SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
 
17 de junio de 2001

Padre Basilio Méramo
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    Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:      

   En este segundo domingo después de Pentecostés, el Evangelio nos presenta la parábola de los convidados al banquete del padre de familia que se excusan. Parábola que, como todas, tiene algo de desproporcionado o de exagerado según el lenguaje humano, pero que quiere a través de esa aparente exageración, expresar, poner en evidencia una realidad sobrenatural de difícil acceso; ese es el motivo de las parábolas, darnos a entender con comparaciones o semejanzas de las cosas cotidianas, las realidades o misterios divinos, para que tengamos así cierta inteligencia de ellos.

   Vemos cómo siempre en las Escrituras sale o reflorece ese día de convite, de cena, de gran fiesta e incluso muchas veces de banquete nupcial y podemos preguntarnos el porqué; la sencilla razón de ello es que la caridad, el amor, la amistad, no hay otra manera de expresarla mejor que con la de un banquete, la de una cena en la cual el dueño participa de su casa a sus amigos, a sus convidados, a quienes estima les abre las puertas de su casa y reparte lo que es de él. Hay una comunión. Mucho más cuando se trata de banquetes nupciales, que anuncian la unión de los esposos. Con lo cual Dios quiere también mostramos la unión, en primer lugar de la Iglesia con Dios, con el cielo, la unión de Dios con cada una de nuestras almas, en tanto miembros de la Iglesia. Esa es la razón por la cual aparecen en las parábolas estas fiestas, estos convites como en el caso de hoy.

   Y vemos que todos los convidados, por razones aparentemente valederas y justas, se dan por excusados; entonces el dueño de casa se irrita y manda a llamar a todo aquel que encuentre por allí en la calle, tullido, pobre, lisiado, enfermo, ante el rechazo o las excusas de los comensales que fueron primeramente invitados. Alude al pueblo judío, al pueblo elegido y a los gentiles en la Iglesia habiendo rechazado al Mesías el pueblo elegido. Es evidente que alude a ese hecho, que fueron los primeros convidados.

   Hay una moraleja para todos nosotros, judíos o gentiles, para todo el mundo, para todos los hombres, que ante Dios no hay excusa que valga por justificada que sea; porque todo, absolutamente todo en el actuar humano público o privado debe encaminarse hacia Dios y si no es inútil, es pecado. De ahí la gran ira, la irritación, porque no hay excusa que valga ante Dios que nos ama, que nos invita a su banquete para que gocemos de El en el cielo y que nosotros estúpidamente, con razones que nos puedan parecer válidas, rechazamos el llamado de Dios, el llamado divino; nos disculpamos, "te ruego me des por disculpado porque tengo mucho trabajo, porque tengo una mujer, hijos, una familia, o lo que fuere; abandono a Dios por quehaceres humanos".

   Por eso en primer lugar está Dios, hay que santificar los domingos, hay que preferir siempre en primer lugar a El y todo lo demás será válido y bueno si está encaminado a Dios y será mal y será pecado si no va encaminado a Dios. Y por eso termina y concluye este Evangelio que: "ninguno de los que fueron convidados ha de probar mi cena", aquellos que fueron invitados y que se excusaron, no gozarán del cielo. Debemos meditar; que no nos acontezca a nosotros cuando por múltiples razones, aun valederas, dejamos a Dios en segundo puesto, para que ocupe al fin y al cabo el último; no demos a Dios esas excusas. Todo lo que hagamos debemos hacerlo encaminado a El.

   Lo que se encamina a Dios en primer lugar es la salvación del alma, es el cumplimiento de la Ley de Dios por amor a Dios, como lo dice en la epístola San Juan, y que sea un verdadero amor que se refleje en el prójimo y no de palabra ni de boca, sino con obras, con hechos reales, que manifiesten y expresen esa caridad al prójimo por amor a Dios. Retengamos estas lecciones, porque somos muy dados, incluso los religiosos, los sacerdotes, no únicamente los fieles, todos somos dados por la fragilidad humana, por la superficialidad humana, por la falta de mortificación, nos dejamos quitar el tiempo que es para Dios; en vez de dedicar todo lo que hagamos para la mayor gloria de Dios, nos olvidamos de Dios, las preferimos a Dios y todas son excusas inválidas, excusa que es denegada, porque Dios es nuestro último fin y como fin último es nuestra felicidad, nuestra dicha. Y ¿qué hay ante eso?, ¿qué excusa válida puede haber ante nuestro último fin? Ninguna. Es lo que nos quiere demostrar el Evangelio de hoy de un modo patético con esta parábola.

   Pidamos a Nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos enseñe a corresponder como Ella, todo para Dios. Que no tengamos excusas. ¿Qué hubiera sido si Nuestra Señora se hubiera excusado en vez de dar el fíat, "hágase en mí según tu palabra"; y ni siquiera se atrevió a decir, "sí, yo quiero"; no, "hágase en mí según tu voluntad". ¡Qué respuesta afirmativa tan humilde, tan sumisa ante el Creador! Esa debe ser nuestra respuesta, humilde y sumisa ante la invitación de las bodas eternas, al banquete eterno que nos convida Dios Nuestro Señor. +

 

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