La cocina universal

Por: Freda Mosquera

(Lectura en el Centro Cultural Espanol, Miami, como parte del programa "Sabores y Lenguas", Mayo 14, 2002) (Evento organizado por la revista Baquiana)


Adelaida vaga por los mercados de la ciudad, sudorosa y agitada, buscando hierbas y especias, acariciando los frutos de la tierra, las papas rosadas y los tomates, las cebollas y los pl�tanos, las mazorcas doradas.  Al llegar la asalta la luz de su cocina, que opaca con su esplendor el resto de la casa.  
Adelaida descansa por un instante y luego se da a la tarea de organizar los alimentos en el refrigerador, de colocarlos en la despensa.  Se lava las manos, se recoge los largos cabellos negros y con la destreza de una pitonisa que se prepara para ejercer su oficio, inicia el ritual de los domingos, la ceremonia que espantar� la soledad y el desarraigo, y que la conectar� con el universo tel�rico que ha dejado atr�s. 
Mientras enciende la estufa y el calor y el aroma de la pimienta y el comino, se van apoderando de la casa, Adelaida evoca otras cocinas remotas y lejanas que habitan su memoria.   
Regresa en sus recuerdos a una cocina grande y oscura, hecha de palma y barro. Y aspira los olores que emanan de la enorme vasija de barro.  El fuego del fog�n, alimentado por la le�a, est� encendido.  Amigos y parientes, reunidos frente a la enorme olla, sentados en troncos de madera, a la luz de las velas, se cuentan historias y vigilan que el fuego se mantenga encendido, que el carb�n est� rojo.  En un ritual que culminar� esa noche y que se inici� d�as atr�s, ella rememora la b�squeda de las hojas de pl�tano y luego ve a sus hermanos y hermanas remojando los bultitos de ma�z en miel de ca�a.  Despu�s en la espera de la fermentaci�n, se ve a s� misma, moli�ndolos, mezcl�ndolos con mucha agua y miel de ca�a, turn�ndose en los oficios, hasta que la chicha est� bien dulce, y la vierten en la olla de barro y la tapan durante ocho d�as.  Ahora, aguardan frente al fuego.  Adelaida es parte de ellos, y espera junto a la hoguera, hasta que la bebida est� espumosa.  Al amanecer la gente empezar� a beberla y a embriagarse. 
Adelaida abandona esa cocina r�stica y viaja por los campos y  las carreteras, como un esp�ritu nocturno que se le aparece en las veredas solitarias a los caminantes para seducirlos con la negrura de sus cabellos y con su olor de madremonte.
Abre el port�n de madera que la conduce a los jardines de una hacienda en la sabana bogotana, y reconoce la cocina de la casa, donde aprende a usar utensilios el�ctricos y la maravillan los distintos tonos de amarillo de los muebles que combinan con el m�rmol de los pisos y los entramados de madera de la casona.   La due�a de la casa, una anciana descendiente de conquistadores espa�oles, se apega a los guisos criollos de Adelaida, a sus ajiacos y papas chorreadas, su consom� de carne roja, su cuchuco de trigo con costilla de cerdo y sus habichuelas con lomo sazonado con mantequilla, tomate y cebolla.  Adelaida asiste a la escuela secundaria, y una noche, junto a los rosales de la hacienda, un joven la besa por primera vez.  Adelaida lo esperar� en las noches, y en la cocina de esa casa,  aprender� que cada hombre, responde a los aromas y sabores de manera diferente y los ir� identificando en su memoria por la devoci�n que dedicaron a su torta de esp�rragos, a sus sopas con pap� y cilantro, o a sus frutas esculpidas con formas extravagantes.
Adelaida viaja a la ciudad, cargada de esencias, sabores, aromas, recetas y deseos.  El campo y los rosales han quedado atr�s.  Ahora trabaja en un apartamento ultramoderno, en el octavo piso de un edificio, incrustado en los cerros bogotanos.  El techo y las ollas de la cocina son de vidrio, las estufas est�n hechas en un material blanqu�simo y muy fino, se prenden y se apagan, manteniendo la temperatura para cocinar los alimentos. Adelaida encuentra una repisa con libros de culinaria de distintos pa�ses, y se acostumbra a leerlos, con las ventanas abiertas, mientras el aire h�medo de la monta�a la regresa por instantes a la cocina oscura de techo de paja donde sus parientes se embriagan con chicha.  Adelaida conoce all� importantes pol�ticos y empresarios, y descubre que alrededor de esos banquetes privados,  se ventila el destino del pa�s. 
Adelaida viaja en el tiempo, cruza fronteras, y lo que para otras personas ha significado largas filas frente a una embajada, con negativas y sue�os rotos, a ella se le concede sin haberlo solicitado, en un pasaporte sellado con visa de trabajo, como un regalo de los dioses, que la arranca de la monta�a.  Su nuevo hogar es una cocina ampl�sima, de mesones de m�rmol y ventanas inmensas por las que se divisa un canal.  Los barcos navegan pl�cidos, mientras las estufas se apagan autom�ticamente, y los hornos con su propia calefacci�n, marcan la temperatura para cocinar los vegetales. Adelaida prepara exquisitos platillos con salmones y jamones en salsa de pi�a, camarones encebollados, pollos con almendras, tortas de esp�rragos y manzanas en dulce, papas a la quesadilla, zanahorias con miel de abejas, cremas de fr�jol rojo y pescados a la mayonesa, mientras en las salas de la mansi�n floridana, celosamente custodiada, se decide el destino de su pa�s. 
Adelaida siente que su esp�ritu recorre el universo, rememora la �escuela de cocina� cuando decidi� que se graduar�a con honores, en el oficio que hab�a conocido desde ni�a y ah� en la escuela sorprender�a a los maestros, porque no necesitaba medir la sal como lo  hac�an los dem�s estudiantes, sino que ella tomaba un pu�ado y lograba la medida perfecta.  La escuela, la mansi�n frente al canal, la devuelven a un amor que le cambiar�a la vida, que la llevar�a por los caminos del conocimiento.  Un amor que empez� como un juego,  cuando conoci� al bibliotecario de los idiomas internacionales en la biblioteca p�blica de la ciudad.  Un hombre extra�o, que amaba los libros y la m�sica cl�sica y que sucumbi�, como la anciana descendiente de conquistadores, como el futuro presidente de su pa�s, al hechizo de sus comidas, a su don para preparar los alimentos.

