ENRIQUE DE VILLENA
Enrique de
Villena, nacido en el año l384 hijo de Pedro, Marqués de Villena, fue desde 1417
señor de Ingesta y nunca Marqués de Villena, por lo que no hay que confundirlo
con el auténtico Marqués de Villena D. Juan Pacheco. Tuvo gran afición a los
estudios de alquimia, así como a la astrología, astronomía, geometría y
aritmética, lo que fraguó en torno a su persona una leyenda plagada de calumnias
y la fama de nigromante y hechicero. Su labor literaria fue la más provechosa y
en la que mas destacó. Se mostró buen conocedor del latín y griego, y correcto
estilista. De sus obras cabe mencionar "Arte de trovar", "Arte cisoria y tratado
del arte de cortar con cuchillo", "Tratado de la lepra", "Menor daño de
medicina", "Libro de aojamiento o fascinología", el poema "Los doce trabajos de
Hércules", del que el mismo hizo la versión catalana, y las traducciones de la
"Divina Comedia", "Eneida" y unas "Glosas" de Virgilio. Fue
nombrado maestre de la orden de Calatrava; pero a causa de la mala fama que se
creó en torno a su persona, fue desposeído en 1414 del maestrazgo. Falleció en
Madrid en el año 1434 autor español, fue llevado en 1384. A
través de su abuelo, Alfonso de Aragon, cuenta de Denia y Ribagorza, él remontó
su pendiente de Jaime II. de Aragon y de Blanche de Nápoles. Lo conocen
comúnmente como los marquess de Villena; pero, aunque un marquessate estaba
contemporáneamente en la familia, el título fue revocado y annulled por Henry a
padre de III. Villena, pone a Pedro de Villena, fue matado en Aljubarrota; a su
abuelo educaba, demostró la gran capacidad para aprender y era reputado al
muchacho ser mago. Cerca de 1402 él casó a Maria de Albornoz, el sefiora del
Infantado, que sintió bien rápido a la amante reconocida del henrio III.; ser
designado recompensó el marido complaciente amo de la orden militar de Calatrava
en 1404, pero en la muerte del henrio en el final de 1406 los caballeros de la
orden rechazaron aceptar el nombramiento, que, después de una competencia larga,
fue rescindido en 1415. Él estaba presente en la coronación de Ferdinand de
Aragon en Saragossa en 1414, jubilado a Valencia hasta 1417, cuando él se
trasladó al castile a la remuneración de la demanda para la pérdida de su
mastership. Él obtuvo en vuelta el lordship (senorio) de Miesta, y, consciente
de su inaptitud para la guerra o la vida política, dedicada a la literatura. Él
murió de fiebre en Madrid en el i5th de diciembre de 1434. Un fragmento de su
Arte de lo representa trobar (1414), un tratado indigesto compuesto para la
Barcelona Consistory de la ciencia alegre; por Los Trabajos de Hércules (1417),
una alegoría pedantic e ilegible; por su Tratado de la Consolacidn y su manual a
los placeres y a las maneras de la tabla, el cisoria de Arte, ambos escritos en
1423; por un comentario en el salmo viii. ver. 4, que fecha a partir de 1424;
por el libra de. Aojamienlo (1425), una disertación laboriosa en el ojo malvado
y sus efectos; y por una traducción del Aeneid, primera haber hecho siempre, que
fue acabado en el reacio de octubre de 1428. Su tratado en la lepra existe pero
no se ha publicado. Las escrituras de Villena no justifican su fama
extraordinaria; sus temas son desprovistos de encanto, y su estilo es uncouth en
cuanto a sea tan casi unintelligible. Con todo él tiene un lugar asegurado en la
historia de la literatura española; él era patrón abundante de letras, su
traducción de Virgil lo marca hacia fuera como pionero del renacimiento, y él
fijó un ejemplo espléndido de la curiosidad intelectual. Por otra parte, hay un
interés dramático el habitar en la personalidad incomprensible del estudiante
alto-llevado solitario a que el medio galope de Vega introduce en el morir del
hasta de Porfiar, a que presenta Ruiz de Alarcñ en el la Ctteva de Salamanca.
Alfonso Martínez de Toledo,
Arcipreste de Talavera
Vida y obra. Su lugar de nacimiento lo deducimos de las palabras
contenidas al final de la Vida de S. Ildelonso. Dirigiéndose al Santo dice: «O
cibdadano del cielo enperial llefonso de toledo natural ruega a lesu Christo
eternas, por mi Alfon aunque no tal, porque naszi peccador donde tu fueste
señor». También sabemos la fecha de su nacimiento por el encabezamiento del
códice escurialense que contiene el Corbacho, «Libro compuesto por Alfonso
Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, en hedat suya de quarenta annos,
acabado a quince de Margo, anno del Nascimiento de Nuestro Salvador Ihesu Xº de
Mil e quatrocientos e treyta e ocho años». Era toledano y n. en 1398.
Desconocemos la fecha de su muerte, pero por una escritura deducimos su
existencia aún en 1466. Es el prosista mejor dotado del s. XV y su influencia
será decisiva para el desarrollo de la literatura novelesca posterior. Deducimos
de sus obras que viajó por los distintos reinos peninsulares. Residió algunos
años en Aragón y Cataluña; concretamente vivió en Barcelona por lo menos durante
dos años. Aquí entró en contacto con la literatura catalana que dejaría alguna
huella en sus libros y sabemos que, entre sus distintos oficios, ejerció el de
bachiller de decretos, capellán del rey de Castilla, arcipreste de Talavera,
capellán de Reyes Viejos en la catedral toledana y racionero de la misma. Fue un
apasionado bibliófilo. Debió ser hombre abierto a todas las culturas e impuesto
y versado en las literaturas italiana, castellana, catalana y latino
eclesiástica.
