas y opuestas que se presentaran de cualquier modo favorables a la intervención, y a los medios de toda clase a los cuales los neutralistas poco a poco se aferraron, no obstante haber conjurado aquello que ellos sinceramente consideraban la desdicha suprema de la guerra, para tener que reconocer que no eran propiamente dos opiniones políticas o dos concepciones históricas que se peleaban el campo, sino que eran dos almas, cada una con su orientación fundamental y con su exigencia general y dominante. Para unos lo esencial era hacer la guerra, con Alemania o contra ella. Pero entrar en la guerra, lanzar al fuego a toda la nación, a los deseosos o no deseosos, no tanto por Trento y Trieste y la Dalmacia, ni tampoco ciertamente por las ventajas especificas, políticas y militares, sino económicas que estas anexiones hubieran podido acarrear, ni por las adquisiciones coloniales que otros se prometían; aunque también estos fines particulares fueron de tomarse en cuenta como corolarios o condiciones de aquello preeminente y sustancial que era de perseguir. Era necesario entrar a la guerra, para cimentar la sangre de esta Nación, formada más por fortuna que por valor de sus hijos; más por concurso de las contingencias favorables que por esfuerzo eficaz de la voluntad interna del pueblo italiano consciente de su unidad, de su interés por la unidad, de su derecho a la unidad. Cimentar la Nación, como sólo puede hacerlo la guerra, creando en todos los ciudadanos un solo pensamiento, un solo sentimiento, una misma pasión y una esperanza común; un ansia vivida por todos día a día, en un mismo anhelo por la vida de cada uno, vista y sentida oscura y vivamente, como conexa con la vida y la suerte de una cosa que es común a todos pero que trasciende el interés particular de cada uno. Cimentar esta Nación para hacer de ella una Nación verdaderamente real, viva, capaz de moverse y de querer y de hacerse valer y pesar en el mundo, y entrar en suma en la Historia con su personalidad, con su fisonomía, con su carácter, con una nota original, sin vivir más de la mendicidad de las civilizaciones, ajena y a la sombra de los grandes pueblos hacedores de la historia.

Por lo tanto, crear de verdad esta Nación, como sólo es posible que surja cada realidad espiritual: con un esfuerzo y a través del sacrificio, que era aquello que en cambio asustaba a los demás, a los sabios y a los positivos, quienes pensaban en el riesgo mortal al cual la guerra hubiera expuesto a esta Nación joven, que no había probado nunca una guerra nacional, no estaba de manera suficiente preparada para una guerra tal ni moral ni materialmente, ni tampoco estaba lo suficientemente sólida en su unión —de fecha todavía reciente— como para poder lanzarse en la reyerta sin peligro de desgajarse al primer choque violento. Sin decir que, —al parecer del más sabio de los sabios—, hechas bien las cuentas, la neutralidad hubiera podido producir frutos también más abundantes que una guerra victoriosa: frutos tangibles, de terminados, materiales; aquéllos que para los sabios de la política son los únicos de los cuales conviene hablar.

El punto de disentimiento era éste precisamente. Los neutralistas estaban por la utilidad y los intervencionistas por una razón moral que no era tangible ni palpable y que no se podía pesar en la balanza —al menos sobre aquélla que los otros empleaban—, aunque esta razón moral fuese también de tal envergadura que sobrepasara a las demás para quien fuese capaz de reconocerla.

Ya que es evidente que cualquier ventaja de cualquier orden presupondrá siempre que el aventajado esté en grado de aprovechar y conservar sus ventajas, de defenderlas y regirlas sobre la propia personalidad, la cual es el fundamento y el principio de todo; ya que todo es nada para los individuos como para los pueblos, sin la voluntad de que todo puede y debe servirse y hacer valer todo, y la voluntad es conciencia de sí, carácter, individualidad sólida y enérgica, la mayor riqueza que los padres al morir pueden dejar a los hijos, y la obra mayor que pueda formar la ambición de los hombres de Estado respecto a su pueblo.

En vísperas de la guerra, esta dualidad de almas —una de las cuales oprimía a través de una opinión pública, cuyas manifestaciones se volvían siempre más vivaces, y la otra resistía no a través del Gobierno, centro de los poderes políticos legalmente constituidos, sino de aquel parlamento que entonces parecía fuente de cada poder de iniciativa, y por tanto sujeto fundamental de la soberanía del Estado— estaban declaradas en contra, irreconciliables, amenazantes, como a la víspera de una guerra civil. Ésta fue evitada por la intervención suprema del Rey, quien dio al Gobierno la fuerza de declarar la guerra. Y fue el primer paso decisivo a la solución de la grave crisis.

 

II. La Nueva Italia del “Risorgimento”

La crisis tenía orígenes remotos y raíces enclavadas en lo íntimo del espíritu italiano. El cual tenía una historia reciente, fácilmente individualizable, pero consecuente al desarrollo plurisecular de su civilización. La historia reciente es la del Risorgimento, en donde se despierta políticamente esta nueva Italia y quiere levantarse y afirmarse: desde los orígenes del movimiento nacional decimonónico. ¿Cuáles son las fuerzas activas del Risorgimento, aun en el complejo de las condiciones externas e internas en las cuales estas fuerzas pudieron operar? La masa del pueblo italiano, a la cual algún historiador tendería hoy a atribuir una notable, si no preponderante, acción sobre el Risorgimento; las simpatías inglesas y las ayudas francesas; las guerras entre Prusia y Austria y entre Prusia y Francia, etc.: estas no pueden ser sino condiciones del Risorgimento. Sin Cavour, Napoleón III no habría combatido nunca en Lombardía. La causa agente está siempre en una idea hecha persona, en una o más voluntades determinadas que persiguen objetivos determinados: en un espíritu consciente que tiene un programa para realizarlo en acto y en un pensamiento concreto históricamente operante. Por esto no hay ninguna duda de que el Risorgimento italiano fue obra de pocos, y no podía no ser obra de pocos. Los pocos, en cuanto son conciencia y voluntad de una época, tienen en sus manos la historia, ven las fuerzas que están a su disposición, hacen materia aquello que sólo es verdadera fuerza activa y productiva: su voluntad.

Esta voluntad es el pensamiento de los poetas, de los pensadores, de los escritores políticos, que saben hablar a tiempo un lenguaje que responde a un sentimiento universal, es decir, capaz de devenir tal. De Alfieri a Foscolo, de Leopardi a Manzoni, de Mazzini a Gioberti se vienen tejiendo los hilos de un nuevo entramado que es un pensamiento nuevo, una nueva alma, una nueva Italia, la cual difiere de la vieja por una cosa muy sencilla y, sin embargo, de enorme importancia: que ésta toma a la vida en serio y aquélla no. Una Italia de hecho era querida en todo tiempo, se había hablado siempre de ella: se cantaba en todos los tonos y se había razonado en prosa o en rima, con cada género de argumentos. Pero fue siempre una Italia vivida más o menos en los cerebros doctos y con la doctrina más o menos alienada de la realidad de la vida, en donde cada hombre que tome las cosas en serio debe cargar con las consecuencias de sus propios convencimientos, y traducir las ideas en acciones. Era necesario que esta Italia descendiera en los corazones, junto —se entiende— con todas las ideas pertenecientes a lo concreto de la vida, y que aquí se volviera una cosa viva y positiva. Éste es el significado del gran lema: “pensamiento y acción” de Giuseppe Mazzini, que fue la más grande revolución preconizada y realizada por él, inculcando en el ánimo de muchos que eran todavía —se entiende— pequeña minoría, pero que bastaron para imponer el problema donde éste podía ser resuelto, en el juego de la opinión pública italiana y de las fuerzas políticas internacionales, donde la vida no es juego sino misión, en donde el individuo tiene por esto una ley y un fin, en cuyo logro obtiene su valor; y que, por lo tanto, le conviene sacrificarse a este fin, sacrificando ya sea los intereses privados, cómodos y cotidianos, o ya sea directamente la vida, de donde nació finalmente y arraigó sobre el pueblo italiano aquella planta-hombre que Alfieri había deseado, pero que desde hace siglos no se veía.

Ninguna revolución de nuestro Risorgimento manifiesta con más evidencia este carácter de un idealismo y de un pensamiento que precede en la acción y la suscitan. Y ahí encuentra su complacencia. En esto no se necesitan materiales de la vida y sentimientos elementales largamente difusos que prorrumpan en furias populares amotinadas e impetuosas. Las demostraciones del 47 y del 48, fueron esas mismas manifestaciones de intelectuales, como, hoy se diría, y por lo demás, medios predispuestos de la minoría de los patriotas que eran los portadores de aquel idealismo y empujaban gobiernos y pueblos hacia su actuación. Ninguna revolución en este sentido fue más idealista que aquélla que se cumplió en el Risorgimento italiano.

