El Apocalipsis

Tras la apertura de los sellos, la visión pasa a describir la muchedumbre de los marcados, en la que se cita a los cuatro ángeles que Jeremías y Zacarías situaban en los cuatro ángulos de la plana Tierra y que son quienes mandan los cuatro vientos que la justicia de Dios utiliza como instrumento de corrección y castigo. La muchedumbre de los marcados es el grupo de justos que van a salvarse del castigo divino. Se trata de un número muy utilizado por los intérpretes más rígidos de la Biblia como el tope máximo de los que hallarán la salvación eterna y son ciento cuarenta y cuatro mil, doce millares por cada una de las doce tribus de Israel. El millar de justos es algo más que una cantidad concreta, es una multitud innumerable y al multiplicarse por el número perfecto de doce, una vez por las tribus de Israel y otra por añadidura, no indica limitación, sino muchedumbre.

El texto 8 comienza diciendo: "Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el cielo por espacio como de media hora". Es el acto final y de ahí se pasa a enumerar a los siete ángeles de las trompetas, ángeles de la tradición, también mantenidos en el Corán. Con el primero llega el granizo y el fuego; con el segundo una montaña cae al mar y este se convierte en sangre en un tercio, matando a un tercio de la vida marina y de las naves que lo surcaban; con el tercero cae un astro y seca un tercio de los ríos y las fuentes, siendo el astro el llamado Ajenjo, el nombre de la amargura señalado por Jeremías en sus Lamentaciones; con el cuarto ángel, un tercio del Sol se apaga y las estrellas también pierden un tercio de su brillo; con el quinto ángel, en el texto 9, la trompeta provoca la caída de una estrella que abre un abismo y del mismo salen las langostas, que no atacan a los hombres marcados ni a la vida vegetal, sino tan sólo a los injustos, a los que tendrían que atormentar durante cinco meses, como escorpiones, pero sin matarlos. Los hombres castigados buscarán la muerte, pero no la podrán hallar en ningún lado. Estas langostas, inspiradas en los textos de Joel, están enriquecidas por Juan en su nueva descripción, convirtiéndose en elementos terroríficos, como caballos de guerra asirios, pero con rostros de hombre, cabellos de mujer, dientes de león, colas de escorpión, corazas de hierro y coronas de oro. Están al mando de un ángel del abismo, Abaddón.

El sexto ángel hace que muera un tercio de los hombres, al soltar a un ejército compuesto por dos miriadas de miriadas de jinetes. Un número imposible, infinito, aunque se pueda cuantificar hoy en doscientos millones, pero en aquel tiempo no tenía traducción más que como una magnitud aterradora. Pero la lección no es aprendida y los hombres que sobreviven no se arrepienten y continúan adorando al mal y despreciando el bien. Pero el séptimo ángel trae el libro profético y anuncia que se cumplirá el misterio de Dios. El ángel da el libro al profeta, para que este lo coma. El libro era dulce como la miel, pero amargaba las entrañas.

Con el libro llega el conocimiento y Juan anuncia la llegada de los dos Testigos, que predicarán la verdad durante mil doscientos sesenta días, protegidos por el fuego de su boca que abrasará a los que quieran hacerles daño, pueden hacer que deje de caer la lluvia y pueden convertir el agua en sangre y herir la tierra. Al terminar su tiempo de profecía llegará la hora de la bestia del abismo y, pasada la tregua de los 1.260 días, la bestia los destruirá y dejará sus cuerpos sin vida en la plaza de la gran ciudad que (espiritualmente) se llama Sodoma y Egipto, sin recibir sepultura, el máximo castigo tras la muerte para el judío. Pero al tercer día un espíritu les llevará la resurrección y su triunfo será público y total, recordándose así la resurrección predicada de Jesús.

Se produce un terremoto tras la subida al cielo de los testigos y llega el reino de Dios:

El séptimo ángel tocó la trompeta, y oyéronse en el cielo grandes voces, que decían: Ya llegó el reino de nuestro Dios y de su Cristo sobre el mundo, y reinará por los siglos de los siglos. Los veinticuatro ancianos, que estaban sentados delante del trono de Dios cayeron sobre sus rostros y adoraron a Dios, diciendo: Dámoste gracias, Señor, Dios todopoderoso, el que es, el que era, porque has cobrado tu gran poder y entrado en posesión de tu reino. Las naciones se habían enfurecido, pero llegó tu ira, y el tiempo de que sean juzgados los muertos, y de dar la recompensa a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y destruir a los que destruían la tierra.

Empieza ahora, tras el sonido de la séptima trompeta, la aparición del dragón, una vez que se abre el templo de Dios y se ve el Arca de la Alianza, entre el estruendo de todas las fuerzas desatadas del cielo:

El Mesías y el Dragón

Apareció en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas, y estando encinta, gritaba con los dolores de parto y las ansias de parir. Apareció en el cielo otra señal, y vi un gran dragón de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre las cabezas siete coronas. Con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra. Se paró el dragón delante de la mujer que estaba a punto de parir, para tragarse a su hijo en cuanto le pariese. Parió un varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro, pero el Hijo fue arrebatado a Dios y a su trono. La mujer huyó al desierto, en donde tenia un lugar preparado por Dios, para que allí la alimentasen durante mil doscientos sesenta días.