Adelaida est� sola de nuevo, en una ciudad desconocida, rodeada de bosques y animales salvajes.  Vive en el segundo piso de una mansi�n de veinte habitaciones.  Desde ah� puede ver a trav�s de las ventanas, los ciervos y los lobos corriendo entre los �rboles. La cocina est� decorada con antiguas ollas de cobre.  El silencio es tan intenso que a veces el viento golpea la casa y los soportes met�licos de las ventanas, exhalan una m�sica, que se confunde solamente con el canto de los p�jaros.  Los pisos son de m�rmol italiano y los muebles est�n ensamblados en madera fina.  Los refrigeradores son modernos y la despensa alberga alimentos procedentes de distintos pa�ses.  Adelaida aprende a preparar la sopa de Matzo, mezclando pollo, zanahoria, cilantro, cebolla y ajos, escuchando las ense�anzas de una millonaria jud�a, de origen ruso, que evoca las recetas por el olor de los alimentos.
Adelaida siente que su esp�ritu regresa de un largo viaje.  Mira por la ventana y divisa a su vecina, que se ha quedado de nuevo dormida frente al televisor.  A pesar de la luz y el brillo de las manzanas verdes y rojas, su cocina es fr�a y apagada.  La despensa est� repleta de cajas de comidas enlatadas, de frijoles, at�n y sopas instant�neas.  En el refrigerador la provisi�n de alimentos congelados evoca una escena de la pel�cula de Kubrick �Odisea espacial 2001�. El futuro es presente en el recipiente de pl�stico que reposa sobre la mesa y que contiene pedacitos de pollo en salsa blanca, junto al verde de los br�colis, y el amarillo ocre de un pastel de manzana preparado por una abuela imaginaria. 
Adelaida la contempla desde su ventana y la soledad le muestra sus colmillos, entonces sigue viajando por otras cocinas c�lidas y ajenas, mientras un olor inconfundible a miel de ca�a, la regresa a su pa�s, a la monta�a, a esa cocina oscura de techo de paja, donde sus parientes y amigos se embriagan hasta el amanecer.

Copyright. Freda Mosquera.
Cuentista colombiana, radicada en la ciudad de Fort Lauderdale. 
Autora del libro �Cuentos de seda y de sangre�.


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