El idealismo —como fe en la necesidad del advenimiento de una realidad ideal, como concepto de la vida que no debe cerrarse en los límites del hecho, sino progresar, transformarse incesantemente y adecuarse a una ley superior que actúe sobre los ánimos con la fuerza misma de su idealismo—, este idealismo es la sustancia de la enseñanza mazziniana, la cual, comprendida bien o mal, fue el alma de nuestro Risorgimento, y cuya influencia moral que ejerció y el conocimiento que difundió fuera de Italia constituyeron el carácter histórico de su gran advenimiento en el mundo. Mazzinianos en tal sentido fueron Gioberti y Cavour, Vittorio Emanuele, Garibaldi y todos los patriotas que trabajaron en la fundación del nuevo reino. Mazziniano fue todo el Risorgimento, no sólo en las fuerzas políticamente operantes, sino en todas las formas de la vida espiritual italiana, ya sea que en éstas se reflejara el cálido rayo del espíritu mazziniano, o ya sea que éstas maduraran independientemente de los escritos y de la propaganda del gran Genovés. Escritores de primer orden como Manzoni y Rosmini, no tienen ninguna relación histórica con Mazzini, pero tienen la misma huella, y concurren por caminos convergentes al mismo efecto: el de sembrar en los ánimos una convicción. Y ésta es, que la vida no es propiamente aquélla que es, sino aquélla que debiera ser, y que sólo la segunda, llena de deberes y dificultades, requiere siempre esfuerzos de voluntad y abnegación y corazones dispuestos a sufrir para hacer posible el bien, y para poder ser digna de ser vivida. Convicción antimaterialista, esencialmente religiosa.

Pues bien, si recorremos la serie de los escritores y los pensadores de ese tiempo, no encontraremos un sólo materialista; uno solo que no sienta religiosamente la vida, que a pesar de los contrastes de naturaleza política que se encuentran entre las aspiraciones. nacionales y las doctrinas o las exigencias de la Iglesia, no reconozca de algún modo la necesidad de revigorizar el sentimiento religioso y de reavivar en los ánimos aquella fe, que para los italianos se había vuelto una exterioridad formal y mecánica. Un Giuseppe Ferrari (que podría recordarse como excepción), confirma la verdad del juicio, ya que él terminó en una soledad absoluta, combatido no solamente por Gioberti y los moderados sino por el mismo Mazzini: Ferrari era un espíritu inquieto, turbio, oscuro a sí mismo, contradictorio, inconcluyente; tan formidable por las brillantes cualidades de su ingenio y por su vasta cultura en la crítica como su ineptitud en el construir.

La religión de Gioberti no es aquélla de Rosmini, ni aquélla de Manzoni. La de Mazzini no es aquélla de Tommaseo sólo por contraponer espíritus afines. Cavour y Ricasoli sienten vivamente entre ellos el problema religioso como un problema individual y político de la Nueva Italia, pero la diferencia entre ambos es bastante grande. Uno de los pensadores más insignes en materia religiosa es Lambruschini, quien se viene estudiando hoy con mucho interés por la frescura y profundidad de sus ideas religiosas, pero es un solitario. Y en suma, no se puede hablar de ningún movimiento religioso italiano de la primera mitad del ochocientos, un movimiento que tenga un carácter y un programa y en el que muchos— participaran. Pero en medio de la variedad de las ideas y de las tendencias hay un fondo común a todos: la fe en la realidad y en la potencia de los principios ideales que gobiernan el mundo; por lo tanto la oposición al materialismo es la concepción espiritualista de la vida. Ésta es la fisonomía general. Éste es el terreno en el cual convergen y pueden entenderse o luchar.

 

III. El ocaso del “Risorgimento” y el reino de Umberto I

Esta concepción religiosa idealista de la vida, que en el Risorgimento está en la base de la conciencia patriótica nacional, domina y rige el espíritu italiano hasta el agotamiento de aquel movimiento histórico. Es la atmósfera en la cual se respira, no obstante, en los tiempos heroicos, hasta la proclamación del Nuevo Reino con Cavour; pero es también después, en el periodo de los diádocos, de Ricasoli a Lanza, Sella, Minghetti, hasta la ocupación de Roma y el orden de las finanzas del Estado, cuando la obra parece terminada, cerrado el Risorgimento y llegado el momento de lanzar a este pueblo italiano devenido en Nación a través de duras pruebas y severos sistemas de disciplina, en la vía del libre desarrollo democrático de las fuerzas económicas y morales que tenía en su seno.

El trastorno parlamentario de 1876 marcó, si no el fin, la detención del camino por el cual Italia fue encaminada desde el principio del siglo con aquel espíritu que hemos tratado de definir. Se cambió de dirección, y no fue capricho, turbación o debilidad de hombres, sino necesidad histórica que sería tonto deplorar hoy, pero que ayuda más bien a darse cuenta. Parece la verdadera conquista de la libertad, ya que del ‘61 al ‘76, la dirección de la política italiana fue siempre de la derecha, la cual no era poco escrupulosa en la observación y en el respeto de las libertades estatuidas, sino que concebía a la libertad de manera opuesta a la izquierda. Ésta se movía siempre del individuo al Estado, y aquélla del Estado al individuo.

Mientras que los hombres de la izquierda convenían por diversas razones —según su diverso origen y según su diversa formación mental— en concebir al pueblo como el conjunto de ciudadanos que lo componen, y de cada uno hacían el centro y la fuente de los derechos y las iniciativas que un régimen de libertad debía garantizar y respetar, los hombres de la derecha, en cambio, aunque tenían varias tendencias de modos de pensar, estaban firmes y concordes con el concepto de libertad y no podían hablar de ésta más que en el Estado. Una libertad seria y con un contenido importante no se obtenía sino dentro del sólido organismo del Estado, cuya soberanía debe ser el fundamento inamovible de las variadas actividades y del juego de los intereses particulares; por tanto, de ninguna libertad individual se puede hablar si no se concilia con la seguridad y autoridad del Estado. En suma, el interés general debe siempre anteponerse a cualquier interés particular, y con tal objeto, la ley debe valer en modo absoluto e investir irresistiblemente la vida del pueblo. Concepto evidentemente exacto pero no sin peligros, en cuanto si es aplicado sin resguardo a los motivos de los cuales surge, parece justificar el concepto opuesto, conduce al estancamiento y por tanto al aniquilamiento de la vida que el Estado acoge en si y disciplina en el organismo de sus relaciones, pero que no debe ni puede suprimir. El Estado deviene una forma diferente al contenido; extraña a la materia que debe regular, pero se mecaniza y amenaza volcar en el mecanismo su materia. El individuo, no investido interiormente de la ley, no absorbido en la misma vida del Estado, se contrapone al Estado y a su ley, y siente a ésta como un límite, como una cadena por la cual quedará sofocado si no se arriesga a despedazarla. Fue la sensación de los hombres del ‘76. El país tenía necesidad de un respiro más amplio. Sus fuerzas morales, económicas y sociales debían desarrollarse, sin ser comprendidas más allá por una ley que no lo reconocía. He aquí la razón histórica de la revuelta, con la que empieza el nuevo periodo de crecimiento y desarrollo de la Nación nueva: desarrollo económico (industrial, comercial, ferroviario, bancario, agrícola) y desarrollo intelectual (científico y escolar). Es lo realizado en el reino de Umberto I. La Nación que había recibido una forma desde arriba, se eleva desde el fondo, y se esfuerza como puede en elevarse a un nuevo nivel, dando al Estado —que ya tenía sus códigos— su mecanismo administrativo y político, su ejército y sus finanzas. Pero languidecía. Un vivo contenido de fuerzas reales, brotadas de la laboriosidad individual y popular puesta en movimiento por los intereses que el Risorgimento, comprendido todo por la grandeza del fin político a lograr, no había tenido en cuenta.

El ministro más grande del Rey Umberto, Crispi, queriendo detener violentamente este movimiento de crecimiento y restaurar vigorosamente la autoridad y el prestigio del Estado y volver a levantar la bandera de la idealidad, también religiosa, que en su juventud le puso en las manos el mismo Mazzini, demostró no entender su época, y cayó en la ignominia bajo la violenta presión de la así llamada democracia, desencadenada tumultuosamente contra su tentativa.

Mientras era necesario esperar y tener replegada la vieja bandera gloriosa. No hablar de guerras ni de otra cosa que significara o requiriera fiereza nacional y conciencia de un programa para actuar junto con las grandes potencias. No podíamos soñar, pues, con asumir estos aires, como de quien pueda estar a la par, y decir el propio parecer; ni asistir a las discusiones ajenas, y regresar contentos por haber traído las manos limpias. No pensar en los límites de las libertades individuales ni en los intereses del abstracto y metafísico ente que se llama Estado. No nombrar a Dios (como Crispi tuvo la tentación de hacerlo). Dejar que las clases populares conquistaran poco a poco el bienestar, la conciencia de sí mismas y entraran en la vida política. Instrucción y lucha contra el analfabetismo junto con todas las otras providencias de la acción social.

