NOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
 
 5 de agosto de 2001

Padre Basilio Méramo
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    Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:  

   En este Evangelio vemos llorar a Nuestro Señor, llora ante lo que El veía que le ocurriría a la ciudad santa, a Jerusalén, esa ciudad que Él tanto quería. Y nos puede asombrar el hecho de que un hombre llore, porque equivocadamente creemos que son únicamente las mujeres las que lloran, pero los hombres valientes también lloran, no quizá como las mujeres por fragilidad, por sentimentalismo, sino por una realidad dura y cruel. Realidad dura de lo que iba a acontecer a Jerusalén por no haber aceptado y reconocido al Mesías prometido, por no haber visto la presencia de Dios para abrirle sus puertas y, ante ese pecado, ante esa dureza del pueblo judío, Nuestro Señor con la ciencia que Él tenía y el don de ver tanto lo pasado como lo futuro, vio esa destrucción de la ciudad como castigo a la incredulidad del pueblo judío; la ciudad Santa, allí donde había el pueblo verdadero, único templo donde se adoraba verdaderamente a Dios en toda la tierra.

   Por eso llora Nuestro Señor, con ese dolor, ese llanto de misericordia, de conmiseración por lo que luego aconteció con Vespasiano y Tito que destruyeron completamente la ciudad; del templo no quedó piedra sobre piedra y lo que queda del Muro de las Lamentaciones es la hondonada, como cuando alguien construye al borde de un precipicio y hace en ese borde un muro de contención, pero sobre la explanada no queda ni quedó piedra sobre piedra. Cumpliéndose literalmente lo anunciado por Nuestro Señor como castigo por no haber reconocido al Mesías, por eso lloró Nuestro Señor.

   No podemos imaginar a las mujeres que se comieron a sus hijos para poder sobrevivir cuando Jerusalén fue sitiada por los romanos para obligarlos a rendirse o morir, durante meses en los cuales se agotaba el alimento, como se lee en la Historia de Flavio Josefo. Eso nos da una idea del horror de la situación como justo castigo por no haber reconocido a Nuestro Señor y eso le arrancó lágrimas de dolor, de conmiseración, de compasión ante esa dureza que caracteriza al pueblo elegido, los judíos, pueblo de dura cerviz.

   El otro rasgo que también nos puede sorprender es la actitud de Nuestro Señor cuando entra al templo y con un látigo, a fuete limpio, sacude a esas alimañas, los ladrones que profanaban su templo convirtiéndolo en cueva de ladrones, en lugar de ser una casa de oración. Esto que Nuestro Señor hace al comenzar y al finalizar su vida pública, esta es la segunda expulsión que nos relata San Lucas y que San Juan nos relata poco después de las bodas de Cana antes de iniciarse la vida pública de Nuestro Señor. No tengamos una imagen muy pueril de Nuestro Señor, muy boba, muy de mejillas coloradas, ojos azules y cara de niño bonito, no; Nuestro Señor es la virilidad; esas imágenes medio afeminadas no son la expresión de la virtud, de la virilidad, de la hombría de Nuestro Señor, por eso no nos debe sorprender ese gesto como de gladiador, de domador de leones con un látigo sacando a fuete del templo a esos personajes que se valían del templo para hacer negocios corrompiendo el lugar santo.

   No tengo nada en contra del arte, pero éste debe expresar la realidad y desgraciadamente a los santos los pintan muy mujeriles y afeminados, ellos no son señoritas de salón. San Juan el Bautista no era una caña que lleva el viento, para mostrarnos que era gente aguerrida, firme, viril y aun las mismas mujeres, la virilidad de Santa Teresa, o de una Santa Teresita que jamás se apoyó al respaldo de una silla por hacer mortificación; no nos dejemos engañar con esas imágenes todas coloreteadas que no expresan verdaderamente eso que los santos encarnaron y que desgraciadamente muchas veces, hasta los curas quieren imitar para parecer buenos, hablando suave como si fuesen niñas de quince años y de pura apariencia. Por eso no nos debe asombrar el gesto incluso violento de Nuestro Señor llorando, pero también por otro lado dando fuete; este es el celo que Él tiene por las cosas de Dios.

   ¡Qué no haría hoy! Nos sacaría a todos zumbando a latigazos por lo mal que anda el clero en la Iglesia, y los fieles que son los menos culpables porque siguen el mal ejemplo que dan los sacerdotes, los monjes, los prelados, la jerarquía; todo se deteriora, todo se corrompe, se convierten los templos en museos[1].

   Dios destronado del altar para colocarlo en un rincón, son todas cosas que muestran el grado de deterioro que padece actualmente la religión y no nos damos cuenta.

