Poesia
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Los Cancioneros:

En el renacimiento se idealizó al hombre primitivo y a todas las manifestaciones de éste, como demostraciones de pureza, como valoración
de lo natural en el hombre. Este hombre, libre de vicios, verá su alrededor
y su propia vida sin la contaminación de ideas intelectuales o religiosas que manchen sus acciones o su mentalidad. Basados en este ideal, dignifican
las canciones líricas populares tradicionales, pues deben provenir de estos hombres. Gracias a esta dignificación tenemos acceso hoy a cantares medievales españoles, portugueses y catalanes.
A partir de estas primeras recuperaciones se hicieron con los cancioneros.

El término Cancionero  fue usado en el siglo XV, sobretodo para designar una colección o antología de poemas sin música, fueran utilizados para cantar o no. Sin embargo, existieron muchos cancioneros que incluían partituras o indicaciones para cantar, como el Cancionero de Upsala.

Las primeras colecciones castellanas denominadas cancioneros son
dos antologías del siglo XV de poemas tradicionales. La primera fue compilada en 1445 por Alfonso de Baena para Juan II de Castilla, y la
otra una compilación similar hecha por Lope de Estúniga para Alfonso V
en la corte española de Nápoles en 1458.

Aunque fueron originalmente titulados “cancioneros”, los compiladores debían tener en mente la clásica asociación entre poesía y música, pues muchos de los poemas son descritos expresamente para ser utilizados o interpretados musicalmente.

La palabra “Cancionero” fue impresa por primera vez en un título
en el Cancionero de Juan de la Encina (Salamanca, 1496). Esta colección tampoco contiene ninguna nota musical, pero la palabra fue escogida presumiblemente para dar a entender que los poemas de este poeta-músico eran cantables. Muchos de éstos poemas aparecen con música, a menudo
del mismo Encina, en el Cancionero Musical de Palacio, el Cancionero de Upsala y otros cancioneros del Siglo XVI.

Los primeros cancioneros polifónicos compilados entre 1480 y 1532 están relacionados entre sí y con los no musicales pues compartían algunas piezas. Los principales cancioneros musicales de este período son: el Cancionero Musical de la Colombina (1490), Cancionero Musical de
Palacio (1505-1520), Cancionero Musical de Barcelona (1500-1532) y
el Cancionero Musical de Segovia (inicios del siglo XVI). Todos, especialmente el Cancionero Musical de Palacio, contienen algunas partes
de canciones basadas en tonadas que probablemente existían antes de
1450. El Cancionero Musical de Montecassino (1480-1500) puede incluirse
en este grupo como un cancionero español porque estaba basado en el repertorio musical del dominio español, la corte aragonesas de Alfonso V
en Nápoles y porque la mayoría de su contenido son canciones españolas
y catalanas.

El más importante de estos primeros cancioneros es el Cancionero Musical de Palacio, que representa el repertorio musical de la corte
española en el tiempo de los reyes católicos. Consta de aproximadamente
548 composiciones de las cuales se han recuperado 458. La mayoría son villancicos, mas o menos cuarenta son romances y cincuenta canciones.

En estos cancioneros los compositores plasmaban temas profanos, relacionados con lo plebeyo y lo cortesano. Las canciones religiosas se reducen a una minoría. Las principales temáticas, tratadas de una manera sorprendentemente abierta, son el amor y la naturaleza asociadas, la fecundidad, el deseo, la belleza femenina y masculina, el rechazo al matrimonio y de vez en cuando algunas costumbres o creencias
campesinas o populares.

El compositor más usual fue De la Encina, seguido por Francisco
Millán, Francisco de la Torre, Pedro de Escobar y Francisco de Peñalosa.