Quitar a la Iglesia la educación del pueblo y la escuela pública laica. Combatida en todas las formas y por todas las vías la influencia antigua y perniciosa del estamento eclesiástico, se debía hacer siempre más punzante y potente la asociación surgida en Italia para perseguir tal fin. Por lo tanto, la masonería estaba cada día más introducida, derramada e insinuada en el cuerpo de la administración y del ejército, en la magistratura y en la escuela; el poder central del Estado, debilitado, unido a las varias actividades de la voluntad popular y los votos parlamentarios; la vida se desataba y liberaba cada vez más de todo compromiso con vínculos superiores y excitaba y promovía el brote de las energías individuales. Menos autoridad y más libertad. La vida desde abajo. Y para aumentar el arranque y la potencia, buen semblante a la propaganda socialista de marca marxista, a la cual el surgir o el desarrollarse de la gran industria abría las puertas: nueva forma de educación moral de las clases trabajadoras y de formación en ellas de una conciencia política. Conciencia revolucionaria, pero conjunta a un sentimiento de humana solidaridad, nuevo para la inculta y primitiva psicología del pueblo italiano. Disciplina nueva entre las asociaciones y federaciones de clase; pero disciplina parcial, angosta, que restringía el horizonte moral y despedazaba la mayor parte de los vínculos en donde el hombre está moralmente atado a otros hombres y que, sobre todo, no dejaba divisar más aquello que apremiaba en unidad de intereses, de sentir y de pensar a todos los ciudadanos de una misma patria. Y los vínculos que mantenía e indicaba como respetables y de respetar, fundados todos en el sentimiento que cada uno instintivamente tiene del bienestar a conquistar o defender. Concepción materialista de la vida, que Mazzini había combatido en el socialismo, pero que él mismo nunca consideró propia del socialismo, sino de cada concepción política, también liberal y antisocialista, pero democráticamente individualista, en cuanto dirige la vida a la satisfacción de los derechos como el cumplimiento de los deberes. Y ya que liberalismo y socialismo son individualistas al negar una realidad superior a aquella vida material que tiene su medida en el mero individuo, el materialista es siempre individualista.

Y la Italia de la izquierda, desde 1876 hasta la guerra, fue materialista y antimazziniana, siendo sin embargo una Italia superior desde antes —es superfluo decirlo— a la Italia pre-mazziniana. Pero las luces del Risorgimento se apagaron. Entre algunos pocos sobrevivientes cuya voz se perdía en el desierto, toda la cultura —en las ciencias morales como aquéllas de la naturaleza, en las cartas, en los artículos y en la escuela— estaba dominada por un liberalismo crudo que aunque proclamaba no querer hacer meta física y cerrarse en una cautela agnóstica, caía en el materialismo, entendiendo la realidad en medio de la cual el hombre se mueve como una realidad ya hecha, y por lo tanto limitadora y condicionadora de sus movimientos e iniciativas y dominadora en el fondo por cada exigencia y pretensión moral necesariamente arbitraria e ilusoria. Todos hablaban de hechos, de cosas positivas; reían todos de los sueños metafísicos y de las realidades impalpables. La verdad estaba ahí, y bastaba abrir los ojos para verla, y lo bello mismo, no podía ser más que un espejo de aquella verdad, de la naturaleza. De Dios, se ha dicho, mejor no hablar. Del alma sí, pero con la condición de verla como una categoría de fenómenos fisiológicos, que en el hecho, es necesario no perder de vista. El patriotismo, como todas las otras virtudes de base religiosa, de las cuales no se puede hablar sino cuando se tienen el coraje de hablar en serio, deviene argumento retórico que no podía ser de buen gusto tratar. Esto, como está en la memoria de cuantos fuimos educados en el último cuarto del siglo pasado, representa el espíritu de aquella edad antimazziniana, que, repito, excepto algunas pocas voces débiles, parece recogido concordemente en una manera común de sentir. Es la edad que políticamente se puede designar como la fase demosocialista del Estado italiano, ya que en ella se formó la mentalidad democrática en el sentido individualista que se ha dicho, y tomó pie y se constituyó el socialismo en Italia como una fuerza imponente y primaria. Como he señalado, es la edad que llena todo el reino de Umberto I. Periodo de desarrollo y prosperidad, en el cual ceden y se oscurecen las fuerzas morales creadoras del Risorgimento.

 

IV. Idealismo, nacionalismo, sindicalismo

Pero en los últimos años del siglo XIX y en los primeros tres lustros del siguiente, los jóvenes se encontraron envueltos y como transportados por un espíritu nuevo, que fue de reacciones vivaces a las ideas dominantes en la política, en la literatura, en la ciencia, en la filosofía y en la cultura del último cuarto de siglo. Italia pareció cansada, mareada de la vida prosaica, burguesa y materialista que había vivido en los últimos tiempos, y ansiosa de regresar a los orígenes, a las ideas, a las altas inspiraciones y a las grandes fuerzas morales que la habían hecho nacer.

Rosmini y Gioberti fueron casi olvidados, y se volvieron objeto de culto de unos pocos adeptos; sus libros se encontraban esparcidos sobre los murillos y en las tiendas de los buhoneros. Sus nombres fueron apenas pronunciados por los estudiosos que tuviesen alguna pretensión de estar al corriente. Y éstos volvieron a tener honor, y en torno a sus doctrinas, de donde se comenzó a ver y sentir el gran valor permanente, surge toda una literatura. El mismo gobierno del Rey decretó una edición nacional de Mazzini. Su vida y sus escritos se volvieron a estudiar, no como temas de alto interés histórico, sino como fuentes de enseñanza ya no despreciable. Vico, el gran Vico, el filósofo de la más alta tradición especulativa nacional, el propugnador formidable de la filosofía idealista y espiritualista anticartesiana y antirracionalista, fue puesto en alta categoría y estudiado apasionadamente junto con otros filósofos nuestros, en los cuales los italianos pueden sentir y reconstruir su conciencia autónoma y exaltadora de la propia personalidad de nación. Los escritores más recientes (Spaventa, De Sanctis), que no habían podido romper en vida la densa resistencia de los espíritus obtusos a las exigencias idealistas y a la íntima inteligencia de la vida y del arte, vuelven a tener honor, son reimpresos, leídos y estudiados universalmente.

El positivismo es combatido en sus mayores y en sus menores representantes; perseguido, echado y satirizado en todas sus formas.

Los métodos materialistas de estudios de la literatura y del arte son combatidos y a veces desacreditados. Se reabren las puertas de la cultura italiana a las nuevas ideas que también, allende los Alpes, sustentaban al positivismo y al naturalismo. La misma vieja conciencia católica se sacude, despierta y reaviva por el movimiento modernista, que nacido en los países de más viva cultura eclesiástica, encontró autores ardientes en los sacerdotes jóvenes, quienes participando en los estudios críticos de historia del cristianismo y en los estudios filosóficos de donde el movimiento había tenido orígenes, hicieron sentir al Clero italiano la necesidad de una cultura más moderna y profunda, y suscitaron controversias y luchas religiosas eficacísimas para volver a sacar a la luz problemas guardados largo tiempo en la sombra por los Italianos y los Católicos ortodoxos, que los católicos modernistas y no católicos vieron con nuevos ojos y más despierta sensibilidad.

En el renovado espíritu filosófico y crítico, el mismo socialismo no parece más doctrina ya hecha y tomada de los dominios en los cuales se había formulado: es una doctrina, como cualquiera otra, para estudiarla en su formación y en su estructura. Y los estudiosos italianos dieron con esto el ejemplo y la gula a los franceses ya adheridos dogmáticamente al marxismo. Y los unos con los otros repasaron las debilidades y los errores. Y cuando de esta crítica Sorel alcanza superar aquella teórica materialista propia de la socialdemocracia de los epígonos alemanes de Marx, pregona el sindicalismo; los jóvenes socialistas italianos se volvieron a él encontrando en el sindicalismo dos cosas: 1°. El fin de la estúpida y mentirosa colaboración (a la cual los socialistas italianos se adaptaban, traicionando juntos al Estado y Proletariado) del Socialismo al Estado liberal a través del régimen parlamentario democrático; 2°. Una fe en una realidad moral, puramente ideal (o mítica, como se dice), por la que convenía vivir y morir y sacrificarse, usando también la violencia cada vez que ésta fuese necesaria por infringir un orden jurídico y crear uno nuevo. Anti-parlamentarismo y fe moral, que renovaban la conciencia de los trabajadores en los sindicatos, y hacían de la teoría socialista de los deberes una concepción Mazziniana de la vida como deber y apostolado.

Otra idea de gran importancia sugerida a los jóvenes italianos por la cultura francesa y, por lo tanto, largamente penetrada en Italia, especialmente en las clases intelectuales, y de gran eficacia para reformar profundamente la mentalidad política, fue el nacionalismo. Menos literario en Italia y más político porque estaba más cerca de una corriente política que en Italia había tenido una grandísima importancia (y la tradición no estaba apagada): el partido de la vieja Derecha, al cual el nacionalismo italiano se vinculaba, pero acentuando, como veremos, las ideas de Nación y de Patria en forma nueva y no del todo aceptable desde el punto de vista de aquel viejo partido, pero regresando también por este nuevo camino al concepto que la Derecha había mantenido firme: el del Estado como presupuesto del valor y del derecho de los ciudadanos. De cualquier modo el nacionalismo fue una nueva fe encendida en el alma italiana, por cuyo mérito la Patria ya no retuvo más aquel significado retórico escarnecido por los socialistas y encontró el coraje de reaccionar y resistir a su jactancia, que parecía ya irresistible a los liberales de diversas gradaciones democráticas. Pero el nacionalismo tuvo otro mérito: aquél de elevar la voz abierta y fieramente contra la masonería a la cual, excluyendo a los católicos directamente interesados en la oposición, toda la burguesía italiana se habían postrado con pavor. Y las batallas antimasónicas están entre los mayores títulos de honor de los nacionalistas italianos.