   Esa es la razón de nuestra existencia, mantener la pureza de la fe, de la religión, de la Iglesia, de la santidad, y que la Iglesia no se nos convierta en una cueva de ladrones, en un lugar de comercio, sino que sea el lugar santo, la casa de Dios, donde se reactualiza el santo sacrificio de la Misa, no una cena, un ágape, no la conmemoración de la Pascua, sino la renovación incruenta del sacrificio de Nuestro Señor en el Calvario producido sacramentalmente sobre el altar; y a eso comulgamos, no a un pedazo de pan, no a una galleta, sino al cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, presentes bajo la apariencia del pan y del vino, al cuerpo y la sangre de Nuestro Señor junto con su alma y divinidad.

   Por lo mismo, no se puede comulgar de cualquier forma ni tampoco se lo recibe de cualquier modo, como quien reparte pan sino con un acto de adoración, de rodillas, en la boca, en estado de gracia, con el ayuno debido; y que recuerdo el ayuno, lo ha repetido monseñor Lefebvre, debe ser de tres horas y no de una, por respeto a Nuestro Señor; esa es la norma que nos debe regir. Otra cosa es que por excepción un día, por un descuido, el sacerdote permita una hora; nadie, después de haber comido, ha hecho la digestión en una hora, entonces va a recibir de postre a Nuestro Señor. Hasta dónde llegan la profanación y la desacralización, la pérdida del sentido de lo sagrado que hasta los paganos tenían; peor que pagano está el mundo hoy, no hay sentido ni sentimiento de lo sagrado, de lo sacro, de lo divino, todo es el hombre.

   ¡Maldito y condenado hombre, que te vas a podrir en el infierno! "Humanidad condenada", decía San Agustín. Esa es nuestra condición; si Nuestro Señor no hubiera muerto en la cruz estaríamos irremisible y eternamente condenados en el infierno, no lo olvidemos y veamos esa misericordia, ese amor, esa caridad.

   Pero no olvidemos, no nos creamos más de lo que somos; delante de Dios somos nada, la criatura es nada delante de Dios; no tenemos ningún derecho delante de Dios y Él tiene todos los derechos. Entonces dejémonos de estupideces con Dios, de proclamar nuestra dignidad, nuestra libertad, debemos proclamar nuestro estado de criaturas, de siervos inútiles delante de la Divina Majestad; esa es la humildad y dejemos de ser pavo reales, pura pluma en la cola y pavoneando estúpidamente mientras el tiempo transcurre y no lo aprovechamos para la eternidad. Así como Nuestro Señor lloró sobre Jerusalén, ha llorado Nuestra Señora en Siracusa; no ha hecho más que llorar viendo el estado de la humanidad y de la Iglesia y no hoy sino desde hace cincuenta años. De Nuestra Señora de Siracusa, en Sicilia, poco se habla, pero esa fue la realidad, durante tres o cuatro días lloró ininterrumpidamente verdaderas lágrimas, analizadas, reconocido por el obispo del lugar y el Papa Pío XII.

   No hagamos llorar más a Nuestra Señora, no obliguemos a Nuestro Señor a sacarnos a fuetazos. Eso sería lo menos que hiciera, porque en aquel templo todavía no estaba su presencia real como lo debiera estar en los templos católicos, en las iglesias católicas donde está la presencia real, el verdadero culto que es el que los modernistas han destruido con la nueva misa. Por eso la nueva misa no se define, no se considera, no se reputa como un sacrificio, sino como una synoxis, como una cena, como un ágape, como un recuerdo, no ya de la pasión sino de la pascua y aleluya. "No todo el que dice ¡Señor, Señor, Aleluya! Aleluya quiere decir alabado sea Dios. Pero "no todo el que dice ¡Señor, Señor! entrará en los cielos", no todo el que dice "aleluya" entrará en los cielos.

   Supliquemos a Nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que conservemos por lo menos nosotros la fe, la religión, el verdadero culto; que no perdamos el sentido de lo sacro, de la divinidad de Dios y de la miseria y la indigencia que nos caracteriza a nosotros como seres humanos y como criaturas. Para que así, en esa verdadera humildad, podamos invocar santamente el nombre de Dios, salvarnos y salvar a los demás, ayudándolos a que salven sus almas con la gracia de Dios. Pidamos todas estas cosas a Nuestra Señora y que comprendamos, manteniéndonos firmes en la Tradición de la Iglesia, que no es facultativa; no se viene a esta capilla porque sea bonita o fea, sino porque se viene a adorar a Dios en la verdadera Misa, se viene a comulgar a Dios, a Nuestro Señor, no de cualquier manera. Venimos a pedirle a Él esa ayuda, para así santificarnos y que nos salvemos en la hora de nuestra muerte. +

 

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  • [1] En Europa se pueden ver los grandes templos convertidos en museos donde incluso hay que pagar para entrar a ver la parte donde están los tesoros, es decir, donde están las cosas pertenecientes al culto debido a Dios.
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