La predominancia de las canciones españolas demuestra que la
colección servía para los artistas de testimonio de la tradición popular española, pero hay también docenas de piezas en italiano y francés y hay montajes de textos españoles con composiciones musicales extranjeras.
Por otro lado, los textos españoles ocupan solo 38 de las 204 piezas en el Cancionero Musical de Segovia y solo 25 de los 122 del ), Cancionero Musical de Barcelona. Esto nos muestra que los compositores españoles
del Renacimiento estaban pendientes de los desarrollos musicales del resto
de Europa tanto como de su herencia nacional.

Un divorcio inminente entre poesía y música fue claramente señalado en 1511 con la impresión en Valencia del más celebrado de los cancioneros
sin música, el Cancionero General de Hernando del Castillo, y en Lisboa
en 1516 del cancionero portugués Cancioneiro Geral de García de Resende. El Cancionero General de Castillo produjo una gran cantidad de vertientes
en el siglo XVI.

Estos últimos cancioneros presentaban poemas para ser leídos como tales, aunque hubo unas pocas excepciones que contenían letras escritas expresamente para bailar o cantar, como el Cancionero de galanes y
Cantares de diversas sonadas (aproximadamente 1530-1535).

Los últimos de los primeros cancioneros musicales centrados en el Cancionero Musical de Palacio fueron el Cancionero de Elvas (1550) y
el Cancionero del Duque de Calabria, el mismo Cancionero de Upsala (Venecia, 1556). El Cancionero de Upsala le debe probablemente su
selección de 54 villancicos al hecho de que pretendía representar de
alguna forma el círculo del Duque de Calabria.

Aunque recogieran la tradición popular, la mayoría de los cancioneros
de los siglos XV y XVI fueron compilados para lectores cultos o aristocráticos. Fue entonces cuando colecciones más mundanas quisieron llegar a un público más amplio, dedicadas exclusivamente a baladas y romances. Empezaron a aparecer en el Cancionero de romances (Antwerp, 1548). De nuevo aquí no había música, probablemente porque los que muy seguramente leerían el libro (por ejemplo, soldados españoles en Flandres) serían capaces de recordar las tonadas tradicionales fácilmente.

Estas antologías de romances eran frecuentemente impresas bajo atractivos títulos como Silva de Sirenas (Valladolid, 1547), pero hacia
1580, algunos títulos empezaron a utilizar la palabra “romancero” para antologías de romances. La palabra romancero fue ampliamente usada
para denominar una colección de baladas españolas de cualquier tipo,
con o sin música.

El monumental Romancero General de M. de Madrigal (Madrid, 1600-1614) y el muy exitoso Romances Varios de Diversos Autores (Zaragoza, 1640-1664), por ejemplo, fueron colecciones de nuevos
romances que debían en principio ser leídos como tales y estaban
dirigidos a diversos públicos. Algunas antologías de canciones de refranes
o estribillos fueron presentados indiscriminadamente como villancicos o romances para ser cantados con tonadas conocidas fueron impresos
todavía en el siglo XVIII. Notables ejemplos fueron el Laberinto amoroso (Zaragoza, 1618-1638) y el Primavera y Flor (Madrid, 1621-1659).
 

El Marqués de Santillana
(1398-1458)