Su producción original no es muy extensa, pero sí Curiosa e interesante.
Escribió el Corbacho o Reprobación del amor mundano (1438), novela de costumbres
populares llena de ingenio y de vida y la mejor obra en prosa del s. XV, aparte
de La Celestina. Fue autor de una compilación histórica, Atalaya de las
crónicas, muy interesante por la cantidad de noticias acumuladas al margen de lo
histórico, y de dos biografías piadosas, las Vida de S. Ildefonso y Vida de S.
Isidoro, consideradas como estudios patrísticos y escritas con evidente
intención reformadora. Completó su labor personal con traducciones de obras de
sus biografiados. En los manuscritos del A. de T. conservamos la traducción del
Libro de la Oración, de las Cartas de S. Isidoro, y Libro de la perdurable
virginidad de Santa María, cuyo autor fue S. Ildefonso. Podemos afirmar sin
lugar a dudas que el A. de T. conoció a su pariente literario el Arcipreste de
Hita, que manejó el Libro de las donas y la Vida de Cristo del catalán F.
Eiximenis y que estuvo impuesto en las obras satíricas de Boccaccio, en las
latinas de Petrarca, en los sermones de Gerson y en las colecciones de cuentos
más conocidas, Calila e Dimna, Sendebar y Disciplina clericalis. Todas estas
posibles fuentes y lecturas no empañan en nada la originalidad del autor, sino
que, al contrario, nos dan la exacta dimensión del artista que supo armonizar
tanta obra culta con un jugoso diálogo costumbrista a la manera del habla
toledana.
El «Corbacho». La prosa castellana hasta la aparición del Corbacho había
sufrido un vertiginoso descenso en manos de escritores pedagogos, de moralistas
de segundo orden o de aficionados. Se había olvidado el auténtico venero de la
lengua, el habla del pueblo, las vivas expresiones castizas que antaño
recorrieron los cuentos del Infante Juan Manuel y animaron el chispeante ingenio
de los versos de J. Ruiz. La rehabilitación de esa lengua popular le cupo en
suertes al A. de T. Nadie mejor que Menéndez Pelayo ha destacado el acierto del
A. de T. al reanudar la tradición interrumpida, «la lengua desarticulada y
familiar, la lengua elíptica, expresiva y donairoso, la lengua de la
conversación, la de la plaza y el mercado, entró por primera vez en el arte con
una bizarría, con un desgarro, con una libertad de giros y movimientos que
anuncian la proximidad del grande arte realista español» (Orígenes de la novela,
1, Madrid 1943, 175). No fue sólo éste el único acierto del A. de T. Hay una
perfecta armonía entre lengua, tipos e intención. El prosista se propuso ante
todo escribir un tratado de moral no al estilo de los sermonarios pedantes y
sosos, sino lleno de vida, y por la índole de su intención, era muy fácil caer
en el tópico manido de tantos moralistas de pacotilla como se prodigaron en
aquel tiempo. Su éxito estriba en haber sabido dosificar la enseñanza moral con
el animado cuadro de costumbres y así paliar un poco el tono entre severo y
desenfadado al que apunta el subtítulo de su tratado.
Contribuye también a su éxito la galería de tipos populares tan sabiamente
extraídos de la realidad cotidiana. Las escenas semihumoristas de patio o
corralón que hicieron las delicias de los sainetes, encontraron aquí amplio
escenario. Ni siquiera Ramón de la Cruz supo sacar tanto partido de las animadas
peleas de vecindad. Recordemos las airadas invectivas de una comadre que busca a
su gallina: «¿Quién me la furtó? Furtada sea su vida. ¿Quién menos me fizo della?
Menos se le tornen los días de la vida. Mala landre, dolor de costado, rabia
mortal comiese con ella, nunca otra coma; comida mala comiese, amén. ¡Ay,
gallina mía, tan rubia! ».
La obra no se limita a estas escenas de la vida diaria, sino que el A. de T.
recurre a los cuentos para ejemplificar y exponer a la pública vergüenza las
malas artes de las mujeres. No son las fabulitas el fuerte del escritor, carecen
de la garra de las de don Juan Manuel, son demasiado esquemáticas; pero son
útiles a su propósito. Los dos últimos capítulos del libro están dedicados a las
«complisiones de los hombres», al varón como amador y ser amado. Aunque menos
vigorosos que los retratos femeninos, podemos salvar alguna estampa satírica
digna de sus mejores momentos. Nadie conoció a las mujeres como el A. de T.,
nadie como él recurrió a las sentencias y refranes dichos con gracejo y
oportunidad, y, sin embargo, pese a poner al descubierto las trapacerías del
loco amor, no se le puede tildar de antifeminista. Sigue una corriente de época
y, más que una sátira despiadada del sexo femenino, su obra fue un antídoto
contra las extravagancias del amor alegre y mundano. No hay mejor título para el
A. de T. que el de que su abigarrada galería humana, su prosa y su arte
informarán una tradición literaria continuada en La Celestina y llevada a una
suprema expresión artística en El Quijote.
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