Masonería y socialismo parlamentario, más o menos reformista y democrático, se volvieron blanco común de sindicalistas, nacionalistas e idealistas, quienes estaban unidos en un ideal común de cultura y en un concepto común de la vida. Volvieron juntos concordantemente, conscientes o no, a la concepción mazziniana, religiosa e idealista. Divididos en tantos artículos de sus programas especiales, estaban unidos y compactos en el concepto fundamental y en el propósito de agitar en la conciencia de los jóvenes un sentimiento gallardo contra la cultura y política italiana presente, y un deseo ferviente de renovación. Los primeros tres lustros del siglo son un fermentar en los periódicos y en las revistas, en las colecciones de las nuevas casas editoras, en los grupos juveniles que se formaron, en las luchas que se llevaron a cabo en las formaciones viejas, un pulular continuo de nuevos gérmenes, de fuerzas nuevas que se vuelven al pasado remoto para revocarlo a la vida y para suscitar el porvenir. Son innovadores que reclaman la tradición, son polemistas frecuentemente violentos que propugnan un sistema de orden y de restauración de las fuerzas ideales, a las que todos se deben sujetarse en la disciplina de la ley. Parecen retrógrados a los radicales, a los seudo liberales de la democracia masónica, a los reformistas del socialismo, pero son los heraldos del futuro.

La Italia oficial, legal y parlamentaria, está contra ellos. Tiene como su guía a un hombre intuido seguramente de la psicología común, experto de los vicios y del valor de todo el mecanismo político y administrativo en el cual esta Italia antimazziniana y anti-idealista ha encontrado su forma y su equilibrio; escéptico o indiferente a las grandes palabras; simplificador de cuestiones de peso y simplista en sus soluciones; irónico, incapaz de entusiasmo y de afirmaciones grandes para él mismo y para su país, que a su modo cree servir fielmente; hombre positivo, práctico, advertido materialista en el lenguaje mazziniano. En los nombres de Mazzini y de Giolitti se puede ver resumida y representada típicamente la antítesis interna de la Italia de la anteguerra: crisis que la guerra debía resolver liberando a Italia del dualismo que la laceraba y paralizaba, para darle una sola alma y por lo tanto la posibilidad de moverse y vivir.

 

V. La postración de la posguerra y el regreso de Giolitti

El efecto de la guerra no pareció, desde el principio, aquél que se dijo. Parece que el fin del estado de guerra, sustrayendo al pueblo italiano de los frenos y vínculos de la disciplina bélica, y restituyéndolo a la libertad del régimen ordinario, y por lo tanto, a la facultad de manifestar entero y genuino su ánimo y de servirse del mecanismo de las libertades parlamentarias y populares para hacer pesar sobre el ordenamiento político y jurídico la voluntad propia. Parece, digo, señalar el inicio de un desfasamiento general del Estado y de las fuerzas morales que son el sostén de cada Estado. La masa popular parece dar razón a aquéllos que en vísperas de la guerra no la querían y habían hecho lo imposible por impedirla. Realmente parece que el esfuerzo que se quiso imponer a la nación fue bastante superior a los límites de sus fuerzas; e irrazonable, arbitraria y enloquecida la pretensión de aquéllos que habían empujado a aquella prueba durísima a este pueblo joven privado de tradiciones militares, pobre, no fundido y unido todavía en sólida unión nacional. Los socialistas entonaron himnos de victoria y de triunfo, como quien viera finalmente verificadas sus previsiones y demostrada la verdad por los hechos de los propios juicios... Los aliados nos volteaban la espalda, olvidaban y desconocían nuestros sacrificios y el valor de nuestra contribución a la victoria. Nadie estaba dispuesto a restituirla. Y los italianos que perversamente se complacían del éxito contrario a las esperanzas con las cuales la guerra había sido querida, no se dolían —como era en la lógica de sus sentimientos— de la malevolencia extranjera; por el contrario, la justificaban, apelando a aquellas ideologías democráticas en las cuales se había sido indulgente durante la guerra, especialmente desde que fue necesaria la intervención de los Estados Unidos, y por lo tanto el consenso de un ideólogo de la peor especie como Wilson.

Nuestra victoria se cambiaba en una derrota, y tendía a difundirse en el pueblo italiano el estado de ánimo propio de los vencidos: odio a la guerra y a los responsables de ésta, hasta al ejército que había sido el instrumento; odio al sistema que la guerra había hecho posible, impidiendo al Parlamento (a cuál Parlamento!) oponerse. Y se encontró, en efecto, un Ministro de Su Majestad que propuso a la Cámara la abolición de aquella disposición del artículo quinto del estatuto, que hace de la declaración de guerra, una atribución del Jefe del Estado. En el desenfreno de las pasiones antinacionales más materialistas, se difundió por todo el país junto con el descontento acre, una voluntad anárquica de disolución de toda autoridad. Los centros de la vida económica parecieron golpeados mortalmente; las huelgas sucedían a las huelgas; la burocracia misma se declaró contra el Estado. Los servicios públicos fueron detenidos o desordenados; la falta de fe en las acciones del gobierno y en las fuerzas de la ley crecía cada día. Había en el aire un sentido de revolución que la débil clase dirigente no creía poder evitar, como cediendo terreno lentamente y procediendo de acuerdo con los jefes del movimiento socialista.

Amenazador y terrible, acechaba el espectro del bolchevismo. Giolitti, el aborrecido Giolitti de la víspera de la guerra, “el hombre de Dronero”, a quien durante la guerra los italianos fueron olvidando poco a poco, o recordaban sólo como el exponente de una Italia muerta con la guerra, resucitó invocado como un salvador. Bajo él se daban sublevaciones de todos los empleados del Estado y ocupaciones de las fábricas por parte de los obreros: fue un golpe al corazón del organismo económico administrativo del Estado. Y aquéllos que lo golpearon eran tratados con diplomacia, que era la más abierta confesión de la debilidad del Estado. Giolitti, pues, por efecto de la guerra, ¿triunfaba como jefe sobre Mazzini?

 

VI. Mussolini y los Fascios de combate

Pero ya bajo el mismo Giolitti las cosas cambiaron súbitamente de aspecto, y contra el Estado giolittiano surgió otro. Fueron combatientes auténticos aquéllos que habían querido la guerra y habían combatido deliberadamente; aquéllos que en los campos de batalla habían creído en la santidad del sacrificio, en el cual más de medio millón de vidas humanas fueron inmoladas por una idea; aquéllos que habían sentido que sería un enorme delito si tanta sangre un día pudiera decirse verdaderamente derramada en vano, como otros malvadamente preveían y que habían por eso saludado con júbilo la victoria que consagraba el sacrificio en el corazón de los italianos y en la historia; los mutilados gloriosos que hablan visto más de cerca la muerte, y que más que los otros sobrevivientes sentían la herencia de los derechos con los cuales los tantos y tantos miles de muertos miraban a los vivos, y que esperaban, esperaban sobre todo estos, la Italia para la cual se había pedido su vida y para la cual la habían dado. Los mazzinianos —que en suma eran los artífices de la guerra y que habían ido a la guerra antes que todos, guiando espiritualmente y animando con su propia fe a la juventud italiana— encontraron una voz potente que expresó neta, alta y enérgicamente su fe, no ganada por desengaños y por la vileza común. Encontraron un hombre que hablaba por todos imponiendo su palabra al tumulto y haciéndose escuchar por los jóvenes que no querían desperdiciar la preciosa herencia de la guerra; un hombre cuya voz conocía el camino de los corazones y despertaba e invitaba a la revolución las más ardientes pasiones de las veladas y ensangrentadas trincheras y de las reyertas victoriosas. Vieron resplandecer desde lejos muy alta una voluntad derecha y flamante: Benito Mussolini.