     Don Íñigo López de Mendoza, guerrero y poeta, nació en Asturias, en 1398. Era hijo de un gran almirante de Castilla, perteneciente a una buena familia, y muy rico.
     Con estos elementos al servicio de su talento, no es de extrañar que desde joven brillara en la corte.
     Durante su juventud se consagró con éxito al servicio de las armas, habiendo luchado contra los navarros, y si bien fue derrotado por éstos, no fue sin gloria, pues que se las había con fuerzas muy superiores a las que él mandaba.
     Luego cooperó en las guerras de la reconquista, habiendo figurado en la batalla de Olmedo, en 1445, año en que recibió el título de Marqués de Santillana.
     En las intrigas cortesanas de aquellos tiempos tomó parte activa muy importante, pues fue el mayor enemigo del condestable don Álvaro de Luna, y principal causa de su caída.
     En poesía, fue íntimo y discípulo del duque de Villena, que tanto trabajó por la introducción de la poesía provenzal en España.
     Fue también el gran protector de los poetas en la corte, y su fama llegó a tal altura, que se iba a la corte no más que por verle y saludarle, cual más tarde había de hacerse con Lope de Vega.
     Su ardor por el cultivo de las bellas letras y por su popularización en España fue tal, que fundó y sostuvo una escuela italiana de poesía; mas el ambiente se prestaba poco para empresas de este género, pues la España de entonces no estaba preparada para comprender el refinamiento de los italianos, y la escuela no prosperó: a ella se impuso la rudeza de los españoles de entonces, cuyas continuas guerras no les habían dejado tiempo de cultivar las artes de la paz.
     Sin embargo: si el marqués no logró recoger él mismo el fruto de la simiente por él echada, la posteridad ha de reconocer que su famosa escuela contribuyó en grande parte a preparar el terreno para nuestro glorioso siglo de oro.
     Compuso varias obras, algunas de las cuales andan hoy perdidas, pero sobresalen el Canto fúnebre del Duque de Villena, la Comedieta de Ponza y otras composiciones menores, entre ellas la fina y delicada Serranilla, que es la que más le ha popularizado.
     Al principio de este libro hemos puesto su famoso proemio al Condestable de Portugal, que le envió un propio pidiéndole le otorgase el favor de enviarle sus obras, y que es un concienzudo estudio de la poesía de los tiempos aquellos, al par que la prueba de que si el marques hacía buenos versos, también sabía componer prosa a maravilla.
     Murió en 1458.

 

JORGE MANRIQUE:
 

No llegó a cumplir los 40 años. No pudo ver cómo Isabel de Castilla, por la que tanto arriesgó su vida, empezaba junto a Fernando de Aragón, el reinado más importante de la Historia de España. Inauguró la poesía como un hecho individual, como expresión particular de sentimientos..

Jorge Manrique

Es Jorge Manrique el primer gran poeta de la España moderna, la que nace con los Reyes Católicos, aunque también puede decirse que es el último gran poeta de la España que cierra la Edad Media y se abre a una nueva era con Isabel y Fernando. Dentro de los signos curiosos que esmaltan su reinado, no es menor que su primer año coincida con el de la muerte del primer poeta de Castilla defendiendo precisamente el derecho al trono de Isabel. No es tampoco casualidad que inaugure la gran serie de poetas inmensos en la lengua de España con brevísima obra. A Jorge Manrique le bastaron unas pocas estrofas de un solo poema para ganar fama imperecedera. También Garcilaso escribió muy poco, Fray Luis de León apenas una docena de poemas y de San Juan de la Cruz se recuerdan tres y hasta con uno bastaría. El paladar del lector de poesía estaba hecho al gusto exquisito y popular de los romances, que ya en el siglo XV se constituyen en el Banco de España de nuestra divisa lírica. No ya una lengua y una literatura sino toda una historia se justificarían sólo por el Romancero. Pero además, con Jorge Manrique, la poesía en español -en su tiempo, la lengua de Castilla es ya la lengua franca de toda la Península, primera o segunda de todos los que sabían leer y escribir- comienza a ser una empresa individual, al margen de los gustos de la corte y de las modas literarias. Inaugura la poesía como hecho individual, como expresión de sentimientos que sabemos a qué y a quién corresponden. La poesía no nace con él, pero él es nuestro primer lírico puro.

Jorge Manrique tiene además un misterio especial, un algo mágico que lo identifica con una época y una sensibilidad que nos parecen fijados de una vez y para siempre por la sola gracia de unos pocos versos. El culto que los lectores han rendido desde hace cinco siglos al hijo de Don Rodrigo Manrique, dedicatario del primer gran poema de su género en nuestra lengua, viene siendo inalterable, regular, sencillo, clásico, tan normal como el que puede rendirse a la Naturaleza. Y todo nace del prodigio de esas «Coplas por la muerte de su padre» que comienzan:

Recuerde al alma dorminda,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;

aunque la estrofa más popular es la sexta:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu´es el morir.
Allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir.

