La carátula es gentileza de nuestro amigo mexicano Ricardo Olvera

21 de octubre de 1970

El Monje Loco nos relata una historia criminal sucedida en un pequeño pueblo mexicano, a la cual se le puede aplicar el dicho “le dieron de beber de su propia medicina”. El doctor Javier Dorantes, déspota y ambicioso galeno, asiste a la visita diaria que debe efectuar a don Rodrigo, importante vecino del lugar, quien padece de una enfermedad desconocida atribuida a sus años. Lo que el anciano desconoce es que el miserable facultativo, que dice ser su amigo, solo ambiciona los bienes que heredará su hija Isabel. Sus intenciones son hacerla su esposa y seguir proporcionando a la tímida mujer la misma medicina que ha estado inoculando en el agonizante cuerpo de su paciente. Antes de morir, ignorante de la cruel infamia, don Rodrigo hace los trámites pertinentes para que, una vez él haya partido, el enlace se efectúe. Tal como estaba predestinado, el anciano muere y el infame Dorantes pasa a tomar posesión de la hacienda. Su trato cruel y sádico hace que los sirvientes le teman y eviten su presencia. Lupita, niña sirviente y además ahijada de Isabel, debe sufrir constantemente los embates de ira del sádico amo. Pasado un tiempo corto, Javier comienza a planificar el asesinato de su esposa, utilizando la misma medicina venenosa que una y diez veces dio de beber a su suegro. Fingiendo preocupación por su salud, ofrece una cucharada de la pócima maligna a Isabel, quien en reducido tiempo comienza a sufrir sus efectos. Paradojalmente, el destino le tenía preparada una inesperada jugada al infame criminal. Lupita, haciendo el aseo diario, accidentalmente pasó a llevar una botella de licor que Dorantes mantenía en su habitación, de la cual habitualmente bebía. Aterrada ante el virtual castigo que esto significaría, ingenuamente buscó una botella de la misma marca y vació inconscientemente en ella la droga que el vil asesino estaba proporcionando a su esposa, la que se encontraba en el velador de Isabel. Al beber, el efecto fue fatal. A los pocos segundos, el doctor Moreno, a quien se le hizo venir, comprobó la muerte fulminante de su joven colega y se iniciaron los trámites del funeral. Lo que todos ignoraban era que, por efecto de la droga, la humanidad del envenenado había entrado en una especie de catalepsia, pero sus sentidos seguían siendo agudos y así permanecería por más de catorce horas. Tiempo suficiente para que su cuerpo fuera sepultado.

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