Benito Mussolini salió en 1915 del socialismo italiano para volverse el más fiel intérprete del Pueblo de Italia, al cual, siendo el director del Avanti quiso intitular su nuevo periódico; y para sostener la necesidad de la guerra, de la que se podía decir que él era verdaderamente uno de los principales responsables. Y como había combatido la masonería estando en el socialismo, e inspirándose en el sindicalismo soreliano, había opuesto a la corrupción parlamentaria del reformismo los postulados idealistas de la revolución y de la violencia; así continuaba desde el exterior su batalla contra los antiguos camaradas, defendiendo las razones de la guerra, reivindicando la solidez infranqueable —no tanto moral sino también económica— de los organismos nacionales contra las mentiras internacionalistas, y por lo tanto, la santidad de la Patria, también para las clases trabajadoras. Mazziniano de aquel temple genuino que el Mazzinianismo encontró en su Romaña, él había superado ya toda la ideología socialista, primero por instinto y después por reflexión, a través de una juventud apesadumbrada y penosa, rica de experiencias y de meditaciones, nutrida por la más reciente cultura italiana. Y esta gran Italia admirada y amada, apasionada en la guerra junto con todos los jóvenes crecidos en las nuevas ideas del siglo y en la nueva fe, en el ideal contra la veleidad demagógica y anarcoide de los socialistas que predicaban la revolución, sin la fuerza ni la voluntad de hacerla, ni siquiera en las ocasiones más propicias, sentía ya, más que todos, la necesidad de asegurar la primera condición de existencia: la forma del Estado, que sea Estado, con una ley que sea respetada, con un valor que pueda hacerle reconocer tal autoridad. ¿Cómo es posible que una Nación que ha podido sostener una ardua guerra en todos los aspectos, larga y sangrienta, venciéndose, continua a sí misma en la tenacidad de los esfuerzos y los sacrificios, en la constancia de la fe siempre renaciente a despecho de las deficiencias, desilusiones y reveses tremendos, y conquistando por virtud propia la victoria, pueda ser lanzada al desorden y al embrutecimiento de un puñado de hombres sin fe, estetizantes de la política, cabezas barnizadas de cultura reluciente de periodistas, corazones áridos y vacíos como un Treves, un Turati y similares? Cuando el 23 de marzo de 1919, en Milán, sede de Il Popolo d’Italia y centro de la propaganda de Benito Mussolini fue fundado en torno a él y por su voluntad el primer Fascio de combate, el movimiento disgregante y negativo de la post-guerra estaba virtualmente detenido. Los Fascios llamaban a juntarse a los italianos, quienes, a pesar de los desengaños y los dolores de la paz, mantenían fe en la guerra; y para hacer valer la victoria, que era la prueba del valor de la guerra, querían volver a dar a Italia el dominio de sí, a través de la restauración de la disciplina y el reordenamiento de las fuerzas sociales y políticas dentro del Estado. No era una asociación de creyentes, sino un partido de acción., el cual tenía necesidad no de programas particularizantes, sino de una idea que señalase una meta y por lo tanto un camino y que enseñara a recorrer con aquella voluntad resuelta que no conoce obstáculos, porque está lista a derrumbar a cuantos encuentre.

¿Voluntad revolucionaria? Sí, porque es constructora de un nuevo Estado.

 

VII. La fecha del levantamiento

El 23 de marzo de 1919, fecha del levantamiento, cuando desde Milán se elevó el grito que despertó el ánimo de los combatientes que habían querido y hecho la guerra y habían sentido el valor, y conservaban la fe en su idea, a pesar de las desilusiones de la paz no gloriosa ni justa, y a pesar del espectáculo vil del pueblo ignorante arrastrado por la proterva maldad de los escépticos, los cuales habían negado en los días de la víspera, en lo días largos, oscuros, angustiosos de la prueba, y negaban con una sonrisa maligna, aún después de la victoria, que ésta no daba frutos, que no rendía... y la masacre se predicaba siempre más inútil, asimismo por quienes la habían querido, deplorado, despreciado y perseguido. Los mismos artificios de la victoria, eran aborrecidos y escarnecidos.

El alma nacional estaba postrada, perdida, como también la conciencia de la santidad de la patria, de la voluntad que la rige, de la ley que la compone y consolida en persona viva. Las pasiones menos nobles del hombre fueron desenfrenadas, trastornadas. Una revolución sin ideas ni energía, incubada en la inercia como germen maléfico que mina por dentro el cuerpo de un viviente; una revolución sin la potencia de las revoluciones: sin el alma que destruye para crear.

Revolución negativa, fue llamada bolchevique, pero era peor que bolchevique. Contra ella se sublevaron los combatientes reclamados por la voz potente que en 1915 había expresado su fe, que la había alimentado siempre. Y se unieron en Fascios, que rápidamente se multiplicaron por toda Italia.

Y los Fascios hicieron la revolución: una revolución que tenía una idea, un jefe, una voluntad. Había empezado con la guerra, declarada de modo que ya había herido a muerte al Parlamento, haciendo sacudirse los obstáculos legales al prevalecer el ejecutivo y profundo querer nacional, o sea, el del pueblo aspirante a dignidad y potencia de Nación.

Esta revolución fue continuada y empujada gallardamente a la meta: la ilegalidad de cuatro años (1919-1922) fue la forma necesaria a la manifestación de este querer nacional hasta el 28 de octubre de 1922, cuando el viejo Estado fue barrido por el ímpetu vehemente de la nueva fe juvenil y los Fascios fueron la nueva Italia.

Desde aquel día se reconstruye, ya que aquella voz poderosa ahora ha despertado a todos los italianos y a todos guía y anima en la ardua fatiga.

 

VIII. El escuadrismo

Los años 1919-1922 están caracterizados por el desarrollo de la revolución fascista y por la explicación del escuadrismo. Las escuadras de acción son la fuerza de un Estado virtual que tiende a realizarse, y que para realizar un régimen superior transgreden la ley reguladora del régimen que se quiere cambiar para que comprenda la esencia del Estado Nacional en el cual se inspira. La marcha sobre Roma, el 28 de octubre de 1922 no es el inicio, pero sí el desemboque de este movimiento revolucionario, que en aquella fecha, con la consiguiente constitución del Ministerio Mussolini entra en el cauce de la legalidad. En el cual el Fascismo, como idea directiva del Estado, se desarrolla creando poco a poco los órganos necesarios para su actuación y para la compenetración de todo el orden económico, jurídico y político que el Estado contiene y garantiza.

Después del 28 de octubre de 1922, el Fascismo no tiene ya más frente a sí un Estado que hay que abatir: él es ya el Estado, y no persigue sino a las facciones internas que se oponen y resisten al desarrollo del principio fascista que anima al Estado nuevo. No es más la revolución contra el Estado, sino el Estado contra los residuos y detritos internos que obstaculizan su desarrollo y organización. El periodo de las violencias y las ilegalidades se acabó, aunque el escuadrismo continúe, por algún tiempo a dar aquí y allá algún destello, a pesar de la férrea disciplina con la cual el Duce del Fascismo y ya Jefe del Gobierno se esfuerza por adecuar a la realidad la lógica que regula el desarrollo de su idea y del partido en el cual él la ha encarnado. El Fascismo está ya en posesión de todos los medios para la reconstrucción: transformada el arma ilegal del escuadrismo en la milicia voluntaria legal, que mantenga con eficiencia el espíritu guerrero de la Revolución hasta que ésta no haya agotado su programa; ordenado el partido en una jerarquía rígida que responda perfectamente a los designios de su Duce, y por lo tanto haciéndolo un dócil instrumento de la misma acción gubernativa, se prepara con gran ánimo a la prueba. La Italia giolittiana finalmente es superada, al menos en el terreno de la política militar. Entre Giolitti y la Nueva Italia —esta Italia de los combatientes, de los fascistas, de los Mazzinianamente creyentes— escurre y borbotea, como fue bien dicho por un orador imaginativo de la Cámara, un torrente de sangre. Este torrente intercepta el paso a quien quisiese volverse atrás. La crisis está vencida; la guerra empieza a fructificar.

 

IX. Carácter totalitario de la doctrina fascista

La Historia de la crisis espiritual y política italiana y de su solución nos ha introducido en el concepto del Fascismo, de cuya obra, como acción de gobierno, legislativa y administrativa, no es éste el lugar de discutirla, queriéndose más bien iluminar el espíritu que éste ha traído a esta acción, con el cual, desde hace un quinquenio, viene transformando profundamente leyes, órdenes e instituciones, aclarando de este modo la esencia del Fascismo. Y lo dicho con anterioridad nos pone ante toda la complejidad del movimiento para entender lo que nunca es en efecto más instructivo sobre la confrontación con Mazzini de la cual habíamos tomado los impulsos. Su concepción es una concepción política, pero de aquella política integral la cual no se distingue de la moral, de la religión y de cada concepción de la vida, que puede afirmarse por sí misma, dividida y abstraída de estos otros intereses fundamentales del espíritu humano. En Mazzini, el hombre político es aquél que lo es en cuanto tiene una doctrina moral, religiosa y filosófica. Id a dividir en su credo y en su propaganda aquello que tiene mero significado político de aquello que es antes que nada su credo religioso, o su intuición y exigencia ética o convencimiento metafísico, y no lograréis daros cuenta de la gran importancia histórica de aquel credo y de aquella propaganda, y de las razones por las cuales Mazzini atrajo con su encanto tantas almas, y turbó los sueños de tantos hombres de Estado y de policía. El análisis que no presuponga siempre la unidad, no conduce a la clasificación, sino a la destrucción de las ideas que han ejercido una gran eficacia históricamente. Señaló que los hombres no están tomados en partes, sino como unidades indivisibles.

Primer punto entonces por fijar en la definición del Fascismo: el carácter totalitario de su doctrina, la cual no concierne sólo al ordenamiento y la dirección política de la Nación, sino toda su voluntad, su pensamiento y su sentimiento.

 

X. Pensamiento y acción

Segundo punto: la doctrina fascista no es una filosofía en el sentido común de la palabra, y mucho menos una religión. No es tampoco una explicada y definitiva doctrina política que se articula en una serie de fórmulas. La verdad, el significado del Fascismo no se mide en las tesis especiales que éste asume poco a poco, teórica o prácticamente. Como se ha dicho, en sus inicios no surgió con un programa preciso y determinado. Frecuentemente, habiendo tratado de fijar un signo por alcanzar, un concepto por realizar, probando a cambiar ruta y rechazando como inadecuado y repugnante a su propio principio tal signo o tal concepto, no ha querido comprometerse nunca con el futuro. Ha anunciado reformas frecuentemente, anuncios que no eran políticamente oportunos, pero a cuya ejecución no ha creído estar obligado. Las verdaderas resoluciones del Duce son siempre aquéllas que son formuladas y actuadas juntas. Por esto, él se jacta de ser “temporalista” y de resolver y actuar en el momento justo en el que la acción encuentra maduras todas las condiciones y razones que la hacen posible y oportuna. Esto es, que el Fascismo extrae el más riguroso signi­ficado a la verdad mazziniana “pensamiento y acción”, identifi­cando así los dos términos para hacerlos coincidir perfectamente v no atribuir más ningún valor a ningún pensamiento que no sea ya traducido y expresado en acción. De ahí todas las formas de la polémica anti-intelectualista, que es uno de los motivos más fre­cuentes recurrentes en boca de los fascistas. Polémica (debo insistir en el punto) eminentemente mazziniana, ya que intelectualismo es divorcio del pensamiento y de la acción, de la ciencia y de la vida, del cerebro y del corazón; de la teoría y de la práctica; es la actitud del retórico y del escéptico, del hombre medio que se atrinchera detrás de la máxima que dice: Altro è il dire, altro il fare [*Del dicho al hecho hay más de un trecho], del utopista constructor de sistemas, que no deberá afrontar el cimiento de la realidad; del poeta, del sabio, del filósofo, que se encierran en la fantasía y en la inteligencia y no tienen ojos: para mirar entorno y ver la tierra sobre la que caminan y en la cual tienen, sin embargo, los intereses fundamentales de aquella humani­dad suya que alimenta su fantasía y su inteligencia; de todos los representantes de aquella vieja Italia, que fue el blanco de la ar­diente predicación mazziniana.

Anti-intelectualismo no quiere decir, como cree el fascista más igno­rante, delirante de alegría cuantas veces se cree autorizado por el Duce a burlarse de la ciencia y de la filosofía, no quiere decir que de verdad se niegue cada valor al pensamiento y a aquellas formas superiores de la cultura en las que el pensamiento se potencia. La realidad espiritual es síntesis, cuya unidad se mani­fiesta y vale como pensamiento que es acción. Pero a la unidad decisiva de esta síntesis, concurren y deben concurrir, y saber concurrir muchos elementos, sin los cuales la síntesis estaría vacía, y trabajaría en el vacío. Y entre estos elementos están todas las formas de la actividad del espíritu, las cuales tienen todo aquel mismo valor que es propio de la síntesis a la que son esenciales. Con la trigonometría no se desbaratan los ejércitos que amenazan los confines de la Patria, pero sin trigonometría no se regulan las pun­terías de las artillerías. La polémica se dirige contra los hombres que consumen su vida espiritual dentro del ejercicio de actividades intelectuales abstractas y remotas de aquella realidad en donde cada hombre debe sentir plantada la propia existencia; y por lo tanto contra ciertas actitudes que en estos hombres asume el ejer­cicio de la actividad espiritual; contra ciertas conclusiones que se asumen como definitivas, allá donde en realidad son camino a con­clusiones superiores, más concretas, más humanas. Pero el adver­sario que piensa antes que nada en golpear, es aquella forma men­tal, moral e históricamente típica de la clase culta italiana, que se llamó por siglos del literato, quien no era sólo el escritor y cultor de literatura, sino todo escritor, también de ciencia y de filosofía, con tal de que se ocupase de estudios liberales o sea, desinteresados, o no profesionales; un académico, un erudito, un docto, conciliado por la doctrina a no hacer política, a no tratar negocios y por esto reducido a no contar en el mundo práctico; el literato que fue el producto bastardo de nuestro Risorgimento, y que el Fas­cismo lo llama justamente mal ciudadano y quiere extirparlo como mala hierba del suelo italiano.

Este anti-intelectualismo no es hostilidad a la cultura, sino a la mala cultura. A la cultura que no educa y no hace al hombre, sino que lo deshace, lo hace pedante y hace un don Ferrante o un esteta de la intelectualidad, que es como decir un egoísta, o un hombre moralmente y por eso políticamente indiferente, supe­rior a la masa, aun cuando en la masa esté su Patria; aun cuando estén en peligro intereses que deberían triunfar; aunque su triunfo señale la victoria de un grupo o de una multitud y la derrota de otro grupo o de otra multitud, ya que los hombres sólo dividiéndose progresan, y el progreso se conquista con la lucha o con la victoria de los unos sobre los otros. Y ¡ay de quien no tome parte por ninguno, y no se comprometa él mismo en la lucha o se ponga aparte y conciba su deber como el de espectador, que espere la solución y se aventaje de la ganancia del vencedor, cuando la guerra termine! El intelectualista ve la cúspide de la sabiduría en el llegar a ese estado de apatía, en el cual se com­prende el pro y el contra de todo, y por esto muere en su ánimo cada pasión y en la calle, donde se combate, se sufre y se muere, sube a la ventana a mirar, quedando al seguro. Suave mari mag­no etc. Pero éste es el ideal del epicúreo. Y contra este epicureismo está toda la historia de la humanidad, fatigosa, esparcida de tribu­laciones, que es la historia fecunda de todo aquello que nos es querido, de lo que vivimos y por lo que vivimos.

Por su repugnancia al intelectualismo, el Fascismo no quiere detenerse en el diseño de teorías abstractas; no porque no admita teorías abstractas, sino porque no espera construirlas ahora como fuerza reformadora y promotora de la cultura y de la vida italiana. Por otra parte, cuando se dice que éste no es un sistema o una doc­trina, no se debe creer que sea una tendencia abstracta, una praxis ciega, o un método indefinible e instintivo, ya que, si por sistema o filosofía se entiende —como se quiere entender cada vez que se desee algo vivo— un principio de carácter universal en el acto de su desarrollo, un principio capaz de manifestar grado a grado, y casi un día después de otro, la propia fecundidad y la por­tada de las consecuencias y aplicaciones de las cuales es capaz, entonces, el Fascismo es un sistema perfecto, con sus principios solidísimos y con una rigurosa lógica de desarrollo y desde su Duce hasta sus gregarios más humildes y cuantos sienten en sí la verdad y la vitalidad del principio mismo, trabajan todo el día en su desarrollo, ya sea procediendo seguros por el camino derecho a la meta, ya sea haciendo y deshaciendo, procediendo y volviendo de nuevo, ya que la tentativa hecha no concuerda con el principio y representa una desviación de la lógica del desarrollo.

En este sentido, esto es, como sistema abierto y dinámicamente capaz de desarrollo, existe una filosofía en cada grande pensa­miento, ya sea la sustancia de una revolución política o social, ya sea una reforma religiosa, ya sea un movimiento moral o crí­tico-literario. En este sentido es filósofo Mazzini como Manzoni, Pascal como Goethe, Leopardi como Byron o Shelley, ninguno de los cuales pertenece propiamente a la historia de la filosofía, pero cada uno se adhiere a una filosofía o a una corriente filosófica y rechaza a todas aquellas que divergen o se contradicen. Si no fuera así, no existiría forma de individualizar y valorar al Fascismo. Se podrá preferir que se lo defina como un método, más que como un sistema, ya que comúnmente por sistema, se entiende una doc­trina desarrollada y cerrada en un giro de teorías fijadas en pro­posiciones o teoremas, a los cuales no se pueda agregar nada ni quitar nada.

En este sentido, ¿qué es aquello que está implícito en cada doctrina filosófica o religiosa en torno a la cual surge la escuela y la secta, los adeptos y los herejes? Nada hay más ajeno al Fascismo que toda pretensión sistemática o filosófica.

 

XI. El centro del sistema

Tercer punto: el sistema fascista no es un sistema, pero tiene en la política y en el interés político su centro de gravedad. Na­cido como concepción del Estado, dirigido a resolver los proble­mas políticos, exasperados en Italia por el desenfreno de las pa­siones de las masas inconscientes en la post-guerra, el Fascismo actúa como método político. Pero el acto de afrontar y resolver los problemas políticos, es llevado por su misma naturaleza, esto es, por su mismo método, a proponerse problemas de cultura mo­rales, religiosos y filosóficos; en suma, a desarrollar y demostrar el carácter totalitario que le es propio, de donde nace la oportu­nidad práctica de poner en primer lugar la forma política del principio, cuyo desarrollo constituye el contenido del Fascismo, salvo indicar los orígenes ideales en una más profunda intuición de la vida, de la cual surge el principio, político.

Con estas, advertencias, se puede esbozar la doctrina política del Fascismo en una rápida síntesis, como aquella que no agota el contenido del Fascismo, pero que constituye la parte, o mejor dicho, la forma preeminente y generalmente más interesante.

 

XII. La doctrina del Estado

La política fascista gira toda en torno al concepto del Estado nacional, concepto que tiene puntos de contacto con la doctrina nacionalista; tantos, que se hizo prácticamente posible la fusión del Partido Nacionalista con el Fascista en un único programa, pero tiene también sus caracteres propios. Y éstos no se podrían descui­dar sin dejar escapar todo aquello que tiene de más peculiar y característico en su fisonomía. Las comparaciones nunca son muy sim­páticas, y tanto menos puede hoy resultar simpático aquello que he indicado, y que a pesar de todo, me permito retomar por la luz que puede derivar sobre la esencia del fascismo.

Ambas doctrinas ponen al Estado como fundamento de cada valor y derecho de los individuos que forman parte de él. El Esta­do, tanto para una como para la otra, no es un resultado, sino un principio. Pero allí donde, para el nacionalismo, la relación establecida por el liberalismo individualista y por el mismo socialismo entre el Estado e el individuo se revierte y, concebido el Estado como un prin­cipio, el individuo se vuelve un resultado, algo que tiene su antecedente en el Estado, que lo limita y lo determina, supri­miéndole la libertad, o condenándolo sobre un terreno en el cual él nace, debe vivir y debe morir; en cambio, para el Fascismo, Estado e individuo se identifican, o más bien, son términos inse­parables de una síntesis necesaria.

El nacionalismo funda al Estado sobre el concepto de Nación, entidad que trasciende la voluntad y la personalidad del individuo porque, concebida como objetivamente existente, independiente­mente de la conciencia de los particulares, existe también si éstos no trabajaran para hacerla existir, para crearla. La Nación de los nacionalistas es, en suma, algo que existe no por virtud del espíritu, sino por el dato y el hecho de la naturaleza; ya sea que los elementos que la hacen ser dependan de la misma naturaleza, como el territorio y la estirpe, o ya sea que deban considerarse un producto humano, como la lengua y la historia. Ya que, también estos elementos humanos, en tanto concurren a la formación de la individualidad nacional en cuanto ya existen, y el individuo se los encuentra frente a sí existiendo antes que él, desde que inicia el ejercicio y el desarrollo de sus actividades morales están, por eso, en el mismo plano del territorio y de la estirpe. Naturalismo que es un defecto de la concepción eminentemente espiritualista del nacionalismo, y confiere a esta doctrina algo de duro, iliberal, reaccionario, crudamente conservador, que era el elemento menos simpático que —antes del Fascismo, con el que más tarde debía asimilarse y amalgamarse— los hacía encontrar desconfianzas y rechazos aún entre los hombres políticos que simpatizaban, por sus tendencias políticas, con la mayor parte de los postulados nacionalistas; mientras favorecía ciertas actitudes místico-religiosas, que eran uno de los motivos más eficaces de la entusiasta adhesión que llevaban a los ideales nacionalistas los jóvenes y los intelec­tuales no educados en la reflexión política.

Naturalismo, del cual un reflejo especial y conspicuo podía verse en la lealtad monárquica de los nacionalistas, para quienes la Monarquía era un presupuesto, en cuanto el Estado italiano había nacido con su Monarquía y en virtud de ésta; y en cuanto a la base histórica, que constituye hoy la plataforma de la nacio­nalidad italiana realizada en el Reino de Italia, comprende la Monarquía, cuya historia se entrelaza íntima e inseparablemente ton la historia del pueblo. Están los Alpes y los Apeninos, está la Sicilia y la Dalmacia, está la empresa de los Mil [*las milicias de Garibaldi], y está la casa de los Saboya. Sustraigan uno de estos elementos, y ya no tendrán la Nación. Adherir a ésta como se debe, es adherir a aquellos elementos, sentirlos como inseparables de la propia personalidad del italiano. No es la conciencia que, reconociendo y sintiendo el vínculo o la relación, lo crea y le confiere el valor moral y obli­gatorio que le espera; pero es el mismo vínculo o relación que pre-existe y determina la conciencia, el que debe adherirlo y casi sufrirlo.

En cambio, cuando el Fascismo buscaba su camino, y sentía vi­vamente el fastidio y la insatisfacción aguda del actual Estado político de la Nación italiana, no alcanzaba a persuadirse cómo la Monarquía no pudiese reaccionar enérgicamente para resta­blecer la Nación con un golpe vigoroso en el camino señalado por los generosos sacrificios de la guerra y de las fortunas de la victoria conseguida honorablemente; y no veía por esto cuáles raíces pudiese tener y conservar la misma Monarquía en la con­ciencia de aquélla que fue llamada la Italia de Vittorio Veneto, entonces, el Fascismo no dudó en confesar francamente una ten­dencia republicana. Pero esta confesión, más tarde —sobre todo cuando Víctor Manuel no quiso el estado de asedio que le propuso el último Ministerio del viejo régimen contra la revolución fascista, y prefirió resolver la crisis entre la vieja y la nueva Italia, como en 1915, consignando el poder a esta última y contraviniendo resueltamente a las normas consuetudinarias del parlamentarismo, culpable de la crisis tremenda—, no impidió a Mussolini jurar fide­lidad al Rey y romper definitivamente, sinceramente, lógicamente con las tendencias republicanas, lo que significa que, a diferencia del nacionalismo, el Fascismo vio en la Monarquía no un pasado que hay que respetar como toda situación de hecho, máxime si repite un beneficio, sino un presente, vivo en el ánimo, el porvenir al cual el ánimo se desarrolla como el propio ideal, que se admira conforme a nuestras aspiraciones, a nuestras necesidades, a nuestra naturaleza.

La Monarquía, como todas las determinaciones del Estado, como el Estado mismo, no está delante de nosotros ni fuera de nosotros. El Estado está dentro de nosotros mismos, madura, vive y debe vivir, crecer, agrandarse y elevarse siempre en dignidad y conciencia de sí y de sus altos deberes y de los grandes fines a los cuales es llamado, en nuestra voluntad, en nuestro pensamiento y en nuestra pasión. Se desarrolla el individuo y se desarrolla el Estado; se consolida el carácter de lo particular y dentro de ello se consolida la estructura, la fuerza y la eficiencia del Estado. Y sus marinos, y sus costas y sus montes adquieren más cohesión y compactibilidad, como si fueran ideas y sentimientos, ya que todo en la naturaleza se puede dividir y disgregar si nos gusta o al menos si nos disgusta, y todo está unido e indivisible si nosotros sentimos necesaria la unidad. Y la historia pasada con sus memorias y tradiciones, con sus honores y sus títulos de gloria, se reconstruye y se instala dentro de nuestra alma por nuestra interesada y férvida evocación, que la hace suya y la dirige y defiende con su adhesión y su con­ciencia vigilante. Y la lengua de los padres se usa, se apropia y se revive, aprendiéndola estudiosamente y resaboreándola en lo vivo de su virtud expresiva. Y todo que parecía ya ser —y parecía ser casi un legado hereditario—, se transfigura en una conquista personal nuestra y en una creación continua que se desvanecería apenas, si nos distrajésemos un poco, nosotros que somos los autores.

 

 

XIII. Estado fascista como Estado democrático

El Estado fascista, por lo tanto, a diferencia del nacionalismo, es una creación totalmente espiritual. Y es Estado nacional porque la misma acción, desde el punto de vista del Fascismo, se realiza en el espíritu, y no es una presuposición. La Nación no está nunca hecha, como tampoco el Estado, que es la misma Nación en la concretización de su forma política. El Estado está siempre in fieri. [*en devenir] Y está todo en nuestras manos. Por lo tanto, nuestra responsabilidad es grandísima.

Pero este Estado que actúa en la misma conciencia y voluntad del individuo, y que no es una fuerza que se imponga desde lo alto, no puede tener la misma relación con la masa del pueblo que suponía el nacionalismo, el cual, haciendo coincidir al Estado con la Nación y haciendo de ésta una entidad ya existente, que no necesita crear, sino sólo conocer, necesitaba una clase dirigente, sobre todo de carácter intelectual, que sintiera esta enti­dad, que primero debía ser conocida, entendida, apreciada y exaltada.

Del resto, la autoridad del Estado no era un producto, sino un presupuesto. No podía depender del pueblo; por el contrario, el pueblo dependía del Estado y de la autoridad que debía reconocer, como condición de ser de aquella vida, fuera de la cual, se habría dado cuenta antes o después, de no poder vivida. El Estado nacionalista era por esto un Estado aristocrático que tenía necesidad de constituirse en la fuerza conferida por su origen, para así ha­cerse valer sobre la masa. El Estado fascista, en cambio, es Estado popular, y en ese sentido democrático por excelencia. La relación entre el Estado y no éste o aquel ciudadano, sino cada ciudadano que tenga derecho a decirse tal, es tan íntima como se ha visto, que el Estado existe en cuanto y por cuanto lo hace existir el ciudadano. Por lo tanto, su formación es formación de la conciencia de los particulares, y esto es, de la masa, en cuya potencia consiste la potencia del Estado. Por lo tanto, la necesidad del Partido y de todas las instituciones de propaganda y educación según los ideales políticos y morales del Fascismo, que el Fascismo pone en marcha para obtener que el pensamiento y la voluntad de uno que es Duce, se vuelva el pensamiento y la voluntad de la masa. Por lo tanto el enorme problema, en el cual él se siente comprometido de restringir en los cuadros del partido y de las instituciones crea­das por todo el pueblo, a empezar por los años más tempranas. Problema formidable, cuya solución crea infinitas dificultades, ya sea por la casi imposibilidad de adecuar a las grandes masas que sólo lentamente, a través de los siglos, se educan y reforman, a las exigencias de un partido de élite y de vanguardia moral; ya sea por los dualismos entre la acción gubernativa y la acción de par­tido, evitables con gran dificultad, a pesar de cada esfuerzo de unidad y disciplina, cuando una organización de partido se ensan­cha a proporciones casi iguales a aquéllas del Estado; ya sea de los peligros que corre cada poder de iniciativa y de progreso, cuando todos los individuos estén encerrados en las redes de un mecanismo, que, en tanto avivado por un único espíritu central, no deja languidecer y morir cada libertad de movimiento y de autonomía en la misma medida que del centro va a la periferia.

 

XIV. El Estado corporativo

De este carácter del Estado fascista deriva la gran reforma social y constitucional que viene realizando el Fascismo, instituyendo el régimen sindical corporativo y encaminándose a sustituir al régimen del Estado liberal por aquél del Estado corporativo. El Fascismo, de hecho, ha aceptado del sindicalismo la idea de la función educativa y moralizadora de los sindicatos; pero debiendo superar la antítesis de Estado y sindicato, con esta función ha debido esforzarse por atribuir a un sistema de sindicatos, que integrándose armónicamente en corporaciones, pudieran someterse a una disciplina estatal y expresar desde el propio seno el mismo organismo del Estado, el cual debiendo alcanzar al individuo para actuar en su voluntad, no lo busca como aquel abstracto individuo político que el viejo liberalismo suponía átomo indiferente; sino que lo busca como sólo lo puede encontrar, como es en el hecho, como una fuerza productiva especializada, que por su misma especialidad es llevado a fraternizar con todos los demás individuos de la misma categoría, pertenecientes al mismo organismo económico unitario que es dado por la Nación. El sindicato, adherente lo más posible a la realidad concreta del individuo, hace valer al individuo en lo que él es realmente, ya sea por la conciencia de sí, que él debe adquirir gradualmente, ya sea por el derecho que le corresponderá en con­secuencia ejercer, respecto a la gestión de los intereses generales de la Nación, que resulta del complejo armónico de los sindicatos.

Esta gran reforma está en curso. En esta confluyen el nacionalismo, el sindicalismo y el mismo liberalismo que había criticado largamente en su doctrina, las viejas formas representativas del Estado liberal, y reclamado un sistema de representación orgánica, correspondiente a la real estructura en donde los ciudadanos del Estado están encuadrados y de la cual extraen los motivos fundamentales de su psicología y el alimento constante de su personalidad.

El Estado corporativo trata de aproximarse a aquella inmanencia del Estado en el individuo, que es la condición de la fuerza, la esencia del Estado y la libertad de los individuos, y constituye aquel valor ético y religioso que el Fascismo ha sentido y proclamado profundamente por boca del Duce en cada ocasión, teórica y prácticamente, del modo más solemne.

 

XV. Libertad, ética y religión

Una vez, el Duce del Fascismo propuso y discutió el tema: ¿Fuerza o consenso?, llegando a la conclusión de que los dos tér­minos son inseparables, uno llama al otro, y no puede estar sin él. Lo que importa es que la autoridad del Estado y la libertad de los ciudadanos, son un círculo inviolable, en el cual la autoridad presupone la libertad y viceversa, ya que la libertad está sólo en el Estado y el Estado es autoridad. Pero el Estado no es una abstracción, un ente descendido del cielo y existente en el aire sobre la cabeza de los ciudadanos; es en cambio inseparable de la personalidad de cada uno, que debe por esto promover, buscar y reconocer, sabiendo que está en cuanto debe estar.

El Fascismo no se opone al liberalismo como el sistema de la autoridad al sistema de la libertad, sino como el sistema de la li­bertad concreta y verdadera al sistema de la libertad abstracta y falsa. Ya que el liberalismo comienza por romper el círculo arriba señalado, y contrapone el individuo al Estado y a la libertad a la autoridad; y quiere por esto una libertad, que afronte el Estado; esto es, quiere una libertad que sea un límite del Estado, resignándose a un Estado (mal inevitable) límite de la libertad. Abstracciones y propósitos que habían sido hechos objeto de crítica en el seno del mismo liberalismo, no faltando en el siglo XIX liberales de gran valor que preconizaran la necesidad del Estado fuerte, en el mismo interés de la libertad. Pero es mérito del Fascismo haberse puesto valiente y vigorosamente contra el prejuicio liberal corriente, y haber dicho netamente que de aquella libertad no se aventajaban ni los pueblos ni los individuos. Por otro lado, en cuanto el Estado corporativo tiende a actuar en modo más íntimo y sustancial la unidad o el círculo de la autoridad y libertad mediante un sistema de representación más sincero y respondiente a la realidad, el nuevo Estado es más liberal que el antiguo.

Pero en este círculo, no realizable sino en la esfera de la conciencia individual que históricamente se desarrolla en la asociación de las fuerzas productivas y en la tradición histórica de las conquistas intelectuales y morales, el Estado no podría descubrir la concreción a la cual aspira y de la que tiene necesidad, si en dicha esfera no invistiese toda la conciencia como fuerza soberana no circunscrita por ningún límite o condición. El Estado, por otra parte, ahí mismo, en lo interno del espíritu, quedaría en el aire. En el espíritu vale y vive sólo aquello que toma todo el espíritu, y no deja márgenes. Por esto, la autoridad del Estado no pacta, no transige, ni divide su campo con otros principios morales o religiosos que puedan interferir en la conciencia. Ésta tiene vigor y es verdadera autoridad, si dentro de la conciencia es incondicionada e infinita. La conciencia que actúa en la realidad del Estado, es la conciencia en su totalidad, con todos, los elementos de los cuales resulta. Moralidad y religión, elementos esenciales de toda conciencia, no pueden por esto faltar en ella, pero no pueden no ser subordinados, a la autoridad y ley del Estado, fusionadas en él, absorbidas. El hombre que en lo profundo de su voluntad es voluntad del Estado en la síntesis de los dos términos de autoridad y libertad —cada uno de los cuales actúa sobre el otro y determina su desarrollo—, es el hombre que en esta voluntad resuelve poco a poco sus problemas religiosos y morales. El Estado, privado de estas determinaciones y de estos valores, volvería a ser un poco mecánico, y como tal despojado de aquel valor al cual él pretende políticamente. Aut Caesar, aut nihil. [*O el César o nada]

De aquí el carácter exquisitamente político de las relaciones en­tre el Estado fascista y la Iglesia. El Estado fascista italiano, adherente (como quiere ser por las razones expuestas) a la masa de los italianos, o no es religioso o es católico. No puede no ser religioso, porque lo absoluto que él confiere al propio valor y a la propia autoridad, no se entiende sin relación a un Absoluto divino. Religión que tenga una base, aún una raíz y un sentido para la masa del puebla italiano, y en la cual pueda acoplarse este sentimiento religioso del absoluto de que, voluntad de la Patria, no hay más que una, salvo que no se quisiera estúpidamente en este caso, no desarrollar aquello que está en la conciencia, pero que al arbitrio, introduce aquello que no está. Y católico no se es, sino viviendo en la Iglesia y bajo su disciplina. Por lo tanto, necesidad política y reconocimiento político a los fines de la realización del Estado mismo. La política eclesiástica del Estado italiano debe resolver el problema de mantener intacta y absoluta su soberanía, también frente a la Iglesia, sin contradecir la conciencia católica de los italianos, ni a la Iglesia, a la cual, por lo tanto, esta conciencia está subordinada.

Problema arduo también éste, ya que la concepción trascendente sobre la cual se rige el sistema de la Iglesia Católica contradice el carácter inmanente de la concepción política del Fascismo —la que, repito, lejos de ser aquella negación del liberalismo y de la democracia que se dice, y que por motivos polémicos sus mismos jefes frecuentemente tienen razón de repetir—, o aspira verdaderamente a ser la más perfecta forma del liberalismo y de la democracia, en conformidad a la doctrina mazziniana, a cuyo espíritu él se ha vuelto.

Éste es al menos el camino. Camino largo, áspero, empinado. El pueblo italiano se ha encaminado a él con una fe y con una pasión que se ha posesionado del alma de la masa, de lo cual no había ejemplo en su historia. Camina, sujeto a una disciplina que no había conocido jamás, sin vacilar, rígido, sin discutir, con los ojos en el Hombre del temple heroico, de las dotes extraordinarias y admirables, de los grandes guiadores de pueblos.

Él va adelante seguro, envuelto en un aura de mito, casi hombre señalado por Dios, incansable e infalible, instrumento empleado por la providencia para crear una nueva civilización.

De esta civilización, cada quien ve lo que tiene valor contingente y propio para Italia, y aquello que tiene valor permanente y universal.

 

Agosto, 1927

 

Giovanni Gentile

 

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*edición digital: Franco Savarino, 2005


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