¿Sólo esto basta para hecer imperecedera la gloria de un poeta? Pues sí, basta y sobra. Su sencillez, su falta de apresto y su naturalidad son precisamente las virtudes que lo han canonizado sobre la inmensa tribu de los versificadores. Pero además Jorge Manrique tiene en torno a su nombre un conjunto de hallazgos, una conjunción de misterios que nos permiten explicarnos no ya su valía -que nada importa a los inmunes al encanto difícil de la poesía, en arcano para la mayoría de los humanos- sino esa permanente popularidad suya, esa inquebrantable devoción secular.

Jorge Manrique llevaba uno de los apellidos más ilustres y antiguos de Castilla, el que pasó precisamente al Romancero con los Siete Infantes de Lara. Sin embargo, se podó el apellido célebre -Manrique de Lara- como para dejarlo sin hojarasca, por noble que fuera. Era hijo de uno de los hombres más poderosos de su época, don Rodrigo Manrique, Comendador de la Orden de Santiago, gran guerrero, político tenaz, noble turbulento, como todos los de su tiempo y emparentado con la familia de los Mendoza. Pero la vida de Jorge Manrique, que podía haber dado para una gran crónica cortesana, política y militar se quedó o alcanzó a quedarse sólo en elegía.

Era Jorque Manrique sobrino, hijo y hermano de poetas, entre los que destaca su tío Gómez Manrique, uno de los tres o cuatro mejores del siglo XV si su sobrino carnal no los hubiera eclipsado a todos. Por los datos que tenemos, escasos y convencionales, no hay la menor sospecha de enfrentamiento generacional o familiiar, más bien todo lo contrario. Jorge, que nació en Paredes de Nava, tierras de Palencia, en 1440, parece haber seguido con aprovechamiento los estudios de Humanidades y se adiestró concienzudamente en el oficio militar que su tradición y su época requerían. A los cuatro años perdió a su madre, doña Mencía de Figueroa, y su padre se volvió a casar dos años después con doña Beatriz de Guzmán.

Quince años duró el matrimonio, por lo que cabe pensar que ella fue, si se dejó, la madre real del poeta, aunque éste guardara siempre el recuerdo de la verdadera.

Su boda a los 26 años denota lo identificado que estaba Jorge Manrique con su familia: en 1469 se casa por tercera vez su padre con doña Elvira de Castañeda y al año siguiente, 1470, se casa Jorge con la hermana de su madrastra, doña Guiomar. Para entonces ya eran célebres su valor y arrojo en el campo de batalla. La primera vez que aparece al frente de la caballería es en el asedio al castillo de Montizón y tenía 24 años. Participa en las innumerables batallas por la sucesión en la Corona de Castilla, siempre del lado de Isabel. No conoció sólo la gloria. La primera parte de la guerra fue penosísima y él mismo fue hecho prisionero cuando trataba de tomar la ciudad de Baza. Su hermano Rodrigo murió en el mismo hecho de armas.

Pero la muerte esencial, en su vida y en nuestra literatura, se había producido un año antes, en 1476. Don Rodrigo, el padre, murió en Ocaña el 11 de noviembre, víctima de un cáncer que le devoró el rostro. Semejante imagen de las Postrimerías, medieval hasta la caricatura pero terriblemente real, marcó indudablmente a Jorge, que expresó por ello en las Coplas no sólo el elogio fúnebre a su progenitor sino la contemplación misma de la vida como bien perecedero y mortal, del tiempo como víctima del tiempo, de la belleza como objeto de nostalgia más que de celebración. Cuando dice «Los infantes de Aragón, / ¿qué se hicieron?», recuerda a los hijos de Fernando de Antequera y lo hace con afecto, porque su familia era tradicionalmente aliada del bando aragonés de Castilla, pero se acuerda sobre todo de su niñez, cuando aquellos galanes supieron conquistar la Corte. Tampoco queda nada de ellos.

