CUENTOS

�ACOMPA�ANDO A DON GOLLO EN SU PARTIDA�

Esa tarde los gallos cantaban al un�sono, como si se hubieran puesto de acuerdo. Sof�a saltaba sin cesar con la cuerda de c��amo con que todos los d�as su padre aquietaba la cola de la vaca mientras orde�aba la leche que m�s tarde hervir�a en el fog�n de la cocina de piedra y barro de su hogar.

En el corredor, Ana miraba sin ver las piernas de pitilla de su saltarina hija, pensando en que se hac�a tarde para iniciar el viaje hacia la casa de Don Gollo, distante a unos 7 kil�metros desde la parte baja del valle, subiendo y bajando por senderos que surcaban los faldeos de los cerros.

Mientras echaba unos quesos y unos cuantos panes amasados en la canasta de mimbre, recordaba los azules ojos de Don Gollo, as� como su lento caminar apoyado en el bast�n por la �nica y polvorienta calle del villorrio costero al interior de la comuna de Santa Cruz.

Para llegar a la casa del anciano hasta el mejor caminante demoraba unas tres horas, al cabo de las cuales se pod�a divisar el majestuoso palto que tantos frutos daba a�o a a�o para el deleite de los vecinos del anciano y de toda la comunidad. Era un �rbol ostentoso, tanto por el grosor de su tronco como por la exquisitez y tama�o incomparable de sus frutos. Lo hab�a plantado el propio Don Gollo setenta a�os atr�s, cuando era un muchacho de apenas doce.

Ana no visitaba esa ladera del cerro, desde que acompa�ara a unos familiares que llegaron de Santiago, a comprar frutas secas al propio �Don Gollo� y a otros viejos campesinos que como �l, recog�an hasta la �ltima ciruela en los meses de verano. De ello hacia no menos de un a�o y medio.

El aroma del ramo de juncos que hab�a dejado sobre la mesa la volvi� a la realidad, tom� de la mano a Sof�a y enfil� a paso seguro por el camino de tierra hacia el primer atajo del estero que ba�aba hasta el mes de noviembre, cada a�o los vallecitos y retazos de terreno en los que viv�a una treintena de familias.

Respir� hondo el aire tibio de la tarde y se detuvo sobre un mont�culo a mirar los vi�edos que se divisaban desde la parte alta del camino sobre el estero. Sof�a comenz� a juntar piedras en los bolsillos del albo delantal y a tirarlas ladera abajo hasta hundirlas en las mansas aguas del estero.

Una c�lida brisa meci� levemente el sombrero de paja que sol�a Ana ponerse en estos viajes por el campo en d�as de sol, en los mismos instantes en que una codorniz sali� piando y corriendo a la velocidad de un rayo de entre los matorrales.

El repentino silbido de la codorniz al volar sac� de la contemplaci�n a Ana y decidida, retom� el camino seguida de la ni�a que ajena al viaje y a los motivos, se deten�a a cada paso en las orillas de los cercos cortando yerbas y florerillas de la estaci�n.

Eran las 4 de la tarde y los trigos brillaban con el sol primaveral. Los juncos y las flores silvestres de los cerros y de los espinos erizaban la piel de Ana que sin detenerse en menos de una hora alcanz� �La Puntilla�. La ni�a se sent� en una piedra rega�ando, le dol�an los pies y hubiera querido que su madre la portara sobre su espalda al menos en alguno de los empinados tramos.

-�Porqu� tenemos que ir donde Don Gollo? , pregunt� por primera vez Sof�a a su Madre.

-Bueno� respondi� la madre, porque ha dejado este mundo y nuestro deber es acompa�arlo en su partida. Adem�s, dijo Ana a la ni�a- gracias a Don Gollo, todos los a�os en nuestra casa y en muchas casas, comimos las m�s ricas paltas que haya saboreado en toda mi vida.

-Aparte de generoso, sigui� recordando, era un viejo testarudo, y enfermo como estaba, no dejaba que otros se subieran al �rbol, encarg�ndose el mismo de sacar hasta la �ltima palta de las frondosas pero fr�giles ramas del magn�fico palto.

-Ah, dijo Mar�a. �Y a d�nde se fue mam�, Don Gollo?.

-Se fue quiz� a una mejor vida, probablemente al cielo, donde llegan s�lo las buenas personas como �l, dijo la mujer

-�El cielo es como un lago donde las personas siempre est�n flotando?, pregunta Mar�a comenzando a confundirse con la conversaci�n.

-El cielo es un para�so, un espacio lleno de luz y alegr�a, donde vive Dios, responde Ana, a la vez que se pone de pie en se�al de continuar el viaje.

Sof�a sigue los pasos de su madre, no comprende aquello de �la partida� de don Gollo de este mundo y se distrae con la flor de un cactus que crece a la orilla del sendero que cada vez se hace m�s estrecho cuesta arriba por el cerro.

El sol va y viene por las laderas dibujando figuras, sombras y claros. Un arrebol sobre una ladera hace apurar el tranco a Ana y a Sof�a, deseosas de llegar a destino. La canasta con los quesos pesa a cada tranco y las flores se marchitan con el calor h�medo de las manos.

-Por fin, al�grate hija, desde aqu� diviso el palto de Don Gollo, se�al de que ya estamos llegando, dijo la mujer inhalando profundo el aroma de los boldos.

El olor del chivato y las cabras entrando a esa hora al corral corroboran la cercan�a de la casa, el caballo amarrado a un ciruelo y dos bulliciosos perros �overos�, se acercan a recibirlas. Las huelen, y moviendo sin cesar sus colas les muestran el sendero hacia la entrada de la morada del anciano.

Los �ltimos pasos los dan lentos. Ana piensa qu� dir� a la vieja anciana que se ha quedado viuda por la tozudez de Don Gollo de subirse a los 82 a�os al viejo palto a cosechar sus frutos.

En tanto, Sof�a piensa que conocer� el cielo, el lugar donde se ha ido seg�n su madre, Don Gollo. Le sudan las manos y el coraz�n se le encabrita.

Faltan dos escalones para llegar al corredor de la casa de barro, donde apenas las personas cab�an de pie. Desde el pen�ltimo pelda�o se ve titilar la luz de una vela y se escuchan las letan�as de los lugare�os sentados en semic�rculo alrededor del anciano.

Ana en esos momentos se acerca a saludar a la viuda, en los mismos instantes en que paralizada, Sof�a encuentra con su mirada los pies calzando hojotas del anciano sobresaliendo del alba s�bana con que hab�an cubierto su cuerpo sobre la mesa del comedor. As�, a los seis a�os, la muerte se present� ante los ojos de Sof�a.

�Pachi� (2000)

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