La batalla en el cielo

Hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón, y peleó el dragón y sus ángeles, y no pudieron triunfar ni fue hallado su lugar en el cielo. Fue arrojado el dragón grande, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra, y fue precipitado en la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados. Oí una gran voz en el cielo que decía: Ahora llega la salvación; el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche. Pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio y menospreciaron su vida hasta morir. Por eso, regocijaos, cielos y todos los que moráis en ellos. ¡Ay de la tierra y de la mar!, porque descendió el diablo a vosotras animado de gran furor, por cuanto sabe que le queda poco tiempo.

Tras el dragón, que lucha contra la mujer -la Iglesia- viene el turno de la bestia de diez cuernos y siete cabezas y sobre los cuernos diez diademas. Ya tenemos a Roma personificada en una bestia blasfema, que asola a los santos y recibe la adoración de todos los habitantes de la tierra. Tras ella, la segunda bestia, con dos cuernos de cordero (carnero) y voz de dragón. Curiosamente, la bestia tiene un número, el 666, pero este significado gemántrico se nos escapa, puesto que la traducción a Nerón Cesar no está tan justificada como se pensó posteriormente. De todas formas, ya comentaremos este punto, cuando hablemos en la simbología de las letras y los números.

Después, tras aparecer el Cordero en el monte Sión, con los ciento cuarenta y cuatro mil que llevan el nombre de Dios en su frente, se comienza el juicio contra Roma, la nueva Babilonia. Viene el turno de los siete ángeles con las siete plagas postreras. Los ángeles luego derraman las siete copas de la ira de Dios y la gran ciudad se hace añicos. El siervo de Dios recibe la revelación por boca del ángel que le muestra a la gran ramera y le explica su sentido, que no es otro que la descripción de Roma, con sus siete colinas, los siete reyes -de los cuales cinco cayeron, uno existe y otro queda por llegar y permanecerá poco tiempo-.

Esta señal del ángel es una de las claves de la confusión que produce el mensaje del Apocalipsis en un principio, porque las comunidades esperaban el suceso instantáneo, con la llegada del séptimo César romano. Claro está que también se habla -a continuación- de diez reyes por venir, pero que reinarán una hora aunque deberíamos volver al Antiguo Testamento para ver que, para Dios, mil años es como una hora.

Cae la gran Babilonia, uniendo la tradición del exilio bajo la dominación asiria con la nueva calamidad de la persecución romana y la destrucción del Templo. Se regocijan los santos y todo se apresta para la batalla de Armagedón, con los ejércitos del cielo blancos como la nieve, vencedores sobre la bestia y el falso profeta. Llegamos a:

El milenio

Vi un ángel que descendía del cielo, trayendo la llave del abismo y una gran cadena en su mano. Tomó al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo, Satanás, y le encadenó por mil años. Le arrojó al abismo y cerró, y encima de él puso un sello para que no extraviase más a las naciones hasta terminados los mil años, después de los cuales será soltado por poco tiempo. Vi tronos, y sentáronse en ellos, y fueles dado el poder de juzgar, y vi las almas de los que habían sido degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y cuantos no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no habían recibido la marca sobre su frente y sobre su mano; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Los restantes muertos no vivieron hasta terminados los mil años. Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; sobre ellos no tendrá poder la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con El por mil años.

A los mil años, Satanás vuelve a ser libre y extravía a las naciones y a unirse a Gog y a Magog para una nueva guerra, pero el cielo devorará con su fuego al enemigo impío y triunfará la nueva Jerusalén, el paraíso prometido:

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Oí una voz grande que del trono decía: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su tabernáculo entre ellos, y serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado.

Una medida, básica para los que estudian la profecía de la Gran Pirámide, hace su aparición al medir la nueva Jerusalén, se trata del codo sagrado:

El que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como su anchura. Midió con la caña la ciudad, y tenia doce mil estadios, siendo iguales su longitud, su latitud y su altura. Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel.

Y Juan ve el paraíso:

Y me mostró un río de agua de vida, clara como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle y a un lado y otro del río había un árbol de vida que daba doce frutos, cada fruto en su mes, y las hojas del árbol eran saludables para las naciones. No habrá ya maldición alguna, y el trono de Dios y del Cordero estará en ella.

Sólo queda ratificar lo anunciado y Juan dice lo que él oyó de Dios:

Y me dijo: Estas son las palabras fieles y verdaderas, y el Señor, Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que están para suceder pronto.

He aquí que vengo presto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro. Y yo, Juan, oí y vi estas cosas. Cuando las oí y vi caí de hinojos para postrarme a los pies del ángel que me las mostraba. Pero me dijo: No hagas eso, pues soy consiervo tuyo, y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro; adora a Dios. Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este libro, porque el tiempo está cercano.

Todo está cercano, pero también se habla del milenio y esta duplicidad es la que induce a los cristianos de la Edad Media a abandonar todo lo (poco) de este mundo y aprestarse al reino de Dios, ese magnífico cielo prometido directamente por Dios a su escribano Juan. Las señales no dejaban lugar a dudas, claramente se indicaba el espacio de tiempo que el hombre debería esperar sobre la tierra hasta que le llegase su hora.

Cumplido el milenio, en esa noche de San Silvestre de espanto y esperanza, los cristianos tendrían que volver a conformarse con la tierra y a esperar un juicio final individual, en donde la muerte sería una encrucijada personal, sin el esplendor macabro del enfrentamiento con las bestias y las plagas. Para cerrar, Juan dice que Dios hará caer las plagas sobre quien se atreva a cambiar o a añadir algo a la revelación, pero también ratifica:

"Dice el que testifica estas cosas: Sí, vengo pronto. Amén".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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