El Rincón de Néstor |
||
Así se baila el tango:
Los primeros pasosDra. Sonia Abadi
En estos días de soledades físicas en que amistad, sexo y afecto
cultivan soluciones de Internet, el tango ofrece la oportunidad de un
encuentro vivo, cuerpo a cuerpo, a la vez que un espacio para vivir
experiencias de diversa calidad emocional, sensual y artística. Así
baila Buenos Aires, con el pasado en presente y el presente continuo, al
son de viejas orquestas y letras que cuentan historias de otros tiempos,
pero baila hoy. Perdidos en la gran ciudad y el mundo globalizado, en la Milonga***
se encuentran todos. Los que ya no están, los que bailan, los que van
viniendo o vendrán, los que vuelven. Jóvenes que descubren el tango que bailaron sus abuelos, aportando su
energía, creatividad e irreverencia. Adultos que redescubren el tango de
sus viejos y del que renegaron durante años. Viejos milongueros que nunca
dejaron de bailar y miran sorprendidos este nuevo berretín por el tango
caminando la pista con una mezcla de orgullosa modestia y displicente
destreza. Extranjeros que vienen y vuelven enamorados de ese abrazo
intenso y de esa proximidad emocional inhallable en sus propias tierras. Extracto puro de vida, en la Milonga se condensa todo en un pequeño espacio y los detalles se amplifican: los personajes, las tensiones sociales, las diferencias. El baile no las borra, al contrario, las asume, las destaca, las cultiva, las celebra, las lleva hasta el límite. Comenzando, sin duda, por la diferencia hombre- mujer. Atractivos y seductores, los milongueros, las milongueras, siempre han
tenido mala prensa. No se dejan comprar ni enjaular, aunque nunca falta
alguien que los quiere hacer trabajar o formalizar. Ser milonguero es un
culto. Con su manera particular de ver la vida, son una más de las tribus
urbanas, como los hippies, los rockeros o los yuppies. Pero la Milonga es una galería de figuras claramente identificables que
se destacan sobre el fondo de los neutros. Si bien comparten códigos y
lugares, cada bailarín se siente un artista original. Bailar tango es no
bancarse la vida como espectadores y encarar el desafío de ser
protagonistas. Agazapado, maniatado, domesticado durante largas horas detrás del
volante, el escritorio o el mostrador, él llega a la milonga a
descomprimirse, explayarse, expresarse. Es su oportunidad de ser único,
de romper con las reglas del rebaño. Corriendo todo el día detrás de los hijos, los hombres, el carrito del
supermercado, el mango, y la tan pregonada emancipación, ella encuentra
en el baile el tiempo de soñar, de entregarse, de ponerse en manos del
otro y no tener que hacerse cargo por un rato de tomar sus propias
decisiones. Acunada, amparada y guiada renuncia impunemente al mandato de
ser independiente. Pero a la vez adquiere nuevos derechos: sentarse sola, mirar sin rodeos
al hombre con quien quiere bailar, abrazarse a un desconocido, y a otro, y
a otro... Allí en la milonga hombre y mujer escribirán su novela, que expresa la
medida de su prisión cotidiana y la inmensidad de su sueño de libertad. Si bailar es placer del
cuerpo y del espíritu atravesados por la música, bailar abrazados agrega
la sensualidad. Pero bailar tango añade la destreza, el juego, el arte de
improvisar de a dos. Y salir a milonguear empilchado para la ocasión ya
es pura magia y celebración. El porteño es experto en improvisar, “yo me mando, ya se me va a
ocurrir cómo resolverlo”, parece ser su lema tanto en la vida como en
el tango. Así, el antiguo arte del payador, el renovado arte del milonguero, y el
arte de vivir cada día en la Argentina tienen algo en común: el sublime
talento de la improvisación. Y es así como se baila el tango. Encuentro que comienza en la mirada, continúa en el abrazo y se despliega en el baile. Contrapunto de experiencia con creatividad, equilibrio con sensibilidad, comunicación cómplice con esquiva seducción. Ya desde el abrazo se pacta sin palabras la calidad de la entrega. La
proximidad, el apile, el modo de contacto entre las cabezas, la presión
del brazo de él estrechando el talle de ella, el peso del brazo de ella
rodeando el cuello de él. Envolvente, acariciante, o con la mano sobre el
hombro, rozándolo apenas. En la salida él ya define el largo de los pasos y la energía que le es
propia. Ella recibe la apuesta y responde desde su energía contenida. Bailan juntos compartiendo espacios llenos y vacíos. Cada uno escucha el
cuerpo del otro, adivina sus pies, registra su emoción, a veces su
ansiedad, otras su sorpresa. Se transmiten sus vivencias en un diálogo
secreto de preguntas y respuestas. A veces ruego, regateo, exigencia.