El tema clásico del Ubi sunt? pierde su carácter convencional por acercar formas vividas de lo fugaz: su padre, su niñez, el Tiempo. Su propio tiempo. Era Jorge Manrique amigo de la tristeza y deudo de la melancolía, quizá persuadido de que la muerte le rondaba. Y fue así: asediando el castillo de Garcimuñoz cayó gravemente herido y murió poco después, en Santa María del Campo. Era el 24 de abril de 1479. Seguramente una lluvia fina calaba las tierras altas de Castilla, los soldados volvían con sus armaduras manchadas de sangre y de barro, aún no salía el sol y ya se ponía para aquel noble guerrero que en sus ratos libres, siguiendo la tradición familiar, escribía algún poema.

No llegó a cumplir los 40 años. No pudo ver cómo Isabel de Castilla, por la que tanto arriesgó su vida y finalmente la perdió, empezaba, junto a Fernando de Aragón, el reinado más importante de la Historia de España. Sin duda soñó con la gloria, la de su casa, la de su patria, pero a todo se sobrepuso veloz el tiempo. Su verso claro no tenía rostro: se lo prestó un caballero de la Orden de Santiago, Martín Vázquez de Arce, enterrado en Sigüenza. Hay sobre el sepulcro un guerrero que lee un libro con gesto de melancolía. Es una de las esculturas más hermosas de España. Mucha gente cree que es una evocación de Jorge Manrique. Desde luego no se trata de un equívoco o de un error. La imagen del Doncel de Sigüenza, siendo absolutamente singular, resulta casi intemporal por la armonía interior que trasluce y la perfecta simetría de los rasgos. Podría decirse que es típicamente renacentista, pero tampoco hay en ella el júbilo de las formas y la rotundidad de las celebraciones del volumen humano al modo del siglo XVI.

Se ha interpretado, por eso mismo, como un gesto de despedida del Renacimiento a la Edad Media, con su inmensa fuerza desgarrada, sus convulsiones alucinadas y sus vértigos angélicos. Como si en el pasado turbulento se perdiera también algo de la alegría salvaje de los siglos oscuros. Como si la claridad de la piedra noble no alcanzara a consolarnos de la pérdida de aquel terror donde se escondía la nostalgia del Infinito. Tanto sugiere esa piedra que, como símbolo de lo que Huizinga llamó El otoño de la Edad Media, alguién acabó identificándola con Jorge Manrique. Y acertó.

JUAN DE MENA
(1411 - 1456)


Nació en Córdoba y quedó huérfano de niño. Sufrió pobreza durante su juventud y no pudo estudiar hasta eso de los veinte años. En su ciudad natal tuvo, más tarde, la oportunidad de estudiar Humanidades. Luego pasó Salamanca y a Roma. Juan II lo nombró traductor y cronista de la corte, aunque no conservamos ninguna crónica de él. Tanto el Rey como el don Álvaro de Luna lo consideraron su poeta favorito.

En cuanto a su obra poética puede decirse que, junto a Jorge Manrique y al Marqués de Santillana, forma la trilogía más distinguida del siglo XV. Mena es un versificador fácil y original. Fue muy influido por la nueva moda italiana y, quizás por eso, no pudo demostrar más su originalidad como poeta indiscutible. Entre una media docena de obras que escribió, resalta la obra capital: El Laberinto o, también conocido por el de las Trescientas (CCC). Así como Francisco Imperial imita a Dante, también Juan de Mena trata de hacer lo mismo, sobre todo en su alegoría del Paraíso. Además, se ve claramente en él un esfuerzo por buscar la unidad nacional, transmitiéndonos su decidido sentimiento patriótico.

Falleció en Torrelaguna, a causa de una doble pulmonía.

 

 

 

 

 

 

 

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