Otras reserva, recato, recelo. No se miran ni se hablan. Si hacen falta palabras es porque el lenguaje
de los cuerpos está fallando. Ella no toma la iniciativa, sólo intercala
algún capricho que no perturbe la continuidad del desplazamiento.
Presiente la intención y se atrasa apenas, para crear suspenso y una leve
tensión que indica que está allí presente y que él no baila solo.
En el tango, igual que en la vida, el único dominio del tiempo que
tiene la mujer respecto del hombre es frenarlo, nunca apurarlo. Y ese es
el arte de ella. El hombre avanza y la mujer resiste, sin mucha convicción,
es cierto.
Milonguero de ley, ni siquiera necesita marcar. La toma firmemente
entre sus brazos y la cobija en su pecho. Se la lleva puesta,
“dormida”, y la guía con el fuelle acompasado de su propia respiración.
Parecen uno solo, cuerpo y alma. Pero dicen que para bailar el tango
hacen falta dos. Y, sin embargo, dos no alcanzan. En esa celebración,
hombre y mujer están bailando acompañados. Bailan con la música, lenta o picadita. Con cada orquesta y su estilo único,
siguiendo el ritmo o la melodía, el bandoneón o el violín. Con el
cantor, que les susurra al oído retazos de sueños o pesadillas. Baila
cada uno consigo mismo, su sentimiento, su cuerpo, su oído que transforma
la música en movimiento. Bailan con las otras parejas en círculo formando un gran coro que
multiplica su propia energía. Bailan con el piso, que les trae las
vibraciones de los otros bailarines, y le devuelven en caricias el apoyo
que les brinda. Bailan también con la mirada externa de un público real
o imaginario, que los ampara y los aprueba. Sutil equilibrio de relaciones en el que ninguna debe predominar. El egoísta
que baila solo despoja a su pareja de la tan ansiada unión. La pareja que
se encierra queda aislada, privándose de recibir el fuego sagrado de los
otros así como de aportar su propio ardor a la danza tribal. Los que sólo
se exhiben traicionan su intimidad. Pero cuando todas las partes han sido convocadas por igual, la comunión
es perfecta. Misterio de los cuerpos en armonía, magia del tango que los
lleva al éxtasis, la emoción es intensa y total, cuerpo y alma. Conviven
así, latiendo juntos “sintiendo en la cara la sangre que sube a cada
compás”, “mezclando el aliento”, “cerrando los ojos para oír
mejor” . En
absurda contradicción anhelan que ese tango siga para siempre y que
termine pronto, por miedo a que un traspié pueda romper el encanto. Se apaga la última nota, hacen durar el abrazo por unos instantes más. Cuando la experiencia es fuera de lo común, las palabras sobran, se miran casi con pudor, o ni se miran, conmovidos y asustados de tanta entrega. *Recientemente
editado por segunda vez en castellano, fue traducido al sueco y al alemán,
y se encuentra en proceso su edición en idioma inglés. * Este artículo es parte de mi libro El Bazar de los Abrazos, publicado en mayo de 2001 y cuya segunda edición apareció en septiembre de 2003 ** Parera 62, 7mo piso, depto 21, Capital, (1014) ***
milonga: lugar donde se
baila. Con mayúscula se refiere al mundo del tango bailado. También
uno de los tres ritmos que toma la música del tango, junto con el
